Medianoche. A las doce en punto el teléfono de color canela sonó en la sala de suministros. Arnold McCardle descolgó y oyó la voz de Robert Callahan, el director del departamento de instituciones penitenciarias.
– He hablado con un representante acreditado del gobernador -anunció Callahan, hablando en un tono almidonado y artificial que no pegaba en absoluto con su deje del medio oeste-. Y no se ha concedido el aplazamiento de la sentencia. Deben proseguir con la ejecución.
Arnold McCardle asintió con un gesto de su pesada cabeza.
– Entendido -respondió.
Volvió a colocar el auricular en la horquilla. Hizo una seña afirmativa a Reuben Skycok, quien se volvió hacia los dos verdugos, Frick y Frack. Apoyando la mano en el codo de cada uno de ellos, Skycok les acompañó hasta el panel de control de la máquina de inyección letal. Para entonces, McCardle se había vuelto hacia el pequeño intercomunicador situado en la estantería junto a los teléfonos. Pulsó el botón y dijo con voz firme:
– Autorizado.
La voz de McCardle llegó a los auriculares de Zachary Platt. El ayudante del alcaide hizo un gesto afirmativo con la cabeza a Luther Plunkitt. Luther consiguió mantener la mano serena gracias a la fuerza de su férrea voluntad mientras sacaba la sentencia de muerte del bolsillo interior de la americana. Al mismo tiempo, Zachary Platt se giró hacia la ventana detrás de él y, tirando del cordón, levantó la persiana.
Bonnie Beachum se sobresaltó en el banco donde estaba sentada, temblando, mientras la persiana iba subiendo. La sala blanca y radiante estaba delante de ella. Y allí estaba su marido, con el rostro al descubierto tocando la sábana. Estaba tendido de espaldas a ella, torciendo el cuello hacia atrás, forzando la vista para mirar hacia atrás, buscando desesperadamente el rostro de ella al otro lado de la ventana. Ella se inclinó hacia el grueso cristal que los separaba.
– Frank -susurró, temblándole la voz.
Verlo tumbado en la camilla la sumió en un estado de histeria visionaria de plegaria. De inmediato quedó inmersa en un esfuerzo para que él pudiera verle el rostro, para telegrafiarle su amor, su único apoyo. Las lágrimas le surcaban las mejillas mientras se inclinaba con fuerza hacia delante y tuvo que luchar para reprimir las imágenes explosivas que invadían su mente: la sonrisa de Frank en la puerta de la cocina, sus pasos de gigante en la escalera, la mano de Frank cogiéndola a ella por el hombro… Tenía miedo de que esos pensamientos la mataran antes de mostrarle lo que tenía que mostrarle, que su mujer estaba allí.
– Frank -repitió entre sollozos.
Hartan Flowers avanzó rápidamente y le envolvió la mano con la suya. Bonnie se aferró a ella y la sostuvo con todas sus fuerzas.
– Frank Beachum, el estado de Missouri le declara culpable de asesinato y le sentencia a morir mediante inyección letal.
Luther pegó la vista en las palabras escritas en el papel, en cada una, una a una, para que la voz no le temblara al leer. Acabemos con esto de una vez, pensó. Y preguntó:
– ¿Tiene algo que decir?
Luther tragó saliva y miró por encima de la sentencia al rostro de la camilla. Frank forzaba el cuello intentando mirar a la ventana situada detrás de él, buscando la cara de su mujer. Luther pensó que no hablaría. No creía que pudiera pensar con la suficiente lucidez, que fuera capaz de traducir en palabras cualquiera de los pensamientos que le quedaban en la mente.
Pero lo fue.
– ¡Te quiero, Bonnie! -gritó Frank-. ¡Siempre te he querido!
Luther vio cómo Bonnie Beachum apretaba con fuerza la mano contra el cristal. Le devolvió las palabras emocionadas a su marido:
«Te quiero».
Luther tragó de nuevo, esta vez con más fuerza. Dobló el documento de la sentencia y se lo metió en el bolsillo. Miró el reloj. Faltaban veinte segundos para las doce y un minuto.
Durante esos veinte segundos Arnold McCardle permaneció quieto, mirando por el falso espejo, esperando que Luther Plunkitt se diera la vuelta y le diera la señal para empezar. Nadie se movió en la cámara de la muerte. A Arnold le parecía un cuadro: Luther junto a la camilla, Frank estirando la cabeza hacia atrás, la nuez palpitante, el guardia y Zach Platt rígidos en sus rincones respectivos. Arnold no respiró. Hasta el obeso y flemático Arnold podía sentir la banda de tensión que se cernía en su garganta y sólo deseaba que el viejo Luther diera carta blanca, que hiciera una seña, veinte segundos antes o no.
Pero entonces el segundero rojo llegó a la parte superior de la esfera y el cuerpo inmenso de Arnold se hinchó al inspirar esperando que Luther se girara hacia él. Pasó otro segundo, y otro, y el cuadro parecía congelado: Luther miraba el suelo, Frank se estiraba hacia atrás, Platt en su rincón, lanzando miradas nerviosas al reloj y el guardia en la otra esquina levantando una ceja.
– Vamos, vamos -murmuró Arnold en voz baja.
La segunda manecilla se desplazó hasta el primer arco del nuevo minuto. Arnold miró a los verdugos. Frack, el fornido, se le quedó mirando con la mano apoyada serenamente sobre el botón plateado de la máquina; Frick, el verdugo menudo, encorvado y con cara de insecto, era el que estaba más cerca, medio de espaldas a él, casi de puntillas y con el brazo vibrando ligeramente mientras mantenía el pulgar en su lugar.
Arnold volvió a mirar al otro lado del espejo y se sobresaltó al ver que el segundero del reloj empezaba a subir por la segunda mitad de la esfera, imparable. Y, sin embargo, Luther seguía sin girarse, sin girarse, y todo estaba congelado y todo el mundo contenía la respiración.
Y entonces Luther se volvió.
… un hombre es un ser que puede decir no, pensó, y volvió a tomar conciencia de sí mismo.
El alcaide de la Institución Penitenciaria de Osage quedó consternado al ver cómo había dejado que su atención se distrajera. Volvió a tomar conciencia de la situación como si hubiera permanecido allí de pie dormido, soñando. No sabía por dónde había deambulado su mente, en qué había estado pensando, pero cuando alzó la cabeza se percató de que el minutero había dado una vuelta completa a la esfera y seguía avanzando hacia las doce y dos minutos y treinta segundos, implacable.
Era una cuestión de orgullo, eso era todo. Esas cosas no tenían que ser exactas, tenían todo el día para proceder con la ejecución legalmente. Pero todo había funcionado correctamente, todo el mundo le esperaba y se suponía que debía dar la señal a las doce y un minuto en punto. ¿Qué había sucedido? Se había dejado llevar en el instante crucial, llevado a la deriva en alguna línea de razonamiento o de fantasía, no lo sabía, no podía recordarlo exactamente. Reparó en que toda la máquina, de la que él constituía una pieza central, estaba en suspenso, paralizada porque su mecanismo se había olvidado de girar. Se sentía absolutamente molesto consigo mismo.
Eran las doce y dos minutos y treinta y siete segundos cuando Luther se acordó de cumplir con sus obligaciones. En cualquier caso, por lo que respecta al alcaide de la prisión, eran noventa y siete malditos segundos demasiado tarde.
Se dio la vuelta e hizo un gesto profundo con la cabeza en dirección al espejo.
Pero, en ese momento, el teléfono negro empezó a sonar.
Desde entonces, Reuben Skycock puede soltar una buena carcajada al describir cuán rápidamente y con cuánta gracia el paquidermo Arnold McCardle podía moverse cuando tenía que hacerlo. Porque Luther asintió y el teléfono sonó casi simultáneamente, y McCardle no sólo alcanzó el auricular del teléfono con una mano sino que se estiró como si fuera de goma en la pequeña sala para alejar al nervioso Frick de la máquina con la otra. Frack fue más rápido y se apartó del botón en el instante mismo en el que oyó el timbre, lanzando las manos al aire como si acabaran de arrestarle.
Arnold McCardle se quedó escuchando en el teléfono negro durante largos instantes.
– Entendido -repuso entonces. Y, sin colgar el teléfono, pulsó el botón del intercomunicador.
– Tenemos una orden de suspensión del gobernador -aclaró con voz firme-. Se suspende el procedimiento.
– ¡Se suspende el procedimiento! ¡Se suspende el procedimiento! -gritó Zachary Platt, levantando las manos, con las palmas hacia fuera como si intentara impedirles a todos que se tiraran de un acantilado.
Durante un momento, Luther Plunkitt no reaccionó. Se quedó donde estaba y esbozó su sonrisa blanda. Luego, lentamente, levantó el pulgar y se lo pasó por los labios, enjugando una gota imperceptible de saliva.
Lo curioso, según me contó luego -o una de las cosas curiosas-, fue lo interminable que se le antojó ese momento. Tuvo la impresión de que ocurrieron muchísimas cosas y de tener tiempo para verlo todo. Vio a Zachary Platt mostrándole las palmas abiertas, saliendo del rincón como un loco y barboteando: «Suspensión del gobernador, suspensión del gobernador, suspensión…». Vio la cabeza de Frank Beachum precipitarse hacia delante, y su cuerpo convulsionarse violentamente debajo de la sábana; y cómo su cabeza se desplomó a un lado cuando el cuello perdió toda su fuerza, cómo cerró los ojos y se convulsionó. Entonces soltó un sollozo amargo y rompió a llorar, y las lágrimas se le agolparon bajo los párpados, escapándose por cada lado de la nariz hasta la boca.
Y, sin embargo, el momento continuó. Luther miró hacia arriba, en dirección a la ventana de los testigos. Y vio a Bonnie. Se puso en pie. De un salto, abandonó el banco y se puso en pie. Se empotró contra el cristal. Luther oyó el ruido sordo del golpe. Vio cómo las palmas de las manos se le tornaban blancas por la fuerza, la vio de bruces contra el cristal y éste empañado con su aliento. Incluso a través del cristal aislante, Luther oyó su grito: «Frank, Frank». Y luego la vio desmoronarse. Sus rodillas cedieron y se derrumbó, cayendo a un lado. El predicador negro que había permanecido a su lado también se había levantado, la cogió entre sus brazos y la ayudó a incorporarse en el banco.
Luther giró la cabeza hasta quedarse frente al falso espejo a su derecha. Sus ojos pasaron por el reloj al girar, sólo eran las doce y dos minutos y treinta y ocho segundos. Y entonces vio su imagen reflejada, los ojos grises marmóreos incrustados en la cara de masilla, la sonrisa inexpresiva.
Lo que realmente resultó extraño en lo que respecta a Luther era la sensación que tuvo, esa sensación tan clara de que no estaba solo en ese momento. No creía en telepatías, percepciones extrasensoriales ni mierdas parecidas. Y, sin embargo, tuvo que admitir que sintió como si alguien más se hubiera apoderado de su mente. Sintió que podía comunicarse con esa otra persona, por grande que fuera la distancia entre ellos, por simple pensamiento.
Así que asintió, esbozando una sonrisa blanda, y pensó, sin saber demasiado bien por qué: Bien, Everett. Bien.
– Bueno, creo que se suspende el procedimiento -profirió entonces en voz alta, lenta y pesada.