– ¿Para quién es el bocadillo de roast beef?
– Para mí -respondió Luther Plunkitt.
– ¿Qué ponen ahí, salsa rusa? -le preguntó Arnold McCardle, pasándole el bocadillo.
– Eso dicen -respondió Luther.
– ¿Pero eso no es antiamericano? -murmuró el reverendo Stanley B. Shillerman. Siempre hacía esos chistes malos en un esfuerzo por convertirse en uno más.
Luther sólo consiguió esbozar su sonrisa blanda, pero tanto Reuben Skycok como Pat Flaherty respondieron al unísono:
– No, ya no.
Estaban sentados alrededor de una mesa grande de madera en la sala de reuniones. Fotos oficiales del gobernador y del presidente colgaban de las paredes desprovistas de ventanas. El equipo de ejecución en pleno estaba presente: Luther, Arnold y el otro subdirector, Zachary Platt, los dos responsables de mantenimiento, Reuben y Pat, y el capellán. Arnold y Zach estaban sobando las bolsas de papel, distribuyendo los bocadillos y los refrescos. Se oía un murmullo apagado de conversación y el sordo masticar, el traqueteo propio de abrirlas tapas de los envases y de la comida al desenvolverla.
Luther se apoyó contra el respaldo de cuero y los observó, sosteniendo el bocadillo desenvuelto en una mano. Se sentía mejor ahora, con los muchachos, hablando de sus cosas. El peso de su estómago se había aligerado un poco. La imagen de Frank Beachum en la camilla se borró de su memoria. Sólo quería que el día pasea sin incidentes, como había ocurrido con los demás. Para eso le pagaba el estado de Missouri.
Arnold McCardle miró con ojos de miope debajo de una mitad de pan de centeno a la ternera medio rancia.
– Parece que cada vez hay más grasa y menos carne -señaló. Masticando, y sacudiendo las migas de su bigote mexicano, Luther dijo:
– ¿Acaso no es así como lo pides, Arnold? Quédese con la carne y déjeme la grasa.
Las enormes mejillas de McCardle se sonrojaron, pero aun así forzó su guiño característico.
– Es la mejor parte -explicó en voz baja. Levantó el bocadillo, lo empequeñeció con su mano enorme y le pegó un bocado. Luther notaba cómo se relajaba.
– Ahora Arnold se siente mejor -observó-. Cuanto más mejor.
– Estoy completamente de acuerdo -añadió Reuben.
Los ojos húmedos del reverendo Shillerman se esforzaban para encontrar una broma y entrometerse. Al observarle por el rabillo del ojo con esa camisa vaquera, esos pantalones tejanos, Luther pensó: «¡Cielos! hasta Reuben y Pat llevan corbata en un día como hoy».
– Qué os parece, ¿trabajamos un poco mientras comemos o qué? preguntó Luther. Dejó su bocadillo sobre la mesa y empezó a doblar el papel encerado-. No quiero ser aguafiestas ni nada por el estilo.
– Actúa como el alcaide de prisión ironizó Reuben.
McCardle masticaba un bocado, para demostrar que no estaba resentido por el comentario sobre la grasa.
Luther pegó un mordisco de roost beef y se reclinó en la silla mientras mascaba.
– Simplemente quiero revisar el programa del resto del día -explicó-. Asegurarme de que nadie esté donde no tiene que estar.
– Ah, pero ¿yo tenía que estar? inquirió Reuben.
Los demás empezaban a calmarse y a escuchar. Masticaban y escuchaban. Luther prosiguió, volviendo a dejar el bocadillo sobre la mesa después de ese único bocado.
– En primer lugar, debéis saber que ha habido un cambio en lo que respecta a la entrevista de las cuatro con Beachum. La chica que tenía que venir ha sufrido un accidente o algo parecido, así que la han sustituido por otro tipo, Steve Everett.
Arnold McCardle, con las mejillas llenas a rebosar, movió la cabeza y sonrió tristemente. A su parecer, al enterarse de lo del accidente de Michelle, Luther debería haber aprovechado la oportunidad para zanjar todo ese estúpido asunto de la entrevista inmediatamente. Sin embargo, a Luther le importaba mantener buenas relaciones con la prensa. De un modo u otro, Michelle lo había enredado y él no iba a escurrir el bulto ahora.
– Supongo que el News nos debe una por esto -declaró-. Y los otros periódicos no se darán cuenta de que hemos roto el protocolo hasta la próxima ocasión. En lo que respecta a Everett, he tratado con él un par de veces anteriormente. Es un listillo gilipollas. Pero casi siempre capta los hechos tal como son, así que sus historias resultan bastante equilibradas en conjunto, diría yo. De hecho, en cierto modo hemos mejorado. Bueno, en cualquier caso… -pasó rápidamente a cuestiones más familiares-. A las dieciocho horas, todo el mundo, todo el personal de procedimiento, nos reuniremos aquí para recibir las últimas órdenes. En ese momento revisaremos las posiciones, para comprobar que cada uno sabe dónde tiene que estar. Quiero que todo el mundo esté a punto a y cuarto en punto.
– Eh… rdón… alcaide.
La impaciencia brillaba en los ojos de Luther, pese a que su sonrisa blanda permanecía impasible. El que había hablado era el capellán, Shillerman.
– De acuerdo, de acuerdo le interrumpió Luther-. El capellán quisiera hacer una plegaria al final de la reunión que es opcional para todo el que desee quedarse.
Es decir, para nadie, si se repetía el panorama de la última vez. Luther se giró estratégicamente y Shillerman se quedo callado, picoteando con gesto huraño la corteza de su bocadillo de tocino, lechuga y tomate.
– A las diecinueve horas, Reuben y Pat comprobarán todos los teléfonos de la cámara, y verificarán que todas las líneas estén abiertas y funcionando -prosiguió Luther.
– Para que si llama el gobernador, la línea nos comunique -aclaró Reuben.
– Exacto. Tú, Arnold, tú te ocuparás de que los relojes estén sincronizados, incluido el de la sala de prensa. Parece ser que la última vez nos olvidamos de ello y algunos de nuestros amigos ejercieron a fondo el derecho a la discrepancia.
Los demás asintieron, masticaron, escucharon, y Luther continuó.
A las diecinueve treinta horas le llevarían ropa limpia a Beachum, explicó, y los pañales especiales que tenía que ponerse para no manchar la camilla. Reuben comprobaría la máquina de inyección letal y el equipo responsable de las correas prepararía la camilla bajo la supervisión de Arnold. Comprobarían los relojes y los teléfonos de nuevo y la máquina también, prestando una atención especial al mecanismo manual en caso de que los dos sistemas eléctricos fallaran. A las veinte horas, los seis se dirigirían a la cámara de ejecución, donde Reuben cargaría la máquina con tres tipos de fármacos: pentotal sódico para dormir a Frank Beachum, bromuro de pancuronio para paralizarle el corazón y cloruro de potasio para que dejara de respirar. Inyectarían una solución salina en el brazo de Beachum una media hora antes del procedimiento a fin de dilatarle las venas y prepararlas para recibir el veneno. La solución incluiría un antihistamínico que evitaría que Beachum tosiera y se ahogara durante el procedimiento, ya que ello sería desagradable no sólo para él, sino también para la prensa y los testigos.
– El prisionero estará con su capellán después de las 20.30 horas señaló Luther.
A continuación hubo una pausa incómoda; incómoda porque todo el mundo se dio cuenta de que el capellán del prisionero no sería Stanley B. Shillerman. Nunca era Stanley B. Shillerman. Ni uno solo de los condenados había pedido nunca un encuentro con él. Luther carraspeó y añadió:
– Se trata de un tipo negro de St. Louis. Parece un buen hombre y no creo que nos cause ningún problema.
Estaba a punto de continuar, pero, Shillerman fue incapaz de no entrometerse.
– Sí… bueno… yo mismo tuve un encuentro privado con el prisionero esta mañana. Hizo un gesto de lamento con la cabeza al recordarlo-. No puedo decir que sintiera remordimientos espirituales, pero por mi experiencia con los hombres, creo que ha aceptado su destino. Estoy en posición de confirmar que no nos causará ningún problema.
Todos asintieron silenciosamente, apartando la mirada de él. El viejo Reuben parecía contener la risa. Luther se había enterado del desarrollo de ese encuentro privado con el prisionero. Según el oficial de guardia, Shillerman había puesto a Beachum a cien. Luther aguante la respiración. Reverendo Gilipollas, pensó. En sueños, podía ver cómo el extremo de su bota daba un puntapié directo a ese capullo inútil. Sin embargo, en la vida real, no podía hacer gran cosa para cambiar la situación.
Shillerman, percibiendo la consideración general, añadió en tono rimbombante:
– Por supuesto, Sam Tandy, de la oficina del gobernador, me ha pedido que mantenga el contacto personal con el prisionero a lo largo de todo el día.
La sonrisa de Luther fue más blanda que nunca. Sus ojos centellearon desde las profundidades en su cara pastosa con una luz que era declaradamente metálica. Ésa era la clave. Sam Tandy. El asistente del gobernador, casualmente, el cuñado de Shillerman. No cabía duda de que el señor Tandy se sentía orgulloso de sí mismo por haber colocarlo a su pariente en un puesto tan bueno, es decir, en un puesto tan bueno para observar el procedimiento de la prisión en acción. Y para informar directamente a la oficina del gobernador. Todo el personal sabía que Shillerman era el espía del gobernador.
Los demás se mantenían ocupados con sus almuerzos, mientras Luther, siempre sonriente, luchaba contra el impulso de aplastar a su santo residente como la sabandija que era. Instantes después, cuando ya se había controlado, continuó.
En cualquier caso, el capellán, que se llama Flowers, estará en la celda a las 20.30 horas. Por ahora el prisionero ha rechazado el sedante, pero Luther suspiró como acaba de decir el reverendo aquí presente, no creo que oponga resistencia.
Nadie más le interrumpió hasta que hubo acabado. Les explicó toda la operación, a pesar de que ya la conocían tan bien como él. Los peces gordos del Departamento de Instituciones Penitenciarias llegarían poco después que el capellán. El propio director del departamento volvería a comprobar todo el equipo los teléfonos, e incluso llevaría un teléfono móvil en caso de que hubiera un fallo eléctrico. Un coche fúnebre estaría a su disposición para trasladar el cuerpo de Beachum al tanatorio local donde su mujer, Bonnie, podría recogerlo para el entierro.
Poco después de las 21.30 horas, empezaría el procedimiento de atar al reo a la camilla. Beachum quedaría sujeto a la camilla y lo conducirían a la cámara de ejecución. Tras comprobaciones regulares de los teléfonos, relojes y demás -y después de que el director del departamento llamara al representante del gobernador para asegurarse de que no había indultos de última hora-, se subirían las persianas para que los testigos pudieran ver a través del cristal. Luther leería el mandato de la pena de muerte en voz alta. Le pedirían al prisionero que pronunciara unas últimas palabras. A las 00.01 horas, la máquina de inyección letal se pondría en funcionamiento.
Luther dio otro mordisco a su bocadillo. Estaba bueno, el pan de centeno estaba fresco y había la cantidad justa de salsa rusa, la salsa cóctel que a él le gustaba. Masticó despacio, tragó y siguió hablando. Explicó con detalle el proceso de limpieza después de la ejecución, los encuentros con los funcionarios del estado, etcétera. Aunque conocían perfectamente el protocolo, los hombres que estaban sentados alrededor de la mesa mostraban sus semblantes más serios y formales. Asentían casi al unísono a medida que Luther hablaba, Shillerman igual que los demás.
Sí, pensó Luther, mirando a todos y cada uno de ellos. Ésa era la forma de hacerlo. Igual que en el ejército, igual que en una batalla. El sistema te ayudaba a conseguirlo, el equipo te ayudaba a conseguirlo. Eras parte de ellos, todos trabajaban juntos y el trabajo se cumplía.
La imagen de la cara de Frank Beachum había dejado de inquietarle casi por completo. Todo iría bien, pensó. Seguro que conseguiría llegar al final.