Luther Plunkitt observaba cómo Frank Beachum era conducido hasta el centro de la cámara de la muerte. Asintió, y los dos guardias del equipo de las correas abandonaron la habitación. Luther cerró la puerta tras ellos. Ahora había seis personas en la pequeña sala: el último guardia, un pelirrojo de mediana edad llamado Highgate, que formaba en una esquina con las manos entrelazadas delante de él; el ayudante de Luther, Zachary Platt, que estaba en el extremo más alejado y llevaba unos auriculares con un micrófono. En el rincón opuesto, había una pantalla plegable blanca, detrás de la cual se encontraba el doctor Smiley Chaudrhi y la enfermera Maura O’Brien con el electrocardiógrafo. La Asociación Médica Americana no permitía que los médicos participaran en las ejecuciones, así que Chaudrhi permanecía detrás de la pantalla a lo largo de todo el proceso y se limitaba a controlar el corazón de Beachum hasta su paro completo. Y luego estaba Luther, a los pies de la camilla, y Frank, debajo de los fluorescentes, con el rostro tenso limitado por la sábana y los ojos moviéndose sin cesar de un lado a otro.
Todos permanecían en silencio y, en ausencia de voces humanas, cada sonido se amplificaba. Luther podía oír los latidos de su propio corazón. Podía oír el susurro de los auriculares de Platt, y el murmullo flemático de la respiración del guardia Highgate. La enfermera O’Brien salió de detrás de la pantalla, y Luther oyó la goma de sus suelas chirriar en contacto con el suelo. Su rostro redondo y pecoso permanecía inexpresivo mientras avanzaba hacia la camilla. Se movía con gestos rápidos y resueltos. Luther contuvo la respiración cuando bajó la sábana que cubría el cuerpo de Frank desde la barbilla hasta la cintura. Observó el cuerpo tenso del prisionero y sintió la tensión del suyo. El corazón le palpitaba con más fuerza. Vio los ojos de Frank clavarse en el rostro de la enfermera.
– Esto es sólo para el electrocardiograma anunció Maura fríamente.
Introdujo las manos blancas por el escote de la camiseta de Frank y le colocó las ventosas en el pecho; los cables pendían por el lado de la camilla y llegaban hasta la máquina por el suelo. Luego, con los mismos movimientos decididos, la enfermera retrocedió un paso y cogió el dispositivo intravenoso. Las ruedas chirriaron con tanta fuerza al acercar el sistema a la camilla que Luther empezó a apoyar alternativamente cl peso de su cuerpo en un pie y en otro. Hubo un estampido metálico cuando Maura afianzó el soporte con la abrazadera en el extremo de la camilla.
La enfermera desapareció detrás de la pantalla; Luther parecía sosegado, pero se sentía como si hubiera tragado ácido: le parecía que todo aquello duraba una eternidad. De hecho, Maura reapareció al cabo de un instante. Sostenía una bola de algodón entre los dedos pulgar e índice. Hábilmente, levantó la aguja intravenosa del gancho, y Luther oyó el crujido del papel cuando la sacó del envoltorio. Se inclinó sobre el brazo de Frank y éste miró hacia otro lado, hacia el techo, mientras le temblaba la comisura de los labios. La enfermera frotó vigorosamente el pliegue del codo… para prevenir la infección.
Le dolerá menos si cierra el puño explicó.
Luther se mojó los labios secos cuando vio a Frank apretar la mano debajo de la correa que le sujetaba la muñeca. Venga, hermana, pensó, acaba de una vez. Bendijo en silencio la habilidad de Maura cuando ésta introdujo la aguja en la vena azul bajo la piel de Frank. Cuando la tuvo bien sujeta en el brazo, con la sonda ascendente para llegar a la bolsa de solución salina en el soporte y descendente para pasar por el orificio previsto en la pared de hormigón, Maura se incorporó. A Luther le pareció ver un gesto claro de alivio en su rostro. Se guardó el algodón usado en el bolsillo de la camisa y sacó un rollo de cinta adhesiva del mismo lugar. La cinta emitió un chasquido cuando tiró de ella para cortar dos bandas. Rápidamente, las colocó en el brazo de Frank, formando una X sobre la aguja para sujetarla de forma definitiva. Cuando hubo terminado, subió secamente la sábana hasta el cuello de Frank. Frank giró la cabeza y la miró con aquellos ojos tan brillantes. Tenía el aspecto de cualquier paciente asustado y acostado en una camilla que miraba a la enfermera buscando un signo tranquilizador. Maura apartó la mirada de inmediato frunciendo los labios. A Luther le pareció que se tambaleaba un poco al andar mientras volvía detrás de la pantalla.
Pero el alcaide respiró profundamente. Ya estaba hecho. Todo iba bien. Miró el reloj de la pared. Sólo eran las once y treinta y ocho. Luther casi se echó a reír. Dios, pensó, no hay nada tan lento como esto. Ni tan sólo la espera en una batalla. Nada en su vida era tan lento. Podía sentir la tensión frenética del silencio, la tensión del aire, la tensión de la pequeña sala que parecía crecer segundo a segundo.
Y sentía su propia tensión reaccionando a todo aquello, como si no fuera un ente físico separado sino una especie de densidad en la atmósfera general, un pedazo grueso de la tensión que le envolvía. Y, sin embargo, mentalmente se encontraba bien. Efectuó un chequeo silencioso de sí mismo y comprobó que tenía la mente nítida y despejada. Los nervios no podían sino ayudarle a mejorar en su trabajo. Estaría más alerta, reaccionaría con más rapidez.
Asintió de forma imperceptible. En el silencio profundo, le pareció oír el crujido de los bancos de plástico detrás de las persianas que cubrían el cristal insonorizado mientras los testigos entraban en la sala contigua.
Sí. Eso era lo que sucedería a continuación.
Todo iba viento en popa.
Íbamos deprisa, no sé cuánto, pero deprisa. No podía despistarme ni medio segundo. Tenía los ojos tan pegados a la carretera como el zapato al acelerador. No frené. No me detuve en los semáforos. Avancé en zigzag por el tráfico impetuoso, mientras los neumáticos chirriaban debajo de mis pies, adelantando las luces escarlatas que se apartaban al ver el destello deslumbrante de las luces delanteras. Las bocinas retumbaban y se desvanecían un segundo después. El bulevar quedaba atrás en una efusión borrosa de colores. Y el motor cantaba en una única nota, una música aguda e incesante, explotando sus recursos al límite. El viento era un rugido a través de las ventanas abiertas, pero yo oía ese zumbido estridente por todas partes. Ese sonido y el ruido sordo y elástico de mi propio pulso parecían invadirme por todas partes al mismo tiempo.
En el asiento del acompañante, la señora Russel estaba rígida. Como un acantilado inmenso. Tenía las manos cerradas en un puño a cada lado de su cuerpo y sus ojos eran linternas que emitían señales de alerta desde el otro lado del parabrisas. No se giró para ver el parque, las torres de ladrillo ni cómo los aparcamientos se sucedían unos a otros segundo a segundo. Parecíamos una presencia única -o, al menos, me lo parecía a mí-, su presencia era como la mía, contenido y envoltorio de un vehículo del más allá. Podía sentirla allí, podía sentir su terror -o pensaba que podía-, pero no distinguía su terror del mío. Apenas era consciente de su presencia como persona independiente y separada de mí hasta que, al cruzar a mil por hora el corazón de la ciudad universitaria, rompió el silencio.
– Conozco al chico que le vendió la pistola anunció
– ¿Qué? -grité entre rugidos y zumbidos mientras seguía aferrado al volante.
– Conozco al chico que le vendió la pistola -repitió a gritos-. Está en la cárcel. Tal vez hable con ellos si le rebajan la condena.
Delante de mí, un Volkswagen se detuvo en un semáforo. Los coches atravesaron el cruce y se interpusieron en mi camino. No frené. No aminoré la velocidad. Me zambullí en el reducido espacio que quedaba entre un Jaguar y una camioneta. Oí rechinar los frenos. Una bocina. Y luego los dos desaparecieron mientras el Tempo se alejaba desbocado.
La pistola, pensé, apretando todavía más el acelerador. Sí, con eso bastará. Bastará.
Y en aquel momento, el mundo se tornó rojo, rojo y blanco y lleno de aullidos, una sirena aulló como un lobo salvaje a la luna, ahogando el estruendo del motor, el viento y mi noción del tiempo, ahogándolo todo excepto el aterrorizado aullido de respuesta que salió de lo más profundo de mi ser.
No podía mirar por el retrovisor. No me atrevía a desviar la vista de la carretera. Pero veía las ráfagas de luz por el rabillo del ojo, las veía centellear y girar vertiginosamente en el espejo, por todas las ventanas.
Sabía que la policía iba a por mí.
De repente, Luther se percató de que había llegado la hora. La hora que había temido durante todo el día. Estaba de pie junto a la camilla. Eran las once y treinta y nueve y cuarenta y dos segundos. Le parecía que hacía una hora que eran las once y treinta y nueve y cuarenta y dos segundos. El minutero del reloj parecía haberse encallado en el espacio gris que había entre un trazo negro de la esfera del reloj y otro. Peor aún, esa estrecha caja rectangular con paredes blancas de hormigón que le aislaban del mundo exterior parecía haberse soltado de las amarras del planeta. Luther sabía que Arnold McCardle estaba sólo a una habitación de distancia, observando los procedimientos por el falso espejo de la derecha. Sabía que los testigos se estaban reuniendo detrás de las persianas de la ventana, delante de él. Y, sin embargo, tenía la impresión de que ellos y el resto de la unidad médica, el resto de la prisión, el resto de la tierra se había desmoronado, que la cámara de la muerte había despegado y se había lanzado al espacio sideral y flotaba dando tumbos de un extremo a otro, completamente inconexa. Se sintió mareado y vacío mientras la sala navegaba y giraba sobre su eje. Y se sintió solo. Solo, a las once y treinta y nueve y cuarenta y dos segundos, con el convicto, Frank Beachum.
Vio el rostro de Frank Beachum. Eso era lo que había temido, lo que había soñado. Se enfrentaba al rostro del hombre en la camilla y, pese a todo ese temor, la imagen le cogió desprevenido. No era lo que había esperado. En cierto modo era mucho peor. Había imaginado que vería al hombre tal como lo había visto a lo largo de aquellos seis años, aunque sabía que no podía ser así. Había imaginado que vería al hombre fuerte, triste, los rasgos controlados, los ojos pensativos, los labios delgados, expresivos e inteligentes, el rostro que durante todo ese tiempo le había comunicado el pensamiento prohibido con lenta insistencia. Había imaginado y temido que vería ese rostro, a ese hombre acusándole con su inocencia evidente. Pero ese rostro, ese hombre, había desaparecido por completo.
El hombre de la camilla no era más que un contenedor, un recipiente rebosante de terror mortal. La boca de Frank estaba muerta, se habían borrado las líneas de sus rasgos, de las mejillas y de la frente: la piel parecía la de un bebé, tan blanca, tan limpia… Debajo del nacimiento del pelo, los ojos brillantes de Frank se movían y se movían como si estuvieran desconectados del resto de su ser y lo único que le quedara de vida se escondiera en esos ojos, toda la energía blanca, todo el temor.
Pero fue su pelo, por sorprendente que parezca, lo que más impresionó a Luther como el rasgo más horrible: el mechón de pelo garboso, desenfadado y masculino que le pendía en la frente mientras yacía allí clavado y cubierto hasta la barbilla. Resultaba fácil imaginarle peinándose por la mañana, apartándose el pelo de los ojos con un giro rápido de la cabeza, riéndose tras él. Todo aquello parecía ahora misteriosamente extraño. Era como si alguien le hubiera puesto una peluca, para mofarse de él, para burlarse de él en su impotencia.
Pese a toda su experiencia y expectación, la imagen del rostro de Frank cogió a Luther desprevenido. Le hizo estremecer. Perforó su sentido profesional, penetró en las profundidades de su fachada hasta la conciencia humana que se escondía debajo. Era como un actor, completamente inmerso en un papel, que de repente se da cuenta de que el teatro está en llamas. Se dio cuenta de que tenía que hablarse a sí mismo, el alcaide al hombre, para mantenerse en pie, para combatir esa sensación de desmayo.
Escucha, pensó, gesticulando con los labios espasmódicamente mientras miraba al hombre en la camilla. También había una chica. Una chica joven a la que la gente quería. Un padre, una madre, un marido, que la amaban. Llevaba un hijo en las entrañas -una hija, un hijo, un nieto-, que ella habría mecido en sus brazos, contra su pecho, que la habría mirado a los ojos. Y ese hombre -ese Frank tuyo, el viejo Frank- la mató, asesinó todo eso. Le disparó a la garganta y la dejó sangrando, muriendo. Por algún dinero, por una miserable deuda, no importa el motivo. Ni cómo era su vida antes, ni el estado mental del momento. No tenía ningún derecho, maldita sea. Es un hombre como yo. Pudo elegir, como yo. No tenía que hacerlo pero lo hizo. Eso es lo que es un hombre, al fin y al cabo. Un hombre es un ser que puede decir «no». Un hombre… maldita sea.
Para su sorpresa, Luther notó que la mano derecha, recostada en la pernera, le empezaba a temblar. Nunca le había ocurrido antes. Se metió la mano en el bolsillo. Por algún motivo, al parecer, ese pequeño discurso no había hecho más que empeorar las cosas. Ahora tenía que abrir la boca para respirar. Sintió que la habitación daba vueltas a su alrededor, entrando en barrena por oscuras profundidades. Los dedos se encogieron en el bolsillo cerrando el puño mientras intentaba mantenerse en pie, repitiéndose a sí mismo, luchando decididamente contra la vertiginosa sensación:
Un hombre es un ser que puede decir «no».
– ¡Nooooo! -grité, cuando los coches patrullas empezaron a pisarme los talones.
En ese momento eran dos: el segundo había salido derrapando del aparcamiento de un McDonald’s como si el primero lo hubiese advertido. Los dos estaban tras de mí, acercándose por la derecha y por la izquierda. Apreté el acelerador con tal fuerza que todo mi cuerpo se incrustó en el respaldo del asiento y tuve que estirar los brazos con fuerza para coger el volante. Mi cara debía de parecer una calavera, la piel tensa sobre los huesos y la boca abierta llena de desesperación y pavor. Delante de mí, el tráfico desaparecía cuando los coches se desmarcaban a cada lado para dejar paso al aullido de las sirenas y las luces delirantes. El Tempo voló por la autopista negra como una flecha, como una bala. Y aun así, esos bastardos iban ganando terreno.
– ¡Pare! ¡Por el amor de Dios! -gritó la señora Russel-. ¡Deje que nos ayuden!
Pero yo no creía que fueran a ayudarnos, y no teníamos tiempo de dar explicaciones, así que no me detuve.
Seguí adelante y, durante unos segundos que se me antojaron una eternidad, no oí más que el sonido de las sirenas y los destellos de luz roja y el capó del Tempo retumbando incesantemente por el muro de la noche.
Una sirena cambió de posición y el primer coche patrulla me adelantó en un zigzag.
– ¡Deténgase! ¡Deténgase en la cuneta!
La voz del altavoz del coche patrulla era como la del dios del trueno. Giré la cabeza y vi el lateral del coche muy cerca del mío. Si intentaba adelantarle, me cortaría el paso. Si intentaba torcer rápidamente a un lado y despistarle, perdería el control y moriría. No había alternativa alguna. Levanté el pie del acelerador.
El Tempo aminoró rápidamente la velocidad. El coche patrulla pasó delante de mí. Se acercó sigilosamente, invadiéndome el parabrisas con luz roja. Vi el destello de las luces del freno y eché una ojeada al segundo coche patrulla que se detenía en la cuneta justo detrás de mí.
– ¡Gracias a Dios! -exclamó la señora Russel con un suspiro de alivio.
Giré el volante a la izquierda y pisé muy fuerte el acelerador. Disparé el Tempo como una lanzadera. El parachoques delantero se separó del trasero del primer coche patrulla, encontró un hueco vacío y se zambulló en él, pasando junto al costado izquierdo del coche patrulla. Fuimos absorbidos por la negra carretera y de nuevo me encontraba delante de ellos. Alejándome como el viento.
– ¡Mierda! ¡Usted está loco! -farfulló la señora Russel. Volví a llevar el Tempo al límite. Los coches patrullas volvieron a rugir y a aullar en su persecución tras de mí.
– ¡Está completamente loco!
– ¡Nos detendrán! -grité.
Y sin pensar giré la cabeza para mirarla.
Estaba tan incrustada en el asiento que parecía que quería confundirse con él. Su rostro, iluminado por las luces de las sirenas, estaba tenso, envuelto en un grito agudo.
– ¡Cuidado, cuidado, cuidado!
Ya me estaba girando otra vez hacia el parabrisas siguiendo la línea blanca de su mirada alucinada. Pero ese giro pareció eterno. Sentí el movimiento de mi cabeza y el lento palpitar del dolor en su interior, el peso del alcohol usurpándome el cerebro y la fatiga en los brazos y en las piernas, y el dolor detrás de los ojos; todo esto lo sentí en el breve trascender de un segundo. Era consciente de la presencia del primer coche patrulla pisándome los talones y de la del otro persiguiéndome a corta distancia. Vi una mancha de brillo abrasador. Oí cómo la señora Russel profería un alarido estúpido.
Y fue entonces cuando el Tempo se lanzó por la última recta del bulevar a toda pastilla y se precipitó, chirriando, en la Curva del Muerto.