3

Eran casi las diez de la mañana cuando Bob Findley recibió la llamada en el departamento de información local. Colgó el teléfono y permaneció sentado unos instantes, mirando la sala tranquila. Era un extenso laberinto de mesas de oficina marrones con terminales de ordenador color canela. La sala estaba iluminada con una luz suave y vaga procedente de los fluorescentes escondidos tras los paneles de plástico del techo.

Bob respiró profundamente, recomponiendo su yo interior. Al principio, no estaba seguro de cómo quería reaccionar. Findley tenía la reputación de poseer un gran autocontrol y esa reputación era muy importante para él. Era joven y responsable del lugar, y quería que el personal lo considerara capaz de mantener la calma hasta el final. Nunca alzaba la voz, ni hablaba más rápido de lo que era capaz de razonar, especialmente en caso de emergencia y pasado un plazo límite. Le gustaba hacer observaciones serenas e irónicas en medio del caos, para que cualquier persona en estado frenético sintiera que la situación estaba bajo control. Y la mayoría de las veces, estaba bajo control. Era un buen redactor encargado de las noticias locales. Inteligente, erudito. Un poco inexperto, pero dispuesto a escuchar un consejo. Si algo negativo tenía, supongo, era que todos considerábamos que se contenía demasiado. Tenía una cara redonda, rosada y juvenil, y se sonrojaba violentamente cuando se enfadaba, a pesar de continuar hablando en tono sosegado. A veces, algunos de nosotros nos preguntábamos si un día el rostro no le saldría disparado del cuello como un balón pinchado.

Pero además de su aspecto tranquilo, a Bob también le importaba ser amable, atento, decía él. Era muy atento; de hecho, se esmeraba en serlo. E incluso se las agenciaba para tener un aspecto atento, delgado, indefinido, con facciones suaves bajo una bola de pelo castaño. Siempre con la camisa planchada, de color azul u otra más formal de color rosa: con una corbata alegre, sin americana y con pantalones de vestir. informal pero serio, considerado, solícito. Atento. Su postura en el periódico, al igual que sus opiniones, se encontraba siempre del lado humano y liberal de cualquier tema. Pensaba que todo el mundo sería humano y liberal si se tomara tiempo suficiente para pensarlo a fondo. Así era nuestro Bob.

Así que ahora, al colgar el teléfono, le resultaba un poco complicado encontrar la reacción adecuada. Si se mostraba demasiado sereno, no estaría siendo atento. Si se mostraba demasiado atento, no estaría sereno. Al cabo de un momento, se llevó la mano pensativamente a la barbilla.

– ¡Vaya una! -murmuró enarcando las cejas.

La ayudante de redacción, Jane March, alzó rápidamente la mirada de su terminal. Conociendo a Bob, oyendo un comentario como ése, imaginó que un avión se había estrellado contra el Busch Stadium o algo parecido.

– ¿Ha llegado Alan? -le preguntó en voz baja.

Llena de curiosidad, giró la cabeza hacia el vestíbulo.

– Acaba de salir a tomar un café -explicó.

Bob asintió lentamente, analizando la situación. Se levantó con cautela. Atravesó la sala de redacción a un ritmo controlado, hacia el vestíbulo y en dirección a la cafetería.

Se encontró con Alan Mann en el pasillo. Alan volvía tranquilamente a su oficina, con una vaso de café solo y un buen pedazo de pastel escondido en una bolsa en el bolsillo de la americana. Cuando Bob le detuvo, la mano libre de Alan se dirigió con instinto protector hacia el bolsillo.

Alan era nuestro redactor jefe, un hombre de unos cincuenta años. Con casi metro noventa, superaba a Bob Findley. Tenía las espaldas anchas y el resto del cuerpo delgado y en forma, excepto su barriga, que pasaba por encima de su cinturón y hacia abajo, como si fuera un tumor, redonda como una pelota de balón volea. La cara era estrecha y picuda, su frente ancha y las cejas pobladas. Como un halcón, así era Alan.

Bob se quedó cerca de él y habló muy bajo mirando su ceja amenazadora.

– Acabo de recibir una llamada del hermano de Michelle Ziegler. -Gesticuló con la mano derecha, como solía hacer, como si previniera a todo el mundo de que debía mantener la calma-. Michelle ha sufrido un accidente de coche.

– ¿Ha sido grave? -preguntó Alan, frunciendo el ceño.

– Sí -respondió Bob, gesticulando un poco más-. Está en estado crítico. Los médicos no creen que salga de ésta con vida.

Durante unos largos instantes, Alan se le quedó mirando como si no hubiera dicho nada. Luego, sacudiendo con disgusto la cabeza, siguió andando, atravesando el vestíbulo sin hacer ningún comentario más. Bob le siguió despacio por la sala de redacción.

Jane March observó atentamente a los dos hombres entrar en el despacho de Alan. Cuando Bob cerró la puerta, murmuró:

– ¡Dios santo!

Alan tenía las persianas bajadas tras las paredes de cristal. Habría querido volver y comerse el pastel sin que nadie le viera. Desde su mesa, Jane sólo podía vislumbrar sombras que se movían al otro lado de las persianas blancas.

En el interior del despacho, Alan Mann fue hasta el otro lado de la mesa. Todavía no había dicho nada. Posó la taza de café encima del escritorio y a continuación sacó el pastel del bolsillo y también lo depositó sobre la mesa con fuerza manifiesta: los problemas, pensó, habían sido más graves que pequeñas decepciones de ese tipo. Se dejó caer en su silla giratoria y frunció el entrecejo misteriosamente.

– Esa estúpida zorra. Qué, ¿había bebido? -preguntó al fin.

Bob hizo una mueca afligido. Alan lo había contratado. Alan era su mentor y habiendo visto redactores jefe cascarrabias por televisión, Bob generalmente asumía que Alan tenía un corazón de oro como ellos. Por eso, Bob se dijo que podía ser lo suficientemente generoso como para no despreciar a Alan. A pesar de ello, secretamente, pensó que el mundo sería un lugar más civilizado cuando se extinguieran dinosaurios como Alan Mann y todo el mundo fuera más o menos atento como el.

– No lo sé -respondió con amabilidad-. Fue en esa horrible curva del área de servicio. Realmente deberían hacer algo al respecto.

Por supuesto, Alan sabía lo que Bob pensaba de él, así que desempeño a fondo su papel.

– Esa estúpida zorra -repitió-. ¿En qué estaba trabajando?

Bob no comprendió la pregunta.

– ¿Tenemos que cubrirla? -inquirió Alan- ¿Estaba tras algo importante?

– Oh! -exclamo Bob desconcertado. No es que no hubiera considerado la cuestión, sino que había imaginado que Alan expresaría su dolor durante unos momentos antes de abordarla-. Tenía la entrevista con Frank Beachum en Osage.

– ¡Ah, sí! Es cierto. Esta noche enchufan a Frank a la corriente, ¿verdad? -rió Alan entre dientes.

Levantó la tapa de la taza de café y se reclinó con ella en su gran sillón de cuero. Apoyó la cabeza en el reposacabezas y contemplo con fijeza el techo blanco, pensando.

– ¿Tenía Ziegler reserva para el espectáculo? -prosiguió.

– Sí. Iba a bajar hasta allí para hacer la entrevista, volver aquí y acercarse de nuevo para presenciar la ejecución.

– ¡Dios! ¿Por qué a mí?

– Me parece que la situación de Michelle es bastante peor, Alan -rió Bob.

Alan se limitó a refunfuñar tomando su café.

– No sé si el alcaide estará dispuesto a aceptar una sustitución para la entrevista. O si lo estará Beachum. Pero la presencia al acto se otorgó al periódico, así que podemos enviar a quien nos plazca. He pensado en sacar a Harvey de la historia del fraude y poner a… -dijo Bob.

– Pon a Everett en el caso -lo atajó Alan-. La entrevista y la ejecución, las dos cosas. Ponlo en las dos.

Alan bebió a sorbos su café, intentando asimilar el golpe. Alargando el momento. Sabía lo que Bob pensaba de mí.

– Steven no está -dijo Bob rápidamente, pero sin demasiadas esperanzas-. Ha estado ocupado con los de la policía todo el fin de semana, y se ha tomado el día libre.

– Pues ya no lo tiene libre. Le necesitamos. ¿Cómo se llamaba? Sí, hombre, en Osage, el alcaide, Plunkitt. Steve ya lo conoce y yo puedo hacerle entrar. Además, a Beachum le importará un comino con quién hable.

Tomó otro sorbo de café. Le encantaban las discusiones de ese tipo. Pero Bob tenía sus dudas y sabía que tenía que ser cauto. Sabía que no era muy diplomático dejarme de lado. Alan Mann y yo éramos amigos, buenos amigos, y nos conocíamos desde tiempo atrás. Alan trabajaba como profesor cuando llegué a Columbia por primera vez. Más tarde, dejó su puesto en la universidad para entrar en el periódico como redactor jefe y, cuando me licencié, me ayudó a conseguir un empleo en el periódico donde él trabajaba. Estuvimos juntos cinco años hasta que él volvió a su Missouri natal. Cuando se enteró de que me habían despedido y de que no podía encontrar nada en Nueva York, me llamó e insistió en que fuera con él al News. Siempre nos habíamos llevado bien a pesar de la diferencia de edad. A veces nos íbamos a tomar una copa después del trabajo y organizábamos comidas los domingos con nuestras familias. Con todo, Bob estaba decidido y nunca se echaba atrás en una confrontación con alguien a quien temiera tanto como Alan. Era una cuestión de honor.

– Estoy seguro de que puedo hacer que Plunkitt también acepte a Harvey -dijo con su tono de voz suave y razonable-. Plunkitt siempre se enorgullece de sus relaciones con la prensa.

– Y tú crees que Everett es un hijo de puta -replicó Alan.

– No creo que sea un hijo de puta…

– Pues te equivocas. Lo es. Confía en mí, le conozco. La mayoría de los que hacen bien su trabajo son unos hijos de puta, Bob.

– Lo sé, Alan -aclaró Bob con un gesto tranquilizador.

– Si tuviera que dirigir este periódico sin hijos de puta, no sería más que una circular.

Bob esbozó una sonrisa para calmar los ánimos, pero no dio su brazo a torcer.

– Simplemente, es que Everett me parece mejor para cubrir el aspecto informativo.

– Pero la entrevista es una crónica de impresiones. Michelle buscaba algo emotivo para acompañar su historia.

– ¿Su historia? -preguntó Alan alzando la voz-. ¿El ascendente fuego Michelle? -Dejó su vaso de plástico en la mesa. Ahora sí que se estaba metiendo de lleno en la historia-. Escucha, está más claro que el agua que Michelle la va a palmar. ¿Una muchacha de veintipocos años? Si yo dirigiera el mundo esto nunca pasaría, créeme. De todos modos, conoces las crónicas de Michelle tan bien como yo. No reconocería una noticia bomba ni que le mordiera el culo de universitaria que tiene. Everett, sí.

– Una noticia bomba, pero esto es un tema controvertido. Alan se echó hacia atrás con los ojos desorbitados.

– ¿Un tema controvertido? ¡Uff! ¡Cielo santo! ¡Un tema controvertido!

– Venga, Alan…

– ¿Y cuál es el tema?

– El tema es la pena de muerte. Quiero decir que esta noche el Estado lleva a un hombre a la muerte, Alan.

– Un tema controvertido. ¡Vaya hombre!

– Y Harvey es mucho mejor en ese tipo de crónicas. Si Plunkitt no le deja entrar para la entrevista, la haremos por teléfono.

– Un tema controvertido -Alan se inclinó hacia atrás, sin apenas poder contener su alegría.

Bob empezaba a desesperarse y a enfadarse un poco. Tenía sus propios motivos para no darme el caso, la mayoría de ellos emocionales. Pero las discusiones siempre son así. Se había inventado algunas excusas lógicas para explicar sus sentimientos y ahora creía en ellas. Le parecían evidentes y consideraba que quien no estuviera de acuerdo no sabía de qué se hablaba.

Y explicar ese tipo de cosas a alguien como si se tratara de un niño era una de las flaquezas de Bob.

Y así lo hizo, deliberadamente, levantando de nuevo la mano derecha con la palma abierta.

– Mira, ese tipo, Beachum, no nos dará ninguna noticia. No aportará ninguna información que no hayamos oído antes. Y ésta no es la cuestión. La cuestión, en una historia como ésta, es que la gente sepa qué se siente al esperar que el Estado te inyecte veneno en el brazo. Quiero decir que, en este Estado, se ejecuta a gente cada par de meses y normalmente aparece en la tercera página de la sección regional, o quizás en la portada de la sección metropolitana. Esta es una historia de St. Louis, lo que la hace más substancial para nosotros. Pero la única manera de justificar que le demos tanta importancia, es humanizar a ese hombre, llegar a la esencia humana de este asunto inmundo. Queremos que el lector comprenda que esto es la pena de muerte: es matar a otro ser humano. Y sí, creo que es un tema importante.

– ¿Lo crees, eh? -preguntó Alan, alzando su espesa ceja oscura-.¿Y qué pasa con Amy cómo se llame, la fulana preñada que el viejo Frankie se cargó con un disparo en la garganta? ¿Qué pasa con su humanidad? ¿Eso también forma parte del tema?

– Pues sí.

– Everett se ha pasado el fin de semana trabajando porque alguien disparó a dieciséis personas en dos días, dieciséis, y cuatro de ellas murieron. ¿Qué pasa con ese tema?

– De acuerdo, eso también es un tema.

– Michelle no daba al tema la importancia que merecía, no sé en qué coño pensaba. Bueno, ¿quién va a tener que tratar el tema en esta cuestión de fondo? -Con una sonrisa maliciosa, Alan se inclinó hacia delante. Le encantaba todo esto. Le encantaba. Cogió la bolsa grasienta y la puso sobre la mesa. No podía resistir ni un instante más-.¿Te apetece un trozo de pastel?

– No -respondió Bob-. No.

Alan sacó el pedazo de pastel y le pegó un mordisco.

– Deja que te diga algo -murmuró en pleno bocado-. Los temas son cosas que nosotros inventamos para tener una excusa para contar buenas historias. Un juez le toca los pechos a una fiscal y la cuestión se convierte en el tema de la discriminación sexual. Un niño de nueve años dispara a su hermano con un Uzi, y el tema es la violencia infantil. A la gente le gusta leer artículos sobre sexo y sangre y nosotros inventamos los temas para darles una excusa. Esto es lo que nos convierte en un periódico de calidad en lugar de en un ejemplo de prensa sensacionalista: la hipocresía.

Bob levantó los brazos y dio rienda suelta a su ironía suave. -Bien, creo que debería llamar a Steve -dijo en voz baja-. Lo que acabas de decir describe perfectamente su actitud.

Alan se apoyó de nuevo en su silla, cómodamente, masticando, con el trozo de pastel hecho migajas en la mano. Su cara melancólica, de halcón, se iluminó desde las cejas hasta la barbilla. Un segundo desayuno, una discusión periodística, una oportunidad para dominar a Bob, dejando de lado el hecho de que uno de sus reporteros estuviera a punto de perder la vida, ésta se estaba convirtiendo en una mañana gloriosa.

– Déjame decirte algo sobre Steve Everett -comentó sacudiéndose las migas de la corbata con la mano que le quedaba libre-. ¿Sabes por qué le echaron de Nueva York? ¿Conoces la historia?

Bob admitió que no.

– Desenmascaró al alcalde -dijo Alan-. Durante los escándalos. El alcalde de la jodida ciudad de Nueva York. Steve descubrió un memorándum secreto acerca de comisiones sobre contratos entre el responsable de la política urbanística y un ex presidente del distrito. El presidente estaba dispuesto a respaldarle. No le importaba, va le habían condenado. Steve presentó su artículo en la columna. Y al día siguiente, no había columna. El periódico se la había cargado. Steve se salió de madre y, acto seguido, se encontró delante de los grandes en el piso de arriba. Sorpresa, sorpresa. ¿Qué ocurrió? Resulta que el propietario del periódico estaba liado con el alcalde. Algo relacionado con inmobiliarias o política urbanística, no lo sé exactamente. Steve se cabreó. Les dice que o la columna se publica o él se va. Y así fue cómo el alcalde se retiró con toda la dignidad y la ciudad de St. Louis ha sido agraciada con la augusta presencia de Everett hasta ahora.

Alan se metió el último pedazo de pastel hecho migajas en la boca y se relamió los dedos como un gato grande y satisfecho. Aparte de bailar con su mujer, jugar con las mentes de sus subordinados era uno de los mayores placeres de su vida. Y, cuando se trataba de Bob, todavía más. Supongo que por su carácter serio y formal. Esta historia sobre mí, por ejemplo, la del reportero honesto que se ve obligado a huir por culpa de unos políticos corruptos, son cosas que sólo ocurren en las películas. Lo que se suele llamar la «historia personal» del héroe, lo que sucede antes de que comience la película. El redactor jefe se lo revela al redactor de sucesos locales quince minutos antes de empezar y entonces todos saben que es un buen tipo, a pesar de sus peculiaridades, un tipo en quien se puede confiar.

Desgraciadamente, en mi caso, era pura farsa. Nunca sucedió. Alan se lo inventó porque sabía que mortificaría a Bob pensar así de mí, como un héroe de película. Sabía que le haría sufrir.

Y Bob sufrió. Allí de pie, frente a la mesa, con su cara redonda y rosada ahora pálida. Por inteligente y perspicaz que fuera, le encantaban las películas, y esa imagen heroica mía le dolió, le corroyó, le dejó sin habla. Metió las manos en los bolsillos de sus pantalones color caqui. A veces, Alan era un verdadero bastardo.

– De acuerdo -observó Bob al cabo de unos momentos, y Alan casi no pudo contenerse al ver cómo se atragantaba al claudicar-. De acuerdo, lo que tú quieras. Intentaré localizar a Everett en su casa.

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