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Entré en la sala de redacción y Bob Findley sonrió. Mala cosa, esa sonrisa. Una especie de tirantez satisfecha en sus labios, un destello en los ojos azules y relajados. Lo pude apreciar con claridad desde el otro lado de la sala antes de que bajara la cabeza para continuar con sus papeles.

Sabía lo que significaba esa sonrisa. Luther Plunkitt había llamado al periódico para quejarse. Había fastidiado la entrevista con Beachum. Profesionalmente hablando, era como si le acabara de pasar una hacha a Bob.

Contuve la respiración y seguí hasta mi despacho. Me senté y conecté el ordenador; escribí mi nombre. La máquina emitió un pitido y la señal de mensajes apareció en la pantalla. Me recliné en la silla fui llamando los mensajes uno a uno. Un tipo del ayuntamiento, un poli con el que había estado trabajando y una mujer de estadística en Washington. Historias en las que estaba trabajando. Nada que no pudiera esperar hasta que Frank Beachum estuviera muerto.

Por el camino, me había detenido a comprar un bocadillo de jamón. Abrí la bolsa de papel y la dejé junto al teclado. Miré el panecillo rebosante de mostaza. Me quemaba el estómago. No había comido nada desde mi encuentro con Porterhouse lo cierto es que ahora tampoco me apetecía demasiado hacerlo. Pese a ello, cogí el bocadillo con una mano. Con la otra, abrí el cajón de mi escritorio y saqué el listín de teléfonos. Lo eché a la mesa al tiempo que le daba un buen bocado al panecillo.

– ¡Ey, Ev!

Era Mark Donaldson, mi nuevo compañero de despacho. Su rostro enjuto, agudo y cínico me miró inclinándose hacia la pantalla de mi ordenador, adoptando una expresión de complicidad. Levanté la barbilla, masticando.

– ¿Qué pasa entre tú y Bob? -dijo en voz baja-. Te ha estado echando el mal de ojo todo el día.

Tragué el pedazo de bocadillo.

– He jodido su vida y está cabreado -respondí.

– Ja, ja. Muy divertido. No te culpo.

– ¿Se sabe algo de Michelle?

Donaldson asintió.

– Está mal. Han aconsejado a sus padres que la desconecten.

El siguiente bocado me supo pastoso e insípido. Mi estómago borboteaba y acumulaba presión.

– Eso es duro -comenté.

– Sí -respondió Donaldson-. Pobre chica. Ahora me arrepiento de haberla llamado mocosa.

– Olvídalo. Era una mocosa… pero era una de los nuestros.

– ¿Lo era?

– Sí.

– Es una pena.

Se inclinó todavía más e hizo un gesto con la mano encima de mi terminal, un movimiento de venga, adelante, con los dedos, como un policía municipal indicando a los peatones que ya pueden cruzar.

– Vamos -prosiguió-. Cuéntame lo que pasa entre Finley y tú.

– Es una cuestión privada -aclaré, moviendo la cabeza.

– Ah! -observó, molesto-. ¿Desde cuándo tienes tú una vida privada?

Tragué la bola de pasta, carne y mostaza y cayó sonando a hueco dentro del estómago, como una piedra al despeñarse en el interior de un volcán.

– Hubo una época en la que yo también tuve una vida privada -añadió Donaldson-. Mi mujer me la regaló por Navidad. Y yo la cambié por una corbata -explicó mostrando la corbata-. ¿Qué te parece?

– Eres un hombre inteligente. ¿Está Rossiter por aquí?

– No lo sé, ¿por qué?

– Quería hablar con ella a ver si podía hacer un trabajo de investigación para mí. Parece que las mujeres se sienten cada día más seguras.

– No, creo que se fue a su casa. A colgarse, lo más probable.

Me eché a reír cansadamente.

– ¿Cómo estás tan seguro?

Donaldson se encogió de hombros.

– Te traigo una taza de calé si me la chupas.

– ¿Podrías hacer una par de llamadas para mí?

– Sí, claro.

– Intenta localizar a alguno de los detectives que trabajaron en el caso Beachum. Averigua si alguien oyó hablar de otro testigo que estaba en el escenario del crimen. Un tipo joven. Un chaval. Alguien que entró en el aparcamiento, compró un refresco y no vio nada. Sólo necesito el nombre y la dirección.

– De acuerdo.

– ¿Y podrías traerme una taza de café?

Me lanzó un beso y se fue.

Dejé el bocadillo sobre la mesa, a medio terminar. Mi estómago no podía más. Cogí el listín telefónico y lo abrí por la sección del estado. Asesoría jurídica, División de Pena Capital.

Acababa de encontrar el número cuando de reojo capté un movimiento fugaz. También lo noté en el estómago, una tralla abrasadora de ácido. Era Alan, que había abierto la puerta de su oficina para echar un vistazo. Para buscarme. Y Bob estaba de pie en el despacho de redacción, dispuesto a unirse al ataque. Iban a cazarme.

Rápidamente cogí el listín y marqué el número. Me llevé el auricular al oído, me balanceé en la silla y saludé a Alan. Alan miró a Bob. Bob miró a Alan. Alan volvió a meterse en su oficina. Bob se sentó.

– ¡Ufff! -exclamé.

– Asesoría jurídica -indicó una voz masculina al otro lado del teléfono. Parecía un hombre joven. Un hombre joven y muy cansado.

– Soy Steve Everett del News -me presenté-. ¿Quién podría hablar conmigo sobre Beachum?

– Cualquiera de nosotros -respondió con voz soñolienta-. Cualquiera que esté por aquí.

– ¿Qué tal si hablo con usted? Usted ya está aquí.

– De acuerdo.

– Bien. Nancy Larson -señalé-, la testigo del aparcamiento.

– Sí, ¿qué ocurre con ella?

– Cuando se iba, alguien más entró en el aparcamiento. Otro tipo, un chaval, otro testigo.

– No.

– ¿Qué quiere decir, no?

– No hay nada sobre eso en los archivos -explicó el hombre con un suspiro exhausto-. Nada -murmuró soñoliento-. Nada…

– ¿Está seguro? ¿Cómo puede estar tan seguro?

Emitió un ruido. Una risa, creo que era. Algo parecido a una risa.

– Porque estoy seguro, señor Everett. Créame -insistió-, aunque no hubiese trabajado nunca antes en este caso, me habría aprendido todos los archivos de memoria en las dos últimas semanas. Pero no hay nada parecido. No hay ningún otro testigo.

Dudé. Escuché el silencio de la línea.

– Gracias -repuse al fin. Y colgué el auricular.

Mirando nerviosamente de reojo a la puerta de Alan, me levanté y avancé por el pasillo hacia Donaldson. Seguía hablando por teléfono. Me miró mientras se apoyaba en su ordenador y movió la cabeza.

– ¡Mierda! -exclamé.

La puerta del despacho de Alan se abrió de nuevo y Alan salió.

– ¡Mierda!

Donaldson colgó.

– Era Benning. Había trabajado en la investigación. Dice que le suena, pero que no recuerda ningún nombre. Que en cualquier caso se trataba de un detalle sin importancia.

– ¡Mierda!

– Y Ardsley, el que dirigía la investigación, se ha jubilado. Vive en algún lugar de Florida.

– ¡Mierda! ¿Y qué pasa con los archivos?

– Dice que están todos en la oficina del fiscal.

– ¡Mierda!

– ¡Everett! -Alan me llamaba desde el otro lado de la sala. Bob estaba de pie en el despacho de redacción.

– Everett, ven aquí.

– ¡Mierda!

Donaldson frunció los labios.

– Pero, bueno, ¿qué diablos está pasando aquí?

Dejé su mesa y me acerqué andando lentamente hacia Alan.

Bob ya estaba junto a él en la puerta de su oficina. Alan me pidió que entrara.

– Haga el favor de pasar, señor Everett. -Bob entró detrás de mí y cerró la puerta. Seguía esbozando la misma sonrisa.

– No hace falta que parezcas tan contento -endilgué.

– No estoy contento -respondió en voz baja-. ¿Por qué lo dices?

Alan se sentó en su butaca y se dio un masaje en la frente con las yemas de los dedos.

– Debería estar en casa bailando con mi mujer -profirió.

Cogí el paquete de cigarrillos y me llevé uno a los labios.

– Mirad, no tengo tiempo para esto. Así que Plunkitt está cabreado… Pues es una pena. -Encendí el cigarrillo y le di una calada profunda.

– Oh, sí -aseguró Bob con los ojos resplandecientes-. Está cabreado. Y no se puede fumar en este edificio.

Alan dio un largo suspiro.

– Chicos, chicos, chicos… Venga. Se acabó. Esto no puede ser. Tengo a diez reporteros ahí fuera cubriéndoos a vosotros y a nadie vigilando la ciudad. Everett, discúlpate. Bob, tranquilo. Vamos a acabar con esto,

Bob pareció sorprendido.

– Mira, esto no es una cuestión personal su voz era sosegada y razonable-. Era una historia importante.

– Si, ya, ya.

Estoy hablando en serio, Alan. Le di a Steve instrucciones muy precisas sobre esto. Quería una crónica de interés humano, exactamente, ni más ni menos. El periódico se había comprometido con Plunkitt…

– ¡Ese tipo es inocente! -reiteré, apuntándolo con el cigarrillo.

– ¡Oh! -exclamo Bob.

Con una sonrisa satisfecha, Bob puso los ojos en blanco y me dio la espalda.

Me sentía hervir la sanare.

– ¡Lo es! – le grité a la espalda-. Bob, esto no es una crónica de interés humano. ¡Es una cruci-jodida-fixión. ¿Qué querías que le dijera, eh? ¿Qué tal el tiempo por ahí, señor Cristo?

Saqué el cuaderno de notas de mi bolsillo trasero y lo lancé encima de la mesa de Alan.

– Mira, aquí tienes toda esa basura personal que querías. Cree en Dios. Se va a ir al cielo. Se siente tan feliz como un cerdo entre la mierda, ¿está bien? No puede ni esperar a ser juzgado. Ahí está todo. Lo puedes usar en la crónica.

– Esa no es la cuestión -lamentó Bob moviendo la cabeza con gesto afligido.

– ¡Ya! Apuesto algo a que no.

– Bueno -le indicó Alan-. Mira, Everett no irá a la ejecución. ¿De acuerdo? Everett quedas apartado de la ejecución. Harvey irá en tu lugar. Eso es lo que querías en un principio, ¿no?

– Sí -respondió Bob, pero sigue sin ser la cuestión.

– Si, bueno, todos sabemos cuál es la cuestión -observó Alan.

Bob se dio la vuelta. Sus mejillas se habían sonrojado de nuevo, pero las oscuras profundidades de sus ojos estaban encerradas en sí mismas. Sólo se apreciaba la superficie, categórica y dura. Empezó a hablar de forma deliberada, sin ningún asomo de pasión.

– La única cuestión -manifestó lentamente- es que no puedo trabajar más contigo, Steve. Hemos tenido este problema desde el principio, pero ahora se ha salido de madre. Tal vez seas un buen reportero. Todo el mundo lo dice. Pero también hay otros reporteros que trabajan bien sin tener tu actitud, y además cumplen las instrucciones. No puedo trabajar contigo. Miró a Alan. Me miró a mí otra vez, y no dijo más.

A continuación, sólo se escuchó el silencio. Alan soltó un gemido. Di una calada al cigarrillo estudiando el suelo. Podía sentir cómo pasaban los segundos. Bob me miró fríamente, sin moverse. Había hecho su jugada. Había dicho lo que tenía que decir. Si forzaba realmente a Alan a elegir entre los dos, no había la menor duda de que perdería ni empleo.

Mi estómago seguía atormentándome. Vaya lío, pensé. Vaya lío que había montado. ¿Y qué hora era? Casi las siete menos cuarto según el reloj de la mesa de Alan. Cecilia Nussbaum estaría en alguna de sus reuniones ahora mismo, seguramente con la gente de la oficina del gobernador en algún hotel o en el edificio Waimwright. Luego, supuse, irían todos juntos a la prisión. Allí, en la penitenciaría, Plunkitt estaría pidiendo a la señora Beachum que abandonara la celda de la muerte y las lágrimas brotarían a mares y los dientes rechinarían. El cocinero estaría preparando la última comida del convicto. Dios, pensé, vaya lío.

– Alan… -intervine.

Bob me interrumpió.

– No, no. Tenemos que solucionar esto. Se trata de un problema muy simple. No puedo trabajar contigo, Steve. No puedo trabajar más contigo.

Apreté los dientes y levanté la barbilla hacia el, expulsando el humo por la boca y la nariz al mismo tiempo.

– ¿Por qué no me das un puñetazo? -le pregunté-. ¿Por qué no me rompes la cara, maldita sea? Lo merezco, tío. Me caería, sangraría… Seguro que te sentirías mejor. Sería fantástico. -Habría debido callarme en ese momento, pero no podía detenerme-. Luego puedes irte a casa y golpear también a tu mujer -murmuré-. A ella le gusta.

Vi cómo su cabeza retrocedía ligeramente, absorbiendo el golpe de ese último comentario. Durante un segundo, creí realmente que iba a darme un tortazo. Y hasta cierto punto incluso lo deseé. Paro sólo torció ligeramente el gesto y sus ojos permanecieron impasibles y gélidos.

– Creo… -profirió en voz baja-. Creo que no todos podemos vivir en el mundo de tu imaginación, Steve. No voy a golpear a nadie, por mucho que lo quiera. Si Patricia necesita otro tipo de relación, tendrá que buscársela. Si quiere luchar para mantener unido nuestro matrimonio, entonces estoy dispuesto a luchar. Pero pase lo que pase, mi matrimonio no es en absoluto algo de tu maldita incumbencia. Lo único que tienes que saber sobre mí ahora mismo es que pienso que eres un hombre hortera, machista, irreflexivo y mentalmente desequilibrado. Y no puedo trabajar más contigo.

Alan gimió de nuevo, cubriéndose los ojos con la mano.

Me giré hacia él en un arranque de desesperación, y me incliné apretando los puños contra su mesa. ¿Por qué nunca me planteaba cuánto necesitaba un trabajo hasta que estaba a punto de perderlo?

– Alan, escucha -alegué-. Tengo al asesino.

– ¿Que qué? -bajó la mano.

Bob hizo su gesto predilecto, ese ademán de mantengamos la calma con la mano y pasó al típico estilo de instrucciones tan escolástico.

– No creo que debamos confundir dos cuestiones distintas…

– Sé quién es -endilgué.

– ¿Quién? -preguntó Alan.

– El tipo, el tipo que lo hizo. El que disparó a Amy Wilson.

– ¿Tienes al asesino?

– Mira, aunque sepa quién mató a Kennedy… -consideró Bob.

– Cállate, Bob -interrumpió Alan. Se me quedó mirando, frunciendo el ceño-. ¿Y hasta qué punto lo tienes?

Me separé de su mesa y me llevé el cigarrillo a los labios. Al cerrar el puño, se había partido a la altura del filtro, así que tuve que aspirar con fuerza para que el humo pasara.

– Sé quién es -afirmé.

– Bien. ¿Y quién es?

– ¿Eh?

– El asesino. ¿Quién es?

– Es… un tipo. Un tipo que estaba allí.

Conteniendo la respiración, Alan se pintó la punta de la nariz con los dedos. Cerró los ojos y los abrió de nuevo.

– ¿Me estás diciendo que el asesino era un tipo que estaba allí? Bien, bien. Buen trabajo, Steve. Pero no saquemos conclusiones prematuras. Quiero la confirmación de dos fuentes anónimas antes de reservar la primera página del periódico o hacer algo parecido.

– Te lo estoy diciendo! -recalqué levantando los brazos-. La fiscal tiene su nombre, pero no quiere dármelo.

– ¿Y qué pasa con la defensa?

– Esto es ridículo -arguyó Bob.

– No -proseguí-. No está en sus archivos.

– ¿La policía?

– No se acuerdan. O no quieren soltarlo.

– ¿Has probado las páginas amarillas en la S? -preguntó Bob.

Emití un sonido que me sorprendió incluso a mí. Un rugido gutural, como un animal acorralado. Me acerqué a la pared y apagué el cigarrillo partido contra el lado de la papelera. Me quedé de espaldas a ellos, mirando una placa de la Prensa Asociada por excelencia periodística. Las cosas no pintaban demasiado bien para nuestro protagonista, o al menos para el mío.

Detrás de mí, Bob soltó un suspiro hastiado y lastimero.

– Alan -masculló-. Lo siento. De verdad. Sé que esto está causando problemas a todo el mundo, pero quiero dejar las cosas claras. Estoy dispuesto a irme. Te debo mucho y adoro este periódico, pero no voy a pasar mi vida en un ambiente que se ha vuelto insoportable.

Alan gimió.

En estas, repentinamente, llegó la inspiración. Me estaba pasandola mano por el pelo en ese momento, notando cómo el sudor se pegaba en la palma. Estaba pensando en Barbara y en lo que le diría cuando volviera a casa otra vez sin empleo. Me preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que imaginara la verdad. ¿Cinco minutos? ¿Diez? Podía imaginarla en la puerta de la entrada, mirando severamente a lo lejos. Y yo, marchándome con todas mis pertenencias, con el hato a cuestas, sujeto con un palo al hombro, y avanzando penosa y miserablemente por la nieve. Afuera la temperatura era de treinta y cinco grados, pero tal como yo veía las cosas, la nieve representaba una muerte certera.

Y entonces se me ocurrió. Así, sin más. Como un aleluya. Sonaron las campanas, los coros cantaron, el presupuesto nacional se tambaleó. Un sol glorioso apareció en el cielo despuntando por el este, bendiciendo con sus beneficiosos rayos esta magnífica tierra nuestra. ¡Oh!, pensé. ¡oh, oh, oh! ¿Qué final es muerte, qué puerta se cierra, qué camino no tiene salida para un hombre jodidamente desesperado por conservar su trabajo?

Me di la vuelta. Bob me clavó su mirada. Si el odio fuera un rayo láser, habría tenido una vista a través de mi cabeza hasta el otro lado de la habitación.

– Lo siento, Steve -lamentó suavemente-. De verdad que sí.

– Tienes que darme un preaviso, Alan -advertí.

– ¿Preaviso? -preguntó Alan, con un gemido.

– Lo dice mi contrato. No puedes echarme sin más. Tienes que darme un preaviso.

Incluso la calma inexpresiva de Bob, incluso las capas de hielo que habían caído sobre sus ojos no bastaban para contener la radiación del triunfo que desprendía su rostro. Había ganado.

– ¿Cuánto tiempo deseas de preaviso, Steve? -preguntó educadamente.

Miré rápidamente el reloj mientras avanzaba hacia la puerta de la oficina.

– Cinco horas y siete minutos -repuse.

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