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Bonnie Beachum estaba sentada en el borde de la cama del motel cuando entró el reverendo Harlan Flowers. Sentada, con las manos enlazadas sobre el regazo, mirando a su hija Gail sin comprender. Gail estaba arrodillada sobre la alfombra en el pequeño espacio que quedaba entre las camas y la silla almohadillada. Estaba dibujando en un papel de periódico, con su caja de lápices de colores abierta y los lapiceros esparcidos a su alrededor. A la edad de siete años, Gail era bajita, delgada y frágil como su madre, con el pelo marrón opaco recogido con una cola de caballo. Dibujaba violentamente, apretandolos lápices con fuerza y con la lengua pintada entre los clientes.

Bonnie levanto los ojos al oír los golpes suaves de Flowers en la puerta. Cuando empujó la puerta entrecerrada, ella le sonrió débilmente. Le parecía que veía a Flowers a mucha distancia, en otra galaxia muy lejana.

El pastor era un hombre atractivo, con una cara fina esculpida en un cuerpo alto, amplio y gordo. Casi nunca sonreía y a lo largo de los años había desarrollado esa apariencia de dignidad ceñuda que tanto gustaba a los fieles de su comunidad. Sin embargo, esa dignidad también era real y sincera y Bonnie lo sabía mejor que nadie. Pese a ello, hoy, su cara e incluso el color de su rostro (era negro, de un tono muy oscuro) hizo que Bonnie se sintiera distante respecto a él, enajenada y sola, aún más sola. ¿Quién era ese hombre, ese hombre negro? Se preguntaba en tono de hastío. ¿Qué relación tenía con ella? ¿Por qué toda esa gente no se limitaba a dejarla en paz?

Se alejó de él o, más bien, alejó la mirada para observar de nuevo a Gail y se quedó ausente. Ese sentimiento hacia Flowers no era correcto, se dijo a sí misma en tono débil y sordo. No era propio de ella. Era desagradecido. Él y la congregación se habían ocupado de ella estos últimos años. La habían acogido con verdadero espíritu cristiano. Cuando la gente de su antigua parroquia había condenado a Frank y la habían rechazado, cuando perdió la casa de Dogtown y la obligaron a trasladarse al límite de los barrios bajos del norte, Flowers la había amparado en su iglesia aun sabiendo quién era ella y quién era su marido. Cuando le descubrieron el cáncer de mama, la mujer de Flowers, Lillian, se ocupó de Gail. Acompañó a Bonnie antes de la operación, y el propio pastor había hablado con los médicos. Le proporcionó empleos como contable, bajo el nombre de soltera para que no los perdiera, y en negro para que pudiera seguir cobrando el subsidio estatal. Y también había ido a la prisión y se había convertido en el pastor de Frank. Y a Frank le encantaba. Y Bonnie lo sabía.

Pero hoy le parecía una persona desconocida. Negra y desconocida. Y no le quedaban fuerzas para sobreponerse a esa sensación. Sólo deseaba, cansadamente, que todo pasara. Igual que, a veces, se sentaba en la iglesia los domingos. Se sentaba ahí, pálida, en un banco al fondo. Y el pastor agitaba las almas de la congregación con una voz parecida a un trueno controlado, con invocaciones rítmicas y apasionadas, provocando los gemidos y los gritos de los rostros vueltos hacia arriba. ¡Aleluya! Sí, Señor. Aleluya. Amén. Todas esas caras morenas, con acentos distintos del suyo, labios distintos de los suyos. Todo era tan extraño y ella se sentía tan distante, a mil leguas. A veces deseaba con toda su alma quedarse a solas con sus cosas. Añoraba con locura los viejos tiempos y la vida que había llevado junto a Frank.

El pastor cruzó el umbral y cerró la puerta suavemente detrás de él. Gail siguió dibujando, presionando con fuerza, apretando el lápiz en su puño. No miró hasta que Flowers empezó a hablar.

– ¿Estás lista? -preguntó-. Será mejor que nos vayamos. -Aun hablando normalmente tenía el mismo tono grave y bajo.

Gail alzó la mirada rápidamente, una cara pequeña y pálida, con los ojos marrones, grandes y profundos.

– ¿Es hora de ir a ver a papá? -preguntó emocionada.

Flowers intentó sonreírle, pero sus rasgos oscuros sólo se encogían incómodamente.

– Por supuesto que sí, corazón.

– ¡Bien! -exclamó Gail, poniéndose de pie-. He dibujado un prado verde para él, ¿te gusta?

Sostenía el papel de periódico por un extremo, de modo que se doblaba y pendía oblicuamente. Flowers sólo podía ver una ringlera diagonal del dibujo pero se dio cuenta de que se trataba de sus típicos garabatos terriblemente ineptos. Manchas violentas de colores turbios, árboles en forma de pirulí, barracas rotas, personas de espaldas anchas pero sin brazos. A Gail le encantaba dibujar, se pasaba las horas pintando, pero Flowers había visto niñas de cinco años que lo hacían mejor que ella, incluso había visto a artistas modernos que podían hacerlo mejor, así que le dolía el corazón cuando la pequeña le mostraba esos dibujos.

Esbozó otra sonrisa forzada.

– Está muy bien, Gail. A tu padre le encantará. -Se volvió hacia Bonnie en cuanto se sintió capaz y la falsa cordialidad desapareció de su voz-. Deberíamos irnos ya, Bonnie.

Bonnie ya se había puesto de pie y recogió el bolso.

– Recoge tus cosas, Gail -dijo, por encima del hombro. Habló con voz aguda, ronca y jactanciosa, como una viejecita cansada.

Abrió la hebilla del bolso y sacó el lápiz de labios. Se inclinó hacia el espejo que se encontraba sobre la mesa, iluminado levemente por una lámpara cercana. Su imagen la angustió. Su cara, observó, había perdido la dulzura, le habían robado la dulzura. Pensó que nunca había sido guapa, pero ahora sus rasgos pequeños y respondones estaban tan arrugados, las mejillas tan pasadas, que parecía tener cincuenta años en lugar de treinta y tres. No quiso ver el reflejo demasiado cerca, así que se pintó los labios con trazos automáticos.

Metió de nuevo el lápiz de labios en el bolso y lo cerró. En el espejo vio a su hija arrodillada en el suelo de nuevo, inmóvil. Bonnie se dio la vuelta.

– Vamos, Gail. Tenemos que darnos prisa.

Gail había guardado los lápices en la caja y sostenía la caja con una mano. Con la otra todavía aguantaba el extremo de su dibujo de prados verdes.

– ¿Dónde está el verde? -preguntó-. No encuentro el color verde, mamá.

Bonnie y Flowers se miraron. Los dos bajaron la cabeza examinando el suelo, pero no parecía haber ningún lápiz perdido. Bonnie se frotó la frente.

– Me temo que tendremos que prescindir del color verde, corazón. Tenemos que irnos.

Gail alzó la mirada. Sus labios empezaban a temblar.

Necesito el color verde. Son pastos verdes. Tengo que encontrar el verde.

Los dos adultos intercambiaron otra mirada, más seria. Bonnie tragó saliva.

– Bueno, búscalo, tiene que estar…

– Quizás yo pueda… -interrumpió Flowers. Se agachó y empezó a examinar lentamente el suelo.

– Ha desaparecido -dijo Gail con voz cavernosa-. Se ha perdido. ¡No puedo encontrarlo en ningún lado!

Su voz se agudizó y rompió a llorar. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.

– ¡Ya no está aquí!

– Estoy seguro de que a papá le gustará cualquier color que utilices -observó Flowers.

Todavía estaba buscando por la moqueta cuando, de repente, Gail abalanzó sobre él. Él retrocedió con un sobresalto, alarmado, cuando ella empezó lanzar improperios a voz en grito.

– ¡No entiendes nada, no entiendes nada! ¡Sin el color verde será un desastre, son pastos verdes, todo es un desastre!

Las lágrimas descendían con más fuerza por sus mejillas. Gemía, con la cara retorcida y fea.

Bonnie se incorporó y se la quedó mirando. No podía ni hablar. Odiaba esa mirada. Odiaba a Gail cuando se ponía así. La sacaba de quicio. Encendía una llama de rabia contenida dentro de ella. ¿Acaso las cosas no iban lo bastante mal? ¡Por todos los santos! Dio un paso hacia delante y se quedó junto a la niña. Su cuerpo temblaba como una cuerda desplomándose. A un lado abría y cerraba el puño con fuerza.

No obstante, cuando habló, su voz era suave. Suave, nasal y agradable.

– No trates al reverencio así, corazón. Todo irá bien. Estamos intentando encontrar junt…

– ¡No podemos encontrarlo! ¡No entiendes nada! Se ha perdido, perdido, y ya no podré dibujar los pastos verdes. ¡Todo es un desastre!

La niña siguió sollozando y gimiendo angustiosamente. Chillaba con tanta fuerza que Bonnie pensó en las otras personas del motel que estarían oyendo aquello. ¿Qué pensarían? Cogió con fuerza el bolso delante de ella. Por un lápiz, por todos los santos. Por nada, pensó, y tenía que ser ahora. Le entraron ganas de darle un bofetón bien dado y enviarla al otro extremo de la habitación.

– Por favor, Bonnie -prosiguió con una voz todavía más melosa que la de antes-. Tranquilízate, por favor. Encontraremos el lápiz.

– ¡No entiendes nada, no entiendes nada! ¡No está en ningún sitio, no está…!

– Espera un momento -la interrumpió Flowers. En ese momento se encontraba a gatas, anduvo en esta posición hacia delante y levantó el extremo de la colcha de borlas. El lápiz verde estaba ahí, justo debajo. Lo alcanzó y se lo acercó a Gail.

– Aquí tienes -dijo.

Gail lo cogió con la mano temblorosa. Todavía sollozaba y las lágrimas le surcaban las mejillas, pero la histeria había cesado al instante.

– Gracias -respondió de mala gana.

Bonnie respiró profundamente, pensando: Gracias, Señor, gracias.

Gail la miró con el ceño fruncido, con rabia. Entrecerró los ojos forzando una mirada enfadada y maliciosa que había aprendido en las películas.

– Y no es por nada, mamá -dijo malhumorada-. A papá le gustan mis dibujos.

Gail meneó la cabeza ligeramente.

– Ya lo sé, cariño. Le encantan tus dibujos -consiguió decir.

No le quedaban energías para sentirse culpable por las cosas que pensaba o por las cosas que Gail oía aun cuando lograba contenerse y no pronunciarlas. Ni tan sólo podía disculparse ante Dios. Era demasiado miserable. Desear un descanso era incluso un sentimiento excesivo. Simplemente agradeció sordamente el hecho de haber sabido refrenar su genio una vez más. Y el hecho de que hubieran encontrado el lápiz.

– Ya lo se repitió con un suspiro-. Ponte los zapatos para que podamos irnos.

Flowers se puso en pie lentamente al lado de Bonnie. Cantando en voz baja para sí, Gail corrió hasta el otro lado de la habitación para ponerse los zapatos. Los dos adultos la miraban.

Flowers rodeó el hombro de Bonnie con el brazo y se lo oprimió.

– Cristo está aquí, Bonnie -murmuró casi con un susurre. Incluso en esta habitación. No lo olvides.

Lo miró de reojo, casi con enfado. Observó el color chocolate oscuro de sus mejillas, la nariz chata de negro, las amplias fosas nasales y los gruesos labios justo debajo. ¿Quién era ese hombre?, se preguntó. ¿Por qué estaba ahí? ¿Qué tenía que ver con ella? Imaginaba que le creía cuando hablaba de Cristo y le aseguraba que estaba allí. Por supuesto que estaba allí.

Tragó saliva, alejando esa mirada ofendida. Cristo estaba ahí, de acuerdo, pensó. Pero era ella misma, Bonnie, quien estaba en algún otro lugar. Estaba en otra galaxia. Estaba a mil leguas de Cristo y de Flowers, y de su propia hija y de todos los extraños que la rodeaban,de todo el mundo.

De todo el mundo excepto de Frank.

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