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– Venga ya, maldito trozo de hojalata -chillaba yo mientras tanto-. Montón de mierda asada, ¡venga!

Pero no era culpa del pobre Tempo. Pese al carburador amordazado por años de suciedad, el aceite inerte tan negro como un remordimiento y las bujías marcándose un ritmo peor que el coro de un cabaret de cuarta categoría, el coche aún conseguía avanzar como un cohete por el corazón tranquilo de la noche y hacer chirriar los neumáticos. Pero la maldita carretera… La maldita carretera seguía serpenteando delante mío, desvaneciéndose, desparramándose y desdibujándose detrás de los bamboleos ondulantes de la neblina del whisky. A veces, todo aquello desaparecía cuando la cabeza se me caía hacia delante y los párpados se me cerraban lentamente. Y cuando conseguía abrir bien los ojos, cuando me erguía en el asiento, el Tempo se desplazaba para coger las curvas y chirriar por la presión de los neumáticos o incluso llegaba a rozar la hierba que bordeaba la carretera hasta que lo enderezaba y volvía al asfalto, chirriando, jurando como un condenado, corrigiendo el exceso de velocidad durante un rato, hasta que volvía a desmoronarme.

Tan borracho, estaba tan borracho… Eran casi las once de la noche y yo iba tan ciego que apenas podía mantenerme despierto. En mi cabeza, un yunque embrutecido por el alcohol parecía hundirme sin piedad hacia la tierra. Casi las once: la sensación de pánico impotente parecía abandonarme. Y yo estaba como una puta cuba…

Pasaba por Forest Park. Avanzaba con gran estruendo por charcos de luz entremezclándose con cuestas ondulantes de oscuridad que se abrían ante mí. Sintiendo cómo el tiempo pasaba, sintiendo su avance inexorable. A veces, en las profundidades y los márgenes de la neblina del whisky, vislumbraba grupos de chavales negros y veía sus caras, veía cómo sus ojos se abrían de par en par cuando el Tempo se desviaba bruscamente hacia ellos, oía sus risotadas y abucheos cuando retornaba el camino y me alejaba haciendo eses por la carretera. Y las carcajadas parecían seguirme y envolverme mientras mi cabeza se hundía aún más. ¿Por qué era tan tarde? ¿Por qué tenía que estar tan borracho, joder? Impotente, impotente.

Y llegué al puente que atraviesa el sinuoso lago del parque. Para mí fue casi el final, un final lamentable. Aturdido por los rizos brillantes del agua debajo de las luces, tomé el giro demasiado cerrado y casi choqué contra la baranda del puente. Enderecé el volante en el momento crítico y centré la criatura entre las paredes del puente, lo cual, a esa velocidad en ese estado, me pareció algo así como enhebrar una aguja con un avión a reacción.

Pero entonces ya estaba bajando por el otro lado de la cuesta, mientras el agua se alejaba de mí como si tuviera alas y la carretera se restablecía mientras yo empujaba enérgicamente el volante hacia delante, gritando, completamente ebrio: Venga, venga, venga, pedazo de mierda, y la baba se me escapaba de la boca y me resbalaba y se escurría por el rostro.

Mientras, en lo alto de la colina, desde un prado bañado en la luz de los locos, las nobles columnas romanas del museo de arte me miraban pasar con altivez.

Entonces, en un momento dado, vi el tráfico de la autopista, a lo lejos, luces rojas traseras entraban en mi campo visual, y desenfocadas, desaparecían. Con los ojos lacerados, sentí el corte de la frente donde me había golpeado la puerta de la taberna, que me dolía con una intensidad pungente. Cerrando los ojos, apreté los dientes y me lancé hacia las luces de detención en el paso superior, girando la vista a un lado y al otro, aunque mi cabeza seguía columpiándose momentos más tarde. Unas bocinas sonaron por algún lado, alguien gritó, pero yo ya había pasado, atravesando el cruce con un chirrido de neumáticos y dirigiéndome hacia la oscuridad profunda de Dogtown.

– Dios, borracho, tarde, Fairmount -farfullé.

Fairmount. Porque la mujer de Pocum me lo había dicho. Esa misma tarde, cuando había ido a la tienda y había visto el expositor de patatas fritas. La familia había vivido en Fairmount, había especificado; y aún vivían allí. Y yo tenía que verles. A los Robertson. Tenía que ver al padre de Amy Wilson. No sabía si podría conseguir el medallón, no sabía si se lo podría llevar a Lowenstein a tiempo. Pero si lo conseguía, sabía que tendría que probar que era el de Amy. Sólo entonces bastaría. Tal vez. Tal vez bastaría.

Tuve que reducir la velocidad del Tempo. Sólo un poco. Los coches aparcados en las calles estrechas de Dogtown parecían cerrarse ante mí. Aun así, al doblar la esquina, noté cómo el viejo trasto se inclinaba a la derecha. Di un brinco mientras el yunque que tenía anclado en la cabeza se ladeaba de modo peligroso y se hinchaba el corte de la frente. Dios, qué dolor. Qué mareo. No lo conseguiría. Sabía que no lo conseguiría y deseaba llorar y gritar en voz alta de frustración y de rabia.

Y pensé: Fairmount. Oh Dios, borracho, enfermo, borracho. No hay tiempo. Las once. Las once pasadas. Bien pasadas…

Vi la casa. Una casa blanca bien cuidada de dos pisos. Una extensión inclinada de césped. Un Chevrolet en el camino de entrada. Y un enorme policía en la puerta.

Y más gente, allí fuera, en la noche: reporteros con cámaras de televisión, periodistas, fotógrafos; un pequeño grupo de ellos en la acera más allá del césped. El chirrido de los neumáticos hizo que todos se giraran hacia mí. Los dos reporteros cuchicheando en la calle dieron un salto y subieron al césped. Los demás se apiñaron, mirándome cautelosamente mientras yo avanzaba hacia ellos.

Apretando con fuerza el volante para mantenerme erguido, pisé el freno con fuerza. Las ruedas se bloquearon. El Tempo se deslizó en dirección a los coches aparcados y me vi empujado hacia el volante. Entonces el Tempo se detuvo.

Eructé.

No aparqué el coche sino que lo dejé en medio de la carretera. Salí como pude por una puerta abierta y haciendo un esfuerzo me puse en pie, dando tres pasos hacia un lado antes de seguir hacia delante.

Oí las risitas sofocadas de los periodistas mientras me tambaleaba por el aire sofocante. Vi dientes en las sonrisas y destellos en las lentes de las cámaras y en las gafas.

– Eh, Ev! -gritó un tipo- ¿has shtdo ne carvenson?

Al menos eso es lo que entendí, pero hizo que los demás se echaran a reír. Tropecé con ellos y sentí la presión de sus cuerpos a mi alrededor, contra mí. Olí el perfume de alguna mujer, intenso y nauseabundo al mismo tiempo.

– Tengo que hablar con los Robertson -espeté abriéndome paso.

– No reciben a nadie más -repuso una mujer.

– Van a recibirme a mí -mascullé.

– ¡Eh, Ev!

Avancé dando empujones a través de la pequeña multitud. Noté manos en las mangas y cómo me deshacía de ellas al avanzar hacia el césped.

– Han dicho que harían una declaración cuando todo haya acabado -gritó alguien a mis espaldas.

– Me van a recibir ahora -grité, andando sobre la hierba en dirección a la casa.

Me acerqué al guardia tan firmemente como puede. Su amplia silueta crecía y se oscurecía mientras yo avanzaba. Estaba borracho, sí señor, pero una parte de mi mente intentaba concentrarse con decisión. Su voz era imponente, muy fuerte. Da un paso más, decía, y luego decía, un paso más, eso es todo. Hombre; borracho, le respondía. Menos de una hora. No puedo hacerlo, no puedo hacerlo todo en menos de una hora. Si consigues superar esto, respondía la voz, podrás descansar un rato. Van a matarle, no puedo impedirlo, van a matarle, decía yo. No hay tiempo para descansar, otro paso… Y llegué hasta el guardia y me planté delante de él.

O más bien debajo de él, porque él estaba sobre la acera, era muy alto y me miraba amenazadoramente. Un soldado negro bien fornido con un bigote enorme y la mano apoyada en la porra que pendía de su cinturón.

– Tengo que ver a los Robertson -anuncié.

Hice todo lo que pude para que la voz fuera clara y las palabras inteligibles, pero salió demasiado clara y las palabras demasiado inteligibles, como las de cualquier borracho.

El oficial alzó los brazos en un gesto amistoso.

– Ahora no reciben a nadie.

– Estosh, esto es una emergencia -puntualicé.

Había empezado a tambalearme. Y entonces -de repente hice lo que me pareció una buena idea- me puse a gritar.

– Una emergencia! ¡Emergencia! -Me llevé las manos a la boca, formando bocina, y grité a las ventanas iluminadas de la casa-. ¡Tengo que ver a los Robertson! ¡Es una emergencia!

– ¡Eh! -intervino el guardia, levantando la mano en un gesto ya no tan amistoso-. Vuelva con sus amigos. Los Robertson saldrán a hacer una declaración dentro de un rato.

– Oiga -advertí respirando con dificultad, parpadeando con fuerza para aclararme la vista. Me acerqué a él mientras me miraba, meneando la cabeza-. Sé que desearían hablar conmigo si… -Puse en marcha una estrategia: le hice una finta, subí el peldaño, alcé la mano y apreté el timbre de la puerta con el dedo, gritando-: ¡Emergencia! ¡Una emergencia! ¡Señor Robertson!

El poli me empujó hacia atrás, me forzó el brazo contra el pecho y me obligó a retroceder. Bajé del peldaño rápidamente, con los brazos doloridos. Me tambaleé, intentando mantenerme en pie, y cuando conseguí recuperar el equilibrio, ahí estaba de nuevo el policía. Iba a por mí.

Nos quedamos cara a cara en el borde del césped y me puso el dedo en el pecho.

– Adivina, adivinanza -indicó en voz, baja. Tenía los ojos diáfanos y fijos-. Yo soy un oficial de policía y tú un gilipollas borracho. Si nos peleamos, ¿quién crees tú que perderá?

– ¡Tengo que hablar con los Robertson! -grité, formando de nuevo bocina con las manos.

– ¿Tienes ganas de apostar?

– Oficial… -respondí con voz entrecortada. Seguía tambaleándome, pero la excitación me había despejado un poco el cerebro-. Ya veo que usted es un buen hombre, pero no hay tiempo para…

La puerta de entrada se abrió. El señor Robertson se asomó. Le reconocí por el programa de televisión en el que había participado aquella tarde. Ya no llevaba corbata, y el maquillaje había desaparecido, vestía un polo azul claro que le marcaba la barriga, pero reconocí el ceño fruncido bajo el nacimiento del cabello blanco.

Cuando el poli se giró al oír la puerta, aproveché la oportunidad para fintarle de nuevo. Subí el peldaño con tanta rapidez que Robertson se echó hacia atrás, entrecerrando la puerta, reduciendo el espacio.

Pero llegué antes de que la cerrara. Me quedé justo frente a él.

– Por favor -proferí. Arrugó la nariz al oler la vaharada de alcohol-. Describa el medallón.

– ¿Qué? ¿Qué diablos quiere?

– El medallón de Amy. El que robó el asesino. ¿Un corazón? ¿De oro? ¿Con las iniciales AR rodeadas por una pequeña orla?

Palideció, sorprendido.

– Sí, sí -confirmó automáticamente-. Y las iniciales AW en el interior. Hizo que grabaran las iniciales de casada en el interior.

– Ella…

Me quedé con la boca abierta, pero sin pronunciar una sola palabra. AW en el interior. Había hecho que grabaran las iniciales de casada en el interior. O sea que la señora Russel lo sabía. La abuela de Warren. Tenía que saberlo. Si no lo sabía antes, ahora sí, porque había hablado conmigo.

Una mano fuerte me atrapó por el hombro.

– Lo siento, señor Robertson -oí que decía el guardia detrás de mí mientras me obligaba a retroceder, alejándome de la casa.

– Frank Beachum no mató a su hija, señor Robertson -declaré.

Inmediatamente, el rostro del hombre se ensombreció, casi podía ver la sombra sobre él como un eje cruzado.

– ¿De qué está hablando?

– Él no…

– Bobadas. Sandeces -enjaretó-. ¿Quién es usted? Lárguese de aquí. Saque a este borracho de mi casa.

El poli tiró de mí con más fuerza, pero yo me aferré al marco de la puerta mirándole directamente a los ojos implacables.

– Le estoy diciendo… -aseguré.

Con un movimiento seco y rápido, Robertson me cerró la puerta en las narices pillándome los dedos -pam- y la volvió a abrir de un tirón. Grité. Me llevé la mano al pecho. Retrocedí obligado por el guardia a bajar el peldaño.

Esta vez, me tambaleé y caí. Sentí el golpe retumbar en mi cabeza. Sentí la humedad del césped a través de los pantalones. Me levanté en un segundo, tan deprisa como pude. Apretando la mano contra mi cuerpo. Ahora ya tenía la mente bastante clara. Estaba lo bastante sobrio.

– Jódase! -espetó Robertson, apuntándome con el dedo desde la puerta. Su imagen desapareció al interponerse el enorme policía.

– De acuerdo, de acuerdo -asentí-. Ya me voy.

Agazapado y dispuesto, con la mano en la porra, el policía seguía avanzando hacia mí.

– He dicho que ya me voy, pero es inocente.

– ¡Largo de aquí! -gritó Robertson.

Les di la espalda a los dos y eché a correr por el césped. Delante de mí, el grupo de periodistas. Pasmados, mirándome, con los ojos de par en par. Una cámara sobrevoló sus cabezas. Un flash se disparó en la noche. Faros azules giraban en espiral en mi campo de visión mientras yo seguía hacia delante.

Oí que el poli me llamaba -no gritó en ningún momento-, sin alzar el tono de voz frío y seguro.

– Y deje el vehículo, señor -advirtió-. Si conduce ese coche en estado ebrio tendrá a todas las unidades de St. Louis pegadas a su trasero.

Giré sobre los talones temerariamente, gritando:

– ¿Acaso son aviones a reacción? Porque si no lo son, colega, no van a pillarme.

Y me di la vuelta de nuevo, a ciegas en un primer momento, pero fijando mi trayectoria en el puñado de periodistas, abriéndome paso a través de ellos, en dirección a mi coche.

– Pero, qué le pasa, ¿está loco? -oí decir al policía-. Si lleva un Tempo de mierda.

Eché la cabeza hacia atrás y me puse a reír como un loco.

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