De repente, la Casa de la Muerte se llenó de vida. Los hombres corrían de un lado a otro de los vestíbulos al exterior de la celda del prisionero. Entraban y salían de la cámara de ejecución. La cámara, donde yacía la camilla, estaba repleta de gente. También lo estaba la sala contigua, el trastero, donde Arnold McCardle -quien por sí solo ya podría ocupar una habitación- estaba verificando los teléfonos. Había cuatro en la estantería situada en la pared del fondo de la sala. Cada uno era de diferente color y cada uno tenía una etiqueta Dymo pegada en la base. El teléfono rojo correspondía a la línea exterior, el blanco estaba conectado directamente con el Departamento de Rectificaciones y el de color canela con la sala de comunicaciones. El teléfono negro era la línea abierta con la oficina del gobernador. Al final de la estantería había un sistema de intercomunicación que estaba conectado a un aparato de radio en la cámara de la muerte.
Arnold levantó enérgicamente el auricular de cada uno de los teléfonos, hinchando sus gordos carrillos como si tocara la tuba y entonara una pequeña melodía al mismo tiempo. Sin embargo, la chispa de humor propia de él había desaparecido de sus ojos. Los tenía concentrados y nítidos, toda su atención dedicada a la tarea que tenía entre manos. Hablaba durante unos instantes en cada uno de los teléfonos, comprobando la línea, colgaba y pasaba al siguiente.
Detrás de él, Reuben Skycock se encontraba en el módulo de salida de la máquina de inyección letal: una caja metálica en la pared de la sala de suministros. La puerta de la caja estaba abierta y mostraba las tres jeringuillas contenidas en su interior. Cada una de ellas estaba fijada a un soporte metálico del cual emergía un tubo que, a su vez, pasaba por un orificio a través de la pared de hormigón hasta la cámara de ejecución. Reuben estaba comprobando el sistema manual: el tercer sistema de reserva en caso de que fallaran tanto el eléctrico como el de batería. Eso no había ocurrido nunca en Osage, y sin embargo Reuben proseguía con su trabajo con silenciosa minuciosidad. Tiró de los pernos metálicos que sujetaban los émbolos en su lugar. Miró desde la máquina en dirección al cronómetro mientras los émbolos se vaciaban lentamente en las jeringuillas. Cada vez que tiraba del perno metálico, se oía un sonido estridente: ¡clanc! Cada vez que oía aquel clanc, Arnold se giraba hacia Reuben mirándole por encima del hombro, llevándose el auricular al oído, hinchando los carrillos y entonando una melodía.
Pat Flaherty estaba al lado de Reuben, de pie, mirando por el falso espejo. Estaba lanzando un chorro de limpiacristales y secándolo con una toalla de papel. El día anterior había hecho exactamente la misma operación. El cristal estaba nítido e inmaculada al igual que el espejo al otro lado.
La cámara de ejecución se podía ver con claridad a través del cristal. Allí, dos miembros del equipo de sujeción estaban atando las correas a la camilla. A su derecha, se encontraba la ventana de la sala de testigos. Habían levantado las persianas temporalmente y se podía ver a los dos guardias que estaban en el interior. Estaban colocando los bancos de plástico donde se sentarían los testigos. Dos bancos en el suelo justo en Frente de la ventana y los otros dos justo detrás en una tarima de madera.
Frente a la camilla, Luther Plunkitt estaba hablando con Haggerty, que estaría apostado al exterior de la cámara de ejecución. Luther gesticulaba tranquilamente con una mano, mientras la otra descansaba en su bolsillo. Esbozaba una sonrisa blanda.
– Comprueba dos veces la puerta personalmente -explicaba-. Y asegúrate de que la sábana de cobertura esté puesta antes de que entre en la habitación, para que los testigos no vean las correas.
Los ojos de Luther eran marmóreos y sin expresión. Pensaba en Frank Beachum, imaginaba su rostro mirando hacia arriba mientras le ataban a la camilla. Inocente, pensó.
Dio una palmadita de ánimo en el hombro del guardia y continuó con otras cosas.