Al volver a la ciudad por el bulevar, pensé en todas las cosas que habría podido decirle. Habría debido contarle lo de las patatas fritas y que mi instinto me decía que Porterhouse mentía. Habría debido explicarle que el coche hizo marcha atrás por la izquierda de Beachum. Habría debido dibujarle un mapa y enseñárselo. Algunas veces, es preciso fiarse del instinto, habría tenido que decir. Y, en cuanto a los pecados de la sociedad, blancos y negros, la intolerancia y la injusticia… lo único que sé son las cosas que ocurren, habría tenido que decir. Alguien empuñó la pistola, alguien apretó el gatillo. Esos fueron los hechos. Amy Wilson fue asesinada y otro hombre iba a pagar por ello. Eso era lo que sabía. Eso es lo que habría tenido que decirle.
Pasaba por la ciudad universitaria, a través de la oscuridad. Conduciendo despacio, tratándose de mí, sobrepasando ligeramente el límite de velocidad, sin rumbo fijo. La radio estaba encendida, era la emisora informativa, y el locutor murmuraba en voz baja marcando el ritmo engreído de las noticias. Pasaba frente a un McDonald’s donde -según descubrí posteriormente en el informe de la policía- Michelle Ziegler se había tornado el café aquella mañana, se había sentado y había gritado algo sobre una noche asquerosa, antes de evadirse en dirección a la Curva del Muerto.
Habría tenido que decir algo, pensé al pasar por delante. Habría tenido que decir cualquier cosa que me hubiese pasado por la mente. Seguramente no habría cambiado nada, pero ahora, tal como estaban las cosas, todo estaba perdido. No quedaba nada más que hacer, nadie más con quien hablar, no más pistas que seguir. Eran las ocho pasadas. Faltaban menos de cuatro horas para la ejecución y yo no tenía ni la más mínima prueba para presentarme ante el propietario y director del periódico, el señor Lowenstein, ningún argumento de peso para que llamara por teléfono a la oficina del gobernador y comprar a Beachum un poco de tiempo, tiempo suficiente.
Supongo que debería de haber profundizado en el tema. Estrujarme los sesos, intentar descubrir un nuevo ángulo, una pista nueva. Pero no lo hice. No podía. No ame quedaban fuerzas. Ni tan sólo podía pensar en ello durante un segundo. Cuando lo intentaba, mi mente se despistaba con otras cosas. Mi trabajo, por ejemplo. Sin esa historia para crecer mi reputación… ¿cómo diablos iba conseguir que Bob me dejara en paz? ¿Cómo iba a convencerle de que me permitiera conservar mi trabajo? Y Barbara. Cuando me despidieran, descubriría la verdad. La descubriría de un modo u otro. Y desaparecería. Y Davy con ella. Y yo amaba a Davy, si de verdad amaba a alguien, y no quería envejecer solo. Si al menos hubiera conseguido esta historia, pensaba sin cesar. Si hubiera podido convertirme en héroe y sobrevivir al drama inminente, tal vez habría podido cambiar las cosas, tal vez habría podido defenderme presentando argumentos convincentes. En el periódico. Con mi mujer. Tal vez. De alguna manera.
La luces del bulevar me deslumbraban, brillaban delante de mis ojos. Pasé por el parque y frente a la serie de garajes bajos, restaurantes de comida rápida y aparcamientos. Llegué al extremo de la ciudad y vi la Curva del Muerto a lo lejos. Me acerqué a ella en el tráfico escaso de aquel lunes por la noche. Al pasar, eché un vistazo por la ventana en dirección a la gasolinera. Se habían llevado la carrocería destrozada del Datsun rojo de Michelle, pero la marca negra del choque todavía manchaba la pared blanca del garaje. Podía verlo por las luces de sodio de la gasolinera. Con la luz, los fragmentos de cristal todavía centelleaban sobre el asfalto.
– Niñata estúpida -murmuré, y mi corazón se estremeció pensando en ella, pensando en Beachum, pensando en mí mismo.
Salía de la curva cuando oí su nombre: Beachum. Era el locutor de la radio. Subí el volumen y escuché mientras la carretera se enderezaba delante de mí.
– Frank Beachum -anunció el locutor en tono solemne-, el vecino de St. Louis condenado a morir mediante inyección letal a medianoche, acaba de confesar presuntamente su crimen.