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Tengo una superstición sobre el desastre. A mi parecer, el desastre siempre te coge por sorpresa. De ello se deduce que si eres capaz de imaginar cualquier forma posible de desastre, quedarás protegido. Si temes que ocurra un desastre y piensas en todas cada una de sus formas posibles, no dejas lugar para la sorpresa, por lo que el desastre permanece alejado. Este método ha demostrado ser efectivo muchas veces, y las muchas veces que no ha demostrado su eficacia yo lo achaco a mí mismo o a circunstancias atenuantes, por lo que en cualquier caso sigo creyendo en dicha teoría. La puse en práctica cuando iba de camino a Knight Street para encontrarme con el hombre que había matado a Amy Wilson.

Ya había anochecido, o, al menos, el crepúsculo de verano, con el cielo cristalino tan oscuro y tan profundo encima de los edificios bajos del condado hacía que uno ansiara ver la aparición de las primeras estrellas. El calor había perdido por fin su intensidad, y con todas las ventanas del Tempo bajadas, el aire me refrescaba agradablemente, secándome la camisa, secándome la cara, ayudándome a respirar de nuevo con facilidad. Apestaba, y tras el baño de vapor en el piso de Michelle, una costra de mugre parecía habérseme pegado a la piel. Pero la brisa me sentó bien, me alivió ligeramente el dolor de cabeza, me calmó el estómago y empezó a despejarme la mente.

Pasé delante de los cafés de ladrillo rojo, bordeando las aceras cubiertas de árboles en el ancho bulevar, el mismo bulevar por el que Michelle había conducido esa mañana antes de tener el accidente. Con una parte de la mente, controlaba las emisoras de radio, buscando información sobre Frank Beachum. Con la otra, imaginaba posibles situaciones de desastre esperando evitar la sorpresa.

No estará, me dije a mí mismo. Era lo más probable. Warren Russel, mi principal sospechoso, se habría mudado sin dejar ninguna dirección. O nadie me indicaría su paradero. O estaría, pero se negaría a hablar conmigo. O hablaría conmigo y, al oír la primera pregunta pertinente, sacaría un AK-47 de su cinturón y me cosería a balazos desde la frente hasta el ombligo, mientras yo me tambaleaba por la escalinata de entrada de su casa hasta morir en la calle. Entonces -y esto lo añadí por aquello de echar un poco más salsa al drama- escupiría encima de mi cadáver y haría un visaje de burla y de desprecio antes de alejarse dando un portazo.

O sería inocente. Era otra posibilidad. Me contaría lo que contó a la policía hace seis años y me quedaría claro como les había quedado claro a ellos que ese día se limitó a entrar con su vehículo en el aparcamiento de Pocum para comprar un refresco y punto.

¡Uff, sí!, pensé, acercándome al cruce con la autopista. Había contemplado todas las posibilidades. Las había considerado desde todos los ángulos. El desastre debería despertarse bastante temprano para llevarle la delantera al señor Steven Everett.

Llegué a Knight Street, una avenida larga y antigua junto a la autopista. De hecho, parecía el último vestigio desmoronado de un barrio que la autopista se había cargado. Parecía una calle en el extremo de un foso, y sus miserables casas de ladrillo rojo parecían lápidas mortuorias para una comunidad enterrada debajo del asfalto de la autopista. Las ventanas ennegrecidas por la muge y los gases de los tubos de escape miraban tristemente el ajetreo de los coches. Las caras asomadas por las ventanas miraban con ojos de miope, caras viejas, caras negras. inmóviles. La ropa limpia, tendida en las cuerdas dispuestas entre los edificios, también permanecía inmóvil, porque no hacía viento. Y abajo, alrededor de los patios sucios rebosantes de viejas latas de cerveza y de cristales rotos esparcidos por todas partes, vallas blancas de estacas yacían inclinadas como si estuvieran doblegadas inexorablemente hacia la tierra.

Aparqué el Tempo en la cuneta repleta de trastos viejos y salí del coche. Un par de chavales que se lanzaban un balón de uno a otro en la acera se giraron hacia mí al verme cruzar la calle. El número 4331 era como cualquier otro de los edificios circundantes: cinco pisos y ladrillo rojo ennegrecido por la suciedad Una pequeña escalinata astillada conducía a una puerta de madera con un panel de cristal roto.

Subí las escaleras y leí los nombres de los buzones. Mis nervios, el dolor de cabeza y el del estómago atacaron de nuevo cuando lo vi: Russel, escrito penosamente con tinta azul, medio tachado por un trazo de pintura marrón con la que alguien había pintarrajeado un graffitti en toda la serie.

No habrá respuesta, pensé, siguiendo con la idea de ahuyentar el desastre. Se trataría de otro Russel. 0 alguien habría olvidado cambiar el nombre al trasladarse. Casi deseaba que fuera así. Aquello acabaría con la tensión, con el suspense. Tendría una excusa para abandonar esa contrarreloj de mal agüero. Llamé al timbre y esperé.

Un momento después, oí la voz de una mujer encima de mi cabeza.

– ¿Quién anda ahí?

Tuve que retirarme un poco y bajar unos escalones de la escalinata antes de poder verla. Su rostro oscuro y sus mejillas fornidas me miraban desde la ventana del tercer piso, explorando la semioscuridad debajo de ella con ojos grandes y ligeramente protuberantes. Frunció el ceño al verme: un blanco abotonado de arriba abajo arrastrando los pies desventuradamente en pleno anochecer. El sonido del balón en la acera había cesado, y podía sentir la mirada atenta de los dos chavales.

– ¿Sí? -preguntó la señora.

– ¿Señora Russel?

– ¿Sss-íí? -repitió con más cautela.

Señora Russel, me llamo Steve Everett. Soy periodista y trabajo para el St. Louis News. Estoy buscando a Warren Russel. Pareció echarse ligeramente hacia atrás.

– ¿A Warren?

– Sí, señora. ¿Está por aquí?

No respondió, al menos no de inmediato. En algún lugar detrás de mí, la pelota de baloncesto golpeó el suelo una vez clac- y luego se calló.

– Un momento -repuso la mujer-. Ahora bajo.

Metió la cabeza dentro del apartamento y desapareció.

Con las manos en los bolsillos, me giré cono quien no quiere la cosa para controlar qué hacían aquellos dos chavales detrás de mí. Se habían acercado un poco y estaban casi al pie de la escalera. No se andaban con rodeos, me miraban resueltos de arriba abajo, contemplando osados cada centímetro. Dos muchachos vestidos con pantalones cortos muy anchos y camiseta. Deberían tener unos nueve años, tal vez diez. El de la derecha sostenía el balón contra la cadera. Era el de la izquierda el que llevaba la pistola. No podía estar seguro de ello, pero no me gustaba la forma en que su mano descansaba en el bolsillo de sus pantalones holgados, la casi imperceptible inclinación de su cuerpo hacia un lado, como si deseara desenfundar con más brío. Me había pasado todo el fin de semana cubriendo casos de víctimas muertas a escopetazos, así que me dije a mí mismo que debía estar algo trastocado. En cualquier caso, si me pedían cambio, se lo daría sin rechistar un segundo.

La puerta se abrió detrás de mí y me giré para ver a la señora Russel desde la escalera. Era una mujer enorme, de unos cincuenta años, supongo, aunque a veces es difícil de decir, cuando se trata de negros. Tenía brazos gruesos y piernas como columnas, las dos al descubierto. De hecho, parecía que estuviera casi desnuda, tremendamente gorda y desnuda. Llevaba una bata estampada de flores sin forma definida que terminaba en los hombros y en las rodillas, y zapatillas en los pies. No tenía ningún anillo en los dedos, y el único adorno que llevaba era un corazón de oro que pendía de su cuello. El pelo recogido hacia atrás severamente ponía en evidencia un rostro enorme y amenazador. Era una visión impresionante, con el ceño fruncido y destellos de rabia contenidos detrás de esos ojos saltones. Aun así, sentí una especie de bondad brusca y muscular en ella. Al menos eso esperaba. Esperaba poder contar con eso.

– A casa -espetó.

Iba a abrir la boca para responder, cuando me di cuenta de que se dirigía a los chavales que estaban detrás mío.

– No os quedéis ahí pasmados mirando al hombre, es hora de cenar, iros a casa.

Me arriesgué a mirar hacia atrás por encima del hombro. Los dos chicos se alejaban por la acera mirando con ceño resentido en dirección a mí. Subí los peldaños para colocarme frente a la mujer. Me sorprendió ver que era unos diez centímetros más baja que yo.

– ¿Es usted la señora Russel? -pregunté.

– Angela Russel -contestó en voz baja.

– Y Warren…

– Mi nieto. ¿Para qué le busca un periódico?

– Señora Russel, es muy importante que hable con él -declaré-. Es urgente. Necesito verle esta noche.

Se retiró y dio un bufido enojado por la nariz ancha y chata.

– ¿Qué es tan urgente para que usted tenga que hablar con Warren?

Vacilé. Esos ojos saltones y turbulentos me fulminaban. Mantenía la puerta abierta con su enorme brazo y su cuerpo inmenso bloqueaba el paso. Imaginé que abrirme paso a su costa podría resultar mucho más duro que intimidar a su nieto asesino para que confesara.

– Creo -respondí lentamente-, creo que Warren preferiría que lo hablara con él directamente.

El rostro imponente se movía hacia delante y hacia atrás mientras agitaba la cabeza.

– Tendrá que hablar conmigo.

– Señora Russel…

– Tendrá que hablar conmigo, señor.

Levanté la mano en gesto de protesta.

– Creo que…

– Warren está muerto -profirió la mujer tajantemente-. Hace tres años que Warren está en su tumba.

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