Cuando el Tempo derrapaba en la última curva antes de llegar a mi casa, yo ya había descartado el factor Patatas Fritas por considerarlo ridículo. Ni siquiera había leído el testimonio del testigo. Quizá había estado en cualquier otro lugar de la tienda. Además, era muy probable que hubieran hecho cambios en esos seis años. O tal vez ese día apenas les quedaran patatas fritas. O quizá pasaran un millón de cosas a las que no pensaba dedicar mi tiempo en un día en que mi obligación era ser amable con mi mujer y llevar a mi hijo al maldito zoológico. Al fin y al cabo no era como si yo pensara que Frank Beachum era inocente. No era inocente, estaba convencido de ello. Disparó a esa chica, eso no lo dudé ni un instante. Había cubierto muchos arrestos y muchos juzgados y la triste verdad es que novecientas noventa y nueve de cada mil personas que van a juicio acusadas de algo son tan culpables como el diablo. Y la razón es que los policías arrestan a criminales, ése es el motivo. Si se trata de un crimen por drogas, arrestan a un camello; si hay una mujer asesinada y su marido es un delincuente, lo meten en el calabozo. Cogen a ladrones de bancos en atracos a entidades bancarias y a miembros de bandas en tiroteos callejeros. Es posible que no sean como Hércules Poirot, pero los polis han visto todo tipo de crímenes, reconocen a los criminales aciertan en un noventa y nueve por ciento de los casos (casi tan a menudo como se equivocan los reporteros que juegan a ser polis). Frank Beachum era un hombre impulsivo y violento, Amy Wilson le debía cincuenta dólares por eso la mató. Patatas fritas… ¡y un huevo!
Apagué el motor del Tempo y escuché el traqueteo final. Salí del coche y di un portazo. Me sentía molesto conmigo mismo. Sabía dónde me estaba metiendo con esa historia de las patatas fritas. Toda esta patraña del por-qué-Nancy-Larson-no-oyó-los-disparos. No era preciso acudir a un psiquiatra para ver hacia dónde desvariaba mi mente. Necesitaba desesperadamente marcarme un buen tanto, narrar una gran historia para compensar de algún modo el hecho de haber engañado a mi mujer otra vez… y que me hubieran descubierto. Seguramente la perdería a ella y a mi hijo, y mi trabajo también, tal como sucedió en Nueva York. Me habían asignado una crónica de interés humano sobre un hombre convicto y yo intentaba transformarla en el rescate de urgencia de un inocente de las fauces de la muerte. Me convertiría en un héroe. Bob no podría despedirme. Barbara no se divorciaría y Davy me admiraría.
¡Patatas fritas! Avancé con paso airado por delante del coche en dirección al paseo. El edificio donde vivo está situado en una esquina, un montón ceñudo de ladrillos ennegrecidos con un pórtico de columnas impuesto agresivamente sobre el césped. Unos arces de ramas anchas lo flanqueaban, y el sonido agudo de las cigarras en las hojas envolvía el aire caliente. Nuestra casa se encontraba en el segundo piso y, al acercarme a la puerta, miré hacia arriba y vi a Barbara en la ventana de nuestra habitación.
Había corrido la cortina y me miraba a través de ella, entre las hojas del arce. Nuestras miradas se cruzaron. No sonrió. Tampoco movió la cortina. Llegaba con veinte minutos de retraso.
Suspiré, entré en el edificio y subí por las escaleras.
Barbara abrió la puerta del apartamento justo cuando llegaba al rellano. Permaneció allí sin pronunciar palabra, mostrándome los labios apretados los profundos ojos azules. A llegar al otro extremo del descansillo levanté los brazos en señal de disculpa, pero no hubo ninguna reacción por su parte.
Suspiré de nuevo avancé hacia ella.
– Lo siento -me excusé-. Me han retenido.
Hizo un gesto poco cordial. Le di un beso en el cuarto derecho de sus labios comprimidos. Nuestras miradas se cruzaron de nuevo y ella se volvió.
Cuando nos casamos era una preciosidad. De hecho, todavía era guapa. Bajita, delgada y bien formada. Con algunas canas plateadas en el pelo negro y corto, y las primeras arrugas de preocupación por la maternidad suavizando lo que había sido un rostro patricio y altivo. Era de Nueva York, nacida en Manhattan; zona noreste y escuelas adecuadas. Sus padres se había divorciado cuando ella tenía diez años, pero su padre era un experto en inversiones de alto postín, así que siempre le suministraba mucho dinero. Cuando la conocí, hace cinco años, dirigía un programa de formación para madres solteras subvencionado por el estado. Tutelaba a unas doce personas, mujeres elegantes y apasionadas y hombres apacibles, dulces y benevolentes, la mayoría de ellos como ella, supongo, con ideas brillantes, buenas intenciones y fondos de fideicomiso. Tuvo que dejar todo aquello cuando nos trasladamos a St. Louis.
Creo que en aquel entonces ya no la amaba. De hecho, no estoy seguro de haberla amado nunca. Supongo que pensé que debía quererla, querer a alguien, hacer que algo en mi vida tomara el camino correcto. Y ella era inteligente, amable y trabajadora (tanto como severa y parca en sentido del humor), y fui el primer hombre que consiguió satisfacerla en la cama, lo cual hizo que me sintiera orgulloso. Creía que podía ser capaz de amarla, todavía lo creo. Era una persona que valía la pena y no quería perderla, ni ahora tampoco. Y el niño. Si amaba a alguien, era al niño. No quería perderle.
Estaba sentado en la sala de estar frente al televisor. Tan pronto como pasé el umbral de la puerta, levantó la mirada y me vio. La cara redonda y mofletuda se le transformó en una guirnalda de sonrisas. Rápidamente, levantó del suelo su cuerpo de dos años de edad y se puso en pie.
– Vamos… vamos… vamos… -gritó, demasiado emocionado como para pensar en las palabras. Corrió hacia mí y se puso a saltar, moviendo los brazos de arriba abajo.
– ¡Davy! -exclamé-. ¡Davy Crockett, el Rey de la Frontera Salvaje!
– Vamos… vamos… ¿vamos al zoológico? -consiguió preguntar al fin.
Tendí la mano y le acaricié el pelo rubio.
– ¡Claaaaro! -respondí.
– Hay un hipopótamo.
– ¡No! ¿De verdad?
– ¡Sí! ¡Sí! ¡De verdad!
– Pues vámonos. ¡Estoy impaciente! -dije.
Con sus dos manos cogió la mía.
– Vámonos -gritó.
– ¿No te vas a poner los zapatos primero?
– ¡Oh! Sí.
– Me soltó y se puso a correr alocadamente por la habitación, esperando encontrar los zapatos, supongo. Alcé los ojos y vi a Barbara observándole. Con esa expresión dispersa, esa sonrisa extraña y soñadora que reservaba únicamente para Davy.
Luego, levantando la barbilla, hizo un esfuerzo y me dirigió la palabra por primera vez.
– Están en el cuarto del niño -explicó-. Voy a buscarlas.
Cuando salió de la habitación sin mirar atrás, me pregunté si ya sabía algo de lo de Patricia. Si sabía, sospechaba o si había adivinado. Pero no, pensé. Todavía no. Sólo era que había llegado tarde, sólo eso.
– ¡Dave! ¡Davester! ¡McDave! -llamé dando unas palmadas. Dejó de girar en círculos y levantó los brazos al aire.
– ¡No encuentro los zapatos en ningún sitio! -exclamó.
– Mamá ha ido a buscarlos. Apaga el vídeo, ¿vale?
– Vale.
Le gustaba hacerlo, se sentía orgulloso de saber cómo se hacía. Se puso en cuclillas delante del aparato de vídeo y dirigió el dedo regordete hacia el botón de encendido/apagado con sumo cuidado. Con un flash, la cara chillona de Peggy desapareció. En su lugar, al salir la cadena de televisión, apareció la cara de Wilma Stoat, la reina de las charlas matinales.
– ¡La pena de muerte! -gritó con fuerza-. Se trata de una cuestión urgente. ¿Cuál es su opinión? Estamos hablando con el padre de una víctima de asesinato, Frederick Robertson, y con el presidente de la Asociación contra la Pena Capital, Ernest Tiffin.
Di un bufido. Era curioso que aquello ocurriera en ese momento, pensé. Pasó otro segundo antes de que me percatara de que el hombre que estaba frente a la cámara era el padre de Amy Wilson.
Frederick Robertson. Visto en primer plano era una figura impresionante: tenía la cara gruesa ovalada, el ceño fruncido gastado como el granito, el rostro duro y cansado de un trabajador de toda la vida. El título Padre de una victima de asesinato aparecía superpuesto a la corbata barata que llevaba mientas escuchaba severamente la pregunta que formulaba el público.
Davy, en cuclillas, estaba hipnotizado como siempre por las imágenes de la pantalla. Yo me quedé donde estaba, pensando: Filete, Solomillo, Chuletón.
– A mi parecer -observó Frederick Robertson con voz bronca y pausada- la ley hace un pacto con el publico.
Porterhouse, pensé. Ése era el nombre del testigo. Dale Porterhouse.
– La ley nos dice a nosotros, al público: no seáis violentos, no os toméis la justicia por vuestra mano. A cambio, el gobierno se asegurará de encontrar a la parte culpable y el gobierno hará justicia en vuestro nombre.
Me acerqué al extremo de la mesa al lado del sofá y descolgué el auricular antes de ni siquiera pensar en hacerlo. Pulsé los botones. Davy giró la cabeza y abrió la boca con preocupación.
– ¡No, papi, no! -chilló-. No hables por teléfono. ¡Vayámonos al zoológico!
– Iremos al zoológico tan pronto como te hayas puesto los zapatos…
– Información. ¿Ciudad, por favor?
– St. Louis -respondí-. Dale Porterhouse.
– Yo he cumplido con mi parte del trato -prosiguió Frederick Robertson en la pantalla de televisión-. He sido un trabajador implacable y un ciudadano honesto toda mi vida. Pero no habría aceptado el trato si pensara que Frank Beachum no iba a pagar por la vida de mi hija con la suya propia.
Escuché una voz grabada que me indicaba el teléfono de Dale Porterhouse. Susurré el prefijo para mí mismo, reteniéndolo en mi mente mientras pulsaba los botones de nuevo.
Mi mujer entró en la habitación con las zapatillas deportivas de Davy y un par de calcetines. El niño echó a correr hacia ella, con los brazos en alto.
– ¿Y ahora qué? -espetó Barbara, mirándome.
Levanté un dedo hacia ella.
David se puso de puntillas.
– Ponme los zapatos, mamá pidió-. Así papá dejará de hablar por teléfono.
– No creo que nadie que no haya pasado por ello -prosiguió Frederick Robertson (Padre de una víctima de asesinato) dirigiéndose al público pueda entender lo que le sucede a una familia cuando se le llevan a un hijo, no por una enfermedad ni por voluntad de Dios, sino por culpa de otro ser humano que actúa por motivos diferentes, un asesino.
– ¿Dígame?
– ¿Qué? -dije.
– ¿Dígame?
– ¡Ah! Hola. ¿Podría hablar con el señor Porterhouse, por favor?
Moviendo la cabeza con exasperación, Barbara avanzó hacia la butaca junto a la ventana. Sus ojos oscuros continuaron lanzándome improperios mientras se sentaba, poniéndose a Davy sobre el regazo.
– Mi vida, mi vida familiar ha sido destrozada profirió el padre de Amy Wilson-. Cada día está lleno de rabia. Lleno de odio.
– Il siñor Putterhus no está -respondió la mujer al otro lado del teléfono-. A ista hora es in il trahaju.
– Mira, papi -dijo Davy alegremente-. Hoy llevo calcetines de Snoopy.
– Fantástico -contesté.
– ¿Oiga?
– Sí, oiga ¿me podría dar su número? En el trabajo. ¿Tiene su numero?
– Oooooh -exclamó la mujer -, nooooo. No tiiingu su número aquí.
– Bueno, de acuerdo. Gracias.
No tenía sentido dejar un mensaje, así que colgué. En la televisión, un público formado por amas de casa y Jubilados escuchaba pensativamente la voz ronca de Frederick Robertson.
– Tengo otros hijos. Tengo una esposa que depende emocionalmente de mí. Y económicamente también. Trabajo como capataz en una fábrica de cerveza. Tengo trabajadores que dependen de mis decisiones, un jefe que depende del trabajo que haga, etcétera. Y durante seis años todo esto ha sido… trastornado por la ira, esa rabia terrible que siento por lo que ocurrió.
Mi mujer había puesto los calcetines a Davy y ahora desataba los cordones de las zapatillas deportivas. Él esperaba paciente, sentado sobre sus rodillas, riéndose de vez en cuando al oír las melodías que ella le cantaba en voz baja. La voz desafinaba y la canción era una historia tonta de su propia invención. Durante el rato que estuvo cantando, Barbara siguió mirándome por encima de la cabeza de nuestro hijo.
Es ridículo, pensé, ¡patatas ¡fritas! Vamos, hombre, déjalo correr.
Alcancé el listín de teléfonos del fondo de la estantería contigua ala mesa.
– Esa rabia que siento sólo desaparecerá con la muerte del asesino de mi hija -declaró Robertson-. Y no creo que alguien que no haya vivido la situación, alguien que no haya pasado por lo que yo he pasado, tenga derecho a decirme que eso no debería ser así.
Aquí estaba, en el listín. Al menos, esperaba que fuera el. Porterhouse & Stein, Asesores fiscales y financieros. Oí el carraspeo de Barbara cuando marqué otro número de teléfono. Abrió de un tirón una de las zapatillas deportivas de Davy e introdujo el pie del niño.
– La rabia del señor Robertson, por supuesto, es comprensible -manifestó Ernest Tiffin (activista contra la pena de muerte), pero es preciso que la sociedad adopte una vision más abierta, menos apasionada…
– Porterhouse & Stein.
– Si -respondí con impaciencia. ¿Podría hablar con Dale Porterhouse, por favor?
– Lo siento. El señor Porterhouse ha salido a comer- explicó lenta y pesadamente la señora al otro lado del hilo.
Mierda, pensé.
– ¿De parte de quien? -preguntó.
– Ummh… sí -conteste-. Sí.
– Ya tengo los zapatos puestos, papá -Davy se puso de pie de unbrinco y corrió por la alfombra hasta cogerme la pierna de los pantalones-. ¡Ya podemos irnos al zoológico!
Le di una palmadita distraídamente en la cabeza.
Mi nombroes Steve Everett. Soy un reportero del St. Louis News. ¿Sería tan amable de decirle al señor Porterhouse que me llame en cuanto pueda? Se trata del caso Beachum.
– No hables por teléfono ahora, papá -me dijo Davy tirándome del pantalón.
– Oh, sí -aseguró la recepcionista. Pude percibir un cierto interés en el tono de voz-. Se lo diré inmediatamente cuando llegue.
Le di el número de mi buscapersonas y colgué.
– No irás a llevarte el busca, supongo -advirtió Barbara.
– ¿Nos vamos ya?
– Dejen que les diga algo -arguyó el padre de Amy Wilson-. A mi hija le dispararon a sangre fría sin motivo alguno. Ya le había dado a Beachum el dinero de la caja. Él ya había cobrado su dinero. Y mientras yacía en el suelo, ¿saben? Ahogándose con su propia sangre, ese… animal, ese hombre, le sacó la alianza y le arrancó el medallón que pendía del cuello, el medallón que le regalé a los dieciséis años de edad… -Robertson no podía continuar. Tragó saliva y sus ojos se empañaron. Prosiguió forzando las palabras-: Y entonces la dejó ahí en el suelo para que muriera. ¿Lo entienden? No se trata de un debate moral en televisión o de una historia periodística, ni de ningún experto ni de sus magníficas ideas para la sociedad. Se trata de un hecho real como la vida misma, de mi vida, y quiero que se haga justicia, en mi vida.
– ¡Uf! -exclamé-. Bien, pequeño Davy, allá vamos. -Lo cogí en brazos-. Déjame coger algo de la habitación y ya está.
– ¡Zoológico, zoológico, zoológico! -chilló Davy.
– No lo harás -espetó Barbara.
Ya estaba de camino al recibidor.
– Sólo tengo que hacerle una pregunta a ese tipo -alegué mirando hacia atrás. Me froté la nariz contra la de Davy-. ¡Sobre patatas fritas! -le dije, y se echó a reír.
Las cortinas de color rosa estaban bien puestas en la habitación. El sol del atardecer penetraba por las ventanas, adornado con las hojas de los árboles. La cama estaba recién hecha y los pájaros y piñas de la colcha tenían un aspecto cálido y acogedor con la luz. Barbara no sólo era bella, sino que hacía que todas las cosas a su alrededor también lo fueran. Recuerdo domingos, antes de que el niño naciera, en los que yacía acostado debajo de esa colcha con ella en mis brazos y yo me preguntaba cómo podía ser tan afortunado.
Davy dio una palmadita en mi cabeza con la palma de la mano bien abierta, como si tocara un tambor.
– Papi, papi, papi -canturreó.
Desee que le hubieran subido unas décimas de fiebre para no tener que llevarlo al maldito zoo.
– ¿Qué es eso, papá? -preguntó.
Había sacado la pequeña caja gris de la mesita de noche.
– Es el busca de papá -aclaré-. Hace bip, bip, bip. Lo colgué en el cinturón.
– Bip, bip, bip -repitió Davy, y volvió a darme palmaditas en la cabeza.
Lo llevé por el pasillo hasta la puerta de la entrada. Barbara estaba en el umbral de la sala de estar con los brazos cruzados furiosamente debajo del pecho.
– ¡Adiós, mami! ¡Adiós! -Davy la saludó, moviendo la mano por encima de mi hombro.
– Adiós, cielo, ¡pásatelo bien! -respondió.
Al fondo, pude oír la solicitud melosa de Wilma Stoat goteando desde el televisor. Abrí la puerta. Miré hacia atrás y le guiñé el ojo a mi mujer. Ella frunció los labios con fuerza y se dio la vuelta.
– ¡Uf, chaval! -murmuré.
No habría debido detenerme nunca en esa maldita tienda de ultramarinos.