Me alejé de la prisión conduciendo lentamente. Pasando por los inmuebles blancos, hacia el blanco horizonte, mientras los edificios de color blanco se desvanecían en el retrovisor. Me dejé caer pesadamente en el asiento, relajando mi cuerpo, sujetando el volante con atención. El vinilo me abrasaba la espalda, y la camisa se me pegaba a la piel. El interior mal ventilado me hacía sentir como si flotara. Estaba agotado.
Encendí un cigarrillo y le di una calada profunda. Oía el chasquido de las bujías del Tempo y el silbido del ventilador. Miré a través del parabrisas al cielo vacío. Usted nos cree, ¿verdad?… Yo… yo… fui a comprar una botella de salsa A-1… Él sabe… Jesucristo, nuestro Señor… Ella dio marcha atrás por el otro lado… ¿Dónde estaba usted? No tenía una visión clara… Todo este tiempo… ¿Nos cree? Las voces que había escuchado durante la última hora zumbaban, resonaban y retumbaban confusamente en mi cabeza: como moscas en la brisa de una puesta de sol. Entremezclándose las unas con las otras, zumbando en un oído y luego en el otro, runruneando, aleteando juntas, insistentese insensibles. Usted nos cree, ¿verdad?… Fui a comprar una botella de salsa A-1… Él sabe…
Me eché a reír en tono de hastío, en el coche húmedo y caluroso. Me reí echando un anillo de humo al parabrisas. Vaya cosas, pensé. Es una locura. Apenas podía creer que estuviera sucediendo de verdad. Pero lo estaba. Lo estaba, sin lugar a dudas. Realmente van a matar a ese hombre. En ocho… Miré el reloj del salpicadero -eran las cinco menos cinco- en siete horas. Ese hombre, Beachum, ese desventurado hijo de puta. Había ido a la tienda a comprar una botella de salsa barbacoa y ahora iban a atarlo a una camilla y a inyectarle veneno por orden judicial. Me volví a reír y moví la cabeza. Vaya pesadilla. Vaya locura.
Un hilo delgado de sudor se me coló en las galas, goteó y empapó las lentes. Me las quité y las limpié rápidamente con la pierna del pantalón, mientras miraba la carretera borrosa y el espacio vacío impreciso. ¿Dónde estaba usted? No tenía una visión clara… Todo este tiempo… ¿Nos cree? Me puse las gafas y miré con ojos de miope siguiendo la linea del capó del Tempo hasta el horizonte carente de rasgos distintivos. Realmente van a matarle, pensé. Y yo lo se. Yo lo sé.
Hablar de una pesadilla. Eso era una pesadilla: el hecho de saberlo. Saber que Frank Beachum iba a morir pese a ser inocente y ser consciente de ello a cada segundo. Yo era consciente de ello ahora, antes de que ocurriera. Iba a ser consciente de ello durante todo el día. Cuando le ataran a la camilla y le clavaran la aguja en la vena, seria consciente de ello, plenamente consciente Y me despertaría al día siguiente por la mañana y el siguiente, y el siguiente, y el siguiente, sabiéndolo. Era inocente. Lo sabía, siempre lo sabría.
¡Dios!, pensé, repantigado en el asiento de mi coche. ¡Dios! ¿Por qué a mí? ¿Por qué tenía que saberlo? Nancy Larson había explicado por qué no había oído el disparo. Dale Porterhouse había afirmado tajantemente que su campo de visión era claro, con patatas fritas o sin ellas. El condenado había pregonado su inocencia, claro está, pero los condenados mienten, todos lo hacen. Yo no tenía ninguna prueba. No tenía por qué saber nada. Nadie sabía nada. Nadie había sabido nada durante seis largos años.
Pero yo sí. Yo lo sabía.
Y sabía más cosas aparte de la inocencia de Frank Beachum. Mientras la voces que había escuchado aquella hora se apaciguaban, sabía incluso cómo habían asesinado a Amy Wilson y por qué. Sabía exactamente qué le había pasado en ese Día de la Independencia, cuando Frank había ido a la tienda a petición de su mujer. Lo sabía. Lo sabría. Todo el día, mañana, y cualquier otro día de mi vida.
Me puse el cigarrillo en la comisura de los labios. Un escalofrío me subió por la nuca. Jesucristo, nuestro Señor… Salsa A-1… El sabe… Ella dio marcha atrás por el otro lado… ¿Dónde estaba usted todo este tiempo?… Me reí entre dientes sujetando el filtro. Vaya cosas, pensé. Vaya locura.
Con un gemido hastiado, me incorporé en el asiento, frotando mis hombros sudorosos contra el vinilo. Una hora de camino para volver a la ciudad, me dije. Para entonces serían las seis y sólo quedarían seis horas. Realmente iba a ocurrir. Nadie podía detenerlo. De hecho, no había tiempo material para detenerlo. Al pensar en todo aquello de forma lógica, me percataba de que ni tan sólo había un buen motivo para intentarlo. No podría conseguirlo. No me convertiría en un héroe para mi hijo. Ni tampoco salvaría mi matrimonio o mi trabajo. Como mucho, con el tiempo, tal vez consiguiera un artículo en una revista. Quizás incluso un libro. O ir de un programa de televisión a otro, suponiendo que alguien se interesara. Ganar algún dinero. No se me ocurría ni una sola razón lógica para intentar hacer algo más.
Y, evidentemente, sabía que tenía que hacerlo de todos modos. Tenía que intentar impedirlo. Ahora, hoy. Aunque no lo consiguiera, tenía que probarlo. Seguro, sin duda alguna. Simplemente no se me ocurría ningún motivo concreto, eso era todo. Pero tenía que intentarlo porque… porque sí. Eso era todo. Así son las normas, y yo no las invento. Cuando uno sabe, no puede dejar de saber, así que tiene que arriesgarse. Así son las normas.
Vaya cosas, pensé. Vaya locura.
Me saqué el cigarrillo de los labios y lo eché por la ventanilla a la carretera. Me eché a reír otra vez.
– ¡Mierda! exclamé.
Y los neumáticos del Tempo chirriaron cuando pisé a fondo el acelerador.