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Plunkitt volvió andando a la Casa de la Muerte. Avanzó por el pasillo hasta la galería de la muerte, pero no se detuvo allí. Continuó andando hasta llegar al otro extremo. Giró y cruzó otro vestíbulo, donde había otra puerta y otro guardia. Su nombre era Haggerty. Un hombre mayor y barrigudo. Un irlandés de tez pálida. Un duro veterano que había venido aquí después de los despidos de Jeff City.

– Ev -saludó Luther con voz tranquila-. Parece que estás en forma.

Haggerty esbozó una sonrisa ácida con la comisura de los labios, era la única mueca que sabía hacer. Desbloqueó la puerta para el alcaide y la dejó abierta, sonriendo bonachón. Luther se adentró en la sala.

La habitación parecía un consultorio médico, que, de hecho, era lo que había sido. Las paredes blancas de hormigón estaban limpias a relucir. Había un barreño de color blanco en la esquina y un biombo del mismo color apoyado en la pared de la izquierda. A la derecha,una puerta de metal llevaba a un pequeño trastero. Y una camilla emplazada en el centro.

La camilla estaba dotada de correas, correas resistentes de cuero. En la pared del fondo había una ventana con persianas de color blanco que se podían bajar. A la derecha, un espejo. Un falso espejo que permitía ver a través desde el trastero. Y debajo del espejo, un orificio en el muro. Unos tubos surgían del orificio desde el trastero contiguo y estaban conectados a un soporte para el intravenoso acoplado a un extremo de la camilla.

Luther cruzó el umbral y se detuvo. Permaneció allí de pie con las manos en los bolsillos y esbozó una sonrisa blanda mirando la camilla. Oyó la puerta cerrarse a sus espaldas, pero no se movió. La expresión de su rostro no varió. Miró la camilla y, al cabo de un momento, sacó una mano del bolsillo. Sujetaba un pañuelo. Se lo pasó por la cara y salió húmedo. Observó el pañuelo y el sudor empapado en él. Este calor, pensó. Odio este maldito calor.

Pero la sala estaba suficientemente refrigerada y Luther pensaba en Arnold McCardle. Una media hora antes, Arnold McCardle había irrumpido en su oficina. Ese hombre gordo y enorme se había arqueado en la puerta, con la mano apoyada en el marco de la misma.

– Tu amigo del News acaba de provocar un pequeño altercado en la Galería de la Muerte -había declarado Arnold-. Le dijo a Beachum que cree en su inocencia y se diría que participará en una cruzada en su favor. La mujer está desolada.

– De acuerdo -había asentido Luther con un suspiro-. Me encargaré de ello.

Así que había ido al vestíbulo de llegada de visitas para encontrarse conmigo. Y me había hablado. Se había encargado del tema.

Y ahora, ahí solo, en la cámara de ejecución, pensó en Arnold McCardle apoyado en su puerta, y pensó en mí. Volvió a dejar el pañuelo en el bolsillo y miró de nuevo la camilla. Sorbió por las narices. Tenía que admitir que se sentía molesto. Inocente, pensó. Dios mío. Este Everett… estos periodistas… algunos… Tipos asquerosos e insignificantes. Sin lugar a dudas llamaría al periódico y se quejaría de lo ocurrido. Movió la cabeza. Inocente. ¿Pero qué se creía Everett que era aquello? ¿Un show televisivo? ¿Una película? ¡Estos reporteros! Al cabo de un tiempo siempre acababan confundiendo las historias que escribían con la vida real. Porque de eso se trataba. De una vida. Una vida humana. El personal de Osage estaba sudando tinta para hacerlo todo de la manera más profesional posible, más humanamente posible. Angustiar al prisionero o infundirle falsas esperanzas no ayudaba a nadie. Tal vez ayuda a su historia. Pero no ayudaba al prisionero en absoluto.

Malditos reporteros, pensó Luther Plunkitt. Se esforzaba tanto en tratarlos decentemente. Nadie podía culparle por enojarse de vez en cuando. Al fin y al cabo, ellos siempre se creían que sus historias eran más importantes que la vida real.

Permaneció de pie con las manos en los bolsillos un buen rato. Mirando la camilla. Al cabo de unos instantes, imaginó la cara de Frank Beachum. Su rostro alargado y afligido mirándole a él. Inocente, pensó. Sacó de nuevo el pañuelo y se lo pasó por la frente.

¡Dios!, pensó. Este maldito calor.

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