7. Un asunto de peso

– Holmes -dije según abandonábamos el teatro y empezábamos a caminar enérgicamente por el Strand-, ¿y si…?

– ¡Por Dios, Watson!-exclamó Holmes-. Es tan inconstante como una mujer.

– ¿Qué quiere decir, Holmes?

– Estaba usted a punto de sugerir que Houdini también podría ser culpable del robo, cuando apenas hace tres horas me estaba amonestando por no socorrerlo.

– ¿Es que acaso no es posible que sea culpable?

– Posible sí, por supuesto, pero altamente improbable. No lo sabremos con certeza hasta que no hayamos investigado un poco más en Gairstowe House. Pero creo que el señor Houdini está bastante ocupado con la carrera que ha escogido como para ocuparse también de fruslerías tales como el robo de documentos del Gobierno.

– Entonces ¿cree que todo este asunto es obra de Kleppini? ¿Y que a nuestro cliente se le ha hecho parecer culpable?

– Quizá. Aunque ha sido un trabajo decididamente torpe. Bastante parecido a su actuación sobre el escenario esta noche.

Afortunadamente, la calle estaba demasiado oscura como para que Holmes pudiera verme enrojecer.

– No puede criticar mis actos de esta noche. Como ya he explicado antes, realmente creía que Houdini se estaba ahogando. No dudo de que usted se habría comportado de la misma manera de haberse encontrado sobre el escenario.

– Me inclino a pensar lo contrario, mi buen amigo. No he conocido nunca a un hombre que ahogándose tuviera la presencia de ánimo para consultar un reloj como hizo Houdini esta noche. Se olvida de que me encontraba en el foso de la orquesta en ese momento.

– Sí, es verdad. Terriblemente inteligente, en realidad. Ni siquiera tuvo que disfrazarse. A nadie se le hubiera ocurrido buscarlo allí.

– En realidad, sí que hubo alguien que lo pensó.

– ¡Oh!

– Cuando me dieron permiso para tocar junto a la orquesta en el foso, el amable director me entregó este mensaje.

Me entregó una vulgar nota de papel que decía: «Reúnete conmigo después de la función».

– Es imposible -eyaculé-. [8]¿De quién puede ser? ¿Quién podía saber que estaría con la orquesta?

– ¿Quién si no?-dijo Holmes, encogiendo los hombros-. Mi hermano Mycroft. Supo incluso que tocaría en la tercera silla.

– ¿Y ha sido él quién ha prohibido a Lestrade darle los detalles del caso?

– Sin duda.

Aunque toda emoción, particularmente aquellas tan virulentas como la envidia, era repugnante para la admirablemente equilibrada mente de mi amigo, había notado a menudo en él una considerable envidia cuando se mencionaba a su hermano mayor, Mycroft.

– ¿Es entonces ahí adonde nos dirigimos? ¿Al Diógenes?

Pero Holmes caminaba en silencio.

En algún otro momento he registrado que el Diógenes era el club más extraño de Londres. Era un lugar donde ningún miembro podía prestar la más mínima atención a ningún otro miembro. Aparte de en el conocido como «salón de visitas», estaba estrictamente prohibido hablar en el Club Diógenes; y cualquier miembro al que se escuchara hablar en voz alta podía ser objeto de expulsión después de violar la norma tres veces. El club se estableció, contando con Mycroft Holmes como miembro fundador, para acomodar a los hombres menos sociables y menos aceptables como miembros de ningún otro club en la ciudad.

Sin embargo, tan peculiar como el Diógenes pudiera ser, lo era todavía más por la presencia habitual del señor Mycroft Holmes. Había vivido varios años con Sherlock Holmes antes de que este mencionara tener familia alguna, por lo que me quedé verdaderamente sorprendido al descubrir la existencia de un hermano, y, además, de un hermano que poseía una mente incluso aún más penetrante que la del propio Sherlock Holmes.

– Si el arte de la investigación estuviera limitado al sillón -había comentado Holmes en una ocasión- mi hermano sería el agente criminal más grande que nunca hubiera existido. Pero aborrece cualquier clase de actividad, a excepción de la cerebral. Prefiere dejar que piensen que se equivoca antes que tomarse la molestia de probar sus conclusiones.

Y por ello, los talentos de Mycroft Holmes eran desconocidos excepto para un selecto círculo de miembros del Gobierno que dependían de ellos. Habiendo llegado al servicio del Gobierno como funcionario, los dones de Mycroft pronto dejaron una impresión indeleble en Whitehall. Se convirtió en una cámara de compensación de información. Todas las distintas ramas del servicio le proporcionarían sus conclusiones directamente a él; porque tan solo Mycroft, dentro de una administración paralizada por la especialización, tenía la amplitud y agilidad mental necesarias para tomar decisiones verdaderamente exhaustivas. Las maquinaciones de esta espléndida mente se volvieron tan esenciales que se había llegado a decir, en ocasiones, que Mycroft Holmes era el Gobierno. De manera que debería haber comprendido que si el asunto de Houdini implicaba al Gobierno, por definición implicaba a Mycroft. ¿Era, pues, tan sorprendente que, en ocasiones, incluso Sherlock Holmes quedara impresionado por su asombrosa inteligencia?

– Hace tiempo que no vemos a Mycroft -consideré en voz alta-. ¿Qué habrá estado haciendo todo este tiempo?

– Quizá quiera asociarse por un tiempo con Mycroft ¿eh, Watson?-dijo Holmes con sequedad-. Es posible que se esté cansando de mis pobres hazañas.

– Nunca me llegaré a cansar de sus hazañas ni de su compañía -repliqué-. Y, además, para poder observar a Mycroft, uno tendría que volverse tan sedentario como él. Eso difícilmente encajaría con un viejo veterano como yo. -Bajo la luz proyectada desde una farola, vi a Holmes sonreír para sí mismo.

Nuestro paseo nos llevó a través de uno de los barrios más insalubres de Londres hasta llegar a una zona más agradable donde se ubicaba el Diógenes. Nos hizo pasar un mayordomo mudo y nos condujo hasta el salón de visitas donde Mycroft Holmes nos esperaba de pie. A pesar de su poca preocupación por los muchos aspectos de la costumbre social, Mycroft esperaba de pie de forma intencionada cuando recibía visitas. Se me ocurre ahora que lo hacía para evitar que lo vieran luchando por levantarse de la silla. Mycroft Holmes era corpulento hasta un punto increíble, y para él, los movimientos más simples requerían de un considerable y en ocasiones torpe esfuerzo.

– ¡Sherlock!-exclamó con una desacostumbrada afabilidad-. Me alegro de que hayas venido. ¿Tomarás un oporto conmigo? Y doctor -me dio un fuerte apretón de manos-, estoy encantado de volver a verlo también. Debo decirle, sin embargo, que he notado dos o tres incorrecciones en su estilo en sus más recientes crónicas sobre las andanzas de mi hermano. Falta de cuidado, doctor. Falta de cuidado.

– Mycroft -dijo Sherlock Holmes, sin compartir el buen humor de su hermano-, no nos hemos visto en tres años y medio. Sin duda, no nos hayas llamado a estas horas para discutir sobre los defectos literarios de Watson.

Mycroft suspiró y se sentó con enorme dificultad sobre un sofá. A pesar de que toda semejanza física con su hermano quedaba distorsionada por su masiva corpulencia, sus rasgos sí tenían algo de su expresión de agudeza y sus ojos parecían mantener siempre esa mirada introspectiva que había observado en los de Sherlock cuando ponía en juego todas sus facultades. Ese era el aspecto que tomaba el rostro de Mycroft ahora, sustituyendo la forzada jovialidad de su saludo, a medida que se sumergía en el peculiar diálogo telegráfico con el que los dos hermanos preferían dirigirse el uno al otro.

– ¿Estás investigando este asunto?

Sherlock asintió.

– ¿Y tú?

– Grandes complicaciones.

– Eso tengo entendido.

– No insistas.

– Mi cliente…

– Un mal negocio.

– Houdini es inocente.

– Es posible.

– Lo más probable.

– Aun así.

– ¿Tiene que estar arrestado?

– Apaciguamiento diplomático.

– ¿Cómo?

– El asunto alemán.

– ¿Y Houdini?

– La huella.

– ¡Bah!

– Es alemán.

– Es húngaro.

– Aliado.

– Venga.

Como siempre, el significado completo de su intercambio yacía en lo que no se decía, pero era obvio, incluso para mí, que Mycroft se estaba reservando información crucial para nosotros.

– Su padre era un asesino -dijo Mycroft.

– ¿De veras? -Sherlock levantó una ceja-. Ese es el tipo de vil razonamiento que esperaría de Lestrade. Uno nunca debe juzgar al hijo por el ejemplo del padre, como bien sabemos nosotros.

Mycroft reaccionó y abrió la boca como si fuera a replicar, pero recordó que yo estaba presente y decidió no hacerlo. En aquel salón de visitas, cazaría en ocasiones inesperados atisbos de la infancia de Sherlock Holmes; pero estas imágenes eran tan breves y fragmentadas, como reflejos sobre el agua, que nunca he sido capaz de unirlas y otorgarles algún sentido.

– Pero yo pienso que… en este caso estamos tratando un asunto completamente diferente -dijo Mycroft, colocando un puro en su boquilla de espuma de mar.

– ¿Y de qué tipo de asunto se trata, entonces? ¿Qué son esos documentos robados que tienen tanto interés para el príncipe, el secretario O'Neill y Mycroft Holmes?

– Documentos, Sherlock. Documentos muy importantes. Ya veo que no puedo disuadirte de proseguir con este asunto, y sin duda localizarás la mayor parte de la información alemana en unos días, pero no conocerías la naturaleza de esos documentos en su esencia.

– ¿Cómo podré, entonces, juzgar las posibles motivaciones de Houdini y su implicación en este asunto?

Mycroft soltó una carcajada.

– Esa es, sinceramente, la menor de mis preocupaciones.

– Entonces se convierte en la mayor de las mías -dijo Sherlock Holmes-. Venga conmigo, Watson. Mañana tendremos un día intenso.

Mycroft Holmes no se levantó para acompañarnos hasta la puerta.

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