14. Una sesión de espiritismo en el embarcadero de palacio

El viaje en tren a Brighton es agradable, y anticipar el hospitalario y turístico lugar a la orilla del mar que espera al llegar lo hace aún más. Cuando Mary vivía bajábamos con frecuencia allí a tomar el sol y visitar las Lañes [16] de Brighton. Allí, en el retorcido y estrecho recorrido de tiendas de antigüedades, pasamos muchas horas felices entre polvorientas curiosidades del pasado siglo. Eran estos recuerdos los que ocupaban mi pensamiento al apearme en la estación de Brighton, y apartaban mi mente del menos agradable propósito de aquella visita.

Abandonando la estación por el acceso sur, di un animado paseo por la calle Queen, y me detuve solo momentáneamente para mirar con desdén el monstruoso Pabellón Real, [17] y pronto llegué a la famosa orilla del mar de Brighton.

Los más viajados entre mis lectores podrían burlarse al pensar en Inglaterra alardeando de ser un lugar turístico a la orilla del mar, dado lo templado de nuestro clima. Pero aquel día el sol brillaba, aunque no era realmente caluroso, y me agradó encontrar a varios cientos de mis compatriotas divirtiéndose allí en la playa. Si bien es cierto que la playa de Brighton se compone de duros guijarros y rocas, más que de arena, si uno se recuesta sobre una tumbona de madera, envuelto en una manta de lana para prevenirse de la fría brisa marina, es posible conseguir un buen color en las mejillas. O eso era lo que sostenía siempre mi esposa, y yo nunca opté por discutir con ella.

La enormemente transitada área a la orilla del mar de Brighton está flanqueada por dos maravillosos embarcaderos de madera, que se adentran en el Canal y están sustentados por firmes soportes de madera. El primero de ellos es el embarcadero del oeste, cuyo cuidado y elegante salón de baile había acogido algunos de los eventos estivales de la alta sociedad más distinguidos. El más nuevo de los dos, el embarcadero de palacio, ha atraído a unos usuarios menos deseables. Construido con el cambio de siglo, se ha convertido en el refugio de gitanos y charlatanes. En casetas construidas precipitadamente, que se extienden hacia arriba y abajo del embarcadero, muestran dudosas proezas de habilidad o aberraciones de la naturaleza, ofrecidas menos por entretenimiento que por la intención de separar al peón de su salario. Era aquí, entre estas mezquinas y miserables fanfarronadas, donde tenía que buscar al misterioso Kleppini.

Pagando mis tres chelines en el podrido torniquete, me abrí paso entre la multitud hacia el embarcadero. Entre las distracciones disponibles aquella tarde, anunciadas por medio de carteles pintados con colores chillones, estaba un espectáculo de encantamiento de serpientes que «aceleraba el pulso», un «faquir místico» dormido sobre una cama de clavos y un fornido tragafuegos cuyas demostraciones acarreaban el aviso: «no recomendadas para miedosos». Abriéndome paso entre parejas entusiasmadas y bulliciosos jóvenes, había recorrido el embarcadero casi hasta el final cuando encontré la caseta de Kleppini.

No había visto nunca antes a aquel hombre, pero difícilmente hubiera confundido su cartel, porque en él proclamaba en brillantes letras rojas: «Kleppini, el hombre que venció a Houdini». El nombre de Houdini, advertí, estaba impreso en letras de mayor tamaño que las del propio Kleppini, y en realidad la ilustración mostraba a un hombre que se parecía bastante a Houdini: musculado y compacto, atado con pesados grilletes, pero que conservaba una característica y desafiante inclinación de la cabeza. Apoyado a los pies de esta ilustración había un cartel escrito a mano que anunciaba una sesión de espiritismo en diez minutos.

Aparté una cortina gris que olía a humedad y entré en una caseta que estaba iluminada por una única vela. Mientras mis ojos se ajustaban a la penumbra, distinguí las formas de otras tres personas sentadas alrededor de una mesa baja en el centro de la habitación, que aparentemente habían venido para beneficiarse de los dones espirituales de herr Kleppini. Al no encontrar asientos, me senté sobre un cojín hecho jirones, como habían hecho los demás, y esperé la entrada de Kleppini. Por debajo de nosotros, las olas batían los soportes del embarcadero, y el olor a pescado podrido y algas ascendía a través de las grietas.

No tendría ni que decir que si no fuera por mi encargo, asumido en nombre de Sherlock Holmes, nunca me habría encontrado en un escenario tan extraño. Pero, una vez que estaba allí, esperé con gran interés a que comenzara el acto, y aprovechando mí oportuna llegada examiné a las otras tres personas que habían venido a comunicarse con los muertos.

A mi derecha estaba un joven de cara cetrina vestido con chaqueta rayada y sombrero de paja. A su lado tenía una caja de muestras, y por su conversación me enteré de que era un viajante que hacia visitas comerciales en Brighton. «Estos espiritistas», le explicaba a su acompañante, «son todos un fraude sin excepción, pero proporcionan un cierto…», hizo una pausa y se colocó un dedo a lo largo de la sien, «…entretenimiento intelectual para las mentes verdaderamente perspicaces».

Su acompañante, una estudiante de tez pálida que no tenía más de diecisiete años, se reía tontamente y se agarraba de su brazo en nerviosa afirmación. «No sé nada de eso», dijo, apartándose un mechón de cabello de los ojos. «Solo sé que me da mucho miedo solo pensar en hablar con los muertos».

– Está bien -se rió el joven, atrayéndola hacia sí-. Para eso estamos aquí.

Durante este intercambio, el tercer miembro de nuestro grupo, que se sentaba cerca, miraba a la pareja con clara aversión. La vestimenta y maneras de este sujeto proclamaban que se trataba de un marinero en activo, pero su edad y limitaciones físicas sugerían otra cosa; la incipiente barba que cubría su mentón era completamente blanca, y aunque continuamente acariciaba y acicalaba esa barba con una de sus manos, la otra, un garfio, colgaba inerte a su costado. Examiné al marinero en busca de algún rasgo que me resultara familiar, como hacía siempre que en los últimos años me encontraba con personajes inusuales en escenarios sugerentes. Sin embargo, después de observarlo durante un rato aún seguía indeciso sobre si este viejo marino podría ser Sherlock Holmes con otro de sus disfraces. ¿Podría, incluso Holmes, lograr un garfio así?

Mi asiento, si es que ponerme en cuclillas sobre un cojín puede ser considerado como tal, estaba situado cerca de un andrajoso biombo gris. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a oír susurros y empujones detrás del biombo, y seguidamente apareció de golpe una mujer madura, corpulenta y regordeta. Esta mujer evaluó durante un rato a nuestro grupo con un gesto de desaprobación en sus labios cerrados, antes de volver de nuevo detrás del biombo. Los susurros se reanudaron, y las palabras «Vier?Nur vier?» eran perfectamente audibles. Entonces, como si la hubieran sacado de un empujón, la mujer reapareció y se dirigió a los clientes presentes con solemnidad.

– El que es Kleppini pronto será aparecido -consiguió decir en un tono monótono y gutural- para enseñar los milagros que no hombre es comprendido. Pero antes él está aquí, ustedes deben cada uno poner cinco chelines aquí. -Sostuvo una taza de latón delante de cada uno de nosotros, uno a uno, sin demostrar ningún tipo de emoción cuando depositamos nuestras monedas.

– Ahora es bien -dijo, y adoptó una postura delante del biombo-, porque el milagroso Kleppini es aparecido.

Con todo el dramatismo que era capaz de concentrar, esta mujer de cara gris empezó a agitar una calabaza africana con un toque insistente y regular. Evidentemente, aquello pretendía incrementar el suspense de la situación, pero cuando pasaron dos minutos completos sin que pasara nada, los cuatro nos empezamos a impacientar. Entonces, finalmente, Kleppini apareció dando una zancada y haciendo un dramático gesto. Movía la mano en señal de agradecimiento, parecía querer decir que su aparición no había tenido nada de milagrosa, cuando en realidad simplemente había salido de detrás del biombo.

– Les saludo, les saludo a todos -dijo con una profunda reverencia-. Me siento. Me siento con ustedes.

Herr Kleppini era un hombre más pequeño y menudo de lo que la ilustración de su cartel sugería. De hecho, era algo más bajo que Houdini y solo la mitad de ancho. Vestía una bata azul pálido salpicada de estrellas plateadas y su cabeza estaba envuelta en un turbante deshilachado que llevaba el inconfundible sello de la ropa blanca de hotel.

– Y ahora -dijo, poniendo las manos sobre la mesa-. Unamos nuestras manos, y juntos intentaremos comunicarnos con el gran más allá. Juntos trataremos de cruzar el tormentoso abismo que separa nuestro mundo del suyo, los vivos de los muertos.

Kleppini cerró los ojos y comenzó a mecer su cabeza adelante y atrás tarareando en voz alta.

– Grandes espíritus -canturreó-, seres de la noche, oídme. Oíd a Kleppini, que os llama desde la tierra de los vivos.

Retomó la cantinela a mayor volumen y su cabeza continuaba meciéndose adelante y atrás.

– Grandes espíritus… grandes espíritus… Esperen. -Kleppini se sentó derecho y miró fijamente a través de la habitación-. Siento otra presencia. Siento que los espíritus están con nosotros ahora. Oh, espíritus, déjenme ser su conducto para que hablen. Déjenme ser su voz.

Con un estallido final de frenético tarareo, la cabeza de Kleppini se desplomó sobre la mesa.

Por un momento, los cuatro permanecimos sentados en silencio, con las manos unidas todavía, mirando aprensivamente a la figura desplomada sobre la cabecera de la mesa.

– Quizá se ha ido y está muerto él también -sugirió el comerciante.

– Silencio -protestó su amiga-. Está intentado alcanzar a los espíritus. -Se inclinó hacia Kleppini, solícita-. ¿Señor Kleppini? ¿Está usted bien? ¿Podemos ayudarlo de alguna manera?

Reanimado de repente, Kleppini echó la cabeza hacia atrás y soltó una profunda y estridente carcajada.

– No soy Kleppini -rugió con voz áspera-. No soy el bueno y gentil Kleppini. Soy lord Maglin. El difunto lord Maglin. He vuelto de entre los muertos para estar hoy aquí. Para ver cómo la habitación se estremece ante mi presencia.

La cortina gris y la mesa comenzaron a temblar como si tuvieran miedo.

– Es una farsa -susurró el joven viajante-. Está moviendo la mesa él mismo. Y su mujer se encarga de la cortina.

– ¡Silencio!-gritó Kleppini-. Lord Maglin ordena que se callen. No les corresponde cuestionar el funcionamiento del mundo de los espíritus. Hay enigmas que ningún hombre vivo podría comprender.

Desde detrás del biombo se escuchó el gemido de una trompeta. Poco después, el instrumento mismo pareció volar por encima de nuestras cabezas.

– Está atada a un cable -insistió el vendedor-. La trompeta está atada a un cable.

– Ordeno que se callen -repitió Kleppini, todavía con la voz de lord Maglin-. Los espíritus no tolerarán incrédulos.

– Cállate, Willard -instó la joven a su acompañante-. Quiero ver qué pasa.

– Mejor será que escuche a su joven amiga -advirtió Kleppini siniestramente-. Ella conoce el poder del mundo de los espíritus. Ella conoce el gran… misterio.

Una mano fantasmal apareció suspendida sobre nuestras cabezas para desvanecerse de inmediato. La joven gritó al verla.

– Ahora -retomó Kleppini-, ¿quién hará una pregunta a lord Maglin, el príncipe del mundo de los espíritus? No tengan miedo. El pasado, el presente y el futuro son iguales para mí aquí. Los seres queridos que habéis perdido están aquí conmigo ahora, y los enigmas de la historia se desvelan. Pregunten lo que quieran. Usted, señor. -Señaló al marinero con un gesto claro-. ¿Cuál es su pregunta para los espíritus?

El marinero, que se había negado a unir sus manos con el resto de nosotros, colocó su garfio lentamente sobre la mesa.

– Bueno, no estoy seguro, yo…

– Deje a un lado sus temores -exhortó Kleppini-. Como el lagarto moteado se retuerce sobre las arenas del destino, la verdad está al alcance de su mano. Pregunte lo que desee.

– Bien. -El marinero tosió y se acarició la incipiente barba de su mentón-. Está este compañero que tuve una vez, cayó por la borda justo a la salida de Spitsbergen…

– Sí, sí -Kleppini entonó-, y desea hablar con él. Muy bien. El lobo negro que aúlla a la luna de la providencia nos sonríe. Su amigo se aproxima ahora.

El sonido de un golpeteo fantasmal inundó la habitación, seguido por un ruido de cadenas.

– Escuche… aquí llega. Aquí llega. Llámelo.

– ¿McMurdo? -llamó el marinero, vacilante-. ¿Estás ahí?

– Sí, soy yo, McMurdo -dijo Kleppini, con una voz ahora trémula y fantasmal-. Me alegra oír tu voz otra vez, amigo mío. Hay tanto que contar. Veamos qué es lo que el futuro te depara. Veo muchas cosas. Tú… tú ayudarás a un extraño… y él… él te recompensará. Te recompensará más allá de lo que nunca has soñado. Sí, eso es lo que pasará… Y espera. Veo más… tú… tú serás… muy feliz. -Kleppini dejó caer su cabeza hacia delante, exhausto.

– ¿Eso es todo?-exclamó el marinero blandiendo su garfio en el aire-. ¿Ayudar a un extraño? ¿Recompensado? Tiene que haber algo más que esto.

– Lo siento -respondió Kleppini, una vez más con la voz de lord Maglin-. La oscuridad envuelve el tercer ojo de la araña.

– Pero… pero…

Kleppini lo hizo callar con un gesto.

– ¿Quién más desea hacerle una pregunta a los espíritus?

La pálida joven habló.

– Me gustaría hacerles una pregunta, oh, espíritus -dijo con gran reverencia-. ¿Hablarán conmigo?

Asintiendo solemnemente, Kleppini retomó su desafinado canturreo a un mayor volumen.

– Sí, sí, como el pez dorado nada en las cristalinas aguas del mañana, los destinos se revelan ante mí. ¿Con quién le gustaría hablar a través de esta división del espíritu?

– Yo… Yo tengo una tía -tartamudeó la chica poniéndose aún más pálida-, la tía Gwyneth. Me gustaría hablar con ella, si le complace.

– ¿Gwyneth?-entonó Kleppini-. Sí, Gwyneth está con nosotros ahora. Todavía se esfuerza por ser oída. -Kleppini inclinó su cabeza y la habitación se llenó de nuevo de un repiqueteo fantasmal

– ¿Hola? -La voz de Kleppini sonó con un falsete artificial-. ¿Hola? ¿Eres mi sobrina? ¿Estoy hablando con mi querida niña?

– ¡Sí, tía Gwyneth! -exclamó la chica, bastante sobrecogida-. Soy yo, Isabel.

– Isabel, querida. Me alegro tanto de estar contigo otra vez. Tengo algo que decirte. Algo muy importante… Pero espera. Espera. La niebla se hace más densa. No puedo oírte… ¿Estás todavía ahí, Isabel?

– Sí, sí, aquí estoy -dijo Isabel.

– Temo por ti, querida. Temo que ese joven que te acompaña no sea de los buenos. Ese tipo de hombre no trae sino problemas. Es un… un incrédulo.

– ¿Un incrédulo?

– Sí. Te traerá dolor, querida. Nada más que penas.

– ¿Qué debo de hacer entonces? -preguntó la joven ingenua.

– Un extraño te tratará con amabilidad -respondió la voz en falsete-, y verás el camino.

– No escuches estos disparates -dijo el joven, tirándole del brazo-. Vamos, larguémonos de aquí.

– No, déjame en paz. -Soltó su brazo-. ¿Tía Gwyneth? ¿Un extraño has dicho? -Pero Kleppini dejó caer su cabeza hacia delante una vez más-. Mira lo que has hecho, Willard.

– Ya he tenido bastante -dijo Willard-. Nos marchamos.

– Yo no me voy contigo. -Le despreció la chica-. No con un incrédulo como tú. Me iré sola a casa. O mejor aún, le pediré a este amable caballero que me acompañe a casa. -Para mí consternación, rodeó mi brazo con el suyo y apoyó su pálida mejilla sobre mi hombro-. Sí. Un extraño me tratará con amabilidad. Ya ha ocurrido.

– Espere un momento, jovencita… -dije.

– ¿Él? -El joven estaba indignado-. Debes estar de broma. Tiene por lo menos sesenta años, Vuelve aquí, que es donde te corresponde estar.

– No le preste ninguna atención, señor -me dijo la chica-. Es de los celosos. ¿Cuál es su nombre entonces?

– John Watson, pero usted…

– ¿John Watson?-preguntó el viejo marinero, que había permanecido en silencio todo este tiempo-. Diga, ¿no es usted el doctor Watson, verdad? ¿El amigo de Sherlock Holmes? ¿El que escribe las historias?

– Bueno, soy yo, pero…

– ¿Doctor Watson? -Kleppini se puso alerta de inmediato-. ¿Es usted el doctor Watson? Nos honra tenerlo entre nosotros, señor. ¿Qué quiere preguntarle a los espíritus? ¿Alguna pregunta de parte de Sherlock Holmes, quizá?

– No, yo solo… No tengo ninguna pregunta.

– Espere. Lord Maglin nos contará cuál es su problema. Lord Maglin lo sabe todo. Él descubrirá la raíz de su preocupación. -La trompeta volvió a sonar detrás del biombo-. Me estoy concentrando, concentrando, pero es tan difícil, realmente tan difícil -gimió trágicamente-. Debo proyectar el faro de mi mente a través de las capas de la oscuridad del mañana.

Con un suspiro, puse un puñado de monedas en la taza de latón. Al reconocerme, el marinero había comprometido el encargo de Holmes, pero por el momento no se podía hacer nada más que escuchar a Kleppini hasta el final.

– Ah… bien… -dijo Kleppini-, bien.

Tarareó por un momento y entonces, como si le hubiera alcanzado un rayo, abrió los ojos y fijó su mirada en mí a través de la mesa.

– Se ha cometido un asesinato. Un terrible, terrible asesinato.

El joven vendedor se burló.

– He leído sobre eso en el periódico de la mañana. Ya sabía de ello.

– Sean pacientes, empiezo a ver más… Escuchen. Houdini está implicado. El presuntuoso Houdini, insolente rival del gran Kleppini. Él es el malhechor, ¿y qué es esto? El gran detective Sherlock Holmes actúa en su nombre.

Quise hablar, pero Kleppini me silenció con un gesto.

– Oh, ahora puedo verlo todo -jadeó-. Lo veo todo. Houdini, él ha robado unos documentos secretos del Gobierno de este excelente país y… ¡Oh! ¿Me atreveré a decirlo? La mujer que ha asesinado era noble. Una condesa. Y Houdini la ha asesinado.

– ¿Es eso cierto, doctor Watson? -preguntó con miedo la joven.

– Por supuesto que no -dije-. Por supuesto que no…

– ¡Escuchen!-exclamó Kleppini-. Escuchen. Todo se aclarará muy pronto, porque aquí está la propia condesa. Viene a hablar con nosotros. La mujer asesinada llega.

Kleppini cayó mientras que el ruido de golpes y el repiqueteo de cadenas crecían en la habitación. En ese momento, incluso yo empecé a sentirme un poco ansioso, aunque hacía rato que estaba convencido de la fraudulenta naturaleza de la sesión de espiritismo.

– ¿Doctor Watson? -Llegó el falsete de Kleppini-. Doctor Watson, soy yo, la condesa Valenka.

La voz, como la que había pertenecido a la tía Gwyneth, era trémula y fantasmal.

– Doctor Watson… apiádese de una mujer asesinada. Por favor, se lo ruego… cuide de que se haga justicia. -La voz tembló trágicamente-. Sherlock Holmes ha cometido un error. Cree que Houdini es inocente, pero está equivocado. Houdini robó los documentos. Los robó. Y entonces… Oh. Y entonces me asesinó. Oh, tenga piedad, doctor Watson. Es usted un buen hombre, tenga piedad.

Este timo difamador era más de lo que podía soportar.

– ¡Pare, Kleppini!-grité mientras me ponía en pie-. Pare este absurdo disparate de una vez.

– Apiádese, doctor Watson -continuó la vacilante voz-, apiádese de una pobre mujer asesinada…

– ¡Insisto en que pare! -Agarré a Kleppini por el cuello y lo puse en pie. Parpadeó y movió la cabeza como si se despertara de un profundo sueño.

– ¿Qué…? ¿Qué ha pasado aquí? He estado en trance.

– Sabe perfectamente bien qué es lo que ha pasado -respondí bruscamente-. Ha estado deshonrando la memoria de una mujer decente, y ha estado acusando a un hombre inocente de su asesinato.

– Espere. -Kleppini se frotó las sienes-. Sí… Sí, empiezo a recordar un poco. Pero le aseguro, doctor Watson, que sea lo que sea lo que los espíritus hayan dicho, es verdad. Ellos no mienten.

– Sabemos la verdad. Está alimentando supersticiosas mentiras, Kleppini. Es usted un fraude. Un fraude.

– Un fraude. ¿Me está llamando fraude? -Había tocado deliberadamente un punto sensible, recordando la vieja humillación infligida por Houdini al inferior mago-. Es usted el que es un fraude, doctor Watson. Usted y Sherlock Holmes, ambos. ¿Por qué ha venido aquí? Porque cree que yo estoy implicado. ¡Ja! Ridículo. El gran Sherlock Holmes acusando a un honesto espiritista… Él es el fraude. Él ha fracasado. Sí. ¿Intenta encontrar los documentos secretos? No puede. ¿Y por qué no? Porque se le han escabullido entre los dedos al gran Sherlock Holmes. Un asesino. Importantes documentos robados bajo las narices de Sherlock Holmes. Ha fallado a Houdini, ha fallado a su país, y ¿quién sabe cuál será el resultado? -Kleppini cayó sobre los cojines con una malévola risa.

– ¡Déjeme que le explique! -exclamé; la rabia haría que todo mi cuerpo temblara-. Está por ver que Sherlock Holmes falle a alguien en este caso. Se probará la inocencia de Harry Houdini. Pondré en juego mi reputación tan de buena gana como Holmes ha hecho para ello. Y en cuanto a mi país, se encuentra a salvo. Incluso si los documentos no se recuperan nunca… -Me detuve al darme cuenta de que me encontraba al borde de hacer peligrosas confesiones, pero la emoción del momento me invadía por completo y no podía parar-. Incluso si los papeles no se recuperan nunca, eso no es lo peor. Queda todavía un documento que es salvaguardia frente a aquellos que fueron robados. Así que, mientras lo tengamos, Inglaterra está a salvo. -Arrojé otro montón de monedas en la taza de latón-. Aquí tiene, amigo mío, ¿por qué no mira su propio futuro? Me pregunto si será tan brillante. -Aparté a un lado la cortina y me apresuré a salir de la caseta.

Maldiciéndome, me dirigí hacia el punto más lejano del embarcadero y observé enfadado el Canal. No solo me había puesto en ridículo, sino que para qué hablar del daño que podía haber causado a la investigación de Holmes. Ojalá hubiera evitado que se me escapara mi nombre. Ojalá aquel viejo marino no me hubiera reconocido tan rápido.

– Doctor Watson. -Me llegó una voz a mis espaldas. La joven de la sesión me había seguido por el embarcadero-. Mi amigo quisiera tener unas palabras con usted.

– De verdad, mire -dije muy exasperado-, dígale simplemente a su joven amigo…

– Ha sido muy insistente. Lo encontrará junto al campo de tiro.

Muy bien, pensé mientras bajaba por el embarcadero, no solo he metido la pata con la información que Holmes me había confiado, sino que ahora, sin duda, tendré que pelearme con un amante celoso por esta estudiante anodina. Me aproximé al campo de tiro con la total convicción de que lo que me ocurriera no sería más que lo que me merecía.

Localicé al joven por su chaqueta a rayas, lo vi inclinado sobre un rifle, haciendo añicos rápidamente varias series de blancos de porcelana. Era un tirador de primera.

– Oiga, joven -dije, con la esperanza de apaciguarlo.

– Un momento, caballero -respondió, y otros cinco disparos dieron en el blanco.

– Bien hecho, señor -dijo el encargado, cuando todos los blancos estaban rotos-. Aquí tiene su premio.

Le dio las gracias al encargado con una inclinación de cabeza y el tipo se giró hacia mí.

– Aquí tiene, Watson -dijo Sherlock Holmes entregándome el osito de trapo.

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