10. La condesa está indispuesta

Desde Scotland Yard me dirigí directamente al Hotel Cleland, donde la condesa Valenka tenía sus aposentos. Después de ver a Houdini en aquel estado, se habían incrementado mis deseos de ponerle fin a este triste asunto tan pronto como fuera posible. Al bajar del coche frente al Cleland, decidí que si la condesa sabía algo que pudiera acelerar esta conclusión, no me marcharía hasta haberlo descubierto.

El Cleland es uno de esos hoteles más pequeños y privados, del tipo que ahora lamentablemente escasea. El hotel, regentado durante más de un siglo por sucesivas generaciones de la familia Cleland, es conocido por su cordial hospitalidad escocesa y por sus justificadamente famosos haggis. [11] Tuve ocasión a menudo de alojarme allí durante mis días de estudiante, y es indicativo de lo alocado de mi juventud que en el lugar aún me recuerden. Afortunadamente, los empleados no me guardan rencor y, después de preguntar, me indicaron educadamente cómo encontrar las habitaciones de la suiteáe la condesa en el tercer piso. Recuerdo haberme preguntado, mientras subía en el ascensor, por qué la condesa había renunciado a los hoteles de moda en el Strand, y optado por este alojamiento, más modesto y solitario. Quizá esté cansada dé la alta sociedad, pensé, o quizá no quiera que sus movimientos sean observados.

En la antecámara de las habitaciones de la condesa me recibió una pequeña criada alemana quien, aunque era obvio que había sido bien educada, hablaba un inglés bastante torturado y reacio. Intenté transmitirle la naturaleza de mi visita tan bien como fui capaz, y rápidamente comprendí, por medio de un montón de gestos a modo de respuesta, que la condesa se encontraba indispuesta.

El lector comprenderá que desde muy temprana edad se me enseñó que el derecho de una mujer a encontrarse súbitamente indispuesta es sagrado e inviolable. En circunstancias normales me habría marchado de inmediato, pero la imagen de Houdini consumiéndose en su celda me presionaba para continuar, aunque tuviera que arriesgarme a faltar al decoro. Mediante una serie de graves expresiones faciales y gestos, conseguí de alguna manera hacer patente la gran importancia de mi visita a la criada de la condesa, y ella, con un bello y elocuente encogimiento de hombros, aceptó presentar mi tarjeta a su señora enferma.

Apenas la criada dejó la habitación, me llegó el sonido de una animada discusión que llegaba desde la habitación de la condesa. Aunque no era mi intención escuchar, no pude evitar notar que una de las voces pertenecía indudablemente a un caballero. No hay apenas necesidad de señalar que la presencia de un caballero en la habitación de una dama respetable es sumamente irregular. Pasado un rato, se abrió la puerta del dormitorio y apareció herr Osey, el diplomático alemán.

– Ah, mi querido doctor Watson -dijo en su cuidado inglés-, me alegro de volver a verlo. Un placer de lo más inesperado.

– Sí -respondí con cierta aspereza-, de lo más inesperado.

– Ya veo que está, digamos, sorprendido de encontrarme aquí, doctor. Debe permitirme que le explique.

– No necesito ninguna explicación, herr Osey -dije-. Tan solo deseo hablar con la condesa.

– ¡Pero eso es imposible!-exclamó, levantando las manos- La condesa se encuentra muy enferma. Es por ello que me ha encontrado en su tocador, doctor. ¿Lo comprende? No permitirá que nadie más se le acerque hasta que sus médicos privados lleguen desde München.

Aquí era donde pisaba sobre una fina capa de hielo, porque herr Osey era un funcionario alemán altamente posicionado. Pero no necesitaba a Sherlock Holmes para que me dijera que allí había mucho más de lo que se veía a primera vista, así que decidí forzar mi juego.

– Lamento oír que la condesa no se encuentra bien -dije-, pero debo verla, tan solo deseo hacerle algunas preguntas en nombre del señor Holmes. La libertad de un hombre depende de ello.

– Es del todo imposible -dijo herr Osey con firmeza.

– Entonces deberé esperar aquí hasta que sea posible.

Me miró atentamente.

– Un caballero no insistiría.

– Hay muchas cosas que un caballero no haría -dije intencionadamente, y señalé con la cabeza hacia la habitación de la condesa-, pero se olvida de que también soy médico y que podría ser de alguna ayuda.

– Pero ya le he explicado que se niega a ver a ningún doctor británico. Solo verá a su doctor personal.

– ¡Eso es absurdo! -exclamé-. Si viene desde Múnich puede tardar una semana en llegar. Estoy seguro de que puedo serle útil a la condesa en el ínterin. Si ella no desea verme, que así sea, pero preferiría oírlo de sus propios labios.

Herr Osey titubeó, buscaba sin duda más argumentos que me disuadieran, pero viendo que me mantenía firme, no tuvo más alternativa que consentir.

– Muy bien, señor Watson, veré que puedo hacer.

Permanecí junto a la ventana hasta que herr Osey volvió para llevarme junto a la condesa.

– Se siente realmente muy débil -dijo-. No sé qué es eso que quiere preguntarle, pero me temo que no será capaz de hablar en absoluto.

Ciertamente, yo tampoco estaba seguro de qué era exactamente lo que deseaba preguntarle a la condesa, excepto que debía dilucidar el estado de sus afectos hacia el príncipe. El asunto hubiera sido complejo incluso en las mejores condiciones, pero ahora mi tarea se veía complicada por su aparente mal estado de salud y la inesperada presencia del diplomático alemán. Tengo alguna experiencia con las mujeres, tal y como a Holmes le gusta recordarme, pero esta situación me era extraña incluso a mí, y no tenía ni idea de qué esperar, cuando herr Osey me hizo pasar a presencia de la condesa.

Al cruzar un conjunto de puertas francesas, me impactó de inmediato la extravagante decoración de la habitación en la que me encontraba. Era obvio que la condesa había importado sus propios muebles, porque de ninguna manera reflejaban el imperturbable gusto del Cleland. Tampoco el efecto era europeo en absoluto, sino más bien una incómoda mezcla de fantasía oriental y egipcia. Del techo colgaban coloridos faroles de papel; delicados jarrones, volutas y abanicos llenaban cada estantería y cada mesa, y en el centro de la habitación se encontraba un biombo de cuatro cuerpos de seda pintada que mostraba una enorme araña plateada atrayendo a una polilla hacia la muerte.

– Tome asiento, doctor Watson -dijo herr Osey mientras cerraba las puertas a nuestra espalda-, la condesa se reunirá con nosotros en un momento.

Me adentré en una habitación invadida por una espesa atmósfera de dulce incienso que manaba de tres recipientes al menos.

– ¡Cielos! -exclamé-. Este humo no puede estar sentándole bien. Déjeme abrir la ventana de inmediato.

– Por favorr, no lo haga, doctorr -me llegó una voz femenina por detrás-. Encuentro que el aroma es muy relajante.

Me giré y me encontré en presencia de una de las cuatro mujeres más exóticas que me haya cruzado. La miniatura en marfil del reloj de bolsillo de herr Osey era tan solo una pálida sugestión de la realidad, era aquel un rostro que hubiera desarmado por completo a un hombre joven. Su pelo, aunque peinado hacia atrás con estilo severo, era negro y lustroso, y sus ojos marrones eran lo suficientemente grandes como para albergar tanto el fervor como la intriga. Una frente despejada y firmes rasgos faciales le conferían un aire de orgullosa serenidad, que era ligeramente traicionado por una perceptible desviación de la nariz.

– Soy la condesa Valenka -dijo, mientras cruzaba la habitación-. Y usted, por supuesto, es el doctorr Watson. Es un placer conocerlo. ¿Me perdonará que lo haya hecho esperar?

Tenía un acento fuerte pero agradable, y acentuaba las sílabas de manera extraña.

– Soy yo quien le debe rogar que lo perdonen -dije- por molestarla en su estado actual.

– ¡Oh, tonterías!-exclamó, arqueando su esbelto cuello-. Me encuentro lo suficientemente bien. Nichlaus tiende a exagerar mis pequeñas enfermedades más allá de lo razonable.

– Aun así -dije-, soy médico, y si no se encuentra bien quizá yo pueda proporcionarle alguna ayuda.

– Es usted muy amable, doctorr. No se lo tome a mal si rehuso. No es que no confíe en su capacidad como médico, sino que simplemente no me interesa discutir mi estado con un extraño.

Herr Osey se adelantó.

– Ve, doctor Watson, que la situación es la misma que le he contado. La condesa desea que la dejen sola. ¿Me acompañará a la salida ahora?

– Espera Nichlaus, no he dicho eso. -Le echó una mirada reprobadora al diplomático-. No se me ocurriría despedir al doctorr tan abruptamente. Después de todo, no recibo a menudo visitantes tan distinguidos. Imagínese. El autor de las historias de Sherrlock Holmes. -Me miró de nuevo-. Leemos sus historias en Alemania. ¿Sabe? Tiene muchos, muchos lectores en mi país. No, no se me ocurriría despedirlo, doctorr Watson. Por favor, siéntese.

Tomé asiento junto a la ventana mientras la condesa se acomodaba en un diván bajo. Llevaba un ajustado kimono floreado y unas zapatillas japonesas para dormir, que conjugaban con el sabor oriental de la habitación, y mientras se recostaba sobre una pila de cojines de seda, advertí que llevaba en el cuello una pesada cadena de ágata y jade.

– Y ahora que estamos cómodos, doctorr, debe contármelo todo sobre ese espantoso amigo suyo, el señor Sherrlock Holmes.

Apenas sabía qué responder a este comentario.

– ¿Espantoso? -pregunté.

– Bueno, sí. Claro. Es un patán maleducado. No veo cómo un hombre como usted puede soportarlo.

– Estoy convencido de que no entiendo lo que quiere decir, condesa.

– Ah, pero sí que lo entiende, doctorr, sí que lo entiende. Mi información proviene de sus propias narraciones. Me refiero al imperdonable comportamiento del señorr Holmes con las mujeres de sus historias. ¿Qué fue aquello que dijo una vez?: «No se debe confiarr en las mujeres, ni siquiera en las mejores». Así que dígame, doctorr, ¿son estas las palabras de un hombre honorable? Dígame, ¿no se puede confiar en mí?

La condesa me lanzó una mirada dolida que se suavizó en una sonrisa al enrojecerse mi rostro.

– Si mi amigo parece poco educado en su trato con el bello sexo -aventuré-, es quizá porque rara vez se ha cruzado con una mujer tan encantadora como usted.

La condesa rió alegremente.

– Muy diplomático, doctorr -dijo, extendiendo de nuevo su radiante sonrisa-. Veo que es usted tan inteligente en persona como lo es en la página impresa. Bien -recogió un gatito siamés blanco como la nieve que había estado jugando junto a los pies del diván-, olvidémonos de Sherrlock Holmes por el momento. Hablemos, en cambio, de usted. ¿Por qué ha venido a verme, doctorr Watson? ¿Podría ser que fuera sospechosa en este pequeño misterio ocurrido en Gairstowe?

De nuevo, sentí mi cara enrojecer. A pesar de que acababa de conocer a esta mujer, tenía una manera de presentar abiertamente los temas que encontraba muy perturbadora. La condesa leería mi expresión, porque juntó las manos con obvio regocijo.

– ¡Lo soy! -exclamó-. Qué encantadorr. Nichlaus, soy sospechosa. -Se inclinó hacia delante entusiasmada-. Y dígame, doctorr Watson, ¿me van a detener junto con ese mago?

– No, condesa -me apresuré a asegurarle-, no es nada de eso. He venido solo a hacerle algunas preguntas en nombre del señor Holmes.

– Oh -parecía ligeramente desilusionada-. Bien, de acuerdo entonces. ¿Qué es lo que le gustaría preguntarme? No. -Levantó la mano para prevenir cualquier posible réplica que hubiera podido hacerle-. No, lo adivinaré. Sí… Veamos… -Volvió a acariciar al gatito que se entretenía ahora con un pedazo de hilo de bramante-. Quiere preguntarme sobre esas molestas cartas ¿verdad? Por supuesto que sí.

Asentí en una incómoda afirmación. Aunque no conocía con precisión la naturaleza de esas cartas, tuve la impresión de que esta entrevista pronto rozaría los límites de lo decoroso. Aun así, la condesa parecía menos reticente a discutir el asunto que yo.

– Hay poco que contar, doctorr -dijo, jugueteando con una de las piezas de jade de su cuello-, era una simple cuestión de lepidópteros.

– ¿Disculpe?

– Lepidópteros. Oh, doctorr Watson, ¿no es coleccionista? Qué lástima. No hay nada parecido. La red, la botella de cloroformo, el alfilerr y el yeso. Tengo una colección absolutamente maravillosa. ¿Visita München alguna vez, doctorr? Me encantaría que pudiera ver mis mariposas.

– Estoy convencido de que sería muy agradable -dije-. ¿Pero qué tienen que ver sus mariposas con el príncipe?

– El prríncipe se ha aficionado recientemente a las mariposas él también. Sí, una coincidencia de lo más oportuna. Lo conocí en uno de esos horribles actos oficiales y me encontraba absolutamente perdida en cuanto a qué decir. Entonces, alguien le mencionó mi colección y bueno, me temo que me monopolizó bastante durante el resto de la noche. El pobre hombre lo estaba pasando fatal clasificando un crisopo totalmente básico que había visto en algún lugar de Escocia. Él no los captura, ya sabe, solo los observa con los gemelos. Es solo un aficionado, realmente, no muy entendido en absoluto. Por ello me necesitaba.

– ¿Intercambiaron información entonces?

– Sí, nos escribimos cartas y en el siguiente viaje del prríncipe por Alemania se detuvo para ver mi colección. Pronto, sin embargo, comenzamos a hablar de otras cosas aparte de las mariposas, y el prríncipe comenzó a venir a Alemania más regularmente, y yo a ir a Inglaterra.

La condesa sonrió y parecía a punto de añadir algo, pero entonces tan solo bajo la mirada hacia su gatito.

– ¿Iba usted a decir algo, condesa?

– Sí, iba, pero,… bueno… No quiero compartir todos los detalles de mi vida con usted, doctor, por muy encantador que usted pueda ser. Digamos simplemente que el prríncipe… El prríncipe hizo ciertas promesas… Ciertas promesas que desde entonces no ha sabido mantener. Sus cartas son un claro registro de todo esto. Y soy una mujer orgullosa, doctorr Watson, siento que han abusado de mí. Y aun así soy yo quien es ahora rechazada por la sociedad. Hay cuchicheos y miradas como si yo fuera alguna clase de… de… -Hizo una pausa en un momento de consternación y sus ojos se habían humedecido. Ella misma se parecía bastante a una mariposa indefensa con esa colorida bata de seda, batiendo los brazos mientras buscaba la palabra apropiada-. Bien, ya nada de eso importa. No tengo intención de causar problemas. Después de todo, le devolví las cartas.

– Por un precio -le recordé.

– Por una justa reparación, doctorr. -Sus ojos centelleaban ahora antes de que me diera la espalda-. Me encuentro muy cansada. Por favorr, márchese ahora, doctorr Watson.

– Pero, condesa…

– No tengo nada más que añadir.

Herr Osey me tomó por el brazo y me condujo fuera de la habitación.


Dejé el Cleland presa de un gran desconcierto y en un estado de considerable confusión. Aunque la implicación era clara, me negaba a creer que su alteza real pudiera haber cometido tamaña indiscreción.

Caminé distraídamente a lo largo de las callejuelas de Westminster y me dirigí hacia la calle Baker, aunque sin ruta fija, mientras intentaba descifrar qué había ocurrido. ¿Por qué se mantenía oculta la condesa, y por petición de quién? ¿Por qué se había comportado herr Osey de manera tan extraña y por qué se había opuesto de manera tan rotunda a que viera a la condesa? ¿Qué conexión había entre ellos y de qué manera se relacionaba con la intriga con el príncipe? Estas cuestiones me mantuvieron tan ocupado, que pasó algún tiempo antes de que notara una misteriosa figura caminando por la calle casi cien metros por detrás de mí. Al principio deseché la idea como un engaño de mi imaginación, pero, a medida que recorría los mercados de Oxford Circus, haciendo una serie de desvíos arbitrarios, no pude evitar concluir que realmente me estaban siguiendo. Era un hombre grande, envuelto en una pesada capa, y llevaba puesto un amplio sombrero de ala ancha, calado para cubrir su rostro. Paré en un puesto de libros e intenté verlo mejor, pero tenía una larga bufanda roja enrollada alrededor de la cara que no dejaba ninguna facción a la vista. Sobre quién era o qué esperaba conseguir siguiéndome, solo puedo hacer conjeturas, pero el hecho de que me seguía era real, y pensé en hacer algo al respecto.

Holmes se habría quitado de encima rápidamente a su perseguidor en las callejuelas y caminos llenos de recovecos que conocía tan bien, pero yo carecía de ese conocimiento tan íntimo de las calles secundarias de Londres. Aun así, hice lo mejor que pude para zafarme de aquel hombre en el abarrotado mercado, pero cada vez que giraba una esquina o tomaba una nueva dirección, una rápida mirada por encima de mi hombro o un breve reflejo en un escaparate me confirmaban que continuaba detrás de mí.

Finalmente, mi tortuosa ruta me condujo fuera de la calle Oxford hacia la menos concurrida plaza Cavendish. En ese momento, nos quedamos prácticamente solos durante un buen trecho de la avenida, de tal manera que decidí dejar de correr y enfrentarme a mi perseguidor. Me giré en redondo y lo reté, pero la figura se irguió y tomó por una calle lateral, evidentemente no quería arriesgarse a una confrontación conmigo. Le di caza, y pronto estábamos de nuevo en la calle Oxford, donde la figura trataba ahora de perderme entrando y saliendo como una flecha por en medio del denso gentío.

A estas alturas, mi vieja herida de guerra había empezado a dolerme, pero a pesar de ello apreté el paso y casi volqué un carro de frutas corriendo tras él. Incluso así, apenas conseguía no perderlo de vista, y cuando traté de ir aún más deprisa me falló la pierna completamente y rodé sobre el pavimento.

No tenía ninguna herida grave, pero era claro que aquello puso fin a la persecución. Mientras una media docena de viandantes me ayudaba a incorporarme, solo fui capaz de divisar el gran ala del sombrero de mi presa cuando giraba en una esquina distante.

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