3. Una visita en la calle Baker

– Mire en lo que me he convertido en mi vejez, Watson -dijo Holmes cuando subíamos las escaleras hacia nuestro alojamiento-: en un desenmascarador de magos. Sherlock Holmes, el azote de los ilusionistas. Me temo que se acerca el fin de mi vida útil.

– Se lo toma demasiado a pecho, Holmes -dije-. Quizá el encuentro de esta mañana ha sido decepcionante, pero estoy seguro de que Lestrade volverá con más…

– Lestrade. El pobre hombre está peor que yo. Ha perdido la razón. Pronto nos lo encontraremos charlando animadamente con las palomas del parque de Saint James. -Holmes, exagera.

– Posiblemente, posiblemente. Pero también es posible que haya retrasado demasiado tiempo mi retiro. Las abejas me llaman. [5]

Supe entonces hasta qué punto los sucesos de la mañana habían sido extremadamente irritantes para Holmes, que rara vez mencionaba abandonar su carrera. En otros tiempos habría calmado su frustración con cocaína. Durante un tiempo sufrió una feroz adicción que llegó a amenazar con poner fin a su carrera. Así que me sentí aliviado al ver que, por el contrario, se dirigía hacia la mesa de pino donde realizaba sus experimentos químicos; tenía uno especialmente maloliente esperándole.

No pudo, sin embargo, dedicarle mucho tiempo, porque al poco el criado trajo una tarjeta anunciando otra visita.

– Gracias, Billy -dijo Holmes cogiendo la tarjeta-, hazla pasar. Es probable, Watson, que esta entrevista resulte más fructífera para nuestra investigación. ¿Qué conclusión saca de la tarjeta?

Era una tarjeta de visita femenina normal que anunciaba a la señorita Beatrice Rahner.

– No creo que haya ninguna conclusión que sacar, aparte del hecho obvio de que nuestra visita es una mujer soltera.

– Eso es precisamente lo que no debemos concluir. Vea lo gastada que está la tarjeta, y el reverso está manchado. Una señorita respetable no presentaría una tarjeta como esta, se habría hecho imprimir tarjetas nuevas. No, creo que tratamos con una mujer casada que guarda esta tarjeta de recuerdo y que, por alguna razón, trata de ocultarnos su estado. Así que -caminó hasta el mirador y tamborileó sobre el cristal con los dedos-, veamos. El tipo de cartón y la impresión son americanos, por lo que podríamos aventurar quién es nuestra visitante. Hay algo en su nombre… -caminó hasta la mesa y cogió su pipa de cerámica que se encontraba sobre el mantel-. Beatrice. Watson, ¿no se refirió nuestro ilusionista a su mujer como «Bess»? Apuesto a que en Norteamérica ese es el diminutivo más común para… -Se dirigió hacia la puerta y la abrió. Allí se encontraba una diminuta mujer de pelo negro y expresión tímida, casi temerosa-. ¿Quiere pasar, señora Houdini?

Nuestra visitante soltó un grito ahogado y se cubrió el cuello con una mano.

– ¿Cómo ha podido…?-comenzó a hablar con un suave acento norteamericano-. Qué más da. Hace tiempo que dejé de pedirle a Harry que me explicara sus milagros, por qué habría de esperar que fuera usted a desvelar los suyos. Ahora sí que estoy convencida de que es la única persona que puede ayudarme.

– Por favor, tome asiento y díganos en qué podemos ayudarla. Este es mi socio, el doctor Watson, y puede usted hablar con libertad en su presencia.

Tomé su sombrero y abrigo, y le indiqué un asiento junto al fuego.

La señora Houdini miraba indecisa a uno y a otro, como si no supiera por dónde empezar.

– Tal y como usted de algún modo ha adivinado, soy Bess Houdini. Debe perdonar mi ardid, señor Holmes. Uno de los tramoyistas me contó que usted y Harry, bueno, que no hicieron buenas migas, y temía que se negara a recibirme.

– Me ha juzgado mal.

– Es posible, pero entienda, el problema concierne a mi esposo y se enfadaría mucho si supiera que he venido a verle.

– Quiere huir de su marido.

Los ojos de la señora Houdini se encendieron ligeramente.

– Tampoco le cayó usted simpático, pero se está tomando a la ligera mi problema.

– Quiere acabar con él, entonces.

– No juegue conmigo, señor Holmes. No hay mejor hombre sobre la tierra que Harry Houdini. Me he casado con él no una, sino tres veces: delante de un juez, delante de un sacerdote y delante de un rabino. Y me casaría con él una docena de veces más si esa fuera una medida de mi devoción por él.

Holmes le sonrió amablemente, cosa rara en él.

– Mis excusas, señora Houdini. Watson le diría que en lo que se refiere al bello sexo soy un poco insensible. Por favor, díganos por qué ha venido.

La señora Houdini se quitó los guantes y aceptó educadamente la taza de té que le ofrecí. Comenzó entonces a contarnos una asombrosa historia:

– Esta tarde han podido comprobar hasta qué punto mi marido puede ser obstinado. A menudo temo que su… su testarudez sea su ruina. Aceptará cualquier reto que se le presente, no importa la barbaridad que sea. No creo que puedan imaginarse lo que es para una mujer ver a su marido hundirse fuertemente esposado en un río helado, o quedar suspendido boca abajo sobre una calle atestada de gente mientras intenta liberarse de una camisa de fuerza. Dice que tiene que hacer cosas que otro artista ni siquiera intentaría. «Espantarlos» como él dice.

»Quizá puedan ahora imaginarse como se sintió Harry cuando recibió una serie de recortes de periódico sobre un tal Kleppini que se presentaba como «El rey entre los reyes de las esposas» y aseguraba también que había derrotado a Houdini en un duelo público. Esto ocurrió hace unos cinco años. Estábamos trabajando en Holanda en aquel momento. En aquellos días yo actuaba con mi marido como su única ayudante. Siempre me prometió que cuando triunfara no tendría que hacerlo más, pero, la verdad, añoro profundamente la… ¿Está usted escuchándome, señor Holmes?

Holmes se había estirado en el sofá, con un brazo y una pierna colgando sobre el suelo. Tenía los ojos cerrados y externamente daba la sensación de estar dormido, pero yo, que tan bien conocía sus estados de ánimo, sabía que simplemente había adoptado una postura de profunda concentración.

– La estoy siguiendo con toda mi atención, señora Houdini -dijo-. ¿Cuál fue la respuesta de su marido ante este otro escapista?

– Estaba furioso. Rabió durante días. «¿Quién es este Kleppini?», gritaba. «Ni siquiera conozco a ese hombre». Finalmente pidió que le liberaran de su contrato para poder enfrentarse con este Kleppini en persona. Harry cree que si permite que artistas de inferior categoría se ganen rápidamente una reputación a costa del nombre de Houdini, entonces sus propios éxitos carecerán de valor.

– Entonces, ¿viajó a Alemania?

– Sí, y se llevó con él una bolsa llena de las mejores esposas. Las llama las «esposas para destapar fraudes».

– Estupendo -murmuró Holmes.

– Cuando mi marido llegó a Dortmund, Kleppini y su agente se negaron a recibirlo y a considerar la posibilidad de fijar un desafío público real. Así que una noche, Harry asistió al espectáculo de su rival. Después de unos cuantos «burdos nudos con sogas», según los definió Harry, Kleppini comenzó a contar a la audiencia con qué facilidad había escapado de las trabas del gran Houdini, mientras que un par de esposas de las más ordinarias había mantenido prisionero a este último. Un anciano entre los asistentes se levantó y gritó que aquella historia no era cierta.

Kleppini llamó mentiroso a aquel hombre, diciendo que no tenía forma de saber si era cierto o no. El hombre subió rápidamente hasta el escenario, donde se arrancó un bigote y una barba postizos, y gritó: «¡Sé que no es cierto porque yo soy Houdini!».

– ¡Bravo!-gritó Holmes-. Eso es precisamente lo que yo mismo hubiera hecho. Su marido ha demostrado ser mucho más ingenioso de lo que yo creía.

La señora Houdini se sonrojó con el cumplido.

– Sí, lo puso entre la espada y la pared. Kleppini no podía rechazar un reto que se le hacía ante el público. En su lugar, dijo no estar preparado para aceptar otro desafío con esposas en ese preciso instante, pero que si Houdini regresaba la noche siguiente, la prueba tendría lugar.

– ¿Le pareció bien a su marido?

– Sí que le pareció bien. De esta manera tuvo tiempo para imprimir panfletos e informar a los periódicos locales. Mientras que Kleppini normalmente actuaba en teatros medio llenos, era seguro que la noche del reto de Houdini iban a llenar la sala hasta los topes.

La señora Houdini tomó un sorbo de té.

– Varias horas antes de que el reto tuviera lugar, Harry recibió la visita del representante de Kleppini, un tal herr Reutter.

– Por supuesto. -Holmes sofocaba su risa-. Por supuesto.

– Reutter quería ver las esposas que se usarían en la prueba de Kleppini. Harry le enseñó su bolsa de «esposas para fraudes» y le explicó que Kleppini podría elegir entre ellas. Reutter escogió una par de esposas francesas bastante inusuales. Estas esposas no se pueden abrir con llave, sino que se abren girando las letras de cinco pequeños cilindros hasta formar una palabra. Naturalmente, Reutter quería saber qué palabra era la que abría las esposas.

– Su marido, por supuesto, no se lo dijo. -No pude evitar que se me escapara.

– Doctor Watson -respondió suavemente-, mi marido es un hombre astuto. Aquello formaba parte de su plan. Después de hacer jurar a Reutter que guardaría el secreto, Harry giró los cilindros hasta formar la palabra clefs, la palabra francesa para «llaves». Las esposas se abrieron de golpe. Esto pareció dejar satisfecho a Reutter, quien, después de prometer una vez más que no desvelaría nada a Kleppini, se marchó.

»Tal y como Harry había esperado, el teatro tenía el aforo completo aquella noche. Kleppini comenzó con sus números de magia habituales, pero la audiencia estaba impaciente por que diera comienzo el desafío de Houdini. Cuando llegó el momento de la competición, Houdini subió al escenario y fue recibido con abucheos y burlas por parte del público. Debe entender que los alemanes son un pueblo extremadamente patriótico. A sus ojos, un presuntuoso e insolente estadounidense estaba acosando a un compatriota. Pero mi marido habla alemán con fluidez.

– Lo he notado -dijo Holmes con sequedad.

– Sí que lo ha hecho, y lo siento mucho. Pero en aquel momento Harry le dio un mejor uso. Se dirigió a la audiencia en su propio idioma, y fue capaz de hacerles ver que Kleppini lo había calumniado. Harry es brillante sobre un escenario, y se ganó a la audiencia rápidamente.

» Llegó el momento de que Kleppini escogiera las esposas que protagonizarían el desafío. Por supuesto que Harry no se sorprendió cuando eligió las esposas francesas. Kleppini las cogió y corrió detrás de una cortina que se había situado sobre el escenario. Evidentemente lo que hacía era comprobar que las podía abrir. Cuando volvió a aparecer, anunció que aceptaba el desafío. «Me llevará solo unos minutos escapar», aseguró. «Y después dejaré que sea mi mujer la que se quite las esposas del gran Houdini. Así enseñaremos a este norteamericano que somos nosotros, los alemanes, los que lideramos el mundo.»

»En ese momento surgió la disputa entre Kleppini y mi marido. Pasaron varios minutos hasta que dejaron de empujarse el uno al otro y de lanzarse terribles insultos. Al fin, Kleppini dejó que lo esposaran. Y entonces volvió detrás de la cortina y se puso a trabajar.

En este punto crucial de su historia, la señora Houdini hizo un alto en la narración y comenzó a tirar distraídamente del encaje de sus mangas. Estaba claro que su marido no era el único Houdini con sentido dramático.

– ¿Y bien? -pregunté-. ¿Qué pasó entonces?

Ella me sonrío amablemente.

– Después de una hora, sacaron la cabina de Kleppini del escenario para que otra actuación tuviera lugar. Después de dos horas, la mayor parte de la audiencia se había marchado a casa. Cuatro horas después de que Kleppini entrara en su cabina, se rindió y pidió que lo liberaran de las esposas. En presencia de un reportero, Harry giró los cilindros para abrir las esposas. Clefs ya no era la clave. Mientras se peleaban en el escenario, Harry había cambiado las letras para formar f-r-a-u-d. [6]

Pocas veces he visto a Holmes reír tanto como después de escuchar esta historia. Pero mientras él se recuperaba rápidamente, yo seguía jadeando y limpiándome los ojos con un pañuelo. La señora Houdini sonreía recatadamente; obviamente estaba encantada con el efecto que su historia había tenido. Tomó otro sorbo de té.

– De verdad, señora Houdini -dijo Holmes después de un momento-, que su historia me ha parecido encantadora, pero no veo en qué puede concernirnos a Watson o a mí.

– A ese punto estaba llegando ahora -dijo, dejando de nuevo a un lado su taza y su plato-. Tienen que entender que todo esto ocurrió hace cinco años, y que no hemos sabido gran cosa de Kleppini desde entonces. Ocasionalmente nos han llegado noticias de que sigue afirmando haber vencido al gran Houdini, pero, en general, se le considera un bufón y solo consigue los peores contratos. Así que no volvimos a pensar demasiado en él hasta que esta mañana hemos recibido una misteriosa nota con el primer correo.

– ¿Una nota? -Holmes se incorporó y se inclinó hacia delante-. ¿Qué decía?

– Solo esto, señor Holmes, «Quién el fraude es, esta noche habremos de saber».

Holmes se acercó hasta la repisa, donde comenzó a rellenar su pipa de cerámica negra.

– ¿Esas eran las palabras exactas?

– Sí.

– ¿Trae la nota consigo?

– Me temo que Harry no me permitió conservarla. Insistió en que no había por qué preocuparse y no quería que me inquietara con la nota.

– Es una pena. Esa nota por sí misma nos habría dicho muchas cosas. ¿Cree que era un mensaje en clave de Kleppini?

– La palabra «fraude» me hizo creerlo.

– Absolutamente. Y esa peculiar forma de construir la frase me sugiere que no se trata de un hablante nativo. ¿Cree que este mensaje supone algún tipo de amenaza y no simplemente otro desafío?

– ¿Qué sentido tendría otro reto? Houdini ha sido retado una docena de veces y siempre ha vencido. El hombre no tiene igual. Y es seguro que Kleppini lo sabe de sobra más que nadie.

– ¿Pero por qué amenazarlo? ¿Y por qué ahora?

– Para humillarlo. Por el daño infligido a la carrera y reputación de Kleppini. ¿No se ha cruzado antes con el rencor, señor Holmes?

Sherlock Holmes, de pie junto a la repisa, observaba la caja de marfil en blanco y negro que le había regalado el sanguinario Culverton Smith. De haber abierto su tapa alguna vez, Holmes habría sucumbido, víctima de un resentimiento nacido veinte años atrás. La caja guarda en su interior un afilado muelle enrollado y bañado en veneno bacteriano. [7]

– Me suena más a un gesto de frustración que a una auténtica amenaza -dijo Holmes-. En cualquier caso, no sé qué pasos razonables se podrían dar. No podemos enfrentarnos a Kleppini solo con la fuerza de sus conjeturas.

– No es eso lo que les estoy pidiendo. Lo que quiero es que usted y el señor Watson vengan esta noche al teatro y estén alerta por si hay algún problema. Sería demasiado fácil que mi marido sufriera algún tipo de accidente durante una de sus actuaciones. Por su misma naturaleza, sus proezas presuponen peligro. Si cualquier cosa saliera mal, por la razón que fuera, mi marido podría resultar gravemente herido. -Y murmuró-: O peor incluso.

– De verdad, señora Houdini. Soy detective, no pretoriano.

– ¿Qué?

– Guardaespaldas. No ha venido con nada más que suposiciones y aun así espera de mí que corra a encontrarme con ese peligro que intuye, o que más probablemente se imagina. Es como una de esas historias de Watson, donde solo hay bravatas sin sustancia.

La señora Houdini se quedó pálida.

– ¿Es este el legendario Sherlock Holmes? No puedo creerlo. Se niega a actuar porque no le cae bien Harry, o por algún… algún prejuicio más profundo. Esperaba que usted estuviera por encima de ese tipo de conducta.

Cruzó enérgicamente la habitación y cogió su abrigo y su sombrero.

– Me doy cuenta de que he malgastado mi tiempo aquí. Si algo le pasara a mi marido pesará sobre su conciencia, señor Holmes. Buenos días a los dos, caballeros.

Y con estas palabras, Beatrice Rahner Houdini nos dio la espalda y abandonó la habitación.

Holmes y yo estuvimos un rato sentados sin hablar. Cuanto más pensaba en la historia de la señora Houdini, más convencido estaba de la validez de sus temores.

– Holmes -dije por fin-, ¿por qué es tan reticente a actuar? ¿Cómo puede estar tan seguro de que el hombre no corre peligro?

Holmes no dijo nada.

– No puedo compartir su complacencia -continué-. Espero que no le importe que asista al teatro esta noche.

Holmes alcanzó su violín. Colocándolo descuidadamente sobre su rodilla, empezó a pellizcar una peculiar y pegadiza melodía.

– ¡Holmes, es usted insufrible! -grité-. ¡La vida de Houdini corre peligro!

Siguió en silencio.

Cuando me marché camino del teatro, dos horas después, seguía tocando la misma pegadiza canción.

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