Prólogo del editor

No fui yo quien descubrió la nota que John H. Watson dirigió a Bess Houdini, pero sí que fui el primero en darse cuenta de que John H. Watson no era el John Watson de Nebraska, el que hacía malabares con garfios, sino el famoso doctor John H. Watson, biógrafo y compañero de Sherlock Holmes.

Sucedió poco después de la muerte de Al Grasso, cuando los miembros de la sociedad neoyorquina de magos americanos comenzamos a revisar el desorden acumulado en su tienda, la Sociedad de Magia de Grasso-Hornmann. La tienda de Grasso ha sido y es uno de los más característicos referentes de Nueva York. Es la tienda de magia más antigua de los Estados Unidos y el lugar de nacimiento espiritual de muchos de nuestros más grandes magos. Es habitual en cualquier otra tienda del país encontrar la magia confinada en vitrinas de cristal, pero no en la tienda de Grasso. Allí puede uno sumergirse en los trucos como podría hacerlo en un montón de hojas secas. Más que una tienda podríamos decir que es un museo; un almacén mal iluminado en la segunda planta de un viejo edificio de oficinas. Sedas estampadas, varitas adornadas con borlas y aros gigantes de metal se amontonaban juntos, distribuídos al azar en cajas y estanterías atestadas. El lugar está lleno de libros y folletos de magia; algunos eran auténticas rarezas, pero no seguían ningún orden en su ubicación. En una de las esquinas hay un maltratado escritorio de piel, donde Al Grasso guardaba sus registros, a su manera, claro. Y colgadas sobre el escritorio, más de cien fotografías en sepia de los grandes magos del vodevil. A veces el sol ilumina el interior cuando entra por una ventana trasera; se pueden entrever entonces enormes piezas de atrezo escénico entre los montones de cajas de embalaje, como el rincón de la momia que levita o la cola de oro del dragón chino. Todos ellos reliquias de los grandes espectáculos de magia que amenizaban las veladas durante las décadas de los años veinte y treinta.

Es sorprendente que alguien hubiese encontrado nunca nada útil entre el polvo y el desorden y, sin embargo, cada año la visitaban miles de magos, novatos y profesionales, y cada uno descubría un libro, truco o recuerdo con el que siempre había soñado, pero que no había sido capaz de encontrar.

Poner orden en aquel lugar, incluso con la mejor de las intenciones, era una triste tarea, por no decir casi blasfema. Nos tomamos el tiempo necesario, y con delicadeza permitimos que los miembros de mayor antigüedad se detuvieran con cada objeto que les despertaba algún recuerdo y contaran historias de antaño. Trabajando de esta manera, no fue hasta la tarde del tercer día que empezamos a escarbar en el escritorio de Al Grasso y descubrimos un sobre de color manila, quebradizo y con manchas de café, en el que ponía: «Devolver a Bess Houdini».

Fue como escuchar cascabeles la víspera de Navidad. Todos sabíamos que Al Grasso había sido un amigo muy cercano de la señora Houdini. También sabíamos que durante la I Guerra Mundial, Harry Houdini había contraído una deuda con la tienda de Grasso, conocida entonces como Martinka. Sin embargo, la imagen de Houdini que la mayoría de nosotros tenía era la de una figura mítica, y nos parecía imposible tener entre las manos un sobre, es más, un sobre manchado de café, que iba dirigido a su esposa. Pensamos que podía ser algo que hubiera pertenecido a Houdini. Quizá eran los detalles de algún escapismo. Todos los que allí estábamos, unos siete aquella tarde, miramos fijamente el sobre durante unos cinco minutos antes de que alguien por fin volcara su contenido sobre el recientemente ordenado escritorio.

El primer objeto que examinamos ayudó mucho a atenuar nuestra veneración. Era una fotografía de Houdini con un amigo, y en ella se podía ver que el gran mago, inconsciente de que se le estaba fotografiando de cuerpo entero, se ponía de puntillas para parecer más alto que su compañero. El gran Houdini se avergonzaba de su estatura.

Había más fotografías en el sobre, la mayoría de Houdini con otros hombres, magos de menor estatura. Había también cartas suyas o dirigidas a él sobre la venta de Martinka. Y finalmente, había un pequeño pedazo de papel amarillento que se había caído al suelo y que había pasado desapercibido hasta que Matt, el lector de mentes, lo recogió del suelo, lo leyó y dijo: «Anda, el hombre de los garfios». La nota decía:


12 de diciembre de 1927

Estimada señora Houdini:

Permítame una vez más transmitirle mis más sinceras condolencias por la pérdida de su marido. Sé lo que es perder un compañero tan querido y sé también que el paso de los meses transcurridos desde su marcha poco ha hecho para mitigar su dolor. En un paquete aparte le envío la crónica de una aventura que compartimos en Londres hace ahora cerca de veinte años. Aunque por el momento no tengo intención de hacer públicos los hechos, me complace pensar que la narración de las remarcables proezas de su marido pueda proporcionarle algún solaz en estos tristes días. Sigo siendo su humilde servidor.

John H. Watson


Por segunda vez aquel día, sentí la emoción de encontrar una conexión tangible con uno de mis ídolos, y algo todavía más increíble, una prueba de que Sherlock Holmes y Harry Houdini habían llegado realmente a conocerse. Tan pronto como asumí este hecho, comencé a considerar uno aún más increíble: era posible que en algún lugar de la tienda se encontrara un manuscrito inédito de Watson.

Según mi recuerdo de los hechos, comenté esta posibilidad con mis amigos en un tono de voz comedido y sonoro como siempre. Sin embargo, ellos insisten en que gritaba como un loco. De cualquiera de las maneras, comenzó entonces una frenética y precipitada búsqueda del manuscrito por los más oscuros recovecos de la tienda de Grasso. Mientras buscábamos, intentaba no pensar en lo limitado de nuestras probabilidades de encontrarlo. Incluso en el caso de que el manuscrito de Watson hubiera llegado a Martinka, lo más probable es que hubiera sido reenviado, desechado, o que se encontrara perdido en medio del desorden que se había apoderado de la tienda de Grasso. Pero en aquel momento estábamos todos demasiado entregados en la búsqueda como para pensar en nada de esto.

Debíamos parecemos a los hiperactivos e ineficientes policías de las películas mudas, buceando en montones de papeles, volcando cajas de documentos, registrando los archivos; considerando, en fin, cualquier ardid, como quien dice. Encontramos manuscritos que revisamos apresuradamente para descubrir que no eran más que tratados sobre cómo hacer desaparecer palomas o manipular monedas. Pero milagrosamente, apenas pasados veinte minutos de comenzar la búsqueda, encontramos el manuscrito del doctor Watson. Había servido para calzar la pata coja de una mesa, una de esas mesas para hacer desaparecer peces de colores. Aunque fuera una vergüenza, aquello lo había salvado. Lo probable es que, de no haber sido por esto, lo hubieran tirado.

El fardo se encontraba en bastante buen estado, a excepción del agujero que había hecho la pata al apoyarse. Las primeras páginas estaban a punto de desintegrarse y las últimas estaban manchadas de aceite y grasa, pero todo era legible. Lo sé porque de inmediato me senté y comencé a leer mientras mis amigos intentaban arreglar el desbarajuste ocasionado en nuestra búsqueda. Si fuese posible, podríamos decir que la tienda de Grasso había quedado más desordenada que antes de comenzar a limpiar tres días antes. Fue entonces cuando nos dimos por vencidos en cuanto a ponerlo en orden, pero yo tenía una historia original e inédita de Sherlock Holmes.

Mis problemas de verdad empezaban entonces. Si encontrar un manuscrito de Watson era improbable, convencer al resto del mundo del hallazgo rozaba lo imposible. Me enfrentaba a un ejército de incrédulos. Para empezar, los escépticos aseguraban que no era la escritura de Watson; sin embargo, es normal que a la edad de 75 años no pudiera seguir elaborando sus propias copias manuscritas. Después llegaron los que dudaban de que se hubiera tomado tantas molestias para escribir una historia simplemente para animar a la señora Houdini. Mi única respuesta posible era que esa era precisamente la clase de hombre que era. Y lo que es más, en 1927 Watson no tenía ninguna necesidad real de dinero y por tanto podía dedicarse a escribir aquello que más le apeteciera.

Aunque se tratara de una historia única entre todas las que escribió sobre Holmes, no era la primera vez que Watson mantenía en secreto una de sus historias por razones de discreción. Su mayor preocupación sería ahorrarle la vergüenza a la insigne personalidad implicada en este suceso. Cualesquiera que fueran sus razones, Watson murió a causa de una neumonía vírica dos años después de enviar esta nota a la señora Houdini. Es seguro que Holmes no tuvo ningún interés en el proyecto, por lo que toda esperanza de que aquella historia pudiera ver la luz moría con el propio Watson.

Tan pronto como fui capaz de responder a estas objeciones, otras nuevas se me presentaron. Algunas personas llegaron incluso a acusarme de haber escrito la historia yo mismo, a pesar de asegurarles que yo no era más que un ignorante sin talento. Luego estaba ese desdeñable grupo que insistía en que Sherlock Holmes era tan solo una invención de sir Arthur Conan Doyle. Son una facción espuria, sin duda, pero también numerosa en la industria editorial, y, por tanto, difícil de ignorar. Finalmente, después de muchos meses de esfuerzos, pude por fin convencer a William Morrow y compañía, una comprensiva editorial, de que, por dudoso que fuera el origen del manuscrito, se trataba de una gran historia. Dejaré que sea el lector quien dé un veredicto final. Por mi parte no tengo dudas, y quiero asegurar al lector que los más increíbles sucesos y afirmaciones aquí recogidos son los que con mayor facilidad se pueden verificar. El episodio relatado por Bess Houdini en el tercer capítulo está también recogido en la biografía de Houdini realizada por Milbourne Christopher: Houdini: The Untold Story. La fuga que presenta Houdini en el epílogo se convirtió en un efecto recurrente en sus actuaciones sobre el escenario. Recreó la extraordinaria hazaña descrita en el capítulo diecinueve en su película The Grim Game.

He realizado algunas extrañas, aunque espero que aclaratorias notas al pie en aquellos lugares donde el conocido oscurantismo de Watson se hace patente. Salvo en estos casos, no pondré más a prueba la paciencia del lector. Watson se encuentra como siempre en buena forma, es un amigo para el lector y un punto de referencia en una edad de cambios…


Daniel Stashower

Ciudad de Nueva York

12 de febrero de 1985

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