21. La ciencia de la deducción

El príncipe de Gales acercó una cerilla al fajo, encendió un puro con ella, y dejó caer el paquete en llamas sobre una bandeja. Mientras el papel se ennegrecía y retorcía en torno al sello real, su alteza real se sentó de nuevo en su silla y lanzó un suspiro de alivio.

– No puedo explicarles el peso que me han quitado de encima, señor Holmes -dijo-. Esas cartas hubieran sido mi ruina. Y por lo que lord O'Neill me ha contado, eso hubiera sido lo de menos.

– Es verdad -estuvo de acuerdo el secretario-. Los alemanes estaban listos para aferrarse a cualquier pretexto que les permitiera incrementar su hostilidad hacia nosotros. Si esas cartas hubieran llegado a ver la luz, nunca los habríamos calmado. Tal y como ocurrió, herr Osey fue reclamado desde Berlín de forma muy brusca después de descubrirse el asesinato de la condesa Valenka. Tenemos por delante tiempos difíciles, me temo, pero debemos estar agradecidos de que este incidente no los haya exacerbado.

Hizo una pausa cuando el mayordomo entró empujando el carrito del té, y retomó su discurso una vez que este se retiró.

– Les he pedido a usted y al doctor Watson que vinieran esta mañana a Gairstowe para que nos puedan contar todos los detalles de la investigación. Hay varios puntos por aclarar.

– Sí -dijo el príncipe, ansioso-, tomemos un té mientras nos lo cuentan todo sobre este asunto. Debo decir que tengo un montón de interrogantes sobre el caso.

Sherlock Holmes se levantó de su silla con tanta buena voluntad como sus costillas escayoladas le permitieron. Tomando una taza de té del carrito, comenzó a caminar por la habitación con un estilo de lo más torpe, con la taza en una mano y un bastón en la otra.

– Holmes, ¿no sería mejor que se sentara? -pregunté porque sabía que la escayola de mis propias costillas hacía que caminar fuera un problema, incluso con bastón.

– No, Watson. Hemos estado encerrados durante días en nuestras habitaciones. Esta es nuestra primera excursión y pretendo estirar las piernas un poco. Así pues -se volvió hacia el príncipe-, creo que conocen la mayoría de los hechos. Deben decirme qué detalles específicos requieren clarificación.

– Bien, para empezar, he estado intrigado por la manera en la cual las cartas fueron robadas en realidad de esta habitación. Teníamos la impresión de que esa puerta era infranqueable.

– Lo es -respondió Holmes-. Watson y yo lo confirmamos con la fuente más autorizada. Pero tal y como sucedió, la puerta estaba abierta cuando el ladrón entró en la habitación.

– ¡Imposible! -exclamó lord O'Neill-. A no ser que la condesa…

– No, no fue la condesa -respondió Holmes, intentando sostener plato y bastón con una sola mano mientras se llevaba la taza a los labios-. Pensemos de nuevo en mi examen inicial de la habitación. Recordarán que me preocupaba el inverosímil conjunto de huellas encontradas detrás del escritorio. Su origen era también de particular interés para mí, ya que me encontré con que no podía situar el origen de ese barro.

– ¿Quiere decir que conoce cada charco de barro en Londres?-preguntó el príncipe-. No lo creo.

– Veo que su alteza ha paseado por el jardín de palacio esta mañana -dijo Holmes tranquilamente-. ¿Qué tal van las rosas?

– Touché -exclamó el príncipe, gesticulando con su cigarro-. Prosiga.

– Mientras examinaba estas huellas, hubo un momento en que lord O'Neill se mostró inquieto porque no había leche para el té.

El secretario rió avergonzado.

– Dios mío, vaya memoria tiene para los detalles. ¿No nos irá a decir que la leche tiene alguna relación con el robo? Es un detalle tan insignificante.

– Una vez fui capaz de resolver un asesinato midiendo a qué profundidad se había hundido el perejil en la mantequilla durante un caluroso día de verano. Después de aquello, difícilmente calificaría ningún detalle de insignificante.

– Entiendo su razonamiento -dijo lord O'Neill-, ¿pero cómo puede estar relacionada la falta de leche para el té con el robo?

– Me sorprendió el hecho de que pudiera haberse acabado a media mañana, cuando el personal de su cocina recibe un gran pedido a primera hora todos los días. Considerando que habían celebrado una recepción para el príncipe de Gales una noche antes, ese descuido parecía aún más improbable.

Habiendo conseguido beberse el té al tiempo que caminar con su bastón, Holmes intentaba ahora rellenar su pipa.

– Comencé a buscar posibles razones para esta escasez -retomó su discurso, ignorando el tabaco que iba cayendo a su paso-. Pero no se me ocurrió ninguna hasta mucho después, cuando perseguíamos el carro del reparto de leche en el que iban Franz y Kleppini.

– Me temo que aún no veo con claridad cómo se relaciona esto con el crimen -admití-. ¿Conducía Franz el carro durante el robo real?

– Es muy probable -respondió Holmes-. Vean. Se me ocurrió, mientras comenzamos a darles caza, que Kleppini pudo haber entrado en los terrenos de la propiedad escondido dentro de una de las lecheras. Los guardias están tan acostumbrados a recibir pedidos de leche, que sería improbable que abrieran las lecheras ellos mismos.

– ¿Y es por eso que lord O'Neill se quedó sin leche?

– Sí. En lugar de leche, recibió a Kleppini. Esto responde a otro de mis dilemas sobre el caso también. Está claro, que en algún momento, antes de llegar a las puertas de la propiedad, Franz y Kleppini tiraron toda la leche del recipiente al suelo, para que Kleppini pudiera meterse dentro. Habiendo hecho un charco de barro, aprovecharon la oportunidad para embarrar los zapatos que habían tomado del camerino de Houdini.

– ¡Y eso explica por qué no fue capaz de identificar el barro!-exclamó el príncipe-. Era una mezcla de tierra y leche, no era barro natural en absoluto.

– Precisamente.

– Así que Kleppini llegó aquí en un recipiente para la leche. ¿Cómo consiguió entrar en la cámara acorazada?

– Ah, al menos eso debería haber estado claro desde el principio, señor. La noche del robo, ustedes dos se encontraron con herr Osey y la condesa para negociar la compra de las cartas. Parece que Kleppini se encontraba ya en la habitación en ese momento.

– ¡Imposible! -exclamó lord O'Neill-. Nadie entró en la habitación, estaba cerrada antes de nuestra llegada.

– Antes comentó que se sirvió té.

– Sí, claro, pero…

– ¿Reconoció al mayordomo?

– No, era alguien que teníamos para la recepción, pero se marchó en seguida.

– No antes de dejarles un visitante.

– ¿Qué?

– Cuando el carrito del té entró, Kleppini estaba acurrucado en la bandeja inferior, escondido de su vista por la mantelería. Cuando el carrito pasó por detrás del sofá, Kleppini rápidamente salió y se escondió allí. Y allí permaneció hasta que los cuatro hubieron terminado con sus asuntos y abandonaron la habitación, encerrándolo dentro con las cartas.

– No puede ser, Holmes -insistió lord O'Neill-. Lo hubiéramos notado en caso de haber habido alguien más en la habitación.

– Es verdad -estuvo de acuerdo el príncipe-. Lo que cuenta es demasiado fantástico.

– ¿Lo es? -Escuchamos la incorpórea voz de Houdini-. ¿O es simplemente -se levantó desde detrás del sofá- difícil de creer?

Afortunadamente, había sido advertido de esta dramática entrada. Había estado presente mientras Holmes ensayaba el efecto con Houdini y el mayordomo. De aquella manera pude observar las expresiones de asombro del príncipe y de lord O'Neill cuando Houdini apareció entre ambos. Estaban completamente atónitos, pero mientras el secretario no se recuperaba, el príncipe lo hizo rápidamente y rompió en un agradecido aplauso.

– Me tomé la libertad de invitar al señor Houdini -dijo Holmes-, porque pensé que una demostración efectista de mi teoría podría ser apropiada.

– Señor Holmes, esto es altamente irregular -dijo lord O'Neill nerviosamente-. Hemos estado discutiendo asuntos extremadamente delicados.

– ¡Tonterías!-exclamó el príncipe con jovialidad, y se levantó de su asiento para estrechar la mano de Houdini-. Estamos profundamente en deuda con el señor Houdini por la feliz conclusión de este asunto. Me alegro de tener la oportunidad de expresarle mi agradecimiento personalmente.

– Estaré honrado si he sido de ayuda -dijo Houdini con pomposidad, y realizó una ligera reverencia.

– Vamos, ya es suficiente -dijo el príncipe afablemente-. Siéntese. Todo Londres está esperando su vuelta al escenario. Solo siento lo desagradable de la interrupción. Pero al menos consiguió superarlo con sus costillas enteras, ¿eh? -Nos sonrió alternativamente a Holmes y a mí-. Prosiga, señor Holmes, hemos visto cómo Kleppini accedió a la habitación, ¿cómo consiguió salir de nuevo?

– Esto les resultará sorprendente, pero el señor Houdini nos ha explicado que por muy impenetrable que sea una caja fuerte desde el exterior, se abre fácilmente desde el interior.

– Así es -afirmó Houdini.

– Entonces -pregunté en voz alta-, ¿por qué contrató Franz a Kleppini? Seguramente Franz sabía bastante sobre cerraduras tras los años pasados con Houdini. Él podría haber abierto la cámara desde dentro. ¿Por qué no llevó a cabo sus planes él solo?

– Simplemente porque Franz era demasiado grande para poder ocultarse él mismo en la lechera o dentro del carrito para el té. Requería los servicios de un hombre mucho más pequeño. La conocida aversión que Kleppini sentía por Houdini lo convirtió en la lógica elección. -En aquel momento, Holmes había logrado encender su pipa, y lanzó una serie de anillos de humo hacia el techo-. De haber sido Franz más pequeño, quizá nunca hubiéramos resuelto el caso -admitió-, porque fue Kleppini quien envió la nota amenazando a Houdini y esa fue la razón de que abordáramos el caso. Fue Kleppini quien dejó esas huellas insostenibles aquí en el estudio, y fue a él a quien engañamos para repetir el crimen. Difícilmente se podría considerar como una feliz carrera criminal.

– Quizás no -dijo lord O'Neill, preocupado-, pero ¿qué se supone que debemos hacer con él ahora que lo tenemos? Es obvio que no podemos llevarlo ante un juez, imaginen si cuenta lo que sabe.

– El juez lo encontraría excepcionalmente poco interesante -le aseguró Holmes-. He interrogado celosamente a Kleppini, y a pesar de que escuchó parte de su discusión sobre los documentos, nunca supo qué eran.

– Entonces, nuestro secreto está a salvo -dijo el secretario, echando una mirada de incertidumbre a Houdini.

– Soy bueno guardando secretos -le dijo el mago-. Es necesario en mi profesión.

– Supongo que esto responde a mis preguntas, sobre el robo al menos -dijo el príncipe-. Kleppini fue introducido en la propiedad dentro de una lechera, entró en esta habitación en el carrito para el té, y mientras, todo el mundo pensaba que se encontraba en Brighton, gracias a ese aeroplano suyo. ¿Es así?

– Un admirable resumen, su alteza.

– Me halaga, señor Holmes. Pero dígame, ¿dónde entra Wilhemina en todo este asunto?

– ¿Quiere decir la condesa Valenka?

El príncipe asintió.

– El asesinato de la condesa es quizá el episodio más extraño de todo el asunto. Watson -Holmes se giró hacia mí-, cuando habló con la condesa en el Cleland, ¿hizo o dijo algo que pareciera inusual?

– Bien, apenas sé cómo responder a eso, Holmes. Prácticamente todo aquella tarde parecía inusual.

Holmes asintió.

– Y nada más llegar al hotel, ¿le dijo herr Osey que la condesa no se sentía bien?

– En realidad, hablé primero con la criada de la condesa. Fue ella la que me dijo que la condesa se encontraba enferma.

– Ah, sí, por supuesto. La criada. ¿Pero herr Osey se lo confirmó?

– Sí, se mostró extremadamente reacio a dejarme ver a la condesa.

– Así es -dijo Holmes-, así es. Pero al final, su cordial afabilidad triunfó. ¿Me equivoco?

– Fue algo así.

– Pero antes de que lo acompañaran a presencia de la condesa, ¿hubo algún otro retraso de algún tipo?

– Sí, se me pidió que esperase mientras herr Osey me anunciaba.

Holmes giró lentamente sobre su bastón.

– Watson, ¿no le pareció poco común que herr Osey tuviera acceso a la habitación de la condesa cuando usted mismo tenía tantos problemas para que le permitieran entrar? ¿Dónde estaba la criada? ¿Por qué permitió que ninguna visita viera a su señora en tal estado?

– Sí que resultó extraño, ahora que lo menciona.

– ¿Y estuvo la criada presente durante su entrevista con la condesa? ¿No? ¿Atendió a su señora o le mostró la salida? ¿No? ¿Qué pudo provocar que fuera tan negligente en sus tareas? La respuesta, creo, es que ella estaba muy ocupada en aquel momento haciéndose pasar por la propia condesa.

– ¿Qué! -exclamé-. No parece creíble, Holmes. ¿Quiere decir que nunca llegué a hablar con la condesa? ¿Que se trató todo el tiempo de la criada? No lo creo. El inglés de la chica no era en absoluto lo suficientemente bueno.

El príncipe se aclaró la garganta.

– Doctor Watson -dijo-, me temo que lo que dice el señor Holmes es indudablemente cierto. Es un engaño que la condesa practicaba a menudo. Su criada entretenía a las visitas, dejándola a ella libre para recorrer la ciudad. La chica fingía ignorar el inglés como parte de la farsa. Las dos mujeres se parecían mucho la una a la otra, y de jóvenes habían trabajado juntas como actrices en la misma compañía. Cuando la condesa se casó, tomó a su amiga como acompañante en sus viajes. Les divertía este pequeño juego que tenían con las visitas.

– Entonces, ¿dónde estaba la condesa mientras todo esto sucedía?

– Muerta.

– Holmes, simplemente no puede ser. Si la condesa estaba muerta ya cuando llegué al Cleland, ¿por qué intentaron herr Osey y la chica convencerme de que estaba viva? ¿Qué trataban de lograr? A no ser que ambos estuvieran implicados en el asesinato…

– No, no, Watson. No es eso en absoluto. Intentemos abordar el problema desde la perspectiva de herr Osey. Desde su punto de vista, la condesa simplemente no estaba, y no había estado durante un tiempo. Me temo que él sospechaba una cita, más que un asesinato. Por ello, cuando se presentó en el hotel pidiendo hablar con la condesa, herr Osey creyó que su reputación estaba en juego.

– Entonces, toda la farsa se escenificó para proteger el buen nombre de la condesa.

– Precisamente.

Pensé en mi sorpresa al encontrarme a herr Osey en el Cleland, y en la animada discusión que se produjo a continuación.

– Entonces era realmente un caballero, después de todo.

– Sí, lo es -convino el príncipe-, y sentía un profundo afecto por la condesa. Era una… una mujer muy seductora.

– Bien, es posible que sea cierto -dijo Holmes-, pero cualesquiera que hubieran sido una vez sus sentimientos hacia usted, su alteza, estaba decidida a vender sus cartas a una fuerza extranjera. Muy propio de una mujer, diría yo.

El hombre que pronto se convertiría en Jorge V miró fijamente y con tristeza la ceniza de su cigarro.

– Quiero creer que ella no lo habría llevado a cabo, y aun así… -dijo-, ¿quién la asesinó? ¿El ayudante de Houdini, el tal Franz?

– Sí. No tengo dudas de que planeó hacerlo desde el comienzo. Puso el cuerpo en el baúl de Houdini con la intención de incluir un asesinato a la lista de los supuestos crímenes de este.

– Perdonen que les interrumpa -dijo Houdini, de nuevo realizando una profunda reverencia en dirección al príncipe-, pero esta parte no tiene sentido. Puedo entender que Kleppini me guardara rencor todos estos años, pero ¿Franz? Fue siempre mi más leal seguidor. Bess y yo siempre lo tratamos como nuestro amigo más cercano. Ahora descubro que me quería ver en prisión, e incluso muerto. No lo entiendo, Holmes, ¿cuáles eran sus razones?

Holmes observó al norteamericano durante lo que me pareció un largo rato, evidentemente le daba vueltas en su cabeza a una difícil decisión.

– No le va a gustar lo que tengo que decir -dijo con voz entrecortada-. Tiene que ver con… su padre.

– ¿Mi padre? ¿Cómo?

– ¿Significa algo para usted el nombre de barón Rietzhoff de Budapest? ¿No? Lo más probable es que no. Ese era el nombre real de su ayudante.

– ¿Franz? ¿Un barón? Eso es ridículo. Su nombre era Franz Schultz. Provenía de una rica familia, pero no era barón. Y procedía de Stuttgart, no de Budapest.

– Sí, esa es la historia que nos contó al doctor Watson y a mí también. -Holmes miró hacia donde yo estaba-. Watson, ¿recuerda lo que dijo Franz cuando descubrimos el cuerpo de la condesa en el baúl de Houdini?

– Veamos… Algo en alemán, ¿no es así?

– En realidad, era una expresión en húngaro. Oh Istenem.

– Sí, esa es una expresión húngara -dijo Houdini-, pero Franz hablaba húngaro, alemán, inglés y varios idiomas más. Tenía un don para los idiomas. No veo qué prueba.

– No prueba nada. Simplemente encontré sugerente que un hombre que pretendía ser alemán utilizara una expresión húngara con tanta facilidad. Teniendo en cuenta que usted mismo es de ascendencia húngara, pensé que la coincidencia justificaba un telegrama al departamento de policía de Budapest. Recibí la respuesta tan solo ayer.

– ¿Qué es lo que dice?

– Sí, Holmes -instó el príncipe-, no nos tenga esperando.

– Watson -Holmes se volvió de nuevo hacia mí-, después del arresto de Houdini le hicimos una visita a mi hermano Mycroft en el Club Diógenes. ¿Recuerda lo que dijo sobre el padre de Houdini?

– Dijo que su padre era un asesino.

– ¡Esto es intolerable!-exclamó Houdini-. Ya le dije antes que mi padre no era un asesino. Cómo pueden decir una cosa así, y en presencia del príncipe, además.

– Cálmese, señor Houdini -dijo el príncipe-. El doctor Watson estaba solo informando sobre la opinión de otra persona. No ha querido ofenderlo.

– Tiene razón, por supuesto -dijo Houdini, recordándoselo-, pero vea, crecí mientras esa mentira se propagaba a mi alrededor, y simplemente no era cierto. Mi padre mató a un hombre en Hungría, pero le obligaron a tomar parte en un duelo de honor. Esa es la razón de que emigrara a Norteamérica tan tarde.

– Houdini -dijo Holmes, aferrando con fuerza el puño de su bastón-› ¿supo alguna vez el nombre del hombre al que mató su padre?

Una chispa de comprensión brilló en los oscuros ojos de Houdini, pero sacudió la cabeza como si quisiera negarlo.

– El nombre de aquel hombre era también barón Rietzhoff de Budapest. Era el padre de su ayudante Franz.

Houdini fijó la mirada sobre sus manos, que tenía entrelazadas sobre su regazo.

– ¿Mi padre mató al padre de Franz? -preguntó sin alzar la vista.

– Eso me temo.

Los cinco, el príncipe, lord O'Neill, Sherlock Holmes, Houdini y yo mismo, nos quedamos en silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos. Imaginé cómo el hombre que llegué a conocer como Franz, revelado ahora como el vástago de una casa noble, había planeado durante años traer la ruina sobre la familia del enemigo de su padre. Después pensé en Houdini, quien se había construido una nueva vida en un nuevo país, y que había conocido a Franz solo como amigo y trabajador de confianza. ¿Cómo podría reconciliar Houdini la pérdida del amigo con ese dominante deseo de venganza, una venganza dirigida contra una familia cuyo nombre ya no llevaba?

Pasado un rato, el príncipe se aclaró la garganta embarazosamente.

– Vaya, he dejado que mi cigarro se apague. Señor Houdini, ¿puedo ofrecerle uno?

– No, gracias, su alteza -dijo Houdini, obviamente preocupado con otros pensamientos-. Nunca fumo, reduciría mi capacidad pulmonar.

– No me diga -dijo el príncipe divertido, y se detuvo un momento para encender de nuevo su cigarro-. Entonces supongo que deberé reducir mis escapismos bajo el agua, ¿no?

– Supongo -convino Houdini distraídamente y dirigiéndose hacia la puerta de la habitación-. Caballeros, les pido que me disculpen. Debo regresar al Savoy. El señor Holmes me ha proporcionado bastante material para pensar. Necesito estar solo algún tiempo.

– Harry -le llamé, luchando con mi bastón para poder ponerme en pie-, escúcheme por favor. No debe echarse en cara nada de lo que ha ocurrido. Realmente tenía muy poco que ver con usted.

Se detuvo por un instante, miró la pesada puerta de la cámara de Gairstowe, y de pronto se mostró nuevamente animado.

– Oh, no me refería a eso, John. Hablaba del asunto este de Kleppini colándose en la propiedad dentro de una lechera. Me ha dado una maravillosa idea para un escapismo. Imagínese. Una lechera común llena de agua. Vaya escapismo.

– Creará sensación -estuve de acuerdo.

– Oh, una cosa más -dijo más tranquilo, volviéndose en la puerta-. Por favor, no escribas sobre nada referido a este asunto, John. No mientras yo siga vivo, al menos. Es solo que… Bueno… preferiría que Bess no conociera la verdad. Quiero que piense que Franz murió mientras trataba de protegerme. Después de todo -dijo, haciéndonos un inequívoco guiño-, el espectáculo debe continuar.

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