12. Nos convertimos en criminales

No había pasado una hora cuando llegamos al Strand e intentamos entrar en el teatro. Las puertas principales estaban fuertemente aseguradas y todo el edificio se encontraba a oscuras. Los carteles de Houdini que aún quedaban se encontraban o bien hechos jirones, o parcheados con los avisos de cancelación, y contribuían a agudizar la sombría atmósfera.

Continuamos bajando por un callejón lateral y nos encontramos con que la puerta del escenario también tenía el cerrojo echado.

– ¿Cómo entraremos? -susurré, aunque, la verdad, no era probable que hubiera nadie allí para escucharme.

– Probemos a ser tan ingeniosos como nuestro ladrón, Watson -dijo Holmes, sacando de su bolsillo un estuche de piel que abrió para descubrir una brillante hilera de herramientas metálicas.

– Cielos, Holmes. Son herramientas de ladrón. Son ganzúas para cerraduras.

– Absolutamente cierto -dijo, inclinándose sobre la cerradura de la puerta-. Aunque no creo que Houdini se sienta amenazado por esto, se me dan bien las cerraduras comunes. Sostenga la linterna justo así, Watson. Esto debería llevar solo un momento.

No se podría acusar a Holmes de falsa modestia a la hora de valorar sus habilidades como cerrajero, ya que pasó cerca de un cuarto de hora trabajando en la cerradura, gruñendo todo el rato, hasta que al final escuchamos un agudo clic y la puerta se abrió hacia adentro.

– La cerradura estaba dura -dijo Holmes, malhumorado, cuando penetramos en la oscuridad del teatro.

Cuando apuntamos la linterna hacia la zona de bastidores vimos grandes cajones de embalaje y otros bultos de formas más irregulares, todos cubiertos con hules para protegerlos del polvo del teatro. Tras caminar con precaución entre los listones y los contrapesos, pronto llegamos hasta donde se encontraban los restos de lo que fuera la cámara acuática de tortura, que centelleaban de forma amenazadora a la luz de la linterna. Y, poco más allá, se alzaba el imponente muro de ladrillo sólido.

– Nada ha sido movido desde el arresto de Houdini -susurré-. El muro se encuentra justo donde lo dejó.

– Sí -llegó la lenta respuesta-, pero si no tiene objeción, nos limitaremos a rodearlo en lugar de atravesarlo. Es más sencillo de esta manera.

– Pero ¿por qué supone…? ¡Cielos! ¿Qué es? -apunté la linterna en dirección a un repentino movimiento donde se encontraba el telón del fondo.

– Ratas -respondió Holmes-. Venga por aquí.

Cruzamos el oscuro escenario y nos internamos en el corto pasillo de habitaciones en la zona de bastidores más retirada.

– El camerino de Houdini es el primero a la izquierda. Mire a ver qué puede encontrar.

– ¿Adónde va? -pregunté, pero Holmes se puso un dedo sobre los labios precavidamente y se alejó. Solo, me colé en la habitación que me había indicado y comencé a examinarla.

El camerino de Houdini era pequeño y notablemente carente de las vanidades propias de su profesión. De un perchero situado en una esquina, colgaba una gabardina azul y un modesto sombrero de paja. En el armario había cuatro chaquetas de traje negras, tres con mangas desmontables, y ocho pares de pantalones a juego que se veían considerablemente desgastados por la rodilla. Había dos trajes de baño y una bata, todos perfectamente colgados y cuidadosamente dispuestos; y sobre el suelo del armario yacía el objeto de nuestra visita, cinco pares idénticos de zapatos. Seleccioné el par más viejo y me lo coloqué bajo el brazo.

Al desviar mi atención del armario advertí que la meticulosidad de Houdini también se reflejaba en su tocador. Guardaba allí solo aquellos artículos de uso personal que eran estrictamente necesarios, y bastantes menos de los que yo mismo acostumbraba a usar. Donde uno hubiera esperado ver un neceser o una caja de maquillaje, en la mesa de Houdini se encontraba en su lugar el retrato de una venerable anciana, que imaginé sería su madre. Alrededor del marco dorado se amontaban pedazos de bobinas y muelles de metal, uno o dos candados, pedazos de esposas rotas, y un par de empulgueras medievales.

Tomé asiento frente a esta peculiar colección de objetos, y no pude dejar de reflexionar sobre las aparentes contradicciones en la personalidad de Harry Houdini. Mientras que al principio me había parecido absolutamente pomposo y presuntuoso, en momentos de crisis había observado su preocupación no por su propia seguridad o comodidad, sino por el bienestar del arte que con tanta tenacidad había luchado por perfeccionar. En este camerino suyo, sus efectos personales no transmitían ningún signo de afectación teatral. Al contrario, los gustos privados de Houdini eran simples hasta lo ascético, y los únicos adornos eran aquellos que contribuían a su imagen escénica. ¿Dónde, entre el extravagante actor y el disciplinado artista, se encontraba el auténtico Houdini?

No llevaba mucho tiempo absorto en estas reflexiones, cuando el silencio del teatro fue roto por un agudo y estridente grito que solo podía provenir de Sherlock Holmes.

– ¡Dios mío!-grité, precipitándome fuera de la habitación-. ¿Está bien? ¿Qué ha pasado? -Me abrí paso sorteando apresuradamente los embalajes cubiertos y los telones de bastidores, barriendo frenéticamente con la linterna el oscuro espacio-. ¿Puede oírme? ¿Dónde…?

Un poderoso brazo salió de la oscuridad y rodeó mi cuello, sujetándome con fuerza. El ataque fue tan repentino que no tuve oportunidad de resistirme, y así, mientras era inmovilizado por detrás, no podía siquiera ver a mi adversario.

– ¿Quién es? -gruñó una voz amenazadora, muy por encima de mi oreja. Sentí como tensaba aún más su brazo sobre mi cuello-. ¿Por qué está aquí? -La linterna cayó estrepitosamente al suelo-. Hable. Hable o le rompo el cuello.

Incluso en medio de mi angustia fui capaz de reconocer el entrecortado acento de mi agresor.

– ¡Franz! -Mi voz salió en una ahogada exclamación-. Soy Watson. Libéreme.

– ¿Doctor Watson? -Me soltó y me hizo girar en redondo como si fuera un muñeco de trapo-. ¡Oh, no! Entonces debe de ser Sherlock Holmes a quien he empujado escaleras abajo.

– ¿Qué? ¡Holmes! -Corrí hacia el borde del escenario- ¿Está bien? ¿Puede oírme? Dé las luces, Franz, no puedo verlo.

Franz corrió hacia bastidores mientras yo gritaba desesperadamente y forzaba mis ojos en la penumbra.

– Holmes. ¿Puede oírme? ¿Está ahí abajo?

– Por favor, no grite, Watson. -Me llegó una voz familiar-. Mi cabeza todavía no se ha recobrado del primer ataque.

– ¿Está bien? ¿No está herido?

– Estoy muy bien -dijo-, aunque este no ha sido mi mejor momento.

Por fin se encendieron las luces para descubrir a Holmes sentado en el pasillo palpándose cautelosamente la nuca. Franz, enormemente aliviado al ver que no había acabado con el detective más grande del mundo, alzó a Holmes y lo colocó sobre la butaca más cercana.

– Perdóneme, por favor, señor Holmes -dijo ansiosamente-, no podía ver que se trataba de usted. Deberían haberme llamado antes de venir.

– Sí, bueno, no hay por qué disculparse -dijo Holmes, haciendo una mueca de dolor mientras yo comprobaba una hinchazón en su nuca-. No es más que lo que merezco. Estoy convencido de que sus razones para estar aquí son más encomiables que las nuestras, ¿no es así?

– ¿Acaso necesito una razón para estar aquí, señor Holmes? ¿En qué otro sitio podría estar? ¿En una viciada habitación de hotel? No, gracias.

– Pero ¿usted no dormirá aquí verdad?-pregunté, una vez que me sentí satisfecho al comprobar que Holmes no había sufrido ninguna herida de gravedad-. Ni siquiera Houdini llega tan lejos.

– Eso es tan solo porque su mujer no lo permitiría, doctor -respondió Franz-. Así que la responsabilidad recae sobre mí. Yo no querría que fuera de ninguna otra manera. Es lo menos que puedo hacer por los Houdini.

– ¿Lo menos?-preguntó Holmes-. Me parece que Houdini espera en realidad mucho de usted.

– En absoluto -contestó Franz-. Mire, soy más que un simple ayudante del señor Houdini. Mucho más. Soy su confidente, su… su… -Franz pensó por un momento- su doctor Watson, si me permiten. Ambos, él y la señora Houdini, me han tratado como a su familia desde que el destino nos unió en Stuttgart.

– ¿El destino los unió?-preguntó Holmes-. El destino no suele ser tan complaciente.

Franz sonrió.

– Sí, debe de parecerle raro, señor Holmes, pero yo creo mucho en el destino. He tenido… He tenido una extraña vida, y de no haberme encontrado los Houdini cuando lo hice, ahora podría estar muerto o algo peor.

– ¿Muerto o algo peor?

Franz asintió.

– No escondo mi pasado -comenzó-, pero no es una historia agradable.

»Nací en Stuttgart en una antigua familia de abolengo, y fui criado para una vida de frívola comodidad. Pero mi padre murió cuando yo todavía era joven, y dejó una serie de deudas tras él. Mi madre lo hizo lo mejor que pudo, pero no consiguió salvarnos de la ruina. Nos arrebataron todas nuestras propiedades y quedamos condenados a la pobreza y la desgracia. A los tres años, mi madre también nos abandonó.

Franz cruzó y luego descruzó otra vez sus enormes manos.

– Tenía veinte años. No tenía dinero ni habilidad, solo contaba con ese tipo de educación propia de un joven de alta sociedad. Estaba mal preparado para lo que me esperaba. En los seis años que siguieron… Bueno, basta con decir que al cabo de seis años había caído muy bajo en el mundo. Vivía al día y, lo que es peor, había desarrollado una poderosa y consumidora adicción por la cocaína. La droga me volvía loco. Y hubiera hecho cualquier cosa para satisfacer mi avidez. ¿Pueden entenderlo? ¿La depravación? ¿Pueden imaginarse la absoluta degradación de su propia alma?

Holmes eligió no responder.

– Es un tiempo de mi vida que, afortunadamente, no recuerdo muy bien. Hay pedazos y fragmentos que vuelven a mí: rebuscar en la basura, dormir con alimañas, golpear a un anciano por su abrigo. No, no estaba por encima de robar a otros para alimentarme a mí mismo y a mi adicción. Vivía a costa de viajeros que hubieran sido lo suficientemente imprudentes como para extraviarse en la zona de los muelles, un área conocida como «la guarida de Satán».

»Una noche asalté a una joven pareja de norteamericanos y exigí su dinero. No lo sabía en aquel momento, pero se trataba del señor y la señora Houdini. Había sido lo suficientemente estúpido como para pensar que a un hombre tan pequeño lo dominaría fácilmente. Pero el señor Houdini no estaba intimidado ni por mi tamaño ni por el cuchillo con que lo amenazaba. En un segundo, me había derribado y arrebatado el cuchillo. Me dejó completamente indefenso. Pero no se detuvo ahí. Cogió mi cuchillo, rompió la hoja, y dijo: «Una cosa es amenazarme a mí, mi gran amigo, pero cuando amenazas a mi mujer, eso es completamente diferente». Para acortar la historia, los Houdini se preocuparon de que me curara de mi adicción y recuperara la salud, y cuando les llegó el momento de regresar a Norteamérica, me fui con ellos.

Franz buscó en su bolsillo y sacó el mango roto de un parang. [13]

– Esto es todo lo que queda de la vida que una vez tuve. Y así, señores, es como conocí al hombre que Scotland Yard califica ahora de ladrón. Houdini no es un ladrón. Es un reformador de ladrones.

– Es una historia extraordinaria, Franz -dije.

– Sí, sí que lo es -estuvo de acuerdo Holmes-. ¿Y usted ha viajado con Houdini desde entonces?

– Sí, durante cuatro años. Han sido los mejores cuatro años que he conocido. Pronto, estas ridículas acusaciones contra el señor Houdini se probarán falsas y él volverá a actuar de nuevo. Se encontrará con que lo tengo todo preparado. -Franz miró en torno al teatro con orgullo-. Todo estará listo.

Holmes se levantó y se frotó la nuca.

– Quizá usted pueda ayudarnos a adelantar ese día, Franz. Su capacidad puede sernos de ayuda.

– De acuerdo. Haré todo lo que pueda. Podría caminar hasta el fin del mundo para enderezar este asunto.

– Eso no será necesario. Todo lo que necesito es información.

– Pregúnteme lo que quiera.

– ¿Ha estado en el teatro cada noche desde el arresto de Houdini?

– Cada noche desde que llegamos a Inglaterra. Alguien tiene que estar con el espectáculo todo el tiempo. Estos secretos son los más buscados de entre todos los del vodevil. Debemos mantenernos alerta.

– Excelente -dijo Holmes-, y, durante ese tiempo, ¿ha habido algún intruso? ¿Quizá alguien más experto que el doctor Watson y yo mismo?

Franz rió de buena gana.

– Sí/señor Holmes. Ustedes los británicos no son diferentes de los norteamericanos en lo que se refiere a los secretos de Houdini. No he cogido a nadie, pero he visto los indicios.

Los ojos de Holmes brillaron.

– ¿Qué indicios?

– Oh, cosas que no están en su lugar. Envolturas alteradas.

– ¿Algún tipo de desorden en el camerino de Houdini?

Franz observó a mi compañero con mirada perpleja.

– Sí, de hecho, aunque se me escapa qué pudiera ser lo que nadie esperara descubrir allí.

– ¿Nos mostraría qué es lo que fue alterado? -preguntó Holmes impaciente.

– Desde luego, si considera que es importante -dijo Franz conduciéndonos de vuelta al escenario-. Solo un momento, encontraré la luz de la zona de bastidores.

Mientras él iba a encender las luces, yo volví al lugar donde mi linterna sorda se había caído, y fue ahí donde hice el descubrimiento más inquietante. Todavía un poco tembloroso por el abrazo estrangulador de Franz, me apoyé en una de las cajas cubiertas y me incliné para recuperar la linterna. Cuando volví a incorporarme, descubrí que mi mano estaba inexplicablemente pegajosa. Fue entonces cuando me percaté del olor que, como médico, conocía demasiado bien.

– Holmes -dije tranquilamente.

– En un momento, Watson. Debemos ver…

– Holmes.

– Muy bien Watson, qué… -Al acercarse, él también percibió el olor. Sin más palabras, descubrió el cajón y vimos que tenía un candado.

– ¡Franz!-gritó el detective-. Debemos abrir este baúl.

– No puedo, señor Holmes. Este es el baúl de la famosa sustitución metamórfica del señor Houdini, uno de sus secretos más celosamente guardados.

De nuevo, Holmes sacó sus herramientas de ladrón y se puso a trabajar en la cerradura con severa determinación.

– De acuerdo, señor Holmes -dijo Franz-. No haga eso. Solo lo dañará.

Se sacó un juego de llaves y abrió el cerrojo.

– ¡Oh, Istenem!-exclamó al levantar la tapa-. Esto es terrible. Terrible

Allí, en el baúl, estaba encajado el cuerpo de una joven, estrangulada de una manera horrible con un pedazo de cadena de acero. Rodeaba tan estrechamente su cuello, que mordía profundamente en la carne amoratada, y lanzaba reflejos carmesí sobre un rostro de tan extraordinaria belleza, que ni siquiera los estragos de la violencia habían conseguido desfigurar por completo.

– Holmes -susurré con voz ronca-, ¿quién es esta desafortunada criatura?

Holmes se volvió hacia mí con el rostro pálido de sorpresa.

– ¿Cómo? ¿No la reconoce?

Miró de nuevo a la figura del baúl

– Es la condesa Valenka.

Загрузка...