Sherlock Holmes tenía por norma no discutir sobre un caso mientras este se desarrollaba. Yo digo que esta reticencia no era sino un gesto de vanidad por su parte, una manera de satisfacer ese peculiar amor suyo por lo dramático, que hacía de sus investigaciones algo notable. Holmes insiste en que tan solo desea evitar la especulación vana que podría sesgar sus conclusiones. Cualquiera que fuera la razón, esta negativa a deliberar era uno de sus caprichos menos entrañables, y por mucho que lo intentara, como lo hice cuando abandonamos Stoke Newington, no pude persuadirlo para que contestara a mis preguntas. De esta manera, durante todo el camino hasta la calle Baker parecía que solo pudiera hablar de hemoglobina.
– Tome nota de lo que digo, Watson -dijo-: pronto veremos cómo investigadores de policía de todo el mundo se encierran en sus laboratorios y se vuelcan en sus microscopios para observar la hemoglobina. Es inevitable.
– ¿Realmente cree que las gotas de sangre son más útiles para los criminólogos que, pongamos, las huellas?
– Decididamente -respondió-. Una vez que todas las propiedades de la hemoglobina se conozcan y comprendan, los métodos tradicionales para localizar a los criminales se abandonaran como reliquias anticuadas. Lo he sabido hace años.
– Seguramente las huellas no -insistí-. ¿Huellas como las que había en el estudio de lord O'Neill? ¿No le serán de utilidad esas huellas en este caso?
– Huellas. Las huellas son pruebas groseras, Watson. Mire con qué facilidad una mente como la de Lestrade se desvía por causa de ellas. La hemoglobina permite la precisión analítica de la ciencia moderna cuando la huella puede estar sujeta a multitud de variantes. Una huella se puede expandir o contraer, o la puede pisar alguno de los secuaces de Lestrade…
– Pero seguramente los métodos tradicionales de investigación criminal se puedan reconciliar con los avances de laboratorio. Por ejemplo, ¿si fuese capaz de analizar el inusual tipo de barro que compone esas huellas…?
– No, no, mi buen amigo. Esa pequeña irregularidad no podría ser desvelada en el laboratorio de ninguna manera. Ahora, si el ladrón hubiera sido tan amable como para haber dejado un poco de hemoglobina…
– Holmes, es usted insufrible. ¿No me va a contar nada sobre el asunto de Gairstowe?
– Mi querido Watson, los hechos, tal y como son, están todos frente a usted.
– Pero no deduzco nada de ellos.
– ¿Nada, Watson? ¿Puede ser este el mismo hombre cuya inteligencia natural y perspicacia son el deleite de millones de personas? Usted ha visto todo lo que yo he visto, pero no lo ha observado. Piense Watson, estrújese el cerebro.
– Bien -comencé, e intenté emplear la elogiada lógica de mi amigo-, quienquiera que robara esas cartas debía conocer su existencia con antelación. Esto reduce nuestros sospechosos de forma considerable.
– ¡Excelente!-exclamó Holmes-. Proceda.
– El ladrón debe de estar conectado con la reunión de diplomáticos de algún modo para haber accedido a Gairstowe House. Como invitado o como empleado.
– Se está superando a sí mismo. Le ruego que continúe.
– Además -continué, satisfecho con el entusiasmo de mi compañero-, debía de poseer una asombrosa habilidad para penetrar en lo que, de hecho, es una caja fuerte.
– ¡Maravilloso!-exclamó Holmes, aplaudiendo con fuerza-. Ha dibujado un preciso retrato de nuestro sospechoso. Debo decir, Watson, que si alguna falta encuentro en esas crónicas que ocasionalmente pone a disposición del público, es que a menudo me halaga haciendo parecer que es usted poco brillante en comparación. Es muy modesto en lo que se refiere a sus dotes.
– Vaya, Holmes -dije, profundamente conmovido-, han sido realmente unas amables palabras.
– Sí, si bien es cierto que ha asumido una visión de algún modo rudimentaria y percibe tan solo lo que es dolorosamente obvio, usted ha proporcionado, en cualquier caso, un sucinto y funcional resumen.
– Pero…
– Vamos, Watson. Si basamos nuestras especulaciones en los hechos tal y como los acaba de perfilar, ¿quién sería nuestro primer sospechoso? ¿Quién ha tenido ambas, la oportunidad y la habilidad?
– Houdini -admití avergonzado.
– Precisamente. Y ¿qué lugar hay para Kleppini, quien no tiene ninguna clase de conexión con la reunión en Gairstowe, en su resumen?
– Ninguno -dije.
– Exactamente. Pero no desespere. El asunto es muy complicado. Creo que incluso mi hermano Mycroft no ha sido capaz de reconocer la auténtica amplitud del problema. Y si nosotros fracasáramos… -Su voz se apagó.
– Holmes -insistí-, ¿y si nosotros fracasáramos? ¿Cree que las cartas se harán públicas?
– En el mejor de los casos, un negro y prolongado escándalo. Pero en un momento en que la sucesión parece tan cercana, y las relaciones con Alemania son tan tensas…
– Entonces debemos recuperar las cartas -dije con resolución-. No es la primera vez que evitamos un escándalo real. [10] ¿Por dónde deberíamos empezar?
– Debemos comenzar, mi resuelto amigo, por dejarle a usted en la calle Baker. Hay uno o dos pequeños puntos que quiero estudiar por mí mismo.
– Pero Holmes…
– No servirá, Watson. Esta es una de esas raras ocasiones en las que su presencia sería un obstáculo.
– ¿Pero qué va a hacer? ¿Va usted a ver a la condesa?
– ¿La condesa? No, decididamente no, Watson. No sin usted. La condesa es una mujer. Sería realmente estúpido por mi parte entrevistarme con una mujer sin contar con sus dotes naturales. -Rió alegremente para sí mismo-. De hecho, estaba a punto de sugerirle que le hiciera una visita a la condesa en mi ausencia.
– ¿Yo? ¿Y qué he de decirle?
– Tómele la medida, Watson. Descubra sus motivos auténticos con esos suaves y fascinantes encantos suyos. Veamos si no puede descubrir qué pasó realmente entre ella y el príncipe. Y más importante aún, debo saber si todavía él le importa o no. Solo entonces sabremos si nos enfrentamos con una chantajista o una amante celosa.
– De acuerdo -asentí-, iré inmediatamente.
– Ah, espere -dijo Holmes cuando una nueva idea se le pasó por la cabeza-, si puedo abusar un poco más de su buen carácter, le sugeriría que fuera primero a ver cómo se encuentra Houdini en Scotland Yard. Recuérdele su promesa de permanecer allí. Me imagino que en este momento estará, podríamos decir, perfectamente encadenado.
En realidad, la expresión resultó ser mucho más precisa de lo que Holmes se hubiera imaginado, porque al llegar a Scotland Yard me encontré a Houdini no solo atado, sino también encadenado y esposado. Evidentemente Lestrade se había dado cuenta de que solo confinarlo en una celda no era una medida suficiente para prevenir una fuga. Acorde con esta idea, encontré a Houdini atado a una silla con una longitud de cuerda tal, que la habían enrollado en torno a su cuerpo hasta envolverlo. Le daba una apariencia como la de una mortaja de una de esas momias de Egipto; solo su cabeza quedaba al descubierto. Por encima de esta envoltura le rodeaban varias cadenas de acero, fuertemente aseguradas con impresionantes candados, y finalmente, sobre todo aquello habían añadido pesadas correas de cuero de las utilizadas para contener a los locos. Cualquiera de estos medios hubiera bastado, por lo que la acumulación de todos se hacía agobiante e incómoda y, en el caso de Houdini, humillante.
– Doctor Watson -dijo el desafortunado, forzando una débil sonrisa-, perdone si no me levanto.
– ¡Señor Houdini!-exclamé airado, aferrándome a la pequeña ventana enrejada de su celda-. Este tratamiento es escandaloso. Es innecesariamente severo. Debo hablar con Lestrade de inmediato.
– No se moleste, doctor -dijo Houdini con amarga risa-, Bess está con él ahora. Créame, si ella no puede conmoverlo, es que tiene el corazón de piedra.
– Es simplemente indecente que lo traten a usted de esta manera -insistí.
– Bueno, es innecesario -suspiró lánguidamente-. Les dije que no escaparía. Houdini siempre mantiene su palabra. Si quisiera escapar, doctor Watson, estas pequeñas molestias no me lo impedirían.
Era un noble sentimiento, expresado con valentía, pero Houdini reflejaba apenas un vestigio de su antigua convicción. Viéndolo así, indefenso y desalentado, con ojos vidriosos y sin expresión, me recordó un ave de presa a la que recortan las alas por deporte. Hubiera preferido su habitual arrogancia antes que esto, porque ahora, desprovisto de su fuego y dignidad, Houdini se había convertido en la más pálida sombra de un hombre.
En aquel momento, la puerta más alejada del bloque de celdas se abrió y Bess Houdini fue conducida al interior por el agente de guardia.
– Harry -llamó, y se acercó corriendo a la celda de su marido -, Harry, he hecho todo lo que he podido, pero ese Lestrade es imposible. Insiste en que escaparás si te lo permite. Le he dicho que has dado tu palabra, pero dijo que tu palabra no significa nada para él. Le dije cuatro cosas por eso, te lo aseguro.
Houdini miró hacia el suelo.
– Doctor Watson -dijo la pequeña mujer girándose hacia mí-, no ha llegado nada de este asunto a ningún periódico ¿verdad? Harry estaría acabado. Un artista debe preservar su reputación tanto fuera del escenario como sobre él. Cualquier mancha o sospecha de mala conducta genera que todo el mundo chismorree. Si esto se sabe, la carrera de Harry habrá terminado, limpie Holmes su nombre o no.
– No ha aparecido nada en ningún periódico.
– Bueno, al menos eso es un alivio -miró a través de las barras a su marido, que estaba estirando sus hombros contra las ataduras, aparentemente intentando relajar sus rígidos músculos. La señora Houdini continuó:
– ¿Han hecho usted y el señor Holmes algún progreso? ¿Han descubierto alguna pista a nuestro favor? Parecen ser las únicas personas en todo Londres que creen que Harry es inocente.
– Holmes está convencido -le aseguré-. No me sorprendería si estuviera desmontando el caso contra su marido incluso en este mismo momento. -Continué describiéndole nuestro encuentro con Mycroft Holmes en el Club Diógenes, lo que pareció interesar enormemente a la señora Houdini.
– ¿Mycroft Holmes? -preguntó-. ¿Y trabaja en Whitehall, dice? Muy bien. Harry, volveré en una hora más o menos. Franz vendrá a las dos. Doctor Watson, espero verlo cuando este asunto haya terminado. Me marcho a Whitehall.
– Pero señora Houdini -dije-, Mycroft Holmes es… -pero la decidida mujer estaba ya en la puerta del fondo llamando al guardia para que la dejara salir.
– Puede ahorrarse el esfuerzo, señor Watson -me dijo Houdini-, Bess está resuelta a limpiar mi nombre, aunque para ello tenga que hablar con el propio primer ministro. Si su Mycroft Holmes se encuentra en alguna parte de Londres, ella lo encontrará.
– No lo dudo, pero sospecho que se han embarcado en una tarea mayor de la que imagina con el hermano de Holmes.
– Es posible que no, Watson. Yo también tengo un hermano ¿sabe? Su nombre es Theo, Theo Hardeen, el mago de las esposas.
– Creo que no me suena ese nombre -se me escapó.
– A nadie le suena, doctor, ese es el problema de Theo. Y aquellas personas que van a verlo lo recuerdan solo como el hermano de Houdini. Sé que no le gusta, pero mamá siempre decía… Mamá. Gracias a Dios que no ha vivido para verme así. ¿Se lo puede imaginar? La habría matado. Estaba tan orgullosa de mi éxito, tan orgullosa. Y ahora… -Houdini bajó los ojos- dicen que soy un ladrón. ¿Cómo puedo probar que no lo soy? Nunca he hecho ninguna cosa deshonesta en toda mi vida. Me he ganado todo lo que he tenido. Intente explicárselo a su inspector Lestrade o a su Mycroft Holmes del Gobierno británico.
– Pronto será libre, señor Houdini. Sherlock Holmes probará su inocencia. Usted podrá ir al Club Diógenes y decirle a Mycroft Holmes lo que me acaba de decir.
– ¿A uno de sus exclusivos clubes británicos? Ya. Soy un maestro saliendo de sitios, doctor Watson, no entrando. Hay algunos muros que ni siquiera yo puedo traspasar.
– No lo entiendo.
– ¿No? Doctor Watson, mi padre era rabino. Soy judío. Mi nombre real es Erich Weiss. ¿Cuántos judíos americanos cree que puede uno encontrar en sus clubes británicos cenando con condes y duques?
Lo consideré por un momento y entonces recordé algo que había dicho Mycroft Holmes la noche anterior.
– Señor Houdini -titubeé-› Mycroft Holmes dijo, es decir, creo que dijo que su padre era un… un asesino.
Houdini dio un grito ahogado y se retorció violentamente bajo sus ataduras.
– ¡Un asesino! ¡Mi padre! Si le hubiera conocido, doctor Watson. Era el espíritu más delicado que haya conocido nunca, un santo. -Houdini hizo una pausa, respiraba pesadamente. Con un enorme esfuerzo, recuperó el control de sus emociones-. Mi padre se vio obligado contra su voluntad a batirse en un duelo de honor, después del cual abandonó Budapest y se marchó a América para que no le persiguieran. Por esa razón estaba tan decidido a educar a sus hijos como norteamericanos, aunque él nunca llegase a comprender realmente las costumbres norteamericanas, ni siquiera el idioma. Esa es la razón por la que estoy orgulloso de ser norteamericano, a pesar de lo que ustedes los británicos puedan decir de nosotros. ¿Y pueden dudarlo? Mire lo que me ha pasado aquí. Acusado de un crimen que no he cometido, el maestro del escapismo se pudre en la cárcel. ¡Salve, Britania!
Cuando terminó de pronunciar esta diatriba, dejó caer la cabeza como si estuviera exhausto. Después de unos instantes se recuperó y levantó la cabeza para mirarme. Tenía los ojos vidriosos de nuevo, y habló en un tono carente de emociones.
– Quizá sea mejor que me deje ahora, doctor. Pronto será la hora de que los guardias me levanten para hacer ejercicio y comer, y después me volverán a atar. Dígale al señor Holmes que aún estoy aquí. El gran Houdini está todavía en la cárcel.
No pude mirarlo a los ojos cuando me levanté para marcharme.