20. Un truco oculto

De la manera más extraordinaria, la infortunada muerte del hombre de la bufanda roja pronto conduciría a la resolución de nuestro caso. De no haber fallecido, y además en aquel preciso momento y manera en que ocurrió, nunca hubiéramos recuperado las cartas de Gairstowe. Todo esto, sin embargo, no fue aparente de inmediato. Mi primera impresión, la que siguió al horrible suceso, fue la de que todos nuestros esfuerzos habían sido en vano.

Fue necesario reducir nuestra velocidad mientras Houdini volvía a escalar por la cuerda hasta el ala del aparato. Y al hacerlo, perdimos de vista el aeroplano de Kleppini. Tras haber concluido de esta manera la persecución, intentamos recuperar los restos del agresor de Houdini, pero después de pasar varias veces por encima del prado donde había caído, no encontramos ningún signo del cuerpo. Aunque lo más seguro es que hubiera muerto a causa del impacto, la hierba alta ocultaba todo rastro.

– Bueno, creo que esto es todo -dijo Houdini con desánimo cuando hicimos aterrizar el aeroplano en Ruggles, una experiencia que espero no repetir nunca-. Hemos perdido a Kleppini, y nunca podremos encontrar el cuerpo de ese otro tipo. Creo que hemos perdido la batalla.

– Al contrario -dijo Sherlock Holmes-, la fortuna ha decidido sonreírnos.

– Venga, Holmes -dijo Houdini-, ¿por qué no afronta la verdad? Se terminó.

A la vista de lo que acababa de suceder, era fácil ver por qué Houdini se había desanimado tanto, pero yo conocía a Holmes demasiado bien para dar por descontada la aparente falta de fundamento de su optimismo.

– ¿Cómo ha podido mejorar nuestra situación? -pregunté.

– Es bastante simple -comenzó-, con la muerte de…

– ¡Oh, déjelo, Holmes! -exclamó Houdini, enfadado-. ¿De qué nos sirve explicarlo? Hace rato que Kleppini desapareció. No hay nada que podamos hacer.

Sherlock Holmes ha tenido que soportar mucha incredulidad a lo largo de los años, y siempre es, de algún modo, divertido, ver cómo maneja a los incrédulos. Recuerdo una ocasión, muchos años antes, cuando se le llamó para resolver el caso del insidioso Joruel, el Estrangulador, un misterio que se articulaba sobre la inexplicada desaparición del arma del crimen. «¿Cómo es posible que desaparezca un garrote en el aire?» demandó el inspector Gregson. «Explique eso, señor Holmes y habrá resuelto el caso». Con una característica sonrisa suya sobre los labios, Holmes se sacó un garrote similar del bolsillo, lo exhibió ante Gregson y, sin mayor comentario, se lo tragó.

La misma sonrisa se extendió ahora por su rostro al caminar hasta el granero para empujar la puerta corredera. Apenas la había abierto, cuando uno de nuestros dos caballos se abrió paso y salió al prado.

– Es extraño -dije-. ¿Dónde está el otro caballo?

– Este granero tiene una puerta trasera -añadió Houdini-. Quizá… ¡Dios mío! No puede ser.

Ahora era el turno de Houdini de quedar atónito por el contenido del granero. Holmes abrió la puerta por completo para descubrir el aparato volador de herr Kleppini.

– El aeroplano de Kleppini. -Houdini se maravilló-. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Por qué ha regresado?

– Obviamente algo ocurrió durante el vuelo que lo obligó a cambiar de idea en cuanto a dejar el país. Creo que pisamos terreno firme, por decirlo de alguna manera, si asumimos que este suceso fue la muerte de su patrón.

– ¿Por qué debería la muerte de ese hombre ser la causa del regreso de Kleppini? -pregunté.

– Por qué. Efectivamente. Aquí entramos en el embriagador campo del razonamiento deductivo. ¿Qué provocaría que Kleppini detuviera su exitoso vuelo?

– Holmes, ¿nos va a llevar esto a algún lado? -reclamó Houdini, saltando alternativamente sobre sus dos pies-. Si Kleppini se encuentra todavía en algún lugar de Inglaterra, ¿no deberíamos perseguirlo?

– Pensé que sería útil si decidiéramos dónde buscar.

– De acuerdo, prosiga.

– Esta mañana, temprano -comenzó Holmes, mientras examinaba el daño que Houdini había causado en el ala del otro aparato-, nuestro misterioso adversario llegó a Gairstowe para descubrir que nosotros tres le estábamos tendiendo una trampa a Kleppini. Sensatamente, concluyó que sus planes habían sido descubiertos y, más allá de eso, se dio cuenta de que lo único que podía hacer era abandonar el país.

– Pero, ¿para qué volvemos sobre eso ahora?-preguntó Houdini-. Ese hombre, quienquiera que fuese, está muerto.

– Exactamente -estuvo de acuerdo Holmes-. Y con su muerte, Kleppini se encontró de repente con que era un agente independiente. Ya no estaba obligado a seguir las decisiones de su patrón, y eligió, contra toda lógica, regresar aquí. ¿Por qué? Evidentemente hay algo que los dos dejaron atrás, algo que Kleppini cree que vale el considerable riesgo de verse capturado.

– Los documentos de Gairstowe.

– Watson, se supera usted una vez más. Esa era precisamente mi conclusión.

– Entonces debemos ir a Brighton de inmediato.

– Si los documentos estuvieran en Brighton, Kleppini hubiera volado hasta allí sin duda. El daño causado en su ala no era tan grande como para impedirlo.

– Pero… ¿dónde están entonces?

– Creo que encontraremos a Kleppini y los documentos en el Savoy.

– ¿En mi teatro!-exclamó Houdini-. Pero ¿por qué allí?

– Creo que lo sé -dije-. Olvida que el interés de Kleppini en este crimen era crear la ilusión de su culpabilidad. ¿De qué mejor manera favorecería esa ilusión que situando los documentos robados en su posesión? Eso es, ¿no es así, Holmes? Debemos dirigirnos hacia el Savoy de inmediato.

Sherlock Holmes no confirmó ni contradijo mi conclusión, y me dejó así con la intranquilizadora sensación de que el problema era más complicado de lo que yo había adivinado.

– Miren -dijo-, allí están el carro del lechero y el caballo de Kleppini. Debe de haber tomado uno de nuestros caballos, pero si enganchamos el otro al carro aún podemos llegar al teatro antes que él.

– Hay una cosa que me preocupa, Holmes -dijo Houdini-. Mi ayudante, Franz, pasa la mayor parte del

tiempo en ese teatro, y siempre está alerta ante posibles intrusos.

– Lo sabemos -dijo Holmes con pesar, recordando nuestro último encuentro con Franz.

– Bueno, ya ha visto de lo que es capaz Kleppini. Solo tengo miedo de que… si Franz se pone en su camino…

– No se preocupe -traté de tranquilizarlo-, llegaremos a tiempo.

Debo decir que ninguno de nosotros se dejó convencer demasiado por mis promesas, y Houdini, con apariencia sombría, no dijo nada durante todo el camino hasta el Savoy.

Holmes tomó las riendas y fue sorprendente lo poco que tardamos incluso al llegar al centro de Londres; las congestionadas calles de la ciudad eran para él poco más que un problema matemático en su consideración. Esto generó una técnica de conducción altamente inventiva, y dudo de que se hubiera ganado el aprecio de los policías de tráfico londinenses en el momento en que por fin llegamos al Savoy.

– ¡Miren esto! -bramó Houdini, saltando del coche frente a uno de sus carteles teatrales-. Dice «Pospuesto indefinidamente» justo sobre mi cara. Pediré una disculpa oficial antes de que termine con esto.

– Habrá tiempo para eso más tarde -dijo Holmes rápidamente-. Observo que Kleppini ya ha llegado.

Apuntó hacia las cerraduras de las dos puertas principales del teatro, que ofrecían señales de manipulación.

Houdini se inclinó sobre las cerraduras.

– Miren los arañazos -dijo despectivamente-. Y se llama a sí mismo escapista. Me sorprende que consiguiera siquiera abrirlas. Bueno, eso ahora no importa…

Sacó una herramienta metálica y abrió las puertas con dos enérgicos movimientos.

– Deprisa. Debemos ver si Franz se encuentra bien.

Holmes retuvo al joven mago por el brazo y lo sacó de nuevo por la puerta.

– Espere -dijo-, no debemos simplemente entrar a la carga, como su presidente Roosevelt. Si esperamos descubrir dónde se ocultan los documentos, debemos ser sigilosos. Sugiero que usted se dirija hacia la puerta del escenario y entre desde bastidores. Watson subirá por la sala y yo buscaré en los camerinos.

– Lo asaltaremos sigilosamente, ¿eh? Muy bien Holmes. Buena suerte.

Holmes se volvió hacia mí mientras el joven norteamericano se escabullía rodeando el edificio.

– Watson, ¿está completamente seguro de que es capaz de continuar? Observo que ha estado protegiéndose su lado derecho.

– Lo mismo que usted -contesté, al tiempo que entrábamos en el vestíbulo del teatro-. Parece que ambos hemos sido heridos.

– Es verdad -admitió Holmes mientras friccionaba sus propias costillas-. Muy bien, nos vendaremos las heridas una vez acabe la batalla. Por el momento, permanezca cerca del suelo y no se deje ver. Debemos dar a Kleppini la oportunidad de revelarnos dónde ha puesto las cartas. Baje por el pasillo central y permanezca oculto hasta que lo llame. En su desesperación por recuperar las cartas, sobra decir lo que Kleppini sería capaz de hacer.

– Pero ¿y qué hay de Franz? ¿Llegamos demasiado tarde para ayudarlo?

– Eso me temo -dijo Holmes, y desapareció por un pasillo que llevaba hacia los camerinos.

Me quedé solo en el oscuro vestíbulo del teatro, reuní fuerzas y me acerqué sigilosamente hasta las puertas cerradas de la propia sala. Abriendo una de las puertas tan silenciosamente como fui capaz, me puse a cuatro patas y gateé por el pasillo central. Atrajo inmediatamente mi atención una pequeña figura en medio del gran escenario, inclinada sobre los restos de la destrozada cámara acuática de tortura de Houdini.

Sigiloso, me acerqué aún más, pero ya podía distinguir que el personaje era Kleppini. Estaba arrancando los paneles que tenían aquella cenefa oriental en su base, y farfullaba ofensivas maldiciones mientras lo hacía. Cuando su destructivo examen no le proporcionó las cartas, Kleppini se puso en pie y dio un furioso grito. Volcó entonces la caja sobre uno de sus lados. El escenario tembló bastante cuando la pesada cámara de roble cayó, y se hizo añicos lo que quedaba de los paneles. Fragmentos y pedazos de cristal salieron disparados por el escenario.

El maltrato al apreciado atrezo de Houdini parecía proporcionarle un enorme placer a Kleppini, porque estuvo regodeándose un buen rato antes de que sus ojos se centraran en un objeto entre los restos.

– ¡Ajá! -exclamó en voz alta, cogiendo un fajo de papeles de debajo de la cámara-. Lo tengo. -Y comenzó a desatar el lazo alrededor del paquete.

– ¡Dios mío!-dijo Sherlock Holmes, apareciendo sobre el escenario-. Mire todo este cristal roto. Qué destrozo ha hecho.

Kleppini se giró.

– Manténgase alejado de mí -gruñó, aunque su voz delató por igual sorpresa y miedo-. Quédese donde está.

– ¿Busco una escoba?-preguntó Holmes-. No debería llevar más que un momento.

– Se lo estoy advirtiendo. Quédese ahí. -El hombrecillo buscó a tientas en su bolsillo para sacar un cuchillo de larga hoja.

– Espléndido -dijo Holmes indiferente-› pero prométame que lo dejará todo en orden antes de marcharse. Después de todo, no es justo…

En cualquier otro momento, estoy seguro de que Holmes hubiera logrado capturar a Kleppini, pero justo en ese infortunado instante, el inspector Lestrade apareció con despreocupadas zancadas sobre el escenario desde el lado opuesto. Antes de que el desventurado policía fuera consciente del peligro, Kleppini lo tenía sujeto por detrás.

– ¡Ahora tendrán que dejarme ir!-gritó Kleppini, haciendo retroceder a Lestrade hasta un muro-. O mataré a este policía.

– Veo que he llegado en un mal momento… -comenzó a hablar Lestrade.

– Cállese -soltó Kleppini, rodeando el cuello de Lestrade con un brazo y acercándole el cuchillo con la otra mano-. Ahora, señor Holmes, ni se le ocurra pensar en acercarse a mí. -Miró a su alrededor con nerviosismo mientras yo buscaba frenéticamente la manera de capturarlo-. ¿Dónde está su amigo Watson?-exigió saber Kleppini con recelo-. ¿Y dónde está Houdini? Respóndame.

Holmes gritó dramáticamente y ocultó su rostro entre ambos manos. Cuando volvió a alzar la vista poco después, sus ojos estaban llenos de lágrimas.

– ¡De acuerdo, entonces -exclamó con voz temblorosa-. No puedo ocultarlo más. Houdini está muerto. Una de las riostras se rompió cuando escalaba de vuelta al aeroplano.

Holmes siempre se había sentido cómodo sobre el escenario, y estaba claro que su actuación convenció completamente no solo a Kleppini, sino también a Lestrade.

– ¿Houdini está muerto?-repitió Lestrade-. Es terrible, una lástima…

– ¡Cállese!-gritó de nuevo Kleppini, tensando su abrazo alrededor del cuello del inspector-. Así que se cayó del aeroplano ¿verdad? Bien, eso me ahorra un problema -Se alejó un paso del muro-. Veamos, si pudiera apartarse, este caballero y yo nos marcharíamos.

Durante todo este tiempo había estado buscando desesperadamente una manera de prestar mi ayuda, y por ello no aprecié el grave error de Kleppini. Cuando retrocedió con Lestrade hasta el muro, sin darse cuenta eligió el muro que Houdini usaba en su número de caminar a través de un muro de ladrillo. Esto nos proporcionó una enorme ventaja, porque cuando Kleppini dio un paso adelante alejándose del muro, Houdini apareció repentinamente en el espacio a su espalda, portando un pesado jarrón que rompió en su cabeza. De esta efectiva manera terminó nuestra larga persecución.

Esta vez no había pantallas que ocultaran a mis ojos la ilusión de Houdini, como las había la primera vez que la vimos unos días antes. Y aunque abiertamente admito que el teatro estaba muy oscuro y que mi perspectiva no era la ideal, siento que debo plasmar aquí que mi inconfundible impresión fue que Houdini no había pasado ni por encima ni por debajo del sólido muro de ladrillo, sino directamente a través del mismo.

Todavía me estaba maravillando ante este hecho aparentemente imposible, cuando Lestrade, ya recompuesto, le daba las gracias al joven mago.

– Ha sido muy oportuno que no estuviera muerto de verdad, señor Houdini -dijo el inspector-. Estoy ciertamente en deuda con usted. Reconozco que Holmes estaba en lo cierto respecto a usted desde el principio.

– Gracias, inspector -dijo Houdini, con una reverencia-. Es un placer ayudar. Tenga, mejor que utilice estas esposas con Kleppini antes de que se despierte… Oh, pensándolo mejor, creo que sus esposas bastarán para él.

Holmes y yo nos acercamos para examinar la figura inconsciente de Kleppini.

– Parece que lo tendrá en una celda para cuando se recupere -dijo Holmes-. Pero dígame, ¿qué le trajo al Savoy a esta hora de la mañana?

– Oh, sí, es verdad. -El rostro de Lestrade adoptó una expresión de gravedad de repente-. Vine hasta aquí para poner al señor Houdini de nuevo bajo arresto, pero dadas las circunstancias, tenemos malas noticias.

Sacó una larga bufanda roja del bolsillo de su abrigo.

– Parece que su ayudante Franz fue encontrado muerto en medio del campo esta mañana temprano. Parecía haber caído de una gran altura. No le encontramos sentido, ¿y ustedes?

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