18. Otra recuperación asombrosa

A menudo he observado que cuando la víctima de un serio trauma físico recupera la consciencia, es frecuente que tenga dificultades en recordar quién es y qué provocó su estado. En mi caso, sin embargo, no se dio ese lapsus de memoria porque tan pronto como desperté, fui consciente de la presencia de Sherlock Holmes y Harry Houdini, acuclillados junto a mí a ambos lados, inmersos en una escandalosa discusión sobre si debían o no poner mis pies en alto.

Así que, aunque no tenía ni idea del tiempo que había estado inconsciente, ni siquiera de cómo había recobrado la consciencia, supe de inmediato que aún me encontraba sobre el suelo del corredor a las puertas del estudio de lord O'Neill. Y también supe que había recibido una bala en el pecho. Curiosamente, no me sentí peor por ninguna de estas razones.

– No lo entiende, Holmes -decía Houdini-. Mamá siempre decía que cuando alguien se desmaya… ¡Mire Holmes! Está volviendo en sí. Está bien.

– La bala… -dije con voz ronca y débil, sintiendo cierto dolor en el pecho al hablar-. Me dispararon…

– Sí, es cierto, doctor -dijo Houdini gravemente-, y debería estar muerto. Ponerse en el camino de las balas es muy arriesgado. Perdí a un buen amigo de esa manera. Odiaría perder otro. [18]

– No te sigo… ¿Me dispararon…?

– Ahora se lo mostraré -dijo el mago, dándome unas palmaditas en el hombro-. Esto es lo que le salvó la vida.

Sostuvo lo que quedaba del juego de ganzúas que yo había estado llevando de un sitio a otro. Parecía un reloj de mesa destrozado, las ganzúas de metal retorcidas sobresalían en disparatados ángulos de los reventados pliegues de piel. Varias de las herramientas cayeron estrepitosamente al suelo cuando Houdini desplegó el estuche y me mostró dónde se había alojado la bala de pequeño calibre entre medias de un montón de mutilados instrumentos.

En mis años junto a Sherlock Holmes había estado cerca de la muerte más veces de las que podía o quería recordar, pero no sé si alguna vez los riesgos habían sido tan deliberadamente ilustrados.

– Soy un hombre muy afortunado. -Fue todo lo que fui capaz de decir.

– Ciertamente, lo eres. -Estuvo de acuerdo Houdini, quien examinó el estuche de herramientas con una extraña mezcla de asombro y deleite-. Le dio justo en el centro. No es de extrañar que el impacto lo noqueara.

– Soy muy afortunado -repetí en mi estupor-, muy afortunado.

– Sí, me alegro de que esas herramientas sirvieran para algo. Pero la próxima vez intenta agacharte, John. A Holmes casi le da un infarto.

Holmes parecía de verdad afligido. Se había puesto mortalmente pálido. Rara vez había contemplado semejante trastorno en sus facciones.

– Watson -dijo, aclarándose la garganta con indecisión-, yo… Yo nunca me hubiera perdonado si le hubiera matado el disparo ahí mismo. Me he vuelto insensible al peligro, y lo que es peor, no me lo pienso a la hora de exponer su vida tan libremente como la mía. Quizá… -Apartó la vista de mí-. Quizá tuviera razón antes. Quizá sería mejor si nuestra asociación, al menos la profesional, se rompiese.

– Venga, Holmes -dije mientras trataba dolorosamente de incorporarme para sentarme-, lo que dije antes fue fruto de la ira. Solo fue uno de esos pequeños reproches sentimentales que a usted le encanta censurarme. Y en cuanto a los riesgos unidos a su profesión, siempre he sido consciente de ellos. Me gusta pensar que mi presencia en sus investigaciones reduce un poco esos peligros.

– Eso es completamente cierto en esta ocasión, Holmes -reconoció Houdini-. Nos hubiera podido matar a ambos de no ser por el doctor. Veo ahora por qué le es tan preciado.

– Inapreciable -corrigió Holmes bruscamente. En aquel momento lo perdoné por la humillación en Brighton.

– Verdaderamente, ahora, caballeros -dije-, es casi como si… ¡Dios mío! ¿Dónde está Kleppini?

– Se escabulló, claro. Por eso le dispararon.

– ¿Escaparon ambos? ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

– Solo un momento, pero… Watson. Espere. No está bien todavía. -Pero yo ya me encontraba bajando por el pasillo.

Aunque mis instintos como médico me decían que era posible que tuviera varias costillas rotas, me forcé, ignorando las punzadas de dolor en el pecho. Habíamos llegado demasiado lejos y había demasiado en juego para que mi debilidad lo frustrara todo.

El amanecer hacía desaparecer ya la niebla de la noche cuando bajaba apresuradamente por las escaleras de mármol hacia la puerta principal. Holmes y Houdini me pisaban los talones cuando alcancé el puesto de guardia.

– ¡Turks!-grité, e intenté dolorosamente recuperar el aliento- ¿Ha pasado alguien por aquí?

– ¿Quiere decir aparte de ustedes, caballeros?

– Sí, claro. Piense, hombre.

– Bueno, el personal de la mañana no ha llegado todavía, así que solo ha pasado el carro del lechero.

– ¡El carro del lechero!-exclamó Holmes-. Por supuesto. Eso debe de ser. ¿Qué camino tomaron?

– ¿Cómo? Calle arriba, como siempre.

Holmes corrió al centro de la calle y se arrojó al suelo para examinar el rastro.

– Ajá. Todavía podemos darles alcance. Tenemos dos caballos y ellos uno. Rápido. Nuestro coche está por aquí.

De un salto, se colocó sobre el pescante mientras que Houdini y yo nos subíamos al asiento trasero.

– Qué estúpido tan grande he sido. Debería haber pensado en el carro del lechero de inmediato. Eso explica esas huellas tan inusuales del estudio.

– ¿Cómo? -pregunté, pero Holmes restalló las riendas y fui arrojado contra el asiento trasero.

Holmes era un experto conductor de casi cualquier clase de vehículo tirado por caballos, y pronto nuestro pequeño coche alcanzó una velocidad que no habría soñado posible. La persecución nos condujo a lo largo de una calle estrecha y llena de curvas, haciendo que nuestro atropellado paso fuera aún más peligroso. En varias curvas, nuestro coche escoró tanto, que se puso sobre dos ruedas, pero en cada ocasión Houdini y yo conseguimos volcar nuestro peso en el lado opuesto, volviendo a nivelarnos de nuevo.

Continuamos nuestra estrepitosa marcha; las ramas de los árboles y los postes de las cercas pasaban a un ritmo vertiginoso, los estruendosos cascos de los caballos arrojaban una asfixiante nube de polvo, hasta que por fin giramos en una curva especialmente cerrada y vimos nuestra presa a poca distancia por delante.

Al percibir nuestra persecución, el conductor del carro del lechero azotó a los caballos para darles más velocidad, pero Holmes rápidamente acortaba la distancia entre ambos.

– ¡Casi los tenemos, Holmes! -gritó Houdini, emocionado-. Más rápido. Vaya más rápido.

Holmes le lanzó una seca mirada.

– Una lógica sólida -murmuró.

Según nos acercábamos, pudimos ver a dos hombres a bordo del carro del lechero. El conductor era Kleppini, y el segundo, un hombre de mayor tamaño, era el misterioso personaje que me había seguido a través de Oxford Circus. Ahora, como antes, ocultaba sus rasgos con un gran sombrero y una larga bufanda roja, haciendo imposible identificarlo incluso cuando nos encontrábamos a tan solo unos cuantos metros de ellos.

– ¡Paren!-gritó Holmes por encima del estruendo de los cascos de los caballos y el sonido metálico de las lecheras-. No nos obliguen a disparar al caballo.

Si los dos hombros le oyeron, no dieron ninguna respuesta. En su lugar, el de la bufanda roja gateó hasta la parte trasera del carro y agarró una de las grandes vasijas de leche. Estaba claro que su intención era arrojárnosla.

– ¡Cuidado, Holmes! -grité-. Hará tropezar a los caballos.

Holmes paró en seco, pero era demasiado tarde. La lechera fue lanzada directamente bajo los cascos de nuestros caballos. Estos se encabritaron violentamente, provocando que nuestro carro volcara sobre uno de sus costados en medio de un gran caos de maderas rotas y caballos nerviosos. Houdini y yo aterrizamos contra la maleza a un lado del camino. Holmes, aunque salió despedido hacia delante entre los caballos, evitó malherirse aferrándose al arnés cruzado de madera. Aunque salimos ilesos, la persecución había concluido. Para nuestra mayor frustración, pudimos ver a Kleppini diciendo adiós alegremente con su sombrero mientras el carro se perdía de vista rápidamente.

– ¿Está todo el mundo bien?-preguntó Holmes, frotándose en el costado donde, según supe después, se había roto también una costilla-. Watson, mejor que vea cómo están los caballos.

– Están bien, Holmes. Solo alterados, es todo.

– Pero el coche está destrozado -dijo Houdini-. Los dos ejes están rotos.

– Entonces tendremos que continuar la persecución a caballo.

– Pero seguramente los hayamos perdido ya a estas alturas.

– Sin duda, pero creo que sé adónde se dirigen. -Holmes se giró hacia el artista del escapismo-. Houdini, su Voisin está guardado en Ruggles, ¿no es así?

– ¿Cómo supo de él?

– Nuestros escurridizos amigos han estado haciendo uso de un modelo similar. Ahí es adonde se dirigen ahora, a no ser que esté completamente equivocado. Debemos desenganchar los caballos y tomar una ruta más directa campo a través. Así que, si están dispuestos, podríamos continuar nuestra persecución desde Ruggles.

– Menuda caza va a ser esta. -Se rió Houdini, frotándose las manos.

– ¿Pero qué es ese Ruggles?-pregunté mientras Holmes me ayudaba a montar uno de los caballos-. ¿Qué es un Voisin?

Los dos ignoraron mis preguntas

– Bien, ¿Houdini? -apremió Holmes, esperando para ayudar a Houdini a montar un caballo.

El joven norteamericano arrastró los pies incómodo.

– Uh… Yo nunca… Yo nunca he montado a caballo antes -admitió.

– Entonces estará en buenas manos al cuidado de Watson -dijo Holmes, mientras lo ayudaba a subir a mi espalda-. Simplemente piense en ello como en un ejercicio de levantamiento y equilibrio. Venga, Watson. No hay un momento que perder.

Holmes saltó a su vez sobre el lomo desnudo del otro caballo, un caballo blanco de batalla, y nos guió fuera del camino y a través de un grupo de árboles. Yo no sabía hacia dónde nos dirigíamos, pero tenía bastante de lo que ocuparme mientras atravesábamos por entre los árboles. Nos lanzamos al galope al llegar a un claro al otro lado, y Houdini demostró ser un jinete inestable, dado a repentinos e inoportunos cambios de posición que amenazaban con derribarnos a los dos. Yo mismo era bastante malo montando a pelo, por lo que mi nervioso pasajero y mis doloridas costillas hacían que todo fuera más difícil mientras trataba de mantener el ritmo de Holmes.

Galopando a primera hora del día, contrastábamos claramente con la paz del campo que nos rodeaba. La silenciosa capa de la mañana parecía retirarse unos centímetros a nuestro paso atronador, para volver a cerrarse de nuevo por detrás, sin dejar testigos de nuestra incursión, a excepción de un joven mozo de caballeriza, que se detuvo en sus tempranas tareas lo justo para saludar.

Éramos, de hecho, una extraña caballería: Holmes a la cabeza, su afilado perfil sobresaliendo por encima de la noble cabeza de su montura, yo, azuzando a mi caballo, lo acompañaba detrás, y Houdini, que continuaba con sus inquietantes giros, iba a la popa. El sendero que seguíamos, notable por lo descuidado de su topografía, era decidido por Holmes con su sentido de la orientación, que era propio de un buldog. Nos llevó a través de arroyos, subimos por laderas, saltamos cercas y, en un momento dado, atravesamos un sorprendido rebaño de ovejas.

Avanzando de esta frenética manera, no tardamos mucho en tener a la vista tres enormes graneros. Estaban agrupados detrás de una alta torre de perforación de madera y a poca distancia de un corto tramo de vía de tren, cuya finalidad no pude adivinar. Nos dirigimos a los graneros, aunque nada en su apariencia me iluminó en cuanto a cómo contribuirían a nuestra persecución. ¿Íbamos a cambiar de caballos?

– ¡Deprisa!-gritó Holmes-. Allí está el carro del lechero. Acabamos de perderlos.

Houdini bajó de un salto de la espalda de nuestra montura antes de que yo ni siquiera hubiera frenado; bajó rodando con fuerza por una pendiente y corrió hacia el más cercano de los tres graneros. Holmes lo seguía de cerca, y juntos empujaron para abrir las pesadas puertas correderas. Paré el caballo frente a la abertura y escudriñé con indecisión el interior del granero.

Aunque habían pasado cuatro días desde que había conocido a Houdini y nuestra asombrosa aventura había comenzado, nada en ese breve pero tumultuoso período de tiempo me había preparado para lo que había dentro del granero. Solo de verlo, se me heló la sangre en las venas. Miré al mago y al detective alternativamente con total incredulidad.

– Sí, Watson -dijo Sherlock Holmes-, es una máquina voladora.

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