Los lectores de hoy en día pueden encontrar divertido mi miedo a los aeroplanos. Hemos visto ya, después de todo, aviones aplicados a ambas finalidades, comercial y militar, y su diseño y competencia mejoran cada año. ¿Por qué, entonces, un hombre de ciencia como yo los miraba con tan intenso temor?
Explicándolo llanamente, había vivido la mayoría de mi vida bajo el reinado de Victoria, y en aquellos tiempos más sencillos, pero no por ello menos ilustrados, volar se consideraba imposible, la extravagante teoría de mentes indisciplinadas. Cuando en 1903 los hermanos Wright probaron lo contrario, se aceptaron de mala gana los principios de la aviación, pero también llegó la convicción de que volar, como actividad, era mejor dejarlo en manos de jóvenes temerarios y locos, preferiblemente de aquellos que no tuvieran ni familia ni deudas. Soy un hombre viejo ahora, y he visto madurar este fenómeno hasta convertirse en algo frecuente, pero todavía no puedo quitarme de la cabeza la idea de que un hombre no está hecho para volar.
Estos sentimientos, que han demostrado ser erróneos diecisiete años después, parecían aquella mañana una cuestión de vida o muerte. Era obvio para mí, al ver a Holmes y Houdini empujar el temido artilugio que rodaba hacia el exterior sobre sus ruedas de bicicleta, que su intención era continuar la persecución de Kleppini por el aire. Para mí, esta perspectiva tenía todo el atractivo de una visita al infierno.
– Holmes, ¿ha perdido al cabeza? -pregunté mientras él y Houdini empujaban el avión hacia la torre que yo había observado antes-. Houdini, ¿sugiere en serio que volemos? -Di unos tentativos pasos detrás ellos-. Es ridículo.
– Venga, John -dijo Houdini-. Yo acabo de montar a caballo hace un momento, ¿o no?
– Pero… Pero no es comparable.
– ¿No? Créame, hará falta algo más que una lechera para derribar esto. -Houdini soltó lo que se suponía que era una tranquilizadora carcajada y continuó empujando el aparato hacia la torre.
– Al menos en aquel caso no caímos muy lejos. Pero esto… Esto… -Alcé las manos con desesperación.
– Mire John, he volado docenas de veces. Me rompí el brazo una vez, eso es todo. Es totalmente seguro.
– No es de gran consuelo viniendo de un hombre que habitualmente se encierra en un tanque de agua. -Miré hacia donde Holmes empujaba del otro ala-. ¿Cómo es posible que tome parte en esta locura, Holmes?
Me miró.
– Yo también he volado.
– ¿Qué?
– Por supuesto. Houdini, páseme el rodillo, ¿quiere?
Habían llegado ahora a la enorme torre, y situaban el aeroplano apuntando hacia el tramo de vía. Por mucha curiosidad que pudiera sentir por el singular mecanismo, no iba a abandonar la presente línea de interrogación.
– Holmes, ¿ha volado usted en un aeroplano?
– Varias veces. -Gateó bajo las alas del avión, pero continuó dirigiéndose a mí como si diera una conferencia universitaria-. La necesidad de viajar en aeroplano se me hizo patente desde el momento en que comencé esta investigación. Procediendo, como lo hice, desde la asunción de que Houdini no cometió el robo de Gairstowe, tuve que enfrentarme al problema de la aparente ubicuidad de Kleppini.
– ¿Y eso qué significa, Holmes? -preguntó Houdini, quien se encontraba ocupado en algún ajuste del motor.
– Significa, simplemente -continuó Holmes desde debajo del aparato-, que Kleppini no podía estar en Brighton y en Londres al mismo tiempo. Así que, si era responsable del robo, no le hubiera sido fácil actuar en Brighton la misma noche. Sin embargo, mis continuas preguntas me sugerían que efectivamente había hecho ambas cosas. Así que tuve que concluir que, o bien lo había organizado para que un sustituto lo suplantara en Brighton, o bien se había procurado un medio de transporte muy rápido. Y pronto descubrí que poseía un avión muy parecido a este.
– ¡Ja!-resopló Houdini-. Seguramente estaba celoso del mío.
– Posiblemente, o quizá reconoció la lentitud de los trenes cuando uno debe viajar de Londres a Brighton en treinta minutos.
– Dios mío, Holmes. ¿Es realmente tan rápido el aeroplano?
– Lo es. -dijo, y salió rodando de debajo de las alas-. Yo mismo lo he hecho.
– No.
– Recordará que lo dejé en el tren en Victoria y aun así conseguí llegar antes que usted a Brighton, ¿verdad?
– ¿Voló?
– Sí. Ese fue mi primer vuelo en solitario. Fue positivamente estimulante. De hecho, usted confundió mi estado de animación con una vuelta al uso de los narcóticos. Terrible desconfianza por su parte, doctor.
– Mis excusas, estoy convencido; pero admitirá que lo que es estimulante para usted, es una locura para mí. Que usted, una de las luces más brillantes de nuestra era, deba arriesgar la vida en tal…
– Holmes -Houdini interrumpió, apuntando a la torre-, tendremos que añadir peso al lastre si queremos levantarnos del suelo.
– ¡Y hay algo más! -exclamé, exasperado-. ¿Cuál es el propósito de ese mecanismo?
– Ah, permíteme que te explique -dijo Houdini, asumiendo felizmente el aire profesional de Holmes-. Como el propio aeroplano, este aparato de lanzamiento fue diseñado por los hermanos Wright. Norteamericanos, como sabe. La torre que ve aquí iza este lastre cilíndrico hasta unos doce metros de altura. Entonces, al soltarla, el cable arrastra al aeroplano a lo largo de la vía de tren en dirección opuesta. El aeroplano gana velocidad mientras la carga cae a tierra, y en el momento que el peso impacta contra el suelo, el avión se mueve los suficientemente deprisa como para alzar vuelo.
– Lo hace parecer tan simple, y sin embargo…
– El único problema -continuó Houdini, disfrutando mucho de su papel de conferenciante- es que el lastre tendrá que ser más pesado para compensar el peso añadido de usted y Holmes.
– Si mi peso supone un problema, ¿por qué no mejor me quedo en tierra?
– Me temo que lo necesitamos para equilibrar a Holmes. ¿Dónde está Holmes, por cierto? Ah, aquí está. Ha encontrado algunas cadenas. Justo lo que necesitábamos.
Mientras los dos se dedicaban a envolver el lastre con las pesadas cadenas que Houdini había mencionado, aproveché la oportunidad de examinar el aeroplano que ellos, llenos de confianza, tenían intención de lanzar al aire.
La nave estaba hecha a partir de recambios, con un diseño austero, construida con poco más que palos de madera y secciones de tela. Tenía dos largas alas continuas, una sobre la otra, de apariencia delicada, que no ayudaron a acrecentar mi entusiasmo. A unos nueve metros, las alas eran tan solo armazones cóncavos cubiertos de paño grueso, conectados unos a otros por medio de soportes de madera y cables de acero, que únicamente servían para enfatizar su fragilidad.
En el centro del ala inferior había un bajísimo asiento de madera para el piloto y un ordinario volante de coche con forro de piel. Aparentemente, no había otros medios para controlar el aparato. Detrás del asiento había un pequeño motor de gasolina que servía para impulsar la gran hélice de madera. Orientada hacia la parte trasera de la nave, la hélice alcanzaba la altura de un hombre.
Detrás de la hélice se encontraba la cola del aparato, un desnudo pedazo de madera entrecruzado de riostras que se extendía a lo largo de más o menos siete metros, para finalmente ser coronado por algo parecido a una caja de cometa.
En la parte delantera del aparato había una pequeña protuberancia que recordaba la aleta de una ballena y que estaba conectada, mediante dos delgados cables, al volante.
Mi examen del aparato, a pesar de haber sido breve, hizo poco por estimular mi confianza en su funcionamiento; y de hecho, más bien me pareció que aspirar a volar resultaba demasiada ambición para toda aquella morralla de leña.
Entretanto, Holmes y Houdini habían asegurado las pesadas cadenas alrededor del lastre y ahora luchaban para izar el peso a lo alto de la torre tirando de una cuerda.
– ¡Venga y échenos una mano Watson! -Houdini me llamó mientras tiraba de la pesada carga-. Este es normalmente un trabajo para cinco hombres.
– Pero… Yo… -Al verlos pelear duramente con la polea me vinieron a la memoria los arcaicos montacargas utilizados para levantar a los caballeros con su armadura sobre sus caballos. Mientras que esta resultaba una asociación bastante agradable, es quizá, de alguna manera, medida de mi natural nula disposición hacia la aviación moderna. Un temor real y paralizante me subyugó, y creo que Holmes percibió mi malestar, porque se dirigió a mí de una manera bastante civilizada a pesar de su desesperada lucha por alzar el lastre.
– Watson -dijo, mientras tiraba ferozmente de la cuerda-, en los últimos cinco minutos nuestra presa ha escapado en un aeroplano muy similar a este. Se dirigen directamente hacia el Canal. Si consiguen salir del país, Inglaterra no conocerá al rey Jorge V. -Dio otro tirón de la cuerda-. Por tanto, le estaría muy agradecido si nos ayudara a tirar de este peso.
Con un suspiro de resignación, me acerqué a la torre y me uní a ellos.
– De acuerdo, caballeros -dije, agarrando con fuerza la cuerda-. Tiren.
Después de una breve pero intensa lucha, fuimos capaces de izar el lastre hasta lo alto de la torre, donde Houdini lo aseguró, bloqueándolo con una palanca.
– ¡De acuerdo, entonces!-exclamó el mago-. Estamos listos para marchar. John, tú y Holmes tendréis que tenderos a ras sobre las alas a cada lado. Estará más equilibrado de esta manera.
– Harry… ¿estás seguro?
– Este aparato es asombroso, ¿verdad? -Hizo un gesto hacia una de las secciones de tela sobre la que estaba impresa su nombre en negrita-. Mucho después de que el mundo haya olvidado a Houdini el mago, recordará a Houdini el aviador.
– Solo espero que sea tan rápido como dice -comentó Holmes-. Kleppini vuela en un modelo más lento, pero le hemos dado casi cinco minutos de ventaja.
– Eso no es nada -se burló Houdini-. Los alcanzaremos pronto. Venga, John. Sube. -Estaba listo para ayudarme a subir sobre el ala.
– ¿Esperan de mí que simplemente me eche sobre el ala? Me caeré.
– No, no lo hará -me aseguró-, siempre y cuando permanezca recostado cerca de la cabina del piloto, estará protegido del viento. Es lo que se conoce como espacio muerto.
– Encantador.
– Mire, si le va a hacer sentirse mejor, aquí tiene algo a lo que aferrarse. -Colocó un par de esposas en uno de los palos del ala-. Tendrá un buen agarre aquí. Ahora, pongámonos en marcha.
– De acuerdo. -Suspiré.
Me subí al ala inferior, tratando de tenderme tan plano como me era posible sobre el ancho del ala. Me sentía como un niño arrepintiéndose de un estúpido desafío; me aferré a mis asideros y esperé.
Houdini brincó sobre el asiento del piloto e hizo una señal a Holmes, quien hizo girar el enorme propulsor. El motor se encendió de inmediato y el propulsor comenzó a girar cada vez más rápido, produciendo un ruido insoportable, mientras Holmes se subía sobre el otro lado del ala. Estábamos ahora preparados para volar.
Poniéndose un gorro de cuero y gafas protectoras, Houdini se giró para decirme algo que ahogó el sonido del motor. Viendo que no le oía, levantó alegremente los pulgares y tiró de la cuerda para liberar el lastre.
El aeroplano salió disparado hacia delante a lo largo de la vía, dando brincos y temblando terroríficamente al ser empujado hacia una arboleda que se encontraba al final del prado. La vía no podía tener más de veinte metros de largo, pero igual podría haber tenido más de cien kilómetros, porque cada centímetro fue un tormento de saltos que amenazaban con sacarnos fuera del aparato. Mis costillas malheridas ardían cuando la misma ala sobre la que estaba colocado empezó a botar arriba y abajo de forma alarmante. Temí que mis costillas o que el ala se rompieran en cualquier momento.
Justo cuando parecía que, o saltaríamos en pedazos, o chocaríamos contra los árboles que se abalanzaban sobre nosotros, llegó un golpe final, discordante, y entonces todos los empellones fueron sustituidos por la permanente vibración del motor.
En aquel momento estábamos volando, y en ese mismo instante tuve la extraña sensación de que me extraían todos los fluidos del cuerpo por los talones. Podría haberme desmayado de no ser por la fuerte corriente de aire que me corría por la cara. Houdini inclinó fuertemente el aeroplano hacía arriba, evitando por poco la arboleda al final del prado. Mientras, yo estrechaba con más fuerza los mástiles de madera cruzados y pensaba en atarme con las esposas.
Solo cuando Houdini niveló de nuevo el aeroplano, unos cien metros por encima del suelo, reuní el coraje suficiente para mirar por el borde del ala. Era una vista extraordinaria, un paisaje vertical en el que los árboles más altos tenían el aspecto de matojos, los edificios parecían taburetes, y todos los movimientos cobraron, en la distancia, la insignificancia de gotas de lluvia corriendo por un cristal.
Quizás estuviera mareado por el aire puro, pero mi fascinación con esta vista aérea me tenía tan absorto que me hizo olvidarme del peligro y de la persecución. De hecho, me hubiera podido convertir en un entusiasta de la aviación si me hubiera dejado unos minutos más, pero los gritos de Houdini rompieron mi encantamiento.
– ¡Allí están!-bramó Houdini, esforzándose por ser oído por encima del ruido del motor-. Su avión no es, ni de lejos, tan veloz como el nuestro. Les habremos dado caza enseguida.
El otro aeroplano, a unos treinta metros de distancia, aproximadamente, parecía algún tipo de enorme pterodáctilo planeador. Aparte de un perceptible temblor en sus alas, el aeroplano de Kleppini parecía positivamente tranquilo, y me pregunté si el nuestro, tan ruidoso y tembloroso, tendría ese majestuoso aspecto desde su posición de ventaja.
– ¿Qué ha dicho, Holmes? -gritó Houdini, mientras se quitaba el gorro de piel.
Fuera lo que fuera lo que Holmes hubiera dicho, se perdía para mí entre las ráfagas de aire y el ruido del motor, pero Houdini se encontraba más cerca y era evidentemente más capaz de oírlo.
– Lo sé -contestó Houdini cuando Holmes lo repitió-, pero sobrepasarlos no es suficiente. Debemos encontrar la manera de pararlos. -Miró hacia el otro aeroplano-. Quizás debimos dejar atrás al doctor Watson después de todo, ahora somos demasiado pesados para poder maniobrar… ¡Espere!-gritó cuando de repente le llegó la inspiración-. ¿Puede de verdad pilotar este aparato, Holmes?
Holmes contestó, y aunque no pude oírlo, sospecho que fue con indignación.
– ¡Entonces venga aquí y tome el control!-gritó Houdini-. Recuerde, empuje adentro y afuera para utilizar el elevador, gire el volante para usar el timón. Venga. Cambie de lugar conmigo.
– ¡Espere! -grité-. No lo hagan. El viento lo arrastrará hacia la muerte.
Holmes no podía oírme, aunque dudo que hubiera hecho caso de mi advertencia en caso de haber podido. Limitado como era mi conocimiento de nuestro aparato, sabía lo suficiente como para reconocer que, una vez Holmes abandonara su refugio, el espacio muerto del ala, se expondría a las fuerzas que de verdad mantenían el aeroplano en vuelo. Dudé de que ni siquiera él pudiera resistirlo por mucho tiempo.
Sosteniéndose con ayuda de dos de los palos de madera, Holmes se levantó lentamente hasta ponerse de pie sobre el ala inferior. El viento arremetía por entre los pliegues de su abrigo, llevándose su gorro de cazador por el borde del ala. El camino desde donde se encontraba, hasta el control, requería tan solo cuatro pasos, pero cada uno de esos pasos suponía un riesgo por el inestable equilibrio y el salvaje viento, que lo amenazaba a cada instante con arrastrarlo fuera del aparato. Avanzando de forma vacilante, centímetro a centímetro, agarrándose primero aquí y después allí, Holmes consiguió por fin poner sus manos sobre el volante y colocarse en el asiento de Houdini, mientras el joven mago se deslizaba hacia fuera por debajo y tomaba su lugar en el ala expuesta.
Muy poco me hubiera llegado a sorprender al llegar a este punto, porque estaba totalmente convencido de que los dos se habían vuelto locos, pero aun así no podía entender por qué Houdini ataba afanosamente una cuerda a dos de las varas cruzadas más robustas. ¿Qué podía estar planeando?
Las recientemente adquiridas habilidades de Holmes como aviador, le vinieron bien mientras dirigía nuestro aeroplano en dirección al de Kleppini y comenzaba a sobrepasarlo. Al mismo tiempo, Houdini se había atado los tobillos con el otro extremo de la cuerda y, obviando este impedimento, gateaba hacia el borde frontal del ala con manos y rodillas. A pesar de la dudosa precaución de la cuerda yo temía a cada instante que Houdini fuera barrido del ala, de hecho, dos veces se vio obligado a aplastarse contra la superficie cuando una ráfaga particularmente implacable le pasó por encima. Aun así, trabajó tenazmente, arrastrando la cuerda a lo largo de las varas cruzadas con algún propósito que yo no podía descifrar.
Volábamos ahora directamente sobre el aeroplano de Kleppini, y fue entonces cuando Houdini realizó uno de esos raros actos de valentía que, incluso inspirando admiración, alimentaban el lado oscuro del monstruo. Rodó con su cuerpo hasta el extremo delantero del ala, cuidadosamente probó la cuerda que rodeaba sus tobillos, y entonces descendió con suavidad desde el ala hacia el vacío.
Solo sostenido por el pedazo de cuerda alrededor de sus pies, Houdini giró y se balanceó boca abajo frente al viento como el juguete de un niño. Sin asomo de intimidación, descendió aún más, su cuerpo se dobló por la mitad para trabajar mano sobre mano a lo largo de la cuerda. Esta era la postura que había ideado para cuando escapaba de camisas de fuerza al aire libre, pero me imagino que ese reto palidecería en comparación con este. Colgado como un pez de un anzuelo, en cualquier momento podría soltarse por completo y caer en picado hacia el distante suelo.
Holmes trataba de compensar lo mejor que podía nuestra absolutamente desequilibrada distribución del peso, pero incluso así, nuestro aparato estaba escorando peligrosamente hacia delante, de tal manera que tenía que agarrarme con más fuerza a los soportes si no quería ser arrojado del ala. La inclinación hacia delante del aeroplano me dejó perfectamente situado para ver que Houdini trataba ahora de columpiarse hacia el ala del aeroplano que estaba debajo. Esta tarea demostró ser casi imposible, porque aunque ambos aeroplanos volaban casi paralelos, Houdini tenía que enfrentarse no solo con el feroz viento, sino también con los inestables descensos y temblores de nuestro desequilibrado aeroplano. Después de varios intentos que, por lo cerca que habían estado, resultaban tanto más exasperantes,-Houdini consiguió al fin asir el extremo de borde inferior del ala de Kleppini. Trabajando con una fuerza nacida de la desesperación, Houdini se impulsó hacia el interior del ala por debajo, y comenzó a arrancar la tela. Estaba claro que, igual que si perforara la cometa de un niño, la intención de Houdini era mutilar el aeroplano rasgando el ala. Por necesidad, Houdini estaba completamente absorto en su precaria tarea, y también ignorante de un nuevo peligro más amenazador.
Aunque Kleppini estaba ocupado pilotando su aeroplano, el hombre alto de la bufanda roja, nuestro misterioso adversario, había visto a Houdini y se movía lentamente por el ala hacia él. Estaba seguro de que si llegaba hasta donde Houdini colgaba de la delgada cuerda, la vida de mi amigo estaría perdida.
Le grité a Holmes, pero él no podía oírme, y evidentemente estaba tan atareado tratando de mantener el aeroplano nivelado que no había percibido el nuevo peligro.
En momentos de estrés extremo, la mente de un hombre realiza extraños saltos. Tan pronto como percibí esta nueva amenaza para Houdini, me encontré haciendo precisamente lo que pensé que era tan lamentable momentos antes. Solté mis agarraderas y me alcé sobre la desprotegida ala del aeroplano.
No fingiré que una fuente de valentía previamente no explotada guiara mis actos, porque literalmente temblé de terror mientras avanzaba lentamente. El viento tiraba de mí, mi pecho ardía, pero sabía que debía actuar, u observar cómo enviaban a Houdini a una muerte segura unos cien metros más abajo.
Aferrando el borde del ala con una mano, apunté mi revolver lo mejor que pude con la otra. El hombre de la bufanda roja casi había alcanzado a Houdini en aquel momento, pero el norteamericano, todavía aferrado a la parte interior del ala, no podía siquiera ver a su atacante arrastrarse por encima.
Ambos aeroplanos descendían y se tambaleaban salvajemente a causa del desequilibrio, por lo que apuntar cuidadosamente era imposible, pero cuando el enorme tipo blandió un cuchillo de caza a escasos centímetros de la cuerda que mantenía a Houdini con vida, me equilibré y disparé.
Mi bala no encontró su blanco, pero debió de pasar lo suficientemente cerca como para alarmar al atacante de Houdini, ya que se giró en redondo y buscó dentro de su abrigo su propio revólver. Este acto demostró ser poco inteligente, porque al retirar la mano de su asidero, fue arrojado fuera de la inclinada ala.
No olvidaré nunca cómo arañaba el aire mientras caía ni cómo sus piernas se retorcían en el vacío, pero pronto se encontró fuera de nuestra vista, donde no le podíamos oír ni ayudar.