13. Asesinato y desayuno

– Está bien, veamos si me queda claro -dijo Lestrade durante el desayuno a la mañana siguiente-. La mujer en el baúl es la condesa Valenka, hasta aquí no hay dudas. Pero si la condesa ha estado muerta durante todo este tiempo, ¿con quién habló Watson en el Cleland el otro día?

– ¿Qué quiere sugerir, Lestrade? -pregunté-. Estoy completamente seguro de que me dirigí a la propia condesa.

– ¿Y aun así no fue capaz de reconocerla cuando descubrieron su cuerpo en el teatro?

– ¿Es acaso tan sorprendente que no la reconociera de inmediato en el baúl? Después de todo, estaba considerablemente deformada. La han matado por estrangulamiento.

– Cierto, ese es un punto importante -dijo Lestrade, estirándose para alcanzar los huevos-. Pero mire, no creo que haya hablado nunca con la condesa.

– Le aseguro que lo hice.

– Solo cree que lo hizo, doctor Watson. No sé con quién sería que se entrevistó en el Cleland, pero en ese momento la condesa estaba ya muerta, asesinada por Houdini.

– ¡No puede decirlo en serio, Lestrade! -exclamé.

– Pero lo digo. Es perfectamente claro que este asesinato se ajusta como un guante a mis tempranas conjeturas. Las corrobora, debería decir. El cuerpo se encontró justo en el baúl de nuestro sospechoso. Debería ser muy estúpido para no poder ver la conexión. ¿No cree, Holmes?

Holmes posó su taza.

– Digamos que me reservo mi opinión.

– Venga, señor Holmes -replicó Lestrade-. El mismo doctor Watson fue incapaz de fijar el momento de la muerte con precisión, solo ha confirmado que el cuerpo ha estado en el baúl durante más de doce horas. Es obvio que estaba muerta antes de que pusiéramos a Houdini bajo custodia.

– Pero le digo que yo hablé con la condesa al día siguiente.

– ¿Cómo puede estar tan seguro de que la vio viva, doctor, cuando no fue capaz de reconocerla muerta?

– Pero entonces ¿con quién hablé yo en el Cleland? Si no era la condesa ¿por qué me dijo herr Osey que lo era?

– Se lo preguntaré cuando lo vea, doctor. Ha sido requerido en Alemania por asuntos de Gobierno.

– ¿No lo encuentra curioso en absoluto? ¿Está tan decidido a condenar a Houdini que está ciego ante otros posibles sospechosos? ¿Por qué ha dejado herr Osey el país de forma tan precipitada? De hecho, ¿por qué no ha interrogado al ayudante de Houdini, Franz? Él tenía acceso al baúl.

– No se preocupe, doctor Watson. Siempre compruebo los hechos. El requerimiento de herr Osey era oficial. Lo confirmé yo mismo. Y respecto al ayudante, no tiene peso como sospechoso. No tuvo motivo ni oportunidad. Investigué esa historia que les contó y es toda cierta. Es quien dice ser. Y aún más, se desplomó inconsciente a la vista del cuerpo. ¿No lo ve, doctor? La presencia del ayudante en el teatro es la prueba definitiva de mi teoría. Este hombre, Franz, hubiera detectado a cualquier intruso en el teatro, tal y como ocurrió con usted y Holmes. Por lo tanto, nadie hubiera podido situar el cuerpo en el baúl de Houdini sin su conocimiento. Ve que limpiamente encaja todo.

Lestrade se reclinó y se llevó la servilleta a los labios.

Miré a Holmes desesperado, pero el detective continuó callado.

– Mire, se lo explicaré desde el principio -continuó Lestrade-. Teníamos a Houdini ya por el robo de los papeles de Gairstowe. Ahora esta condesa, otra alemana, téngalo presente, y relacionada con el teatro por si fuera poco, aparece muerta en su baúl. Supongo que no debería contarles esto -se inclinó con aire confidente-, pero creo que la mujer asesinada estaba directamente implicada en los documentos ahora extraviados.

– ¿No me diga?

– Así es. No hay duda de que es la razón por la que Houdini tuvo que matarla.

– Pero situar el cuerpo en su propio baúl… Sin duda, solo el más chapucero de los asesinos se hubiera desecho de un cuerpo de semejante manera.

– Probablemente sabía que nunca miraríamos en ese baúl, que contenía uno de sus trucos. O quizá sea más probable que planeara mover el cuerpo más tarde, pero nos lo llevamos antes de que pudiera hacerlo. -Se acarició las patillas pensativamente-. Sí, eso fue, seguramente.

– Pero ¿por qué matar a la condesa en absoluto?

– Sospecho que estaba implicada en el robo. Quizás amenazó con descubrir a Houdini. Estamos investigando la posibilidad de que fueran… conocidos.

– ¡No puede ser! -exclamé-. La esposa de Houdini nos aseguró que es el más devoto de los maridos.

– Bueno, eso diría ella, ¿no? -Lestrade hizo un guiño cómplice-. Mire, doctor, se lo dejaré tan claro como el agua. Incluso si no hubiera habido huellas, rápidamente habríamos llegado a la conclusión de que Houdini era la única persona en Gairstowe House capaz de penetrar en la cámara acorazada. Ahora nos encontramos con el cuerpo de esta condesa Valenka en su baúl. ¿Y cómo fue asesinada? Con una cadena enroscada estrechamente alrededor del cuello y asegurada con uno de los candados del propio Houdini. Suponga, doctor Watson. -Lestrade arrojó su servilleta y comenzó a caminar por la habitación-. Suponga que usted fuera a asesinar a alguien de esta manera. Digamos que usted y yo hemos robado un banco, y acabamos de regresar a la calle Baker para dividir las ganancias. En algún momento, en el curso de nuestra negociación, usted se enfada conmigo y decide matarme enseguida. Mira a su alrededor buscando un arma. En su caso, lo que le vendría a las manos sería un bisturí o incluso algún tipo de veneno. Pero suponga que es usted Houdini y que nuestra discusión tuviera lugar allí abajo en el Savoy. Usted ve que tiene cerca un pedazo de cadena de alguno de sus escapismos. Lo toma y rodea mi cuello con él, y entonces ¿qué sucede?

– No puedo imaginarlo.

– Piense, hombre. Allí esta, estrangulándome con una cadena. -Lestrade abrió mucho los ojos e hizo ruidos alarmantes con la garganta-. Verlo es horrible. Nunca ha matado a un hombre antes. Y de pronto se da cuenta: «oh, no, estoy matando a mi viejo amigo Lestrade». Aun así, aunque no sea capaz de mirarme a la cara, decide continuar con el asesinato. Aprieta la cadena y la cierra firmemente. -Imitó el gesto-. Con esto, la presión de la propia cadena habría acabado conmigo. Pero observe, Watson, mientras sitúa y coloca el candado, debe apartar una de sus manos de mi cuello. Esto significa que tiene que mantener la presión de la cadena con la que me estrangula con una sola mano, incluso a pesar de mi resistencia. ¿No deberíamos entonces asumir que se trata de un asesino con una gran fuerza física? ¿No podríamos asumir también que tiene un alto grado de coordinación, y, creo que podemos decirlo, un conocimiento funcional de los candados? Nuestro amigo Houdini posee estas tres características, ¿no es así? -Lestrade tomó su taza y nos sonrió expectante a Holmes y a mí-. Todo tiene sentido, ¿lo ven?

– ¿Qué pasa con el barro? -preguntó Holmes.

– ¿El barro? ¿El barro?

– El barro de las huellas del estudio de lord O'Neill. ¿Dónde situamos el barro?

– Holmes, no ha escuchado una palabra de lo que he dicho.

– Al contrario, le he seguido con atención. Simplemente deseo saber qué medidas ha tomado en relación con ese barro tan desconcertante.

– No consigo ver la importancia de ese barro, Holmes. He presentado la que creo que es la solución correcta del caso y creo que se está desviando radicalmente. Muy bien, entonces, el barro se desprendió de los zapatos de Houdini; debo afirmar lo obvio.

– ¿Cómo se embarraron los zapatos de Houdini? -preguntó Holmes, animándose con la cuestión.

– Supongo que pisaría un charco de lodo -dijo Lestrade bruscamente.

– ¿Dentro de la casa? -Ahora era Holmes el que comenzaba a caminar-. Para poder llegar desde el salón de baile, donde Houdini realizó sus trucos de ilusionismo, hasta el estudio de lord O'Neill, uno tiene que atravesar dos vestíbulos y subir un tramo de escaleras. He examinado estas zonas y no he encontrado ningún charco de barro.

– Debe haber salido fuera.

– ¿Por qué?

– Para despejar sospechas. Para que lo vieran abandonar la reunión.

– De acuerdo, Lestrade, supongamos que aceptamos esta premisa como un hecho. Todavía nos enfrentamos a tres dificultades insuperables. La primera implica el rastro de huellas en el estudio.

– Holmes, ¿dónde tiene la cabeza? No era un rastro, era más bien un conjunto de huellas.

– ¡Ah! Pero debería de haber habido un rastro. En vez de eso, no encontramos nada que nos llevara dentro o fuera del estudio; solo un marcado y aislado grupo de huellas detrás del escritorio. Supongo que ve el problema.

Lestrade no contestó.

– Segundo, tal y como he intentado repetidamente dejarle claro, estoy seguro de que ese barro no proviene de ningún lugar dentro de los confines de la propiedad de Gairstowe. De hecho, soy incapaz de situar ese barro en absoluto. Así que debemos suponer que Houdini abandonó la reunión, se desplazó hasta un lugar distante donde se embarró los zapatos, y después volvió, caminando quizá con las manos para evitar dejar un rastro. ¿Por qué tendría que hacer todo esto? ¿Cómo consiguió pasar por delante del guardia?

– Realmente Holmes, da demasiada importancia a una nadería. ¿Puede estar tan seguro del barro?

Holmes ignoró la pregunta.

– ¿Y la tercera irregularidad, Holmes? -pregunté-. Usted mencionó tres.

– El suelo estaba seco aquella noche. No había llovido en tres días.

– Así que no habría ningún charco de barro -razoné.

– Precisamente.

– ¡Oh, vamos! -exclamó Lestrade, cada vez más irritado-. Podría haber pisado un parterre, Holmes, y estaría lleno de tierra húmeda que no sería de la propia finca. ¿Ha considerado esa posibilidad? No sé a qué juega, pero no tengo tiempo para juegos ahora. Es perfecto si usted y el doctor Watson se quieren perder en esos detalles, pero yo debo de tener resultados, y en este caso, debo tenerlos antes de que las complicaciones diplomáticas se vuelvan inmanejables. -Tomó su sombrero y su abrigo-. Agradézcanle a la señora Hudson este agradable desayuno, señores. Debo volver a mis obligaciones. -Se paró junto a la puerta y alzó un dedo amonestador-. Agradezco sus reflexiones, Holmes, pero debe aprender a referirlas a los hechos, no a sus vanas teorías. No le conducirán a ningún sitio. Buenos días.

Se volvió y bajó apresuradamente los escalones, y cerró la puerta de abajo de un portazo al salir.

– Esa ha sido una salida dramática, a su medida -comentó Holmes-. Está desarrollando mucho estilo propio.

– Estilo propio -me burlé-. Es intolerable. Y cada año lo es más. ¿Por qué lo soporta?

– En realidad Watson, él y Gregson son los mejores de todos, y de los dos, Lestrade tiene la virtud de la honestidad. -Con este ecuánime comentario, Holmes comenzó a rellenar su pipa de después del desayuno.

Espero que el lector me dé el gusto, en mi senilidad, de hacer una digresión aquí por un momento. Me he dado cuenta de que mi mención a la pipa de Holmes me proporciona una oportunidad que espero hace tiempo.

En los últimos veinte años he visto incontables dibujos y otras interpretaciones en las que se retrata a Sherlock Holmes fumando una larga y curvada pipa calabash. [14] Generalmente chupa reflexivamente su pipa mientras explica algún punto sencillo a su viejo y fácilmente confuso compañero. Por ser Holmes y yo de la misma edad, me enorgullezco de que mi memoria sea lo suficientemente buena todavía como para recordar que él nunca, hasta donde yo sé, tuvo una pipa calabash. Así que era su vulgar pipa de arcilla la que fumó después de marcharse Lestrade aquella mañana. La llenó con todos los restos que le quedaban de las pipas del día anterior, la encendió con una brasa del fuego, y la atacó con el cuchillo de plata para la mantequilla de la señora Hudson. Yo cogí un puro y esperé pacientemente a que Holmes comentara algo sobre el asesinato de la condesa.

– Lestrade tenía razón en algo -dijo Holmes, mientras devolvía las tenazas a su lugar-, y es que este asunto debe concluirse rápidamente. No hay duda de que está bajo una enorme presión de sus superiores para que condene a Houdini.

– ¿Pero por qué?

– Para tener el caso resuelto, y más importante aún, para resolverlo discretamente y sin escándalo. De llegar a saberse que la condesa ha sido asesinada por un ciudadano británico, las relaciones entre nuestros países se volverían aún más tensas.

– Sería muy desafortunado, por supuesto -dije-, pero el Yard está a punto de condenar a un hombre inocente. ¿Son tan graves las preocupaciones diplomáticas?

Holmes parecía no haber oído. Caminó hasta la ventana y permaneció inmóvil durante un largo rato, mirando hacia la calle Baker. De no haber sido por las intermitentes bocanadas de humo que se elevaban de su pipa, podría haberlo confundido con el busto de cera que brevemente ocupó ese espacio algunos años antes. [15]

– Watson -dijo al fin, volviendo de la ventana-. ¿Todavía está ansioso por salir a cazar? ¿Realizaría un viaje corto en mi nombre?

– Por supuesto -respondí-. Había planeado visitar a Houdini otra vez, pero viendo los titulares de esta mañana no estoy seguro de tener el coraje de mirarle a la cara.

Holmes tomó el periódico que le ofrecí.

– «Famoso mago norteamericano acusado de asesinato» -leyó-, «Sospechoso de robo se encuentra ya bajo custodia». No, no creo que le vaya a gustar.

– Holmes, lo dejará desolado. Debe resolver este caso de inmediato.

– Muy bien, entonces, Watson, actuaré como pide, pero deberá participar en la solución.

– Encantado. ¿Qué debo hacer?

– Coja su abrigo, se lo explicaré en el coche.

En cuestión de un momento, Holmes se había hecho con un cabriolé y le estaba dando instrucciones al conductor.

– Veamos -dijo, mientras dábamos tumbos en dirección a la plaza Portman-, por el momento será necesario que me entregue con toda mi energía a este último problema.

– ¿El asesinato?

– El asesinato, sí, pero el verdadero asesino como tal no es mi principal preocupación. Lo más interesante es esta incertidumbre que rodea a la identidad de la condesa y sus movimientos. Sus últimos días deben ser reconstruidos antes de que podamos proceder.

– Ya veo. ¿Y cuál es mi parte en todo esto?

– Debe abordar el problema desde la dirección contraria. Recuerde, inicialmente nos embarcamos en esta investigación por causa de una amenaza a Houdini. Aunque el problema ahora ha ido más lejos, no debemos perder de vista nuestra preocupación original.

– «Quién el fraude es, esta noche habremos de saber».

– Exactamente. He hecho algunas preguntas sobre este artista del escapismo rival de Houdini, herr Kleppini. Y me he convencido de que está implicado en el crimen de Gairstowe al menos, si no en el asesinato. En este momento, Kleppini está ejerciendo su oficio en una caseta en el muelle de Brighton. He establecido que actuó allí la noche del crimen, y también he sabido que condujo una sesión de espiritismo la tarde siguiente. Usted debe…

Nuestro cabriolé se detuvo bruscamente. «¡Estación de Victoria!» gritó el conductor desde la parte superior de la caja.

– Venga, Watson -dijo Holmes, saltando-, su tren parte en un minuto.

– ¿Mi tren? -pregunté, siguiéndolo a toda prisa.

– Sí. Va a ir a Brighton -me informó mientras me conducía a través del arco-. Si el robo de las cartas sucedió tal y como sospecho, Kleppini no pudo haber regresado a Brighton a tiempo para llevar a cabo su sesión de tarde de espiritismo. -Me arrastró a lo largo del andén, haciendo señas al conductor-. Debe aclarar si es el propio Kleppini el que realiza esta sesión por la tarde, y si es así, si hubiera sido posible o no que otro artista tomara su lugar. ¿Lo entiende? Bien, parta, pues.

– Pero, Holmes -dije, considerablemente desubicado por lo precipitado de los preparativos-, ¿no es un encargo tonto? Si Kleppini robó las cartas, ¿no se habrá encargado de ellas a estas alturas? ¿Por qué el escándalo que temía no habría de suceder?

– Porque -dijo Holmes, apremiándome a subir a uno de los coches cuando sonaron dos cortos pitidos- he descubierto que hay una carta que todavía permanece en posesión de lord O'Neill. Una carta manuscrita por la propia condesa, en la que denuncia las demás. Mientras tengamos esta carta, el resto son inofensivas.

– Entonces ¿por qué…? -Pero era demasiado tarde, el tren se había puesto en marcha y Holmes avanzaba ya a grandes zancadas en la dirección opuesta.

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