Holmes seguía silencioso mientras el carruaje corría hacia el Savoy, y Lestrade, hay que reconocerlo, supo que no era el mejor momento para averiguar el motivo de la repentina inquietud del detective. Yo, por mi parte, había sido testigo en otras ocasiones de estos ataques de ira y sabía que se basaban en disgustos de raíz más personal que profesional. Y como Holmes parecía recobrar la calma, pensé que era mejor no hablar del tema, estaba seguro de que si mis sospechas eran ciertas, todo se sabría pronto.
Así pues, dediqué el viaje a pensar qué tipo de hombre era aquel que tan pronto se liberaba de camisas de fuerza de lona, como atravesaba sólidos muros de ladrillo. En mi larga relación con Holmes nos hemos ocupado de un gran número de misterios que, al comienzo, parecieran tener que ver con espíritus. Los aficionados a estos casos criminales siguen recordando el macabro asunto de la perla, la bufanda y la pluma pesada, que había llevado a la desesperación a varios investigadores experimentados. Solo Holmes fue capaz de probar que habían sido asesinos de carne y hueso los responsables y no espíritus vengativos venidos del más allá como al principio se creía en Scotland Yard.
¿Lograría Holmes desvelar los misterios que ocultaba Houdini, o le habría presentado Lestrade, al fin, un problema sin solución lógica? Este era el reto que, sin proponérselo, había aceptado mi amigo aquella tarde. En defensa de Lestrade debo decir que dudo de que realmente llegara a creer en ningún momento en toda esa fanfarria espiritista acerca de Houdini. Era más bien un hombre al que le gustaba tener una llave para cada cerradura, independientemente de lo inmanejables que pudieran llegar a ser las llaves.
No había estado en el teatro Savoy desde la muerte de mi querida esposa Mary. Juntos habíamos asistido a muchas de las comedias de Gilbert y Sullivan que se escenificaban allí y, aunque habían pasado muchos años desde que me había dejado, la asociación con el lugar seguía resultando dolorosa. Y la verdad, mi estado de ánimo tampoco mejoró con el aspecto del propio teatro, un lugar oscuro y lúgubre. El lujoso vestíbulo que acostumbraba a ver brillantemente iluminado y repleto de joviales espectadores, estaba vacío y sombrío. A través de las puertas del fondo podía ver las vacías filas de asientos que parecían extenderse hasta el infinito y que daban una impresión de inquietante expectación. Normalmente no soy dado a dejar volar mi imaginación, pero creí sentir la presencia de mi mujer en aquella cripta opulenta, y tuve que reconocer que si alguna vez había de ver un espíritu, lo más probable es que fuera allí.
– ¿Ve esto?-decía Lestrade-. ¿Lo ve, Holmes? -Apuntaba hacia uno de los carteles teatrales que se veían por docenas cubriendo las paredes del vestíbulo-. Houdini afirma no tener interés en el espiritismo y aun así llama la atención sobre su persona con un cartel de este tipo. Aquí hay más de lo que se ve a simple vista, se lo aseguro.
El cartel mostraba un simple tonel de madera asegurado con cadenas y pesados candados. Alguien parecido a Houdini lo sobrevolaba, alguien que evidentemente acababa de escapar del tonel como podría el humo escapar por una chimenea. Sus piernas, según la ilustración las mostraba, tenían todavía un aspecto vaporoso. Para reforzar esta impresión sobrenatural, el joven aparecía recibiendo consejo de una pequeña banda de demonios rojos que correteaban sobre su silueta. Al fondo, un montón de agentes de aspecto confundido lo observaban rascándose la cabeza. En la parte inferior de la ilustración aparecía la siguiente leyenda: «Houdini, el rey de los escapistas más famoso en el mundo».
– Tiene usted toda la razón, Lestrade -dijo Holmes-. Se trata de una prueba concluyente de las capacidades espiritistas de este hombre. Qué estúpido he sido al haber dudado de usted. Entonces, sobre los detalles del crimen que usted mencionó…
– Es suficiente, señor Holmes. Lo podrá ver usted por sí mismo en seguida. Recuerde, de todas maneras, que Houdini no sabe todavía que es sospechoso de un crimen. No debe mencionarlo.
Holmes se dio la vuelta y caminó hacia el teatro vacío.
– Como todavía no tengo nada que mencionar… -dijo.
Cuando nuestra vista alcanzó el escenario, pude ver un grupo de cuatro trabajadores llevando enormes cajas de embalaje de un lugar a otro del mismo. Por su parecido con la ilustración del cartel, deduje que el hombre que dirigía el trabajo no era otro que el propio Houdini.
Era un joven de baja estatura, pero de poderosa constitución. Su cabello, negro y fuerte, estaba peinado del centro hacia los lados, formando dos crestas que, remarcadas por las dos líneas negras de sus cejas, le daban un aspecto satánico. Cada uno de sus movimientos era preciso y enérgico, pero también flexible y lleno de gracia, y me recordó a los lustrosos felinos de la jungla que me encontré durante mis campañas en Afganistán. Llevaba un traje negro como el carbón, que también contribuía a lo dramático de su apariencia, y, aunque era de menor tamaño que el resto de sus trabajadores, insistía en llevar los bultos de mayor tamaño.
Uno de los ayudantes de Houdini llamó su atención sobre nuestra llegada. Después de ver a Lestrade, Houdini gritó sorprendido y depositó su carga en el suelo. Saltó entonces sobre el foso de la orquesta y avanzó hacia donde nos encontrábamos, saltando por los respaldos y brazos de los asientos del teatro como si se tratara de piedras sobre el lecho de un río. Esta demostración de coordinación y equilibrio no era simple bravuconería. No era más que el camino natural para alguien con un control tan absoluto de su cuerpo que no le suponía mayor esfuerzo que si caminara.
– ¡Señor Lestrade!-gritó Houdini al tiempo que saltaba hasta el pasillo donde nos encontrábamos-. Me alegro de volver a verle. -Le dio alegremente una palmada en la espalda-. No esperaba verlo fisgoneando por aquí hasta la actuación de esta noche. No seguirá enfadado por la fuga de la cárcel, ¿verdad?
– No, no -dijo Lestrade rápidamente-. Tan solo quería presentarle a estos dos caballeros. Sherlock Holmes y doctor Watson, permítanme que les presente al señor Houdini.
Después de oír el nombre de mi amigo, el joven mago apenas fue capaz de esconder su satisfacción.
– Estoy encantado de conocerlo, señor -dijo, aferrando la mano y el hombro de Holmes-. He sido admirador suyo durante años.
– El honor es mío -replicó Holmes-. Confío en que haya resuelto sus dificultades con la soga.
– ¿Cómo? Sí, yo… Aguarde un momento, ¿cómo sabía que tenía problemas para liberarme de una soga? -Con la sorpresa que le causó la observación, Houdini se olvidó por completo de estrecharme la mano y darme una palmada en el hombro a mí también-. Siempre he leído que hacía este tipo de cosas, pero es la primera vez que lo veo. ¿Cómo lo ha sabido?
– Es simple, mi querido amigo. Tiene en ambas muñecas heridas por rozadura. He visto heridas semejantes en las muñecas de víctimas de robos y secuestros que han luchado con sus ligaduras durante horas. La conclusión natural es que ha pasado algunas horas intentando liberarse de una ligadura semejante, y que el ensayo ha sido menos exitoso de lo que usted hubiera esperado.
– ¡Maravilloso!-gritó Houdini-. Vaya truco. Pero conseguí liberarme de aquel lazo. Estaba practicando con un nuevo tipo de nudo. Mejor trabajarlo durante los ensayos que no encontrármelo durante una actuación. -Nos guió hacia el escenario-. Cómo desearía que Bess estuviera aquí para conocerlo, señor Holmes. -Paró y adoptó una postura teatral-. Para Harry Houdini, ella es siempre la mujer -recitó.
Era obvio que la breve referencia a una de mis tempranas historias sobre Holmes [3] buscaba halagar al detective.
Houdini no podía saber que Holmes rara vez recordaba nada a excepción, quizá, de los títulos de mis historias, cuando se molestaba en leerlas, así que no significaba nada para él. Por el contrario, Holmes abordó de inmediato el asunto que nos ocupaba.
– Dígame, señor Houdini, ¿es cierto que es usted capaz de reducir su cuerpo a ectoplasma?
El norteamericano se rió.
– ¿Es esa la razón que les ha traído hasta aquí? No, señor Holmes, he intentado decírselo a Lestrade, mi magia no tiene nada que ver con brujas ni fantasmas.
– Brujas y fantasmas no tienen nada que ver con ello -insistió Lestrade-. Nunca he dicho semejante cosa. Simplemente he sugerido que, en caso de que usted fuera un espiritista, se vería obligado a esconder sus habilidades al público. Si llegara a conocerse que es capaz de hacerse inmaterial, entonces sus escapismos perderían dramatismo. ¿Dónde estaría la emoción en un escapista que pudiera atravesar sus cadenas?
– Al contrario – replicó Houdini-, ese sería el mejor número de la historia sobre un escenario. La gente pagaría diez dólares por adelantado para ver en vivo un fantasma real. Pero no soy un fantasma, soy un escapista.
Lestrade no estaba satisfecho.
– Insiste en que no es un médium, pero todavía creo que no hay otra explicación posible para lo que he visto sobre este escenario.
Houdini hizo una profunda reverencia.
– Muchas gracias, señor Lestrade. Es el mejor cumplido que un mago pueda recibir.
Lestrade se volvió hacia Holmes, exasperado.
– No llego a ninguna parte con él. ¿Ve por qué quería que viniera?
– En realidad, no -respondió Holmes-. Estoy seguro de que me perdonará, Lestrade, pero que usted no sea capaz de comprender los misterios de Houdini no será la causa para que yo abrace el espiritismo. Me inclino por que haya una explicación más lógica que se le ha escapado.
– ¿Está usted sugiriendo que soy un memo? ¿O crédulo? Quisiera señalar que lo que hace no es simplemente sacar conejos de su sombrero, sino caminar a través de muros de ladrillo macizos.
– Le pido por favor que no se irrite, Lestrade. Esta entrevista no la propuse yo. No estoy sugiriendo que sea corto de entendederas de ninguna de las maneras. Pero sí observo que en este caso ha aceptado rápidamente lo extraordinario cuando la lógica aplicada estrictamente nos puede llevar a lo puramente material. No dudo de que las mismas reglas que gobiernan la ciencia de la deducción nos ayuden a comprender los misterios del señor Houdini.
– Disculpe, señor Lestrade -interrumpió Houdini con exagerada formalidad-. ¿Es posible que el señor Holmes haya afirmado que mis pequeños enigmas no le darían ningún problema?
– Es más o menos lo que ha dicho.
– Muy bien -dijo Houdini-. Comprobémoslo. -Se volvió hacia el escenario-. Franz, sal aquí. -Un enorme tipo calvo apareció de entre bastidores-. Haz que los chicos monten el muro de anoche. -Con un gesto de afirmación, el hombre se retiró-. Bueno, señor Holmes -continuó Houdini-, creo que incluso usted tendrá alguna dificultad explicando esto. Por favor, acompáñeme.
Nos guió hasta un corto tramo de escaleras que nos condujo hasta el escenario.
– Si esto fuera una representación ordinaria, mis operarios habrían construido un muro ladrillo por ladrillo mientras yo realizaba una serie de números breves. De esta manera convencería a la audiencia de que no hay trampa alguna en el propio muro. Es completamente sólido.
Mientras hablaba, sus ayudantes extendieron una larga alfombra roja a lo largo del escenario. Después, introdujeron rodando una plataforma sobre la que había un muro de ladrillos, tal y como Houdini había prometido.
– Observen que el muro supera los dos metros setenta de alto, los dos metros de largo y tiene más de medio metro de grosor. -Golpeó el muro con la palma de la mano-. Robusto. Fíjense en que el muro está situado de tal manera que la parte superior y ambos laterales quedan a la vista del público. Si intentara escabullirme por detrás o pasar por encima del muro, los espectadores me verían.
A medida que Houdini hablaba, perdía el tono de conversación, sustituyéndolo por un discurso sonoro, por una elocución experta en la que cada sílaba era cuidadosamente acentuada. Su voz alcanzaba los más recónditos espacios del teatro y volvía hasta nosotros en creciente oleaje. Uno sentía como si lo escuchara no solo con los oídos, sino con todos y cada uno de sus sentidos.
– He extendido esta alfombra sobre el escenario para descartar la posible existencia de una trampilla. Observarán también que la plataforma sobre la que se apoya el muro no llega a los ocho centímetros de altura, demasiada poca para permitirme pasar por debajo.
El mago retrocedió y escrutó el distante espacio frente a él.
– Este antiguo misterio hindú no se ha exhibido sobre ningún escenario desde hace más de doscientos años.
Originalmente formaba parte de un rito sagrado de iniciación. El faquir del pueblo probaba su valor permitiendo que lo encerraran en una profunda caverna de la que milagrosamente volvería a salir. El secreto ha viajado conmigo desde Calcuta, donde se me permitió acceder a un sagrado consejo de ancianos…
– Venga, venga, proceda… -dijo Holmes.
– ¿Cómo? -espetó Houdini, a quien se le había oscurecido el semblante.
– Si usted hubiera venido directamente desde Calcuta, seguramente mostraría alguno de los efectos del clima tropical. Y, en cambio, está tan pálido como cualquiera de nosotros. Observo que aunque el corte de su ropa es estadounidense, su cuello y sus cordones son alemanes. Parece que ha pasado algún tiempo en ese país; estuvo allí recientemente, ya que necesitó comprar ese cuello nuevo, y ha estado por un período lo suficientemente largo como para necesitar comprar cordones.
Houdini quedó inmóvil por un instante y después abrió la boca como si quisiera retomar su discurso, pero desechó rápidamente la idea. En cambio, le gritó a su ayudante:
– ¡Franz, los biombos!
El gigante calvo reapareció, portando dos piezas de pantalla negra, cada una con una bisagra vertical en el medio. Colocó una a cada lado del muro, creando dos pequeños espacios vedados a la vista.
– Doctor Watson, si se puede colocar aquí… Lestrade allí… y, señor Holmes, por aquí… Muchas gracias.
Nos situó de manera que todos los lados del muro estuvieran expuestos a nuestra vista.
– Por favor, recuerden caballeros, que no puedo pasar por encima, ni por debajo, ni rodear el muro. Ahora me sitúo detrás del biombo en este lado del muro. Si aparezco al otro lado, solo puede ser porque he atravesado el muro para llegar hasta allí.
Hizo una pausa para que sus palabras nos calasen.
– Ahora, si están preparados, caballeros, contaré hasta tres. Cuando haya terminado de contar, el milagro habrá sucedido. Uno, dos, ¿preparados? Tres.
Desde el otro lado del muro oí gritar a Lestrade.
– ¡Lo ha hecho! ¡Lo ha hecho otra vez!
Apareció rápidamente desde detrás del muro arrastrando a Houdini por el brazo. El joven mago estaba ligeramente agitado, pero aparte de eso no había más señales del esfuerzo realizado. He de admitir que estaba profundamente desconcertado por la proeza, y por la velocidad y aparente facilidad con que la había ejecutado.
Holmes debió de leerme la cara, porque me preguntó:
– ¿Qué es lo que sacas en claro, viejo amigo?
– Me temo que nada -repliqué.
Observé detenidamente al norteamericano.
– Está algo despeinado, pero me atrevería a decir que yo también lo estaría si hubiera atravesado un muro.
Houdini sonrío abiertamente, al tiempo que intentó arreglarse un poco el cabello rebelde.
– Y bien, ¿señor Holmes?
El detective se sacó del bolsillo su pipa de madera de cerezo y la rellenó cuidadosamente.
– Watson, usted y Lestrade me han escuchado afirmar en muchas ocasiones que una vez que uno elimina lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, debe de ser la verdad.
– Exactamente, señor Holmes -dijo Lestrade impaciente-. Houdini ha demostrado que no puede rodear el muro de ninguna manera. Por lo tanto, ha tenido que atravesarlo.
– Me temo que esa conclusión ha de ser desechada también por imposible.
Holmes encendió su pipa, exhalando una nube de humo blanco.
– Y si Houdini hubiera pasado por encima o por cualquiera de los lados del muro, lo habríamos visto.
– Bueno, difícilmente ha podido pasar por debajo, Holmes. Incluso si la plataforma tuviera cualquier tipo de abertura, no hay ni ocho centímetros de altura entre el escenario y el muro.
– Y -Houdini no pudo evitar recordarnos- tampoco he podido usar ninguna trampilla porque la alfombra cubre el escenario.
Holmes le sonrío afablemente.
– Es verdad -dijo-, tiene toda la razón. Cualquier trampilla existente estaría cubierta por la alfombra. Sin embargo, me ha venido a la mente uno de los fenómenos musicales más instructivos, el del tambor común.
Al tiempo que hablaba, Holmes descendió hasta la orquesta, donde había varios tambores.
– En efecto, un tambor cualquiera no es más que un cilindro hueco cubierto completamente por una tensa membrana flexible.
Holmes introdujo una mano en uno de los tambores más pequeños y la colocó bajo el parche del tambor.
– Observen: si un plano sólido se coloca bajo la membrana, el tambor no produce ningún sonido. -Con la mano libre, golpeó el tambor produciendo solo un ruido sordo-. Pero cuando no hay nada bajo la superficie, la membrana recupera su flexibilidad natural. -Retiró la mano y volvió a golpear el tambor. El eco del golpe retumbó por todo el teatro-. En el caso del tambor, el efecto es el sonido. Sin embargo, el principio tiene más aplicaciones.
Houdini y Lestrade estaban paralizados por el singular discurso. Aunque Holmes no tenía la sonoridad de Houdini al hablar, ni se pavoneaba como este, su narración era tanto más atractiva por su suave lógica y su absoluta seguridad. Veía que Houdini estaba cada vez más intranquilo a medida que el discurso de Holmes avanzaba.
– Concentremos ahora nuestra atención en el propio Houdini. -Holmes, que todavía se encontraba en el foso de la orquesta, caminó hasta el borde del escenario y se situó al nivel de nuestros pies-. He notado una gran rozadura en el interior de su zapato izquierdo. Esa marca no la tenía hace un momento. ¿Es posible que a los zapatos no les guste convertirse en ectoplasma? -Holmes volvió a subir al escenario y tomó uno de los brazos de Houdini como si fuera un bicho de laboratorio-. ¿Qué vemos aquí? En los botones de los puños de Houdini encontramos hebras rojas de la alfombra. Esto resulta muy interesante. De aquí podemos…
– Basta, Holmes.
Houdini apartó bruscamente el brazo. Tenía el rostro amoratado.
– Se está burlando de mí. Se está burlando del gran Houdini. Usted… Usted… -Houdini dijo entonces algo en alemán que sonaba inequívocamente desagradable. Y por la expresión de Holmes, estaba claro que este lo había entendido todo.
– Veo que la diplomacia no se encuentra entre sus talentos, señor Houdini -dijo Holmes-. Quizá es mejor que se concentre en aquellas habilidades que sí posee, a los grandes artistas no se les tiene en cuenta el mal carácter. «Est quadam prodire tenus, si non datar ultra». [4]
Con esta oscura cita de Horacio, Sherlock Holmes se dio media vuelta y se marchó.