8. Sherlock Holmes investiga

En la zona arbolada más alejada de Stoke Newington, a más de seis kilómetros de cualquier otra edificación, se sitúa la oficina del Gobierno, conocida como Gairstowe House. Podría parecer una casa de campo normal a todos sus efectos, de no ser por las dos hileras de oficinas distribuidas en dos pisos que sobresalen en el ala izquierda. El edificio, de extraño perfil, está rodeado por una verja alta de hierro forjado, y en su entrada se encuentra situado un guardia uniformado. A la mañana siguiente de nuestro episodio en el Diógenes, el guardia que estaba de servicio se llamaba Ian Turks. Después de llegar a Gairstowe me encontré hablando con él mientras Holmes se ponía de inmediato a cuatro patas y empezaba a recorrer a gatas los suelos de la propiedad.

Sin duda, Turks nunca antes había visto a un hombre de mediana edad, y apariencia respetable, comportarse de aquella manera. Holmes olfateaba como un sabueso los alrededores, examinando parches de césped con su lupa y tendiéndose boca abajo a ratos, claramente absorto en la más profunda meditación. Aunque Turks, como los guardias de palacio, estaba claramente entrenado para permanecer impasible en ocasiones inusuales, a la larga el joven fue incapaz de contener su curiosidad.

– Perdone que le pregunte, amigo -dijo-, pero ¿qué es lo que está haciendo ese tipo por el suelo?

– Buscando huellas, sin duda -contesté.

– ¡Huellas! Pero si las huellas están dentro. Los policías las encontraron.

– Lo sabe, pero normalmente suele llevar su examen uno o dos pasos más allá de lo que hacen esos detectives oficiales.

– ¿Quién es, entonces?

– El señor Sherlock Holmes.

Turks emitió un leve silbido y observó de nuevo a mi compañero, que se había dado la vuelta sobre su espalda para observar las suelas de sus propios zapatos.

– ¿Se trata de él? Vaya. Tiene mejor aspecto en los dibujos, ¿verdad? [9]

Antes de que pudiera responder, Holmes se puso de pie y me gritó desde el césped:

– ¡Vamos Watson! Aquí no hay nada más que ver.

Subimos juntos los escalones de mármol que conducían hacia un enorme vestíbulo. Allí, un mayordomo, vestido con excesiva formalidad para aquella temprana hora del día, tomó nuestras tarjetas. Volvió poco después para conducirnos ante la presencia de lord O'Neill, el secretario de Asuntos Europeos.

Nos llevó a través de un estrecho corredor decorado con tapices orientales hasta un gran estudio revestido de estanterías de roble. Detrás de una escribanía estaba sentado un

'Las historias de Holmes fueron originalmente ilustradas en The Strand Magazine por Sydney Pager, quien dibujó a partir de un modelo considerablemente más atractivo que Holmes, caballero que supuse debía de ser lord O'Neill, y frente a él se encontraba otro individuo de gran tamaño y rígido porte a quien no supe reconocer.

– ¡Sherlock Holmes!-exclamó lord O'Neill, quien al levantarse apresuradamente barrió un pequeño montón de papeles, tirándolos al suelo-. Me alegré de recibir su telegrama esta mañana. Había querido llamarlo yo mismo, pero su hermano, Mycroft, él, bueno… -Su voz se fue apagando con nerviosismo-. Y usted debe de ser el doctor Watson. Es usted bienvenido, caballero. ¡Ah! Perdónenme. Qué descuidado. Permítanme que les presente al honorable herr Nichlaus Osey, de Alemania.

El alemán se levantó e hizo una formal reverencia en nuestra dirección.

– Me agrada conocer al famoso especialista criminalista -dijo en un inglés muy ensayado-, aunque no esperaba que tuviera usted este aspecto -añadió, mirando con recelo el desaliñado atuendo de Holmes, lleno de manchas de hierba.

– Los métodos del señor Holmes son quizá poco ortodoxos -dijo rápidamente lord O'Neill-, pero le aseguro que los resultados hablan por sí mismos. Se lo aseguro. Le estaba contando a herr Osey de su inestimable ayuda durante aquel horrible asunto de 1900.

– Ah, sí -dijo Holmes despreocupadamente-, un caso simple, pero no sin ciertos rasgos de interés. Lo registré en mis notas como La aventura del italiano divagador.

– Holmes -pregunté, a pesar de la ansiedad de lord O'Neill por continuar-, ¿quiere decir que mantiene sus propios archivos de sus casos?

– No se ofenda tanto, viejo amigo. En aquel momento me había abandonado usted por la señora Watson. No podía permitir que su ausencia interrumpiera el hilo de la historia del crimen.

– Fascinante -dije-. ¿Puedo…?

– ¡Caballeros, por favor! – exclamó lord O'Neill-. El asunto al que nos enfrentamos es de lo más acuciante. Debemos atenderlo. ¿Desean que pida té? Sí, creo que deberíamos tomar un té. -Corrió hasta el cordón de la campanilla y tiró de él con urgencia.

– ¡Té! -exclamó herr Osey. – En un momento como este. Y toda esta cháchara sobre registros e italianos divagadores. Es asombroso que ustedes los británicos alguna vez logren terminar algo.

– Herr Osey, por favor -dijo lord O'Neill-. Estoy seguro…

– ¿Quién es esa extraordinaria mujer con la que el príncipe ha sido tan indiscreto?

Muchas veces, durante mis años con Holmes, he visto cómo hacía revelaciones sorprendentes en medio de circunstancias aparentemente corrientes, pero nunca antes una de esas abruptas observaciones tuvo semejante impacto. Fue como si a los dos diplomáticos les hubiera alcanzado un rayo.

– ¡Señor Holmes! -exclamó lord O'Neill, poniéndose en pie de un salto.

– Mein Gott!-gritó herr Osey-. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede…?

– El té, señor -anunció el mayordomo, y entró empujando un gran carrito.

Herr Osey se metió los puños en los bolsillos y se giró hacia la pared. Lord O'Neill se sentó pesadamente en su silla, blanco como el papel, pero fue capaz de reponerse lo suficiente como para atender la llegada del té. El mayordomo se retiró y ambos hombres se giraron y miraron fijamente a Sherlock Holmes.

– Caballeros, es absolutamente obvio. Déjenme que se lo explique. Lestrade ha sido lo suficientemente atento como para dejar la habitación en orden, así que no es difícil deducir que un encuentro de algún tipo tuvo lugar aquí la noche del crimen. Las copas de coñac sobre el aparador apuntan a una hora tardía, lo más probable es que se desarrollara mientras la reunión principal acontecía en el piso inferior. No se ha cambiado el día en el calendario del escritorio desde antes de ayer. Y como lord O'Neill es bastante escrupuloso con esos detalles, deberíamos suponer que esta habitación no ha sido utilizada desde entonces.

– Totalmente válido -admitió lord O'Neill-. Pero como…

– Que el encuentro era importante, me lo ha asegurado la presencia del príncipe de Gales. Aquí tenemos los restos de un puro que tiene la marca de su reserva privada. Aún más revelador es el contenido de este cenicero junto al sillón. Hay dos colillas manchadas de rojo. A no ser que a alguno de ustedes se le haya ocurrido pintarse los labios, podemos deducir que una mujer estuvo presente.

»¿Qué clase de mujer es aquella que fuma en semejante compañía? Una mujer con un gran carácter, sin duda. También, según parece, familiar para el príncipe. Sin embargo, en lugar de recurrir a la caja de cigarrillos que vemos sobre el escritorio, los cigarrillos que fumó esta mujer se los proporcionó herr Osey, cuyas colillas también se encuentran en el mismo cenicero. De este hecho también se derivan otras implicaciones.

Herr Osey se quitó el cigarrillo de los labios y lo apagó, malhumorado.

– Se trata de una mujer alemana que se encuentra involucrada en cierta desavenencia diplomática. Hasta aquí todo es obvio, teniendo en cuenta la implicación de ustedes dos, caballeros. Así pues, ¿qué escena es la que hemos desarrollado? Una gran fiesta en Gairstowe House después del teatro. Mientras los invitados están entretenidos abajo, un pequeño grupo se reúne en esta habitación para tratar de negocios. La discusión tiene que referirse a los documentos que desde entonces han desaparecido. El príncipe y esta misteriosa mujer… -Holmes hizo una pausa y miró a herr Osey.

– La condesa Valenka -informó el alemán.

Holmes asintió.

– … normalmente no hubieran estado presentes en semejante entrevista. Así pues, ellos eran los protagonistas y ustedes, caballeros, sus representantes.

»¿Qué tipo de desavenencia lleva a dos personas, íntimas en el pasado, a valerse de representación diplomática? Así pues, veamos, el príncipe tiene ciertas… tendencias comprometedoras que son de todos conocidas. Quizá se ha colocado a sí mismo en una incómoda…

– ¡Señor Holmes, por favor! -exclamó lord O'Neill violentamente-. Hemos seguido su razonamiento de cerca. Le ruego que no continúe.

Mientras herr Osey había escuchado el discurso de Holmes con fascinante indiferencia, lord O'Neill se mostraba cada vez más ansioso, y ahora era incapaz de controlarse.

– Usted ha percibido la naturaleza de nuestro problema, y puede ahora apreciar lo delicado del tema más allá de mi capacidad de especulación.

– ¿Cartas, entonces?

– Cartas -confirmó herr Osey.

– Maldita sea. No hay leche para el té.

– No importa, amigo mío -dijo herr Osey-. Lo tomaremos solo.

– Sí, de lo más acertado -dijo lord O'Neill con una risa nerviosa-. Es algo tonto, lo sé, pero mis nervios…

– En efecto, estamos todos con los nervios de punta. -Herr Osey tomó una taza de té-. Tal y como ha dicho, señor Holmes, nos reunimos para discutir sobre un cierto número de cartas indiscretas que la condesa amenazaba con utilizar.

– ¿Y estas son las cartas que se han perdido?

– Sí -retomó lord O'Neill-. Ella nos las entregó, después de una gran discusión y la promesa de una compensación económica bastante considerable. Pero cuando volví a la mañana siguiente, las cartas habían desaparecido.

– ¿Examinó la habitación a conciencia? ¿Había algo fuera de lugar?

– No se había alterado nada, ni nada había desaparecido, a excepción de las cartas. Y la única evidencia del intruso fueron estas huellas detrás del escritorio.

– Las huellas. Claro, echemos una mirada a las huellas -dijo Holmes gateando detrás del escritorio-. Vaya. De lo más extraordinario. Watson, ¿podría acercarse?-preguntó blandiendo su lupa- Eche un vistazo, ¿quiere?

Detrás del escritorio había un montón de huellas de barro que parecían haberse hecho por alguien que hubiera arrastrado los pies por el lugar durante un rato.

– Nos han dicho que estas son las huellas del señor Houdini -dijo lord O'Neill.

– Totalmente cierto -asintió Holmes-. De hecho, he tenido la ocasión de examinar recientemente sus zapatos y he reconocido la suela. Pero aun así, he de decir que en todos mis años de práctica nunca he visto unas huellas tan inusuales.

– ¿Qué hay de extraordinario en ellas, Holmes? -pregunté.

– ¿Cómo? Mi querido compañero, quizá debería preguntar qué es lo que hay de ordinario en ellas. Observemos: en una huella ordinaria, la mayor presión la ejercen el talón y el metatarso del pie. En estas huellas, la mayor presión se ha ejercido sobre el centro del pie, sobre el arco. ¿Qué le sugiere esto?

– ¿Piernas de madera?

Holmes se giró hacia mí con mirada sorprendida.

– Nunca deja de sorprenderme, Watson -murmuró-. Sin duda, un apéndice de madera es posible, pero ¿dos? Creo que es más probable que estas huellas se hicieran presionando con la mano un zapato por su parte central.

– ¿Para implicar a Houdini?

– Obviamente. Pero lo que es verdaderamente sospechoso es que no hay huellas que se dirijan a o se alejen de este bloque de pisadas. ¿Podría nuestro embarrado ladrón simplemente aparecer en el centro de la habitación? Y respecto al barro, es ciertamente curioso. Es consciente, Watson, de que he realizado un pequeño estudio sobre las variedades de barro que se pueden encontrar en Londres. Es un conocimiento útil para establecer los movimientos de alguien a partir de las manchas de los bajos de su pantalón. Y aun así no soy capaz de situar el origen de este barro.

– ¿Por qué? Es barro de fuera, sin duda -sugirió herr Osey.

– Sin duda. Pero ¿de fuera, de dónde? No de los terrenos de esta propiedad. De eso estoy seguro. Una vez que hayamos localizado la fuente de este barro, habremos avanzado un enorme trecho hacia la solución, se lo aseguro. -Holmes se levantó y miró vagamente por la habitación-. Estaban solo ustedes cuatro ¿verdad? -Sí.

– ¿Nadie más entró o salió?

– Solo una persona del servicio.

– ¡Oh!

– Entonces también estábamos tomando el té.

– ¿A esa hora?

– Al príncipe le gusta.

– Absolutamente cierto. Lo había olvidado. Y cuando arreglaron el asunto, ¿las cartas fueron entregadas y depositadas en el escritorio?

– En el cajón inferior.

– Perdónenme -me aventuré-, pero ¿debo entender que las cartas se dejaron en un cajón sin cerradura? Se nos había dicho que se habían depositado en una caja fuerte.

Lord O'Neill no pudo evitar reír entre dientes al ver mi confusión.

– Doctor Watson, esta habitación es una caja fuerte.

– No lo entiendo.

– Déjeme que se lo muestre -dijo lord O'Neill, y me condujo hacia el estrecho pasillo por el que habíamos entrado-. Vea -dijo, apartando los cortinajes orientales para descubrir, oculta por el propio muro, una enorme puerta blindada y los raíles sobre los que corría.

– Exactamente como la caja fuerte de un banco -dije, admirado.

– En realidad, amigo mío, es considerablemente más seguro -dijo con orgullo O'Neill-. Hay tres mecanismos de cierre independientes en esta puerta. Uno inglés, otro americano y un tercero europeo, que la convierten en una de las cámaras acorazadas más segura del imperio. Y como puede ver, al no haber otras entradas en la habitación, ni ventanas por las que un hombre pudiera colarse, cualquier objeto que se deje en esta sala estará tan seguro como en un banco.

– O eso creían -remarcó herr Osey.

– Sí, o eso pensábamos.

– Bueno, no desesperen -dijo Holmes-. Solo tenemos algunas preguntas más y después el doctor Watson y yo haremos todo lo posible por lograr que el asunto tenga un final feliz. Lo primero, ¿podemos suponer que nadie puede entrar o salir de los terrenos de la propiedad sin ser observado por un guardia?

– Sí. Hay guardia las veinticuatro horas del día, y tienen un listado de acceso.

– ¿Podemos tener una copia del listado de acceso de la noche de la recepción?

– La tendré preparada inmediatamente.

– Por favor, asegúrese de que incluya cualquier ayuda que necesitaran contratar para el evento: personal de cocina, lacayos y demás.

– Como desee.

– Bien. Veamos, ¿disponen de un retrato de la condesa Valenka?

– No, señor Holmes. Yo no dispongo de ninguno.

Herr Osey se aclaró la garganta.

– Esto podría ser útil -dijo incómodo. Sacó su reloj de bolsillo y nos lo abrió. En la parte interior de la cubierta había una miniatura de marfil de uno de los perfiles más impresionantes que yo haya visto.

– La condesa me lo dio hace algún tiempo -nos dijo herr Osey-. Me doy cuenta de que una fotografía les sería más útil, pero…

– En absoluto, herr Osey -dijo Holmes mientras se inclinaba sobre la miniatura -. Es verdad que una fotografía hubiera sido más práctica a efectos de identificación, pero esto es informativo en cualquier caso.

Alzó la vista al cerrar herr Osey su reloj y volver a guardárselo en el bolsillo de su chaleco.

– Sí. Bien. Bueno, ¿dónde podemos encontrar a la condesa?

– Se aloja en el Cleland.

– Muy bien. Entonces deberíamos marcharnos. Nuestra prioridad es exculpar al señor Houdini, y después deberemos hacer una visita a la condesa Valenka. Buenos días, caballeros.

– Señor Holmes -dijo lord O'Neill-, nosotros estamos considerablemente menos interesados en la inocencia o culpabilidad del señor Houdini que en recuperar las cartas robadas.

– Sí -convino herr Osey-, dejemos que sea esa su primera preocupación.

Sherlock Holmes tomó su sombrero y su bastón, y, andando despreocupadamente, atravesó la puerta acorazada simulando no oír.

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