Capítulo 9

El sargento Nick Robinson levantó los ojos y vio con alivio que sólo le quedaban dos casas más antes de llegar al pub. A su derecha se alzaba la cuesta que dejaba atrás las verjas de Streech Grange; detrás de él, a unos kilómetros de distancia, se extendía Winchester; delante, el muro de ladrillos que rodeaba el lado sur de la finca de Grange abrazaba la carretera a East Deller. Comprobó la hora en su reloj. Faltaban diez minutos para la hora en que abrían y para poder atacar una pinta de cerveza. Si había algo que odiaba, eran los interrogatorios a domicilio. Con un paso más ligero, subió por el corto camino hacia la casa llamada Clementine Cottage y -examinó su lista- hacia la señora Amy Ledbetter. Llamó al timbre.

Tras unos minutos y el ruido metálico de una cadena anti-robo, la puerta se abrió unos doce centímetros. Un par de ojos brillantes lo examinaron.

– ¿Sí?

Sacó su identificación.

– Policía, señora Ledbetter.

La tarjeta fue cogida por una mano artríticamente deformada y desapareció en el interior.

– Espere ahí, por favor -dijo la voz de la mano-. Quiero llamar a la comisaría de policía y asegurarme de que usted es lo que dice.

– Muy bien -se apoyó contra el porche y encendió un cigarrillo. Ésta era la tercera comprobación telefónica sobre él en dos horas. Se preguntaba si los policías con uniforme estaban teniendo tantos problemas como él.

Tres minutos más tarde, la puerta se abrió completamente y la señora Ledbetter le hizo un gesto hacia el salón. Tenía perfectamente más de setenta años, la piel curtida y una mirada de no admitir tonterías. Le devolvió su justificación y le dijo que se sentara.

– Hay un cenicero sobre la mesa. Bien, sargento, ¿qué puedo hacer por usted?

«No hay necesidad de andarse por las ramas con este viejo murciélago -pensó-. No es como la boba de su vecinita, que afirmaba que oír hablar de asesinato en la televisión le daba palpitaciones.»

– Los restos de un hombre asesinado fueron descubiertos en el jardín de Grange ayer por la tarde -dijo solamente-. Estamos haciendo preguntas para ver si alguien del pueblo sabe algo de eso.

– Oh, no -dijo Amy Ledbetter-. Pobre Phoebe.

El detective sargento Robinson la miró con interés. Ésta era una reacción que no había encontrado antes. El humor de los otros habitantes del pueblo con los que había hablado había sido el de satisfacción insultante.

– ¿Le sorprendería -le preguntó a la anciana- si le dijera que usted es la única persona hasta ahora que ha expresado alguna compasión por la señora Maybury?

Arrugó sus labios con una mueca de asco.

– Por supuesto que no. La falta de inteligencia de esta comunidad es asombrosa. Me hubiera marchado a otro sitio hace años si no quisiera tanto a mi jardín. ¿Supongo que es el cadáver de David?

– Todavía no lo sabemos.

– Entiendo -lo observó abstraída-. Bueno, adelante. ¿Qué desea preguntarme?

– ¿Conoce bien a la señora Maybury?

– La conozco de toda la vida. Gerald Gallagher, el padre de Phoebe, y mi marido eran viejos amigos. La solía ver mucho cuando era más joven y mi marido aún vivía.

– ¿Y ahora?

La mujer frunció el ceño.

– No, la veo muy poco ahora. Por mi culpa -levantó una de sus manos nudosas-. La artritis es el diablo. Es más cómodo quedarse en casa y ocuparse en trabajos de poca importancia que salir a hacer visitas y, además, le hace a una irritable. Fui muy seca con ella la última vez que vino a verme y no ha vuelto desde entonces. Eso fue hace unos doce meses. Por mi culpa -repitió.

Viejo pájaro de caza, pensó, y seguramente más fiable que los otros con los que había hablado que habían manejado insinuaciones y chismes.

– ¿Sabe algo de sus dos amigas, la señora Goode y la señorita Cattrell?

– Las conozco, las conocía bastante bien. Phoebe solía traerlas a casa de la escuela. Buenas chicas, interesantes, rebosaban de carácter.

Robinson consultó su cuaderno.

– Una de las aldeanas me dijo -levantó los ojos brevemente- y cito: «Esas mujeres son peligrosas. Han hecho varios intentos de seducir a chicas del pueblo, incluso intentaron que mi hija se uniese a una de sus orgías lesbianas» -volvió a alzar la vista-. ¿Sabe algo de eso?

Apartó un pelo perdido de su frente con el revés de su mano abarquillada.

– Dilys Barnes, supongo. No le agradecerá que la describa como una aldeana. Es una horrible esnob, le gusta pensar que es una de nosotros.

Estaba intrigado.

– ¿Cómo lo supo?

– ¿Que era Dilys? Porque es una mujer muy tonta que cuenta mentiras. Es falta de educación, desde luego. Ese tipo de personas hacen cualquier cosa para evitar que se rían de ellos. Han arruinado a sus hijos con todas sus ideas esnobs. Enviaron fuera al chico a una escuela privada y ha regresado, pero ahora guarda un resentimiento del tamaño de una montaña. Y la hija, Emma -puso cara de desagrado-. Me temo que la pobre pequeña Emma se ha vuelto muy libertina. Creo que es su modo de vengarse de su madre.

– Comprendo -dijo, completamente perdido.

Ella se rió entre dientes al ver su expresión.

– Se copula en los bosques de Streech Grange -explicó-. Es el lugar favorito para eso -se volvió a reír entre dientes cuando la boca del sargento se quedó abierta-. Emma fue vista saliendo a escondidas de los jardines una noche ya tarde y la historia que su madre difundió fue ésa absurda que le ha repetido a usted -negó con la cabeza-. Son tonterías, por supuesto, y nadie las cree realmente, pero fingen estar de acuerdo con ellas porque no les gusta Phoebe. Y ella misma es su propia y peor enemiga. Deja que ellos vean lo mucho que los desprecia. Eso es siempre un error. De todos modos, pregunte a Emma. No es mala muchacha. Si usted mantiene lo que le dice confidencialmente, le dirá la verdad que supongo.

El policía tomó nota.

– Gracias, lo haré. Decía que el bosque es el lugar favorito para… esto…, copular.

– Así es, bastante preferido -dijo firmemente-. Reggie y yo lo utilizábamos mucho antes de casarnos. Es especialmente bonito en primavera. Un bosque de campanillas, ya sabe. Muy bonitas.

Se quedó pasmado ante ella.

– Bueno, bueno -dijo tranquilamente Amy Ledbetter-, eso le sorprende, veo, pero los jóvenes son realmente muy ignorantes respecto al sexo. La gente no era más capaz de controlar su deseo por él en mi época que ahora y, gracias a Marie Stopes, no estábamos sin protección -sonrió-. Cuando sea tan viejo como yo, joven, sabrá que en lo que se refiere a la naturaleza humana, cambian muy pocas cosas. La vida, para la mayoría de nosotros, es la búsqueda del placer.

«Bueno, eso es cierto», pensó, recordando su cerveza. El hombre abandonó sus inhibiciones.

– Hemos encontrado algunos condones usados en la finca de Grange que están relacionados con lo que usted ha estado diciendo, señora Ledbetter. Además de Emma Barnes, ¿sabe de alguien más que pueda haber estado haciendo el amor ahí arriba?

– Conocimiento preciso, no. Suposiciones, sí. Si promete tener tacto al dirigirse a las personas interesadas, le daré dos nombres más.

Robinson asintió.

– Se lo prometo.

– Paddy Clarke, el dueño del pub. Está casado con una bruja que no tiene ni idea del gran temperamento que él tiene. Cree que lleva al perro a pasear después de la hora de cerrar mientras ella ordena el local por dentro, pero yo he visto al perro correr suelto a la luz de la luna demasiado a menudo para creer eso. No duermo bien -añadió, a modo de explicación.

– ¿Y el otro?

– Eddie Staines, uno de los trabajadores del campo de la granja Bywater. Un diablo joven y bien parecido, que sale con una chica diferente cada mes. Le he visto dirigirse cuesta arriba unas cuantas veces -inclinó la cabeza en dirección a Grange.

– Es una gran ayuda -dijo.

– ¿Algo más?

– Sí -parecía un poco avergonzado-. ¿Ha visto a algún desconocido por los alrededores? ¿En los últimos seis meses, digamos?

Esta pregunta había sido acogida con general diversión. La señora Ledbetter se desternilló de risa.

– Hace veinticinco años habría podido darle una respuesta sensata a una pregunta como ésa. Hoy día, imposible -se encogió de hombros-. Siempre hay desconocidos por aquí, sobre todo en verano. Turistas, gente que está de viaje, de paso, y que para a comer en el pub, campistas de East Deller. Ha habido unas cuantas caravanas que se han quedado atrapadas en la acequia de la esquina, normalmente franceses, son tan malos conductores… Pregunte a Paddy. Las saca con su todo terreno. No, no puedo ayudarlo en eso, me temo.

– ¿Está segura? -apuntó- ¿Alguien a pie tal vez, alguien que recuerde de hace años?

La mujer dio un bufido divertido.

– ¿David Maybury, quiere decir? Desde luego que no le he visto en los últimos meses. Hubiera informado de ello. La última vez que vi a David fue una semana antes de que desapareciese. Fue en Winchester, en la época en que yo todavía podía conducir, y me lo encontré por casualidad en los grandes almacenes Woolworths, comprando un osito de peluche para Jane. Era un tipo extraño. Un día vil, el siguiente encantador, lo que mi marido habría llamado un sinvergüenza, el tipo de hombre que atrae invariablemente a las mujeres -se quedó callada durante un momento-. También estuvo el vagabundo, por supuesto -dijo.

– ¿Qué vagabundo?

– Pasó por el pueblo hace unas semanas. Un viejo extraño con un sombrero flexible marrón inclinado hacia atrás. Cantaba Molly Malone, lo recuerdo. Cantaba bastante bien. Pregúntele a Paddy. Estoy segura de que fue al pub.

Su cabeza se hundió con cansancio contra el respaldo de su silla.

– Estoy cansada. No puedo ayudarlo más. Acompáñese usted mismo a la puerta, joven, y no olvide cerrar la verja -cerró los ojos.

El detective sargento Robinson se puso en pie.

– Gracias por dedicarme tanto tiempo, señora Ledbetter.

Roncaba silenciosamente cuando él salió de puntillas.


El inspector Walsh colgó el teléfono y fijó una mirada contemplativa a una distancia intermedia. De manera irritante, el doctor Webster no había servido de gran ayuda.

– No puedo demostrar que es Maybury, ni puedo demostrar que no lo es -dijo alegremente a través del cable-, pero mi cálculo profesional dice que no lo es.

– ¿Por qué, por Dios?

– Demasiadas discrepancias. No puedo casar el pelo, para empezar, aunque no estoy diciendo que eso sea el final. He enviado muestras a un amigo mío que dice ser un experto en estas cosas, pero no esperes demasiado. Me advirtió que la muestra que obtuviste del cepillo de Maybury puede haberse deteriorado demasiado. Por supuesto, yo no podría hacer nada con ella.

– ¿Qué más?

– Los dientes. ¿Te diste cuenta de que nuestro cadáver no tenía dientes? Ni un incisivo ni un molar a la vista. Indicaciones de que llevaba dentadura postiza, pero no se encontró nada. Parece como si algo o alguien los hubiese extraído. Ahora bien, Maybury, por otra parte, tenía todos sus dientes hace diez años y sus informes demuestran que estaban en bastante buena forma, sólo cuatro empastes en ellos. Ése es un cuadro muy diferente, George. Tendría que haber sufrido una horrorosa enfermedad de las encías para necesitar que le extrajesen todos los dientes en diez años.

Walsh reflexionó un momento.

– Digamos que, por cualquier motivo, quisiera perder su antigua identidad. Podría habérselos extraído a propósito, ¿no cree?

Webster rió entre dientes con buen humor.

– Inverosímil, aunque no es imposible. Pero ¿por qué la señora Maybury querría quitarle su dentadura postiza en ese caso, suponiendo que ella sea nuestra asesina? Ella, de entre toda la gente, sabría que no podrían identificarlo. Para ser sincero, George, diría que es al revés. Quienquiera que asesinara a nuestro amigo de la casa del hielo quitó cualquier cosa que demostrara que precisamente no era Maybury. Le han maltratado todos los dedos de los pies y las puntas de los dedos de la mano, por ejemplo, como si alguien quisiera evitar que tomásemos huellas. Sin embargo, todos los de esa casa saben que no conseguiste levantar ni una sola huella con la que se pudiera trabajar hace diez años.

– Por Dios, maldita sea -explotó Walsh-. Pensé que por fin tenía al cabrón. ¿Estás seguro, Jim? ¿Qué hay de los dedos que faltan?

– Bien, naturalmente faltan, pero parece como si hubiesen sido cortados con una cuchilla de carnicero, para la carne. Los he comparado con los informes de las amputaciones y no se parecen en nada. Maybury había perdido las articulaciones superiores de ambos dedos. A nuestro cadáver le han cortado los suyos desde la base de cada dedo.

– No demuestra que no sea Maybury.

– De acuerdo, pero sí parece como si alguien que sólo sabía que había perdido sus dos últimos dedos, hubiese intentado hacernos creer que era Maybury. Francamente, George, no estoy ni siquiera seguro en este momento de que una acción humana haya intervenido. Es bastante concebible, pero un poco extraño, que dientes muy afilados lo hayan mutilado de la manera que he descrito. Por ejemplo, eso que señalaste que parecía como si hubieran cortado filetes. He tomado algunos primeros planos de algunos surcos en las costillas y, demonios, es muy difícil distinguir lo que son. No puedo excluir que sean marcas de dientes.

– ¿El grupo sanguíneo?

– Ajá, ahí tienes algo que concuerda, muy bien. Ambos O positivo, como el cincuenta por ciento de la población. Y, hablando de sangre, deberías encontrar su ropa. Hay muy poco en ese barro que quitamos raspando en el suelo.

– Genial -había refunfuñado Walsh-, así que ¿cuáles son las buenas noticias que tenías para mí?

– Me están mecanografiando el informe ahora, pero te daré lo esencial. Hombre, blanco, un metro y setenta y siete centímetros, con un margen de error de dos centímetros por encima o por debajo, ya que ambos fémures han sido bien y verdaderamente destrozados, de manera que no me mostraría demasiado tajante en ese punto, constitución robusta, probablemente tendiendo a la gordura, con pelo en el pecho y en las paletillas de los hombros, indicación de descoloramiento causado por tatuajes en el antebrazo derecho, número de pie ocho. Ninguna idea sobre el color del cabello, pero seguramente era castaño oscuro antes de encanecer. Edad, más de cincuenta.

– Oh, por Dios, Jim. ¿No puedes ser más preciso?

– No es una ciencia precisa cuándo envejece la gente, George, y unos cuantos dientes hubiesen ayudado. Todo es cuestión de fusión entre las partes del cráneo, pero una edad entre cincuenta y sesenta es lo que yo supongo en este momento. Volveré a hablar contigo cuando haya hecho más cálculos.

– Está bien -dijo Walsh a regañadientes-. ¿Cuándo murió?

– He preguntado para que me aconsejasen sobre esto. El consenso es que sopesando el calor del verano contra el frío de la casa del hielo -teniendo en cuenta que la temperatura ambiental de la casa del hielo es posible que fuera bastante alta si la puerta estaba abierta-, y comparando eso con la aceleración de la descomposición después de que los carroñeros le hubiesen abierto y devorado las entrañas, más la posible mutilación por una acción humana, pero menos la grave infección de los gusanos porque las moscardas no pusieron huevos en grandes cantidades, aunque he enviado algunas larvas para que se examinen más detenidamente…

– Bien, muy bien, no te pedí una maldita lección de biología. ¿Cuánto tiempo lleva muerto?

– De ocho a doce semanas o de dos a tres meses, lo que prefieras.

– No prefiero ninguna de las dos cosas. Son períodos demasiado vagos. Hay un mes de diferencia. ¿Qué posibilidad eliges, ocho o doce?

– Seguramente en algún punto intermedio, pero no me cites.

– Tendrás suerte -fue el disparo de despedida de Walsh. Colgó con fuerza el auricular malhumoradamente, luego llamó a su secretaria con el interfono.

– Mary, querida, ¿me podría traer todos los detalles de un hombre de cuya desaparición se informó hace unos dos meses? Nombre: Daniel Thompson, dirección: algún lugar de East Deller. Creo que encontrará que el inspector Staley se ocupaba del caso. Si está libre, dígale que me dedique cinco minutos, ¿de acuerdo?

– ¡Desde luego!

Sus ojos se desviaron hacia el enorme expediente sobre David Maybury que había hecho resucitar de los archivos aquella mañana y que, restaurado y lustroso en su carpeta nueva y prístina, reposaba ahora en el extremo de su mesa como una promesa de primavera.

– ¡Cabrón! -dijo el inspector jefe Walsh.

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