La confusión fue efímera. Cuando a Diana se le ocurrió encender las luces del salón, la media docena de vándalos había tirado la toalla y estaban siendo agrupados en la terraza dibujando un semicírculo jadeante formado por McLoughlin, el policía Gavin Williams, vestido de paisano, Jonathan, Fred y Paddy Clarke.
– Adentro -ordenó secamente McLoughlin-. Estáis todos detenidos.
Desprovistos de la amenaza que representaban gracias al resplandor de las lámparas, eran un montón poco atractivo de jóvenes sudorosos que arrastraban los pies, con caras malhumoradas y miradas evasivas. Diana los conocía de vista por ser jóvenes del pueblo, pero sólo sabía el nombre de dos de ellos, Eddie Staines y Peter Barnes, de diecinueve años, hijo de Dilys y hermano de Emma. Los miró asombrada.
– ¿Qué os hemos hecho? Ni siquiera sé quiénes sois la mayoría de vosotros.
Barnes era un joven apuesto, alto y atlético, que antes había sido estudiante y ahora trabajaba en la imprenta de su padre en Silverbone. Se burló de ella pero no contestó. Eddie Staines y los cuatro restantes miraban fijamente al suelo.
– Es una pregunta razonable -dijo McLoughlin sin alterarse-. ¿Qué es lo que os han hecho estas señoras?
Barnes desplazó la mirada.
– ¿Qué señoras? -preguntó insolentemente- ¿Se refiere a las tortilleras?
La voz de Barnes, sin acento, interesó a McLoughlin. Todos los gritos de la batalla sobre el césped tenían las vocales ahogadas de la clase trabajadora. Con un ligero movimiento de cabeza hizo que Diana se quedara callada.
– Me refería a la señora Maybury y a sus amigas -dijo con el mismo tono de voz imperturbable-. ¿Qué es lo que os han hecho en alguna ocasión? -escudriñó la serie de caras insensibles-. Muy bien, de momento se os acusará de agresión con agravante al propietario de Streech Grange.
– Nunca la tocamos -se quejó Eddie Staines.
– Cállate -dijo Barnes.
– ¿Nunca tocasteis a quién?
– A ella. La señora Maybury.
– Yo no dije que lo hicierais.
– ¿Qué era, entonces, toda esa mierda de agresión con agravante?
– Ella no es la propietaria de Streech Grange -señaló McLoughlin-. El señor Jonathan Maybury y su hermana son los dueños de Streech.
– ¡Oh! -Eddie frunció el ceño-. Creíamos que era de la tortillera.
McLoughlin enarcó una ceja.
– ¿Se refiere a la señora Maybury?
– ¿Es usted tonto o qué?
– Eso -murmuró pacíficamente McLoughlin- parecería que es su privilegio. Eddie Staines, ¿verdad?
– Sí.
– Cierra tu bocaza, mierda ignorante -chirrió Barnes con los dientes apretados.
Un destello frío iluminó los ojos de McLoughlin.
– Bueno, bueno, Paddy tenía razón. Es el pequeño y presuntuoso patán quien manda. ¿Y qué es lo que le pasa?
– Su madre -fue la respuesta lacónica de Paddy.
El chico le lanzó una mirada asesina.
Paddy se encogió de hombros con indiferencia.
– Lo siento por tí, muchacho. Si hubieras tenido la mitad del sentido común de tu hermana, te las habrías arreglado bien. Habrías hecho un corte de mangas a esa estúpida zorra y a sus retorcidas ambiciones y habrías conservado el juicio. Intenta preguntarte quién se tira a Emma realmente cuando viene aquí arriba y se abre de piernas -miró a McLoughlin-. ¿Ha oído alguna vez la expresión «un mendigo a caballo»? Un mendigo consigue un poco de dinero, se compra un caballo para salir de la miseria, sólo para acabar descubriendo que no sabe montar al maldito animal. Ésa es Dilys Barnes. Vino como agricultora cuando apuntó demasiado alto y se trasladó a Streech. No había ningún daño en ello, por supuesto. Éste es un país libre. Pero si tiene un poco de sentido común, uno no trata a una parte del pueblo como si fuera una porquería porque cree que está por debajo mientras lame los culos de la otra parte y esgrime el propio árbol familiar dolorosamente vacío bajo sus narices. De ese modo, se gana la antipatía de todos.
La cara de Peter se torció desagradablemente.
– ¡Cabrón! -siseó.
Paddy no hizo caso.
– La gente se rió de ella, desde luego. La escalada social es un deporte para espectadores en un pueblo como éste y a Dilys nunca se le dio bien -se acarició la barbilla-. Es una mujer nada inteligente. No entendió la primera norma, que la clase es inversamente proporcional a su pertinencia -sus ojos parpadearon hacia Peter-. Necesitarás una traducción, muchacho. Cuanto más distinguido se es, menos se tiene que hablar de ello.
Barnes cerró los puños.
– Jódete, Paddy. ¡Irlandés de mierda!, eso es lo único que eres.
Momentáneamente, McLoughlin tuvo la extraña impresión de que el chico estaba pasándoselo bien. Una carcajada profunda retumbó en la garganta de Paddy.
– Lo tomaré como un cumplido, muchacho. Hace mucho tiempo que no reconocían mi origen irlandés -esquivó un puño volador-. ¡Dios! -dijo malhumoradamente-. Eres aún más estúpido que tu madre, a pesar de tu fina educación y de las engreídas ideas que te ha imbuido -señaló con un dedo a Phoebe-. Es culpa suya, mujer. Hizo que fuera el hazmerreír, créame, eso no se le hace a las Dilys Barnes de este mundo. Tiene un callo venenoso en su alma para cada feo, cierto o imaginado, que ha sufrido, y el más grande y venenoso es el que usted le hizo. Y Dilys ha alimentado con grandes cantidades de veneno a este pequeño canalla.
Phoebe lo miró con asombro.
– Apenas la conozco. Montó una escena junto al estanque del pueblo, pero yo estaba demasiado furiosa para reír.
– Fue por algo que pasó antes de que desapareciera David -dijo Paddy-. Él causó el verdadero daño. Repitió la historia en el pub y se difundió por todo el pueblo en un decir Jesús.
Phoebe lo miró fijamente sin comprender y negó con la cabeza. Paddy alargó la mano para rascar las orejas del viejo labrador que estaba estirado a sus pies.
– Cuando Benson era poco más que un cachorro, Dilys lo pilló jodiendo a su perrita pequinés -sus ojos brillaron-. Le lanzó un discurso por teléfono por no controlarlo.
– Oh, ¡por Dios! -Phoebe aplaudió con las manos en su cara-. No puede ser por el malentendido de Barnes. Pero era una broma -protestó-. No me va a decir que se lo tomó personalmente. Me estaba refiriendo a su pequinés. La maldita estaba en celo y la dejaba suelta, apestando a feromonas.
La gran risotada de Paddy retumbó en la habitación, mezclando la cantidad elevada de adrenalina con las palabras al aire. La voz de Phoebe tembló.
– Todo fue culpa suya de todos modos. No dejaba de llamar a Benson «sucio perro» -bastante inconscientemente, adoptó el tono refinado de Dilys Barnes-. «Su sucio perro debería tener vergüenza, señora Maybury.» Dios, fue divertido. No sabía cómo decir que Benson había jodido a su espantosa perra -se secó los ojos en la manga-. Así pues, le dije que lo sentía mucho pero, como sabía mejor que yo, no se podía evitar que los perros sucios husmearan en bares apestosos -levantó la vista, se encontró con la mirada de Diana y se rió en voz alta. La habitación tembló.
Eddie Staines, no demasiado listo pero con un sentido del humor bien desarrollado, sonrió abiertamente.
– ¡Ésa sí que es buena! No lo había oído antes. ¿Por eso es que le llaman al viejo Barnes «el sucio perro»? ¡Claro! -se dobló cuando Peter Barnes, sin avisar, hizo balancear el pie calzado con bota y le dio una patada en la ingle-. ¡Ah! ¡Mierda! -retrocedió, agarrándose los huevos.
McLoughlin observó esta pequeña ocurrencia con indiferencia divertida.
– ¿Y probablemente ella cargó con lo de «apestosa»? -le dijo a Paddy.
El hombretón sonrió burlonamente.
– Durante uno o dos meses, quizá. Por lo que recuerdo, «sucio perro» se le pegó a Tony más tiempo que «apestosa Barnes» a Dilys, pero el daño estaba hecho. Se toma a sí misma demasiado en serio, ¿entiende? Cuando uno se consume de ambición frustrada, no hay lugar para el humor -sus ojos descansaron en el rostro joven y amargo del chico-. La respetabilidad -dijo con fuerte ironía- es una enfermedad en Dilys. Y en éste, también. No admiten que se rían de ellos.
Y hasta allí, McLoughlin lo sabía, era hasta donde Paddy podía conducirle. Había sospechado lo suficiente de Peter Barnes para incriminarlo, pero carecía de pruebas de que había atacado a Anne, así como tampoco tenía pruebas de que Dilys inició toda la calumnia contra Phoebe.
– Es demasiado astuta -había dicho aquella mañana-.Todo un carácter. Patológicamente celosa. Del tipo de personas que uno se encuentra de cuando en cuando. Normalmente son mujeres, invariablemente inadaptadas, cuyo rencor siempre se dirige en contra de su propio sexo porque ése es el sexo del cual están celosas. Son completamente malintencionadas. La mayoría de veces, el blanco es su propia hija.
– ¿Y por qué escoger a la señora Maybury? -había preguntado McLoughlin.
– Porque ella fue la primera lady de Streech y ustedes, animales, la dejaron caer en la mierda. Durante diez años, Dilys se ha estado meando porque puede mirar por encima del hombro a la señora Maybury de Streech Grange. Dios sabe que nunca lo iba a hacer de otra manera.
– ¿Qué hizo?
– Amontonar una mierda encima de otra, por supuesto. La gente estaba preparada para creer cualquier cosa cuando la policía se marchó, y el asesinato fue una pizca de toda la basura con la que Dilys los alimentó.
– En menuda cloaca viven, Paddy -McLoughlin habló en voz baja y tranquila.
El hombretón le sorprendió.
– Si lo es, Phoebe tiene la culpa -había observado-. Es el hipocentro de todo. Sea lo que sea lo bueno y lo malo, cualquier mujer normal habría vendido y se habría trasladado a otro sitio. Grange no vale el precio que ha tenido que pagar por ella.
No, consideró McLoughlin, Paddy se equivocaba respecto a eso. Grange valía todo lo que Phoebe había tenido que pagar y continuaría pagando porque era barato a ese precio. El coste real lo estaba pagando la gente que la amaba. La miró con súbita irritación. ¡Maldita sea la mujer! La gente la amaba o la odiaba. La única cosa que nadie parecía sentir era indiferencia.
– Bien -dijo McLoughlin bruscamente, rompiendo el silencio-, usted… -señaló con un dedo a Eddie Staines-. Va a escuchar cuatro verdades. No es que sea el ser más listo que se sostiene sobre dos patas, pero tiene que ser más listo que este tonto de aquí -frunció el ceño mirando hacia Barnes, luego levantó un dedo-. Número uno, Eddie. La señora Maybury no asesinó a sus padres. El coronel y la señora Gallagher murieron porque los frenos de su coche no funcionaban y los frenos no funcionaban porque Keith Chapel no revisó el coche como es debido. Si lo hubiera hecho, habría encontrado el tubo corroído del freno. ¿Entiendes?
– Sí, pero ¿quién lo corroyó? -preguntó triunfalmente Eddie-. Ésa es la cuestión.
– Lea el informe del juez de primera instancia -dijo cansado McLoughlin-. El coronel Gallagher llevó el coche a Keith Chapel precisamente porque había notado que los frenos iban flojos. Escribió una nota con ese fin y la nota, escrita con su letra, está en el expediente. Keith Chapel no hizo caso -levantó el segundo dedo-. Número dos. El señor David Maybury se fue de esta casa vivo hace diez años. Nadie lo mató. Se largó porque finalmente se había gastado todo el dinero de la señora Maybury y no le gustaba la idea de trabajar para vivir.
– ¿Y quién discute eso? Yo mismo vi a ese cabrón hace tres meses. En realidad, ahora está muerto -miró airadamente a Phoebe-. Una manera diabólica de vengarse, señora.
McLoughlin levantó el tercer dedo.
– Número tres, Eddie. Ese hombre no era David Maybury.
Parecía escéptico.
– ¿Ah, sí?
– Ah, sí. Era Keith Chapel; eso no admite discusión. Es una cuestión de hecho probado.
Hubo un largo silencio. Muy lentamente, el reconocimiento de la verdad se esbozó.
– ¡Demonios!, resulta que sí era él. Sabía que lo conocía. Pero ese inspector estaba seguro de que era Maybury, maldita sea.
– Las únicas personas que alguna vez están condenadamente seguras de algo son los idiotas y los políticos. Algunos dirán que son lo mismo -soltó Paddy.
Casi podían seguir los procesos mentales de Eddie en las contorsiones de su cara.
– Aun así, no veo que eso importe mucho. Volvemos al cuadro número uno. Si era Keith Chapel al que se cargó esta vez, entonces es evidente que se cargó a su viejo hace diez años. La única prueba por la cual usted pensó que no lo hizo era que yo creí que el viejo era él. ¿Me sigue?
– Le sigo -le dijo McLoughlin-. Pero todo este asunto huele mal. ¿No se le ocurrió que si esta vez era Maybury, entonces han estado maltratando a una mujer inocente durante diez años?
– Estaban los padres… -le interrumpió cuando su cerebro alcanzó a la boca-, sí, bueno, como digo, ahora volvemos al cuadro número uno.
– Todo menos eso. La señora Maybury no mató a Keith Chapel, Eddie. Usted lo hizo.
– ¡Y un cuerno!
– No fue asesinado. Murió de frío, inanición y abandono. Usted fue la última persona que lo vio vivo. Si le hubiera echado una mano, ahora no estaría muerto. Necesitaba ayuda y no se la ofreció.
– Ahora escuche usted, señor. ¿Está intentando culparme o qué? El inspector dijo en varias ocasiones que le apuñalaron las tripas.
Entre el Escila de Barnes y el Caribdis de Walsh, ¿era de extrañar, pensó McLoughlin, que Phoebe se hubiera retirado a su fortaleza? Sin lamentarlo, trató sin miramientos a Walsh y a sus treinta años en la policía.
– El inspector untó la mano a algunos y ascendió demasiado -dijo sin rodeos-. Pasa en la policía como pasa en todas partes. Le darán la jubilación anticipada como consecuencia de este lío y se lo quitarán de encima.
– ¡Vaya! -dijo Eddie, impresionado por tanta sinceridad en un policía.
– ¡Cretino! -murmuró Peter Barnes-. Te está enredando de mala manera.
McLoughlin hizo caso omiso.
– Número cuatro, Eddie -prosiguió-. Cuando tú y la escoria con la que te asocias venís aquí para atacar a homosexuales, no lo comprendéis bien. No viven homosexuales en Streech Grange. ¿Quién os dijo que los había?
– Es dominio público -Eddie parecía incómodo-. Las tres tortilleras. Las tres brujas. Siempre las llaman o lo uno o lo otro -lanzó una mirada rápida a Peter Barnes-. Yo… yo no me dedico a atacar homosexuales.
– Entiendo.
McLoughlin trasladó su atención hacia Barnes.
– O sea que es a usted a quien no le gustan los homosexuales -bostezó repentinamente y se frotó los ojos-. ¿Qué pasó? ¿Alguien lo intentó con usted en esa escuela a la que fue? -vio el súbito pellizco de las ventanillas de la nariz del joven y cómo su rostro pensativo se resquebrajaba al sonreír con una mueca-. No me diga que se lo pasó bien y que ahora está echando los bofes para demostrar que no lo hizo.
– Jodidos homosexuales -dijo bruscamente el muchacho-. Me dan asco -escupió a Phoebe-. Jodidas homosexuales. Deberían estar encerradas -un pozo de odio pareció desbordarse-. Las odio.
Algo maligno se despertó en las profundidades de los ojos oscuros de McLoughlin. Dio un paso relámpago hacia delante y le apretó la boca a Barnes con la mano, clavándole los dedos y el pulgar en las mejillas y obligando al joven a levantarse y a ponerse de puntillas.
– Creo que es excesivamente insultante -dijo el policía en voz baja-. Es usted un psicópata imbécil y a mí me parece que son las personas como usted las que deberían estar encerradas, no las personas como Oscar Wilde. La única contribución que alguna vez hará a la sociedad será negativa, cuando pasen sus prejuicios y su coeficiente intelectual, lamentablemente insuficiente, a la siguiente generación -levantó un poco más a Barnes-. Además, me pone muy furioso oír a alguien referirse a estas mujeres como pervertidas. ¿Me entiende?
Barnes intentó hablar, pero las palabras se quedaron atascadas en su garganta. McLoughlin clavó sus dedos aún más y Barnes asintió vigorosamente.
– Bien -McLoughlin abrió la mano y lo empujó. Obsequió a Staines con una sonrisa amistosa-. Espero que vea adónde conduce todo esto, Eddie. Se dará cuenta de que le estoy dando el beneficio de la duda. Estoy suponiendo que sinceramente creía que estas personas eran culpables de algo.
La cara de buen humor de Eddie se contrajo en un gesto de concentración preocupada.
– Escuche, señor, sólo vine para que se hiciera justicia. Juro por Dios que a eso es todo a lo que vine -señaló con la mano a los otros jóvenes-. Eso es todo lo que vinimos a hacer. Nos avisaron de que la iban a perdonar otra vez. Lo de atacar a homosexuales, eso es cosa de Peter -dirigió una mirada tímida hacia Phoebe y Diana-. Dios, no tiene sentido de todos modos. Si no son lesbianas, ¿por qué lo admiten?
Diana miró al cielo.
– Sabe, a menudo me pregunto eso -se volvió hacia Phoebe-. Lo he olvidado, amiga, ¿por qué lo admitimos?
Phoebe dejó escapar su sonora risa.
– No seas tonta -miró a Eddie y levantó las manos en un gesto de desamparo-. Nunca hemos tenido otra elección. Casi nadie nos habla. Los que lo hacen, lo saben todo de nosotras. Los que no, suponen lo que quieren suponer. Usted ha dado por hecho que somos lesbianas -sus ojos se rieron dulcemente-. Excepto copulando desnudas junto al estanque del pueblo con una colección de hombres, no veo cómo podríamos demostrar eso. En todo caso, ¿habría tenido mejor opinión de nosotras si hubiese sabido que preferíamos a los hombres?
– Sí -dijo Staines con un guiño de aprobación-. Maldita sea, claro que sí. En realidad -añadió reflexivamente-, nada de esto explica lo que le pasó a su hombre. Si la única razón por la que se largó fue porque el dinero se había agotado, ¿por qué no le sacó del atolladero cuando leyó lo que le estaba pasando? Sólo era necesario una llamada telefónica a la policía.
Hubo un silencio embarazoso.
– Habla como si él tuviese la conciencia limpia -dijo McLoughlin por fin. Con el rabillo del ojo, vio que el rostro de Jonathan palidecía. Maldita sea, pensó. Hacia dondequiera que uno se volvía, siempre quedaba atrapado entre las rocas-. Está en manos del tribunal, Eddie, y por esa razón nunca hemos comunicado públicamente los detalles. Pero puedo decirle esto: en cuanto el hombre reaparezca, será procesado -se encogió de hombros-. De momento, tendrá que creer mi palabra de que le conviene que todos piensen que está muerto. Era un canalla. Un día lo encontraremos.
Incluso Paddy parecía impresionado.
– ¡Jesús! -volvió a exclamar Eddie-. ¡Jesús! -sus pies hicieron crujir los cristales rotos-. Oiga, señora -se ofreció-, acerca de las contraventanas -señaló a los jóvenes que estaban detrás de él-. Lo limpiaremos y le pondremos unos cristales nuevos. Es justo.
– Puede hacer algo mejor que eso, Eddie -dijo agradablemente McLoughlin-. Queremos nombres. ¿Empezamos con el nombre del que atacó a la señorita Cattrell?
Eddie negó con la cabeza con auténtico pesar.
– Puedo suponer, como usted, pero son pruebas lo que necesita, luego no puedo ayudarlo. Como dije, atacar a homosexuales no me atrae -indicó a uno de sus amigos-. Bob y yo llevamos a un par de chicas al cine esa noche. No sé nada acerca de los otros.
Un coro de negativas saludó esta afirmación.
– Yo no fui. Estaba mirando la tele con mis amigos.
– Dios, Eddie, estaba en casa de tu hermana. Maldito seas, lo sabes muy bien.
– ¡Joder! Sólo lo supe a la mañana siguiente, como tú.
Por encima de sus cabezas, McLoughlin atrajo la atención de Paddy y vio su propia decepción reflejada en él. La verdad tenía un sonido inconfundible.
– ¿Y qué hay de usted? -le preguntó a Peter Barnes, sabiendo que el cabrón no sería castigado-. ¿Dónde estuvo usted?
Barnes sonrió burlonamente.
– Estuve con mi madre toda la noche hasta las doce y media. Luego me fui a la cama. Firmará una declaración si se lo pide amablemente -levantó el dedo corazón y lo clavó en el aire señalando a Paddy-. Eso va por usted y el mierda del mendigo, cabrón -se rió tontamente y dobló el brazo sobre su otro puño, lanzando el dedo hacia el cielo-. Y eso va por su patético tinglado. Qué chungo. Era tan jodidamente transparente que un ciego podría haber visto a través de él. ¿Cree que no me he arrastrado como un bicho por este lugar y visto a la poli aburrida que estaba vigilándolas? -se volvió a reír tontamente.
Campanas de alarma sonaron en la cabeza de McLoughlin. ¿Qué endemoniada clase de psicópata era aquel muchacho? ¿Un monstruoso Charles Mason? ¡Dios! «Arrastrado como un bicho» sabía que era una expresión que la familia Charles Mason había usado para describir cómo habían entrado en la casa de Sharon Tate antes de asesinarla.
– ¿Y qué es lo que le trajo hasta aquí? -le preguntó, sacando unas esposas del bolsillo de su chaqueta-. ¿Verdad que le gusta que le detengan?
– ¡Demonios!, seguro que me gusta ver cómo joden ustedes, cretinos. Tiene que merecer la pena una muñeca rota y una multa cualquier día. Demonios, era un poco de animación. Papá pagará los daños.
Hubo un momento de silencio antes de que se oyera la fría voz de Jonathan hablar desde la ventana rota.
– Eso parece razonable -dijo-. A cambio, yo pagaré el daño que te voy a hacer.
Fue el elemento sorpresa que dejó a todos helados. Como una secuencia a cámara lenta, miraron cómo cruzó la habitación, quitó el seguro de la escopeta de su madre, metió el cañón entre las piernas de Barnes y apretó el gatillo. La explosión los dejó sordos. A través de una densa nube de polvo vieron, antes que oír, los gritos que salían de la boca retorcida del joven. Y contemplaron el charco de líquido en el suelo a sus pies.
McLoughlin, estupefacto, intentó intervenir, pero se encontró un par de brazos gruesos alrededor del pecho, sujetándolo.
– ¡Jon! -gritó, su voz fue amortiguada por los ecos sonoros de sus oídos-. ¡Por Dios! ¡No vale la pena!
– Déjelo, señor -era la voz de Fred-, ha esperado mucho tiempo para esto.
Increíblemente sobresaltado, McLoughlin observó cómo Jonathan Maybury llevaba a Peter Barnes contra la pared y metía la escopeta en la boca del muchacho que seguía gritando.