Capítulo 22

McLoughlin abrió las puertas de cristal de la comisaría de policía y dejó que el calor de fuera entrara ondulando tras él como una vela inflada. La cerveza especial de Paddy, tomada despacio, cariñosamente y con inmenso respeto, se arremolinaba en su cerebro.

– «Ya llegó el día, ya llegó el momento, mirad el frente de batalla encapotarse.» ¿Dónde está Monty? Necesito tropas.

El sargento de guardia dejó escapar un gruñido divertido. La verdad es que sí había una cierta semejanza escuálida entre Walsh y Montgomery.

– De maniobras.

– ¡Demonios!

– Alguien ha identificado al cadáver.

– ¿Y?

– David Maybury. El inspector se está meando.

Olas de sorpresa arrojaron el alcohol del cerebro de McLoughlin. «Maldita sea -pensó-, no puede ser.» Había llegado al punto de tener cariño a aquellas mujeres. El dolor del cariño roía sus tripas como una rata medio hambrienta.

– ¿Dónde ha ido?

El otro negó con la cabeza.

– Ni idea. Probablemente a interrogar al testigo. Él y Nick se fueron como gatos escaldados hace unas dos horas.

– Bueno, se equivoca -su voz era discordante-. No es Maybury. Dígaselo si regresa antes que yo, ¿quiere?

«Maldito sea si lo hago», rumió para sí el sargento de recepción, mirando cómo el furioso joven abría la puerta con el hombro y avanzaba por la acera. Si McLoughlin tenía la intención de autodestruirse, él no había planeado seguirle. Echó una mirada a su reloj y vio con alivio que su turno estaba a punto de acabar.


McLoughlin arrancó a Anne de su silla y la sacudió hasta que sus dientes golpetearon.

– ¿Era David Maybury? -le gritó-. ¿Lo era? -dijo bruscamente.

Anne no dijo nada y, con un gemido, McLoughlin la apartó de él. La chaqueta de lanilla le resbaló por los hombros, dejándola vestida con sólo un pantalón de pijama de caballero que le estaba demasiado grande. Su aspecto era patético, como el de una niña jugando a ser adulta.

– No lo sé -dijo con dignidad-. El cadáver era irreconocible, pero no creo que fuera David. No es probable que hubiese vuelto aquí después de diez años, suponiendo que todavía estuviera vivo.

– No juegue, Anne -dijo furiosamente-. Vio el cadáver antes de que se pudriera. ¿Quién era?

Anne negó con la cabeza.

– Alguien lo ha identificado. Dicen que es David Maybury.

Ella se lamió los labios, pero no contestó.

– Ayúdeme.

– No puedo.

– ¿No puede o no quiere?

– ¿Importa?

– Sí -dijo amargamente-, me importa a mí. Creí en usted. Creí en todas ustedes.

La cara de Anne se distorsionó.

– Lo siento.

McLoughlin soltó una carcajada salvaje.

– ¿Lo siente? ¡Jesús! -la agarró de los brazos otra vez, apretando sus largos dedos en su carne-. ¿No lo entiende?, ¡zorra! Confié en usted. Arriesgué la cabeza por usted. Maldita sea, me lo debe.

Hubo un largo silencio. Cuando Anne habló, su voz era frágil.

– Bueno, eh, McLoughlin, que nunca se diga que Cattrell no paga sus deudas -soltó la cinta de los pantalones del pijama y los dejó resbalar hasta el suelo-. Adelante. Jódame. Eso es todo lo que le interesaba, ¿no? Un buen polvo. Igual que su jefe hace diez años.

McLoughlin sintió que la arena se movía bajo sus pies. Levantó las manos hasta su garganta y acarició la suave y blanca carne de su cuello.

– ¿No lo sabía? -los ojos de Anne brillaron al ponerle las manos sobre sus muñecas y separarlas para romper su apretón-. El muy cabrón era un caliente, le hizo una proposición a Phoebe, correr un tupido velo y olvidarse de la investigación a cambio de un polvo semanal. Oh, él no fue tan vulgar. Disfrazó la verdad un poquito -imitó la voz de Walsh-. Estaba sola y era vulnerable. Quería protegerla. Su belleza le había trastornado. Ella se merecía algo mejor después del trato brutal de su marido -su labio se retorció con irrisión-. Phoebe lo rechazó y le dijo dónde podía guardarse su protección -una nota estridente hizo su voz poco atractiva-. Dios mío, pero fue demasiado ingenua. Nunca consideró ni por un instante que el hombre tenía su futuro en sus manos.

– No creo lo que dice.

Anne fue hasta su sillón y cogió un cigarrillo del paquete que había en el brazo.

– ¿Por qué no? -preguntó fríamente, encendiendo su mechero-. ¿Qué le hace creer que usted tiene el monopolio de querer enredarse con sospechosas de asesinato? -sus ojos se burlaban de él-. Dios sabe qué es, pero tenemos algo muy atractivo. Quizá sea la incertidumbre.

McLoughlin negó con la cabeza.

– ¿Qué quiere decir con lo de que él tenía su futuro en sus manos? Dijo que fue ingenua.

– Oh, por piedad -contraatacó Anne con desprecio-. ¿Quién le dijo al mundo y a su mujer que Phoebe mató a su marido? ¿Quién informó a la prensa, McLoughlin?

Parecía muy pensativo.

– Podría haber presentado una demanda.

– ¿Contra quién?

– Los periódicos.

– Nunca la difamaron. No fueron tan brutos como para llamarla asesina. Se refirieron a ella como «una entusiasta jardinera» en una frase; luego, en la siguiente, revelaron que la policía estaba excavando en los arriates de flores. Y todo siguiendo las hábiles indicaciones de su jefe.

– ¿Por qué no puso una denuncia? -McLoughlin vio la expresión en su rostro y levantó las manos-. No lo diga. Su palabra contra la de él y él era detective inspector -se quedó callado-. ¿Y qué pasó?

Aspiró humo del cigarrillo y escudriñó a McLoughlin con ojos furiosos.

– Walsh no pudo sacar provecho porque, por supuesto, David nunca había sido asesinado, así pues, la investigación cesó finalmente. Fue entonces cuando empezó la diversión. Phoebe se encontró a sí misma en el extremo equivocado de una intencionada campaña denigratoria y ni a un alma de este maldito lugar le importó un rábano. Estaba al borde de un ataque de nervios cuando yo vine. Johnny, a los once años, había empezado a mojar la cama y Jane… -indagó en su rostro-. Y ahora volverá a pasar. Ese cabrón va a volver a lanzar a Phoebe a los lobos, por segunda vez -parecía pálida bajo el pañuelo escarlata.

– ¿Por qué no me contó todo esto al principio?

– ¿Me hubiera creído?

– No, en verdad, no

– ¿Y ahora?

– Quizá -la miró durante un buen rato, frotándose la mandíbula en silencio meditativo-. Usted es una buena periodista, Anne. ¿No podría haber escrito la versión de Phoebe para sacarla del atolladero?

– Dígame cómo puedo hacer eso sin proporcionar a Jane como coartada y lo escribiré. Phoebe prefiriría morir en la hoguera antes que dejar que su hija se convirtiera en una atracción de feria para mentes macabras. Yo también, si llegara el momento -inhaló profundamente-. No es una coartada, de todos modos. Jane podría haberse quedado dormida.

McLoughlin asintió.

– En ese caso, ¿por qué está tan segura de que David Maybury se fue de esta casa vivo?

Le dio la espalda para apagar el cigarrillo.

– ¿Por qué está tan segura? -Anne se volvió para mirarlo-. Lo está, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Porque alguien afirma ahora que el de la casa del hielo era David?

– No.

– Entonces ¿por qué?

La miró durante un largo rato.

– Porque eligió enterrarse en Streech Grange. Por eso yo sé que él se fue de aquí vivo -dijo McLoughlin.

– No sé de qué está hablando.

– Es usted una maldita embustera, Cattrell.

– Desearía que dejara de decir eso -dijo malhumoradamente, pataleando-, ¡y me estoy helando!

– Entonces, deje de menear el culo y vístase -dijo razonablemente. Alcanzó los pantalones de su pijama y se los tiró. La observó mientras se los ponía-. Es un bonito culo, Cattrell -murmuró-, pero sólo vine en busca de la verdad. Obtuve bastante más de lo que esperaba.


Se dirigió al laboratorio forense y encontró al doctor Webster en su oficina.

– Pasaba por aquí -dijo-. Me preguntaba si se le habría ocurrido algo nuevo sobre ese cadáver nuestro.

Si el doctor Webster encontró esta aproximación un poco ortodoxa, no hizo ningún comentario.

– Aquí tengo el informe completo -dijo, golpeando ligeramente una carpeta que había a su lado sobre el escritorio-. La mecanógrafa lo acabó esta mañana. Puede llevarse una copia si quiere -se rió entre dientes-. La verdad es que no creo que le guste demasiado a George, pero ahí estamos, él insistirá en obtener opiniones inmediatas y no siempre son precisas. ¿Han hecho progresos?

McLoughlin hizo un movimiento de vaivén con la mano.

– No demasiados. Nuestra pista más prometedora apareció viva. Ahora otra vez estamos a oscuras.

– En ese caso, dudo que nada de lo que he conseguido averiguar le ayude demasiado. Déme una descripción, aún mejor, una fotografía, y diré si es o no el que está sobre mi mesa. Pero así no puedo decirle quién es. George me telefonea cada día, pidiendo resultados a gritos, pero los milagros tardan en ocurrir. Con cadáveres frescos es otra cosa, pero con pedacitos de piel de zapato viejo, es necesario tener paciencia para ordenarlos.

– ¿Qué hay de Maybury?

El patólogo gruñó impacientemente.

– Todos están obsesionados con ese desgraciado. Desde luego que no es Maybury. Y puede decirle a George que me han dado una segunda opinión y está de acuerdo conmigo. Los hechos son hechos -refunfuñó- y en este caso no están abiertos a la interpretación.

McLoughlin respiró profundamente a través de la nariz.

– ¿Cómo lo sabe?

– Es demasiado viejo. He trabajado mucho examinando las radiografías y la fusión es más avanzada de lo que pensaba. Ahora estoy seguro de que se trataba de un hombre entre sesenta y cinco y setenta años. El mínimo es sesenta. ¿Cuántos tendría Maybury? ¿Cincuenta y cuatro, cincuenta y cinco años?

– Cincuenta y cuatro años.

Webster cogió la carpeta y sacó algunas fotografías.

– En el informe, me inclino en contra de la mutilación, pero sólo es una opinión y estoy preparado para que se demuestre que estoy equivocado. Precisamente hay algunos rasguños en los huesos que podrían haber sido hechos con un cuchillo afilado, pero mi parecer es que no fue así -señaló una de las fotografías-. Sin duda, son excrementos de rata.

McLoughlin asintió.

– ¿Algo más?

– Tengo dos opiniones acerca de cómo murió. En realidad, depende de si llevaba ropa en el momento de la muerte. ¿Han resuelto ya ese asunto?

– No.

– Reuní bastante tierra del suelo de alrededor del cadáver. La hemos analizado pero, francamente, hay una cantidad insignificante de sangre en ella.

McLoughlin frunció el ceño.

– Siga.

– Bueno, por eso me resulta difícil decir con certeza alguna cómo murió. Si estaba desnudo y le apuñalaron, el suelo tendría que estar empapado en sangre. Si estaba completamente vestido y lo apuñalaron, entonces la ropa habría absorbido la mayor parte de la sangre. Tendrán que encontrar su ropa.

– Espere un momento, doctor. ¿Está diciendo que si estaba desnudo, no podrían haberlo apuñalado, pero si estaba vestido, podrían haberlo hecho?

– Fundamentalmente, así es. Existe una posibilidad externa de que los animales hubiesen estado lamiendo el suelo, pero nunca conseguirá un procesamiento judicial por eso.

– ¿Sabe esto el inspector jefe Walsh?

Webster lo miró por encima de sus gafas.

– ¿Por qué lo pregunta?

McLoughlin se despeinó.

– No lo ha mencionado -¿O sí lo había hecho? McLoughlin podía recordar muy poco de lo que Walsh había dicho aquella primera noche-. Bien. Suponiendo que estuviera desnudo, ¿cómo murió?

Webster apretó los labios.

– De vejez. De frío. Por lo poco que queda de él, es imposible decirlo. No pude encontrar rastros de barbitúricos o asfixia, pero… -se encogió de hombros y dio unos golpecitos a las fotografías- esto es piel de zapato. Encuentren la ropa. Les dirá más de lo que yo puedo decirles.

McLoughlin puso las manos sobre el escritorio y encorvó los hombros.

– Hemos estado dirigiendo una investigación de asesinato partiendo de la base de que le apuñalaron en la barriga. Y ahora me está diciendo que podría haber muerto de causas naturales. ¿Tiene idea de cuántas horas he trabajado esta última semana?

El patólogo se rió entre dientes.

– Más o menos la mitad de las que yo he trabajado, haciendo un cálculo aproximado. He desplegado todos mis recursos. ¡Demonio!, hombre, no tenemos casos como éste cada día. La mayoría de los cadáveres conservan por lo menos el noventa por ciento de sus partes. En cualquier caso, hasta que encuentren algunas prendas de ropa intactas y sin manchas que demuestren que me equivoco, el apuñalamiento todavía parece lo más probable. Ancianos, vagando desnudos en busca de una casa del hielo para congelarse hasta morir, están bastante fuera de mi experiencia.

McLoughlin se incorporó.

– Touché. ¿Hay más sorpresas?

– Sólo un poquito de diversión que he añadido al final de mi informe, de manera que no quiero que vuelva acusándome de haberle inculcado ideas a su cabeza -se rió entre dientes-. Eché otro vistazo a la casa del hielo ayer. Ha estado sellada durante más de una semana y la temperatura ha bajado bastante. La puerta es viejísima, pero todavía encaja perfectamente. Me impresionó. Obvia y extraordinariamente, un método eficaz de almacenar hielo. Muy frío y muy estéril. Debía conservarse durante meses.

– ¿Y?

El doctor pasó a considerar unas cartas que había en su mesa.

– He especulado sobre el estado en que lo habríamos encontrado si la puerta hubiese estado cerrada hasta que el jardinero lo encontró -garabateó su nombre con escritura de patas de mosca en la primera carta-. Sorprendentemente en buen estado, parece. Me habría gustado verlo. Puramente por interés científico, desde luego.

Levantó la cabeza. McLoughlin y el informe ya se habían ido.


El sargento Bob Rogers, que se había cambiado al turno de tarde después de un descanso de dos días y ahora estaba de servicio en su escritorio, alzó la mirada cuando McLoughlin entró por la puerta principal.

– Ah, Andy. Justo el hombre -le enseñó la descripción de Wallis Ferris que había circulado por el condado-. Ese vagabundo que está buscando…

– Lo encontré. En realidad, en cuanto haya visto al inspector, voy a buscarlo otra vez.

– Bien, entonces puede traerlo. Está en nuestra lista de desaparecidos.

McLoughlin se adelantó lentamente.

– ¿Tiene apuntado a Wallis Ferris como persona desaparecida? Pero si hace años que está en la carretera.

Rogers frunció el ceño y le dio la vuelta a la lista para que McLoughlin la mirase.

– Véalo usted mismo. La descripción de ahí encaja perfectamente con la que usted enseñó.

McLoughlin leyó lo que había escrito.

– ¿Walsh vio esto?

– Se lo dejé la primera noche.

McLoughlin alcanzó el teléfono.

– Hágame un favor, Bob. La próxima vez que me vea con una resaca demasiado fuerte como para verificar dos veces lo que ese cabrón hace -se señaló la barbilla-, golpéeme aquí.


Se repantigó en un sillón de la oficina del inspector jefe y observó cómo sus finos e insensibles labios derramaban humo. Imperceptiblemente, la cara había cambiado. Donde el respeto había alimentado la idea de que poseía una sabiduría genial, el desprecio había descubierto su malicia. Se registraron frases cortadas aquí y allí: «Definitivamente Maybury», «un joven lo reconoció», «en la casa del hielo dos semanas», «el vagabundo tuvo que haberlo visto», «lo dejó pasar completamente», «escribiendo un informe», «problemas domésticos no pueden excusar su negligencia…»; pero la magnitud de lo que había sido dicho se alejó de la mente de McLoughlin. Miró el rostro de Walsh fija e imperturbablemente y pensó en los dientes que había tras aquella sonrisa. Walsh intentó acuchillar furiosamente al sargento con la boquilla de su pipa.

– El detective sargento Robinson ha ido a acorralar ahora mismo a Wally Ferris y, por Dios, no va a haber ningún error esta vez.

El joven se estremeció.

– ¿Qué hará? ¿Le enseñará una fotografía de Maybury y le sugerirá que él era el hombre muerto? Wally estará de acuerdo con usted sólo para poder salir de aquí.

– Staines ya ha hecho la identificación. Si Wally la confirma, estamos sobre terreno seguro.

– ¿Qué edad tiene Staines?

– Unos veinticinco años.

– ¿Así que tenía unos quince años cuando vio a Maybury por última vez? ¿Y afirma haberlo reconocido en la oscuridad? Nunca obtendrá un procesamiento basándose en esa premisa.

– Es un buen caso -dijo Walsh con calma-. Tenemos el motivo, los medios y la oportunidad, además de muchas pruebas circunstanciales; la mutilación para ocultar la identidad, huesos de cordero para tentar a los carroñeros hacia la casa del hielo; la eliminación de la ropa para entorpecer la investigación; la destrucción de huellas y de pruebas por parte de Fred. Con todo eso y las identificaciones positivas, creo que esta vez confesará.

McLoughlin se frotó la barbilla sin afeitar y bostezó.

– Está olvidando las pruebas forenses. No es tan fácil falsificar eso. Webster no mentirá por usted.

Las cejas feroces de Walsh se unieron bruscamente.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Lo sabe condenadamente bien, señor. El hombre muerto era demasiado viejo para ser Maybury. ¿Y qué ocurrió con la sangre?

Walsh lo miró con intensa aversión.

– ¡Fuera de aquí! -gruñó.

Había humor en el rostro oscuro.

– ¿Le va a decir a su abogado defensor que se largue cada vez que le haga una pregunta razonable?

– La sangre estaba en la ropa, probablemente fue destruida con ella -dijo Walsh con tirantez-. En cuanto a la interpretación de Webster de las radiografías del cráneo, es sólo eso, una interpretación. La discrepancia entre su postura y la mía es de seis años. Yo digo cincuenta y cuatro años. Él dice sesenta. Se equivoca. Ahora vayase.

McLoughlin se encogió de hombros y se levantó. Buscó en su bolsillo y sacó un pedazo de papel doblado.

– La lista de personas desaparecidas -dijo, dejándola caer sobre el escritorio-. Hice una fotocopia. Es suya. Guárdela de recuerdo.

– La he visto.

McLoughlin observó el cuero cabelludo a través del pelo que clareaba. Recordaba que una vez le había gustado aquel hombre. Pero aquello fue antes de las revelaciones de Anne.

– Eso tengo entendido. Bob Rogers se la enseñó la noche en que el cadáver fue descubierto. El caso, si alguna vez hubo un caso, tendría que haberse cerrado a la mañana siguiente.

Walsh lo miró fijamente durante un momento, luego cogió el papel y lo desdobló. Estaban los mismos cinco nombres y descripciones, pero habían garabateado la palabra «encontrado» encima de la casilla de Daniel Thompson. Las dos jóvenes no tenían ninguna importancia por su sexo, con lo cual quedaban el muchacho asiático, Mohammed Mirahmadi, que era demasiado joven, y el semisenil Keith Chapel, de 68 años, que se había ido de un albergue hacía cinco meses y llevaba una chaqueta verde, un jersey azul y pantalones de color rosa chillón.

Un puño frío y apretado se agarró a las tripas de Walsh.

Dejó el papel sobre la mesa.

– El vagabundo no entró en ella hasta el día siguiente -murmuró-. ¿Y cómo podía conocer ese viejo Streech Grange o la casa del hielo?

McLoughlin apuñaló la casilla con su dedo.

– Mire sus iniciales -dijo-. Keith Chapel. K.C. Telefoneé al director del albergue. El viejo solía pasear eternamente por un garaje que había sido suyo y ¡qué éxito tuvo hasta que una mujer difundió mentiras acerca de él y se vio obligado a venderlo! Usted lo sabía todo. Maldito sea, fue usted quien incitó a la señora Goode a explicar la historia.

– Sólo por los rumores -murmuró Walsh-. Nunca conocí al hombre. Ya se había ido cuando Maybury desapareció. Creí que el nombre era Casey. Todos le llamaban Casey. Aparece en el expediente con el nombre de Casey.

– Tiene razón, está en el expediente. Sólo por rumores, le dio la mar de publicidad. Una gran historia, lástima de los hechos. ¿Fue eso más o menos?

– No es culpa mía si la gente pensó que había matado a sus padres. Sólo informamos de lo que nos dijeron.

– ¡Demonios! ¡Y lo hicieron bien! Primero les alimentó con ello. Incluso lo sacó a relucir para ayudarme la otra tarde. Y yo lo creí -negó con la cabeza-. ¿Qué le hizo ella, por piedad? ¿Reírse? ¿Llamarle viejo verde? ¿Amenazarlo de que se lo diría a su mujer? -esperó un instante-. ¿O es que ella no pudo ocultar su repugnancia?

– Está suspendido -susurró Walsh. Sus manos temblaban con vida propia.

– ¿Por qué? ¿Por descubrir la verdad? -golpeó con la mano la lista de personas desaparecidas-. ¡Cabrón! Tiene el maldito descaro de acusarme de negligencia. Debió ver que coincidían esos pantalones. Oyó su descripción dos veces en doce horas. ¿Cuántos hombres llevan pantalones de color rosa, por Dios? Sabía que se había informado de la desaparición de un hombre que llevaba pantalones de color rosa. Y no fue difícil encontrar a Wally. Si hubiese tenido esa información cuando hablé con él… -negó con la cabeza fuera de sí y alcanzó su cartera.

»Aquí tiene el informe final de Webster -lo tiró sobre el escritorio-. A juzgar por el hecho de que Wally pensó que la ropa de Keith Chapel estaba bien, creo que podemos suponer con toda seguridad que ni la rasgaron con un cuchillo, ni se empapó de sangre. El pobre viejo seguramente murió de frío.

– Desapareció hace cinco meses -murmuró el inspector-. ¿Dónde estuvo los dos primeros?

– En una caja de cartón durmiendo en un paso subterráneo, supongo, como todos los otros pobres diablos que esta maldita y horrible sociedad rechaza.

Walsh se movió inquietamente.

– ¿Y Maybury? Sabe todas las respuestas. ¿Dónde está Maybury?

– No lo sé. Viviendo en Francia, supongo. Parece que tuvo bastantes contactos allí a través del negocio vinícola.

– Ella lo mató.

Los ojos de McLoughlin se entornaron.

– El cabrón huyó cuando el dinero se agotó completamente y dejó que ella y sus hijos pequeños pagaran el pato. Lo había planeado, por Dios -se quedó en silencio durante un momento-. No puedo imaginar una buena razón por la cual habría querido castigarlos pero, si lo hizo, debió rezar para que apareciese un mierda como usted -se dirigió hacia la puerta.

– ¿Qué va a hacer? -Las palabras apenas fueron más que un susurro.

McLoughlin no contestó.


En el pasillo, tropezó con Nick Robinson y Wally Ferris. Le dio al viejo un puñetazo amistoso en el hombro.

– Debió haberle dejado los calzoncillos, viejo granuja.

Wally arrastró los pies y miró de reojo a ambos policías.

– ¿Los suyos van a acusarme entonces?

– ¿De qué?

– De veras, no hice daño a nadie. Estaba calado con toda esa maldita lluvia y él estaba allí sentado quietecito como un ratón. La verdad es que, al estar muerto, no congenié con él al principio. Creí que era uno de los míos, pero que le faltaba un tornillo. Hay muchos de ésos que han tenido muchos líos y poco whisky. Estuve charlando con él de esto y lo otro -puso una cara lúgubre-. No llevaba calzoncillos, hijo, no llevaba nada excepto las cosas que había plegado y puesto a su lado -le echó una mirada furtiva a McLoughlin-. No creí que hiciese ningún daño llevándomelas, no cuando él ya no las necesitaba y yo sí. Hacía frío. Me las puse encima de la ropa.

Nick Robinson, que no había conseguido hacer hablar a Wally, bufó.

– ¿Está diciendo que estaba sentado ahí completamente desnudo, más muerto que mi abuela y que se puso a charlar con él?

– Me hizo compañía -murmuró Wally en tono defensivo- y fue un poco antes de que me acostumbrara a la penumbra de la cueva. Se ven algunas cosas divertidas en mi especialidad.

– Sobre todo, elefantes de color rosa, supongo -Robinson miró a McLoughlin interrogativamente-. ¿Qué es todo eso de la ropa?

– Ya se enterará. ¿De qué cree que murió, Wally?

– Dios sabe. Frío, podría ser. Ese lugar es una nevera cuando la puerta está cerrada y había encajado un ladrillo contra ella. Tuve que empujar muy fuerte para abrirla. No era nada asqueroso. Tenía una sonrisa en los labios.

Robinson contuvo la respiración.

– Pero había sangre, ¿verdad?

Los ojos de Wally parecían sorprendidos.

– Por supuesto que no había sangre. No me habría quedado si hubiera habido sangre. Estaba en magnífico estado. Un poco pálido tal vez, pero era natural. Estaba oscuro con toda la lluvia de afuera -arrugó la nariz-. Olía un poco, pero no se lo tuve en cuenta. Me atrevería a decir que ni yo mismo olía demasiado bien.

Era como extraído de una obra de teatro de Samuel Beckett, pensó McLoughlin. Dos viejos sentados en la penumbra, charlando -uno desnudo y muerto, el otro empapado, en más de un sentido de la palabra, pues había estado bebiendo. No dudó ni un momento que Wally hubiese pasado la noche con Keith Chapel, divagando acerca de esto y de lo otro. A Wally le encantaba hablar. ¿Se llevó una terrible sorpresa, se preguntaba, al encontrarse a la sobria luz de la mañana que había estado charlando con un cadáver? Probablemente no. Wally, estaba seguro, había visto cosas mucho peores.

– ¿Así que volvió a cerrar la puerta cuando se marchó?

El viejo se pellizcó el labio inferior pensativamente.

– Más o menos -parecía estar sopesando el problema en su mente.

– Es decir, lo hice la primera vez. La primera vez la cerré. Me pareció que quería que le dejasen en paz o no hubiese puesto un ladrillo contra ella. Entonces el tipo del cobertizo me dio el whisky y tomé unos tragos y empecé a acordarme de los entierros y de todo eso. No sé por qué pero me pareció mal dejarle sin la oportunidad de que se dijeran unas buenas palabras por él, yo, personalmente, no lo querría, de manera que volví y abrí la puerta. Creí que habría más posibilidades de que lo encontraran con la puerta abierta.

Sería cruel, pensó McLoughlin, decirle que al abrir la puerta, había dejado entrar el calor, a los perros, las ratas y la putrefacción. Deseó que Walsh no lo hiciera.

– Y eso -concluyó firmemente Wally- es todo lo que sé. ¿Me puedo ir ahora?

– No creo -dijo Nick Robinson-, el inspector quiere hablar con usted -agarró fuertemente el brazo de Wally y miró interrogativamente a McLoughlin-. ¿Qué tal si me pusiera al corriente?

McLoughlin sonrió con una mueca diabólica.

– Así, digamos sencillamente que se le cruzaron los cables, hijo.

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