Como el vacío de los dientes rotos allí donde las ventanas bostezaban, con sus galas alteradas por perdigones, la vieja casa dormía, como un testigo silencioso de muchas cosas peores en su historia de cuatrocientos años. En menos de media hora, tres coches patrulla habían llegado para llevar a los culpables a la comisaría; el policía Gavin Williams se hacía cargo, pero de mala gana.
– Ha sido por usted, sargento -protestó-. Usted debería llevarlos.
– No, no. Son todos suyos. Tengo todavía un asunto pendiente.
– ¿Qué hago respecto a Maybury, sargento?
McLoughlin cruzó los brazos y no dijo nada.
– Seguro que Barnes lo mencionará.
– Deje que lo haga.
– ¿No deberíamos acusar a Maybury?
– ¿De qué? ¿Disparo accidental de un arma de fuego con licencia?
– No saldrá impune de ésta. Eddie, por lo menos, sabe que no fue un accidente.
McLoughlin parecía divertirse.
– Creo que encontrará a Eddie algo desencantado con Peter Barnes. Aparte de lo demás, no aceptará ser incriminado como cabeza de turco por el pervertido sentido del humor de Barnes. Me ha dicho que él y sus amigos estaban mirando hacia el otro lado cuando ocurrió el accidente.
Williams parecía preocupado.
– ¿Y qué digo?
– Eso depende de usted, Gavin. No puedo ayudarle, me temo. Cuando la escopeta se disparó, yo estaba de espaldas, anotando los nombres y las direcciones de los intrusos. Después, no pude ver nada a causa del polvo.
– ¡Demonios, sargento!
– Creí que usted estaba apuntando los nombres y las direcciones de todos los testigos del vandalismo. Es un procedimiento policial corriente en incidentes de esta clase.
El policía puso cara de desagrado.
– ¿Y cómo explica la confesión de Barnes? Quiero decir, si fue sólo un accidente, ¿por qué querría incriminarse él mismo? Jesús, sargento, el maldito estaba tan aterrorizado que se meó encima y mojó el suelo.
McLoughlin le dio una palmada en el hombro amistosamente.
– ¿Es eso cierto, Gavin? No pude ver nada por culpa del polvo que se me metió en los ojos. O sea que no me pregunte lo que le hizo hablar, porque no podría decírselo, a menos que fuera el susto de la escopeta al dispararse. Las explosiones hacen reaccionar a la gente de maneras diferentes. Me dejaron temporalmente ciego, pero mis oídos hicieron horas extraordinarias. Una especie de efecto de compensación, imagino. No podía ver nada de nada, pero oí cada palabra que dijo esa pequeña comadreja.
Williams negó con la cabeza.
– Estaba muerto de miedo. Creí que el médico le había disparado en los huevos.
«Y yo también -pensó McLoughlin-. Yo también.»
Y al parecer, Peter Barnes también lo creyó. Arrastrado por la violencia del ataque de Jonathan y paralizado por la explosión de la escopeta entre sus piernas, que había dado inofensivamente a la pared del salón, había prorrumpido en lágrimas al compadecerse de sí mismo, mientras Jonathan le metía a la fuerza el cañón entre los dientes y le amenazaba con disparar el gatillo por segunda vez.
– No quería hacerlo -farfulló-. Me arrastraba como un bicho por la casa. No quería hacerlo. No quería hacerlo -gritó-. Ella regresó. La estúpida zorra volvió. Tuve que golpearla.
El dedo de Jonathan palideció sobre el gatillo.
– Ahora cuéntame qué pasó hace nueve años.
– ¡Oh, Dios, ayúdame! ¡Que alguien me ayude!
La bragueta de sus pantalones estaba empapada de orina.
– ¡Cuéntamelo! -rugió Jonathan, su cara blanca y ojerosa de cólera-. Alguien saqueó esta casa, ¿quién fue?
– Fue mi padre -gritó el chico, sollozando y temblando-. Se emborrachó con unos amigos -sus ojos se agrandaron de modo alarmante cuando Jonathan empezó a apretar el gatillo-. No es culpa mía. Mamá siempre se está riendo de ello tontamente. No es culpa mía. Fue mi padre -se le desorbitaron los ojos y se desplomó en el suelo. Jonathan bajó la escopeta y miró hacia McLoughlin.
– Nunca supimos quién fue. Mamá, Jane y yo nos encerramos en la bodega y esperamos hasta que se fueron. Nunca pasé tanto miedo en mi vida. Los oíamos gritar y romper todos los muebles. Creí que iban a matarnos -negó con la cabeza y miró al chico tirado en el suelo-. Juré que les haría pagar aquello si alguna vez descubría quiénes habían sido. Utilizaron la casa de retrete y escribieron «zorra asesina» por todas las paredes con salsa de tomate. Sólo tenía once años. Creí que era sangre -su mandíbula se tensó.
McLoughlin se deshizo del abrazo de oso de Fred y empezó a sacudirse el polvo de la ropa.
– Eso fue cosa de milagro, Jon. ¿Qué pasó, por Dios? ¿Tropezaste con algún cristal roto o qué?
– Eso es, sargento -dijo imperturbablemente Fred-. Yo lo vi. Podía haber sido muy desagradable si el joven Jon no hubiese tenido mucho ojo.
– Sí, bueno, haga algo con la maldita cosa ésa antes de que se vuelva a disparar -observó a Fred, que recogió la escopeta, la abrió y sacó el segundo cartucho-. Oh, por Dios, Barnes, levántese y deje de quejarse constantemente. Ha tenido maldita suerte, el doctor Maybury tuvo el buen sentido común de bajar el cañón -le hizo levantarse y le puso las esposas-. Está detenido. El policía Williams le leerá sus derechos.
El joven todavía sollozaba.
– Intentó matarme.
– Ahí tienes, la gratitud -dijo Paddy, sacudiéndose yeso del pelo-. Jon casi se vuela los pies para proteger a la escoria y todo lo que él hace es acusarle -miró la cara afectada de Jonathan, vio las anteriores señales de peligro y lanzó una mirada a Fred.
Con calma, Fred cogió al muchacho del brazo y lo llevó hacia la puerta por el vestíbulo.
– Sugiero que echemos un vistazo al resto de la casa, señor -dijo-. No me gusta la idea de que la señorita Cattrell esté sola arriba. -Y cerró la puerta firmemente tras ellos.
«Media hora», pensó McLoughlin, y parecía un año. Alisó la barba incipiente de su mandíbula y miró fija y cavilosamente al joven policía.
– No puedo ayudarlo, Gavin. Es usted un buen poli y no soy quién para decirle lo que tiene que hacer. Debe tomar una decisión.
El joven miró por la puerta hacia donde Fred estaba ayudando a Phoebe a restablecer el orden.
– De hecho, acepté hacer la ronda con usted por él y por la señora mayor. Son gente decente. Me parecía mal abandonarlos a manos de gamberros.
– Estoy de acuerdo -dijo secamente McLoughlin.
Williams frunció el ceño.
– Si quiere mi opinión, el inspector jefe tiene que explicar algunas cosas sobre esto. Debería oír lo que Molly tiene que decir acerca de lo que encontraron cuando ella y Fred vinieron aquí por primera vez. La casa había sido totalmente destrozada. La señora Maybury y los dos niños estaban viviendo en un dormitorio que la señorita Cattrell y el muchacho, Jonathan, habían conseguido limpiar. Según Molly, la señora Maybury y Jane sufrían tal nerviosismo a causa de todo aquello que no sabían lo que se hacían. Molly dice que todavía se olía a meados incluso tres meses más tarde y el moho de la salsa de tomate había empezado a crecer hacia dentro, metiéndose en las paredes. Les costó semanas fregar el lugar para dejarlo limpio. ¿Qué es lo que tiene el jefe en contra de ellos, sargento? ¿Por qué no los creía?
«Porque -se dijo McLoughlin- no podía permitírselo.» Fue el propio Walsh quien, hacía todos aquellos años, había creado el clima de odio en que esa mujer y sus dos niños pequeños podían ser aterrorizados. Para él y por cualquier motivo, Phoebe siempre había sido culpable, y su prolongado y hostil acoso había conducido inevitablemente a que otros impusiesen la justicia cuando él fracasó en demostrarlo.
– Es un hombre insignificante, Gavin -fue todo lo que pudo decir.
– Bueno, no me gusta y yo tengo algo que decir. No es para lo que ingresé en la policía. Le pregunté a Molly por qué no llamaron a la policía cuando pasó y ¿sabe lo que dijo? «Porque la señora se guardó mucho de pedir ayuda al enemigo» -arrastró los pies tímidamente por el suelo.
– Estoy planeando invitar a Molly y a Fred, sin ningún jaleo, nada de eso, pero me gustaría hacerles saber que no todos somos sus enemigos.
McLoughlin sonrió a la cabeza inclinada. Si Williams quería abrigar su afecto so capa de política policial de acercamiento a la comunidad, estaba bien.
– Me han dicho que hace un estupendo pastel de manteca que está buenísimo.
– ¡Genial! -sus ojos jóvenes brillaron-. Usted también debería probar un poco.
– Lo haré -empujó al muchacho hacia la puerta principal y los coches que estaban esperando-. No les hará daño a Eddie y a sus amigos pasar la noche en la celda de la comisaría, de manera que anote sus nombres en el registro y enciérrelos. Si la señora Maybury quiere hacer acusaciones contra ellos mañana por la mañana, entonces rellenaremos los formularios. Pero no creo que lo haga. Hoy, esta noche, puso la primera piedra de un puente.
– ¿Y Barnes?
– Consérvelo en el frigorífico para mí. Mañana iré temprano. Tomaré su declaración yo mismo. Y… ¿Gavin?
– ¿Sí?
– Habría hablado de todos modos. No lo podría haber resistido. Es demasiado arrogante para permanecer callado durante mucho tiempo. Ya lo verá. Mañana, sin ninguna presión de mi parte, nos lo dirá todo.
Un peso pareció caer de la espalda del muchacho.
– Sí. ¿Hay algo más que debo hacer?
– Llame a sus padres de aquí a un par de horas, a las tres, más o menos, dígales que su hijo está retenido y que vayan a la comisaría. Pero, haga lo que haga, no les deje hablar con él. Déjelos que esperen toda la noche, hasta que yo llegue. Quiero que se ablanden.
Williams parecía dudar.
– Nunca conseguirá un procesamiento judicial después de diez años, ¿verdad?
– No -sonrió abiertamente-. Pero durante unas horas, puedo hacer que lo crean.
Paddy fue otro que se despidió de mala gana.
– Tendrán que salir de su guarida ahora -les dijo a Phoebe y a Diana-. De todas maneras, la puerta ha sido forzada. Y además, está bien, maldita sea. Ya es hora de que hagan un pequeño esfuerzo. Vengan al pub mañana. Es tan buen lugar como otro para empezar -estrechó la mano de McLoughlin-. Buen trabajo, Andy, y anímese para empezar una nueva cervecería conmigo. Necesitaré una mano fuerte al timón.
– No tengo ni la más mínima idea de elaborar cerveza.
– No le querría por sus conocimientos acerca de la cerveza. Eso es de mi competencia. Organizar el negocio, encontrar clientes, ponerlo en marcha. Serviría para hacer eso. Necesito a alguien en quien confiar.
McLoughlin sonrió burlonamente.
– ¿Quiere decir a alguien en quien Aduanas y Arbitrios confíe? Es demasiado anárquico para mí, Paddy. Tendría los nervios de punta al cabo de tres meses, intentando recordar qué se suponía que estaba escondiendo.
Paddy se rió a carcajadas y le dio un puñetazo en el hombro.
– Piénselo, hijo. Usted me gusta. -Se despidió y se marchó.
Jonathan se había refugiado en un sillón donde permanecía sentado en un silencio embarazoso, evitando cuidadosamente la mirada de todos. Su ira ya se había calmado hacía rato e intentaba desesperadamente aceptar lo que había hecho a Peter Barnes. No podía encontrar excusas que justificaran su violencia. Fred tosió cortésmente.
– Si no hay nada más que pueda hacer, señora -le dijo a Phoebe-, regresaré a la caseta. Mi mujer y la joven Jane se estarán preguntando qué ha pasado.
Jane había estado durmiendo en la caseta con Molly las últimas noches, mientras Fred patrullaba los jardines con McLoughlin y el policía Williams.
– Oh, Fred -dijo Phoebe con auténtica contrición-, lo siento. Lo siento tanto. Nunca pensé realmente que usted fuera uno de ellos. Fue el susto. Lo cree, ¿verdad? Le llevaré para que le pongan la vacuna del tétanos mañana.
Fred se miró la mano lavada, desinfectada, vendada y lamentada por Phoebe y Diana en medio de un montón de disculpas.
– Creo, señora -dijo seriamente-, que si se dice una palabra más sobre este asunto, me veré obligado a presentar mi renuncia. Puedo soportar muchas cosas, pero no aguanto los remilgos. ¿Queda claro? Bien. Ahora, si me disculpa.
– Te llevaré en coche -dijo inmediatamente Phoebe.
– Preferiría que el joven médico me llevara, si puede ser. Me gustaría que me diese su opinión acerca de algo.
La puerta se cerró tras ellos. Phoebe se volvió para esconder la humedad de sus ojos.
– Dios rompió el modelo después de hacer a Fred y a Molly -dijo bruscamente-. Nunca merecieron nada de esto y sin embargo se han quedado con nosotros contra viento y marea. Me he decidido, Di -prosiguió con determinación-, haré frente a ese maldito pub mañana. Alguien tiene que dar el primer paso y valdrá más que sea yo. Fred ha estado yendo allí hace años y jamás nadie, aparte de Paddy, le habla. Maldita sea, voy a hacer algo.
Diana miró el rostro decidido de su amiga.
– ¿Qué, por ejemplo? ¿Apuntarles con tu escopeta hasta que acepten hablar contigo?
Phoebe se rió.
– No. Olvidaré el pasado.
– Bueno, en ese caso, iré contigo -miró a McLoughlin-. ¿Podemos hacerlo? Ya ha pasado todo, ¿no? El inspector fue muy brusco por teléfono, pero parece que nos ha absuelto.
McLoughlin asintió.
– Sí, están absueltas.
– ¿Fue suicidio? -preguntó Phoebe.
– Lo dudo. Era un viejo confundido cuyos recuerdos de Streech sobrevivieron a todos sus otros recuerdos. Creo que volvió aquí, buscando algún lugar para morir.
– ¿Pero cómo sabía dónde estaba la casa del hielo?
– Por los folletos que su marido imprimió. Si uno intenta atraer a los turistas, un garaje es el lugar más indicado para dejarlos. Sobre papel, Keith Chapel seguramente conocía este jardín mejor que usted.
– Aun así, recordarlo después de tanto tiempo…
– Pero la memoria es así -dijo Diana-. Las personas mayores recuerdan cada detalle de su infancia, pero son incapaces de recordar lo que desayunaron -negó con la cabeza-. Nunca conocí al hombre, pero siempre le guardé rencor por lo que les pasó a los padres de Phoebe y por lo que él explicó después. A pesar de todo -se encogió de hombros-, morir así, solo y sin nada. Es muy triste. Puede sonar estúpido, pero desearía que no se hubiese quitado la ropa. Lo empeora, de alguna manera, como si estuviera señalando la inutilidad de la vida. Desnudos nacemos y desnudos morimos. Tengo este horrible presentimiento de que, para él, todo lo que pasó entremedias fue inútil.
McLoughlin se desperezó.
– Yo, en su lugar, no sería demasiado sentimental sobre todo esto, señora Goode. Sólo tenemos la palabra de Wally de que el cadáver estaba desnudo. Creo que probablemente él está un poco avergonzado de sí mismo. De llevarse algo que nadie quiere, su ropa plegada, a desnudar un cadáver para robarle la ropa, hay gran trecho -miró su reloj-. ¿Algo más?
– Nos gustaría darle las gracias -dijo Phoebe.
– ¿Por qué?
– Por todo. Jane. Jonathan. Anne. Nosotras.
McLoughlin asintió con la cabeza y se dirigió hacia la puerta y el vestíbulo. Las dos mujeres se miraron.
– Volverá, ¿verdad? -dijo Diana de prisa.
McLoughlin se rió silenciosamente.
– Si tengo que hacerlo, lo haré.
– ¿Qué quiere decir con eso?
Phoebe se rió entre dientes.
– Creo que quiere decir que no pensaba marcharse. No puede volver si nunca se va, ¿verdad?
El disparo de la escopeta había arrastrado a Anne de un profundo sueño barbitúrico a otro más ligero donde los sueños se representaban en tecnicolor. No había pesadillas, sólo un interminable desfile de lugares y caras, algunas sólo medio recordadas, que revoloteaban por la pantalla de su mente soñadora en surrealista yuxtaposición. Y, en algún lugar, fastidiosamente, McLoughlin estaba golpeando ligeramente en el doble cristal de las ventanas de una enorme ciudadela y diciéndole que necesitaba a dos personas para levantarlo si no querían quedarse enterradas vivas.
Se incorporó, sobresaltada, y lo miró. Su lamparita de noche estaba encendida.
– Soñé que Jon y Lizzie se casaban -dijo, aislando un recuerdo de la nube que se desvaneció para siempre.
McLoughlin acercó la silla de mimbre y se sentó.
– Si se les da tiempo y espacio para respirar, tal vez lo hagan.
Anne se quedó pensativa.
– No se le escapa casi nada, ¿verdad?
– Eso depende. Atrapamos a su agresor -estiró sus largas piernas y le dio todos los detalles-. Paddy quiere que me asocie con él para empezar a elaborar cerveza.
Anne sonrió.
– ¿Le gusta?
– Es un cabrón.
– ¿Pero le gusta?
Asintió.
– Es muy suyo. Me gusta mucho.
– ¿Se asociará con él?
– No creo. Sería demasiado fácil hacerse adicto a esa cerveza especial suya -la miró a través de sus párpados entornados-. Jon vuelve a Londres mañana. Me pidió que averiguara si quería sus cartas de amor. Dice que puede intentar sacarlas antes de irse.
Anne se miró las manos.
– ¿Sabe dónde las ha puesto?
– Tengo entendido que están en un grieta del viejo roble detrás de la casa del hielo. Está un poco preocupado, no sabe si podrá recuperarlas. Me pidió que le echara una mano -observó su cara-. ¿Debería hacerlo, Cattrell?
– No. Dejemos que se queden ahí -levantó la cabeza para mirarlo-. Cuando esté totalmente recuperada, cogeré un poco de cemento y lo meteré en todas las hendiduras del roble para que esos malditos documentos nunca vuelvan a ver la luz del día. Tuve que pedirle a Jon que las escondiera, era el único que había allí cuando Walsh me llevó a la comisaría, pero es la última persona del mundo que querría que las mirase. Oh Dios, ojalá fueran precisamente cartas de amor -se quedó callada.
– ¿Qué son?
– Fotografías.
– ¿De David Maybury?
Anne asintió.
– ¿Después de que Phoebe lo matara?
Asintió otra vez.
– Una de sus famosas pólizas de seguros, supongo.
Anne suspiró.
– Nunca creí que nos escaparíamos. Las guardé en caso de que el cadáver se encontrara y Phoebe necesitara una defensa -su rostro se nubló-. Las revelé yo misma. Espantosas fotografías, horribles…, de David, dos semanas después de que Phoebe lo matara; de la propia Phoebe, con tal aspecto de loca, maldita sea, que no creería que es la misma mujer; de lo que los gamberros habían hecho con la casa; de la tumba que construí en la bodega. No quiero volverlas a ver nunca jamás.
– Cuéntemelo, Anne.
Respiró profundamente.
– David regresó la noche después de que saquearon la casa. Era inevitable que apareciese en algún momento, pero escoger aquella noche… -movió la cabeza-. Y no es que lo supiera, por supuesto. No habría regresado si lo hubiese sabido. Las puertas estaban atrancadas con muebles amontonados, de manera que entró por la ventana de la bodega. Phoebe estaba en la cocina y lo oyó tropezar en el piso de abajo a oscuras -sus ojos indagaron en los de McLoughlin-. Entienda lo asustada que estaba. Creyó que los borrachos habían vuelto para matarla a ella y a los niños.
– Lo entiendo.
– Cogió el objeto más pesado que encontró, el hacha de cortar leña que está junto al horno y cuando salió por la puerta de la bodega, le partió la cabeza en dos.
– ¿Lo reconoció?
– Quiere decir, ¿si sabía que era David cuando lo mató? No lo creo. Todo ocurrió demasiado deprisa. Desde luego lo reconoció después.
Hubo un largo silencio.
– Podrían haber avisado a la policía entonces -dijo por fin McLoughlin-. Con las pruebas de lo que había pasado la noche anterior, podía haber abogado defensa propia. La habrían absuelto sin ningún problema.
Anne se miró fijamente las manos.
– Lo habría hecho si lo hubiera sabido. Pero Jon no me telefoneó hasta al cabo de quince días -se llevó las manos a los ojos para tapar las horripilantes fotografías-. Phoebe no recuerda absolutamente nada de ese período de dos semanas. Lo único que tuvo el buen sentido común de hacer fue empujar el cadáver de David escaleras abajo para meterlo en la bodega y cerrar la puerta con pestillo. Los niños nunca lo han sabido. Jon sólo me telefoneó porque durante dos semanas Phoebe los habían tenido encerrados en su dormitorio, viviendo y sometidos a una dieta de comida en latas que había rescatado de la despensa. Jon cogió la llave de la habitación mientras dormía, salió y estuvo marcando mi número hasta que contesté -las lágrimas inundaron sus ojos, derramándose de sus párpados cansados al recordar-. Sólo tenía once años, apenas era más que un niño en realidad, y dijo que hacía lo que podía, pero que creía que Jane y mamá necesitaban a una persona adecuada que cuidara de ellos -se enjugó bruscamente las lágrimas de los ojos-. ¡Oh Dios!, lo siento. Lloro cada vez que pienso en ello. Debió estar tan asustado… Vine enseguida.
De pronto, pareció muy cansada.
– No podía acudir a la policía de ningún modo, McLoughlin. Había perdido la cabeza y Jon y Jane apenas hablaban. Creí que Phoebe había destrozado la casa ella misma después de haber matado a David. No había manera de demostrar qué había sucedido primero. Y si yo pensé eso, ¿a qué maldita conclusión habría llegado Walsh? Fue una pesadilla. Lo único que se me ocurrió hacer fue tener en cuenta a los niños ante todo, porque eso es lo que el padre de Phoebe me pidió cuando me otorgó su confianza. Y tenerlos en cuenta ante todo, decidí, significaba conseguir que no internaran a su madre en un hospital penitenciario -suspiró-. Así pues, durante unos días, compré pequeñas cantidades de piedra gris en las tiendas de bricolaje de todo el sur de Hampshire. Tenía que encajarlas en el coche de Phoebe. No me atreví a que nadie las trajera aquí. Luego me encerré en la bodega y enladrillé aquella cosa repugnante que había sido David una vez detrás de una falsa pared -concluyó, bromeando con displicencia-. Todavía está ahí. La pared nunca se ha tocado. Diana bajó y lo comprobó después de que Fred encontrara a ése en la casa del hielo. Teníamos tanto miedo de que, de algún modo, hubiese salido.
– ¿Lo sabe Fred?
– No. Sólo Diana, Phoebe y yo.
– ¿Y Phoebe sabe lo que hizo?
– Oh, sí. Costó bastante, pero lo recordó todo al final. Quería confesar hace unos cuatro años, pero la persuadimos para que no lo hiciera. Jane, cuando tenía catorce años, había adelgazado y pesaba unos veintiocho kilos. Diana y yo dijimos que su tranquilidad de ánimo era más importante que la de Phoebe -volvió a respirar profundamente-. Significaba que nunca podríamos vender Grange, por supuesto. La ley de la indefectible mala voluntad de los objetos inanimados predice que cualquiera que la compre querrá arrancar las tripas fuera de la bodega para construir un jacuzzi -sonrió débilmente-. A veces ha sido bastante insoportable. Pero cuando ahora miro a los tres, sé que valió la pena -sus ojos húmedos imploraban una tranquilidad que nunca podría expresar con palabras.
McLoughlin le cogió la mano.
– ¿Qué puedo decir, mujer? Excepto que la próxima vez que le diga cómo debe dirigir su vida, me recuerde que usted lo sabe mejor -jugó con sus dedos, estirándoselos-. Podría utilizar las fotografías de la casa para destruir a Walsh y a Barnes por lo que le han hecho a Phoebe.
– No -dijo inmediatamente-. Nadie sabe que existen, excepto usted y yo. Phoebe y Diana no lo saben. Dejémoslas donde están. Ya veo la muerte demasiado a menudo en mis pesadillas tal como está ahora. De todos modos, Phoebe no lo querría. Walsh tenía razón. Ella mató a David.
McLoughlin asintió y apartó la mirada. Pasó un rato antes de que hablara.
– Mi mujer volvió esta noche.
Anne se obligó a sí misma a sonreír.
– ¿Está contento?
– En realidad sí, lo estoy.
Con tacto, intentó sacar la mano de la suya, pero él no la dejó.
– Entonces, me alegro por usted. Cree que funcionará esta vez, ¿no?
– Oh, sí. Le estoy dando vueltas a la idea de dejar la policía. ¿Usted qué cree?
– Hará que las cosas sean más fáciles en casa. El índice de divorcio entre los policías es fenomenal.
– Olvídese del sentido práctico. Aconséjeme, hágalo por mí.
– No puedo -dijo-. Es algo que tendrá que decidir usted mismo. Todo lo que puedo decirle es que, cualquiera que sea la decisión que tome, asegúrese de que sea una que puede aceptar -lo miró tímidamente-. Antes estaba equivocada, sabe. Creo que seguramente hizo bien en hacerse policía y creo que la policía sería más deficiente sin usted.
McLoughlin asintió.
– ¿Y usted? ¿Qué hará ahora?
Anne sonrió radiante.
– Oh, lo de siempre. Asaltar unas cuantas ciudadelas, seducir a uno o dos escultores.
McLoughlin sonrió burlonamente.
– Bueno, antes de hacer eso, ¿me echará una mano en la bodega una noche? Creo que ya es hora de que esa pared se derrumbe y de que David Maybury se vaya de esta casa para siempre. No se preocupe. No será desagradable. Después de nueve años, quedará muy poco y esta vez nos libraremos debidamente de él.
– ¿No sería mejor dejarlo?
– No.
– ¿Por qué no?
– Porque, Cattrell, si Phoebe no se libra de él, usted y Diana estarán atadas a esta casa para siempre.
Anne dirigió su mirada hacia la íntima oscuridad, más allá de él. Qué poco entendía. Ahora siempre estarían atadas. Había pasado demasiado tiempo. Habían perdido la confianza para empezar de nuevo.
McLoughlin le apretó los dedos una última vez y se levantó.
– Entonces, será mejor que me vaya a la cama.
Anne asintió, sus ojos brillaban más de lo normal.
– Adiós, McLoughlin. Le deseo suerte, de veras.
Él se rascó la mejilla.
– ¿Supongo que no podría dejarme una almohada? ¿Y quizás un cepillo de dientes?
– ¿Para qué?
– No tengo dónde dormir, mujer. Se lo dije, mi esposa regresó. Maldito sea si voy a pasar siete años más con alguien cuyo color preferido es el beige. Me fui -observó cómo Anne sonreía-. Pensé que podría juntarme con una amiga esta vez.
– ¿Qué clase de amiga?
– Oh, no sé. ¿Qué tal una cínica y egoísta intelectual esnob, incapaz de mantener relaciones, que no se conforma y es un estorbo para la gente?
Anne se rió en silencio.
– Todo eso es cierto.
– Por supuesto que lo es -dijo McLouglin-. Tenemos mucho en común. Tampoco es una mala descripción de mí.
– Odiaría vivir aquí.
– Tanto como usted, seguramente. ¿Qué tal le parece Glasgow?
– ¿Y qué haríamos allí?
– Explorar, Cattrell, explorar.
Los ojos de Anne bailaron.
– ¿Va a aceptar un no por respuesta, McLoughlin?
– No.
– Bueno, y entonces, ¿a qué demonios está esperando?