Capítulo 5

Streech Grange era una hermosa y vieja mansión jacobina construida en piedra gris, con parteluces, ventanas emplomadas y tejados de pizarra en pendiente. Dos alas, añadidas posteriormente, se extendían a cada lado del cuerpo principal de la casa, abrazando los laterales de la terraza embaldosada donde las mujeres habían tomado el té. Tabiques portátiles hacían que el interior de cada una de estas alas fuese independiente, con puertas abiertas en la planta. El sargento McLoughlin, tras la búsqueda infructuosa en el salón y en la cocina, ambos vacíos, llegó a la puerta que comunicaba con el ala este. Dio un golpecito, pero, al no recibir respuesta, giró el pomo y caminó pasillo adelante.

Había una puerta entreabierta al final. Oyó una voz profunda -inconfundiblemente la de Anne Cattrell- procedente del interior de la habitación. Escuchó.

– … mantente en tus trece y no dejes que esos cabrones te intimiden. Dios sabe, he tenido más experiencias con ellos que la mayoría. Pase lo que pase, Jane debe mantenerse apartada. ¿Estás de acuerdo? -se produjo un murmullo afirmativo-. Y, querida, si puedes borrar la sonrisa afectada de la cara del sargento, tendrás mi admiración toda la vida.

– Supongo que se te ha ocurrido -aquella voz más suave y divertida era la de Diana- que puede haber nacido con esa sonrisa afectada. Quizá sea una incapacidad física a la cual ha tenido que aprender a hacer frente, como un brazo débil. Serías bastante compasiva si ése fuera el caso.

Anne soltó su risa gutural.

– Las únicas incapacidades físicas que tiene ese idiota están ambas en sus pantalones.

– ¿A saber?

– Es un gilipollas y un pedante.

Diana gritó con entusiasmo riéndose y McLoughlin sintió que un rubor lento reptaba subiendo por su cuello. Anduvo cuidadosamente hasta la puerta que comunicaba con la habitación, la cerró tras él y llamó otra vez, esta vez más estrepitosamente. Cuando, tras unos momentos, Anne abrió la puerta, estaba preparado con su sonrisa más sardónica.

– ¿Sí, sargento?

– Estoy buscando a la señora Goode. Al inspector Walsh le gustaría hablar con ella.

– Ésta es mi parte de la casa. No está aquí.

La mentira era tan evidente que la miró con asombro.

– Pero… -vaciló.

– ¿Pero qué, sargento?

– ¿Dónde puedo encontrarla?

– No tengo ni idea. ¿Quizás al inspector le gustaría hablar conmigo en su lugar?

McLoughlin la empujó al pasar por su lado impacientemente, fue andando por el pasillo y se metió en la habitación. No había nadie dentro. Frunció el ceño. La habitación era grande con una mesa de despacho a un lado, un sofá y sillones agrupados alrededor de una ancha chimenea al otro. Plantas en macetas crecían con prodigalidad por todas partes, caían en forma de cascadas verdes desde la repisa de la chimenea, escalaban una obra de celosía que había en una de las paredes, y moteaban la luz de las lámparas colocadas sobre ocasionales mesitas bajas. Las cortinas, que llegaban hasta el suelo con su dibujo de espiga en tonos de color rosa pálido, grises y azules, estaban corridas a lo largo de las dos paredes exteriores; una regia moqueta azul cubría el suelo, cuadros brillantes y abstractos se reían alegremente desde los rieles de donde colgaban. Los libros en las estanterías permanecían tan erguidos como soldados dondequiera que hubiese sitio. Era una habitación deliciosa, no una de las que McLoughlin habría relacionado con la diminuta y musculosa mujer que le había seguido hasta allí dentro y que ahora apoyaba su oscura cabeza de pelo corto contra la jamba de la puerta, esperando.

– ¿Tiene la costumbre de entrar a la fuerza en los cuartos privados de otra gente, sargento? No recuerdo haberle invitado a pasar.

– Tenemos el permiso de la señora Maybury para ir y venir si queremos -dijo rechazando sus palabras.

Ella se dirigió hacia uno de los sillones, se dejó caer pesadamente y sacó un cigarrillo de un paquete que estaba sobre el brazo.

– Desde luego, es su casa -aceptó, encendiendo el cigarrillo-. Pero este ala es mía. No tiene ninguna autoridad para entrar aquí excepto con permiso o con una autorización legal.

– Lo siento -dijo rígidamente. De pronto se sintió incómodo, destacando por encima de ella, notablemente inquieto mientras ella, por el contrario, se encontraba relajada-. No me di cuenta de que era la dueña de esta parte de la casa.

– No soy la dueña, la alquilo, pero mi situación legal respecto al acceso de la policía es la misma -sonrió un poco-. Y me interesaría saber, ¿qué razón posible le hizo pensar que la señora Goode estaría aquí?

Vio cómo se levantaba uno de los bordes de la cortina, por efecto de una suave brisa y se dio cuenta de que Diana debió haberse marchado por una contraventana. Se maldijo a sí mismo en silencio por permitir que aquella mujer lo ridiculizara.

– No pude encontrarla en ningún otro lugar -contestó bruscamente- y el inspector Walsh quiere hablar con ella. ¿Vive en el la otra ala?

– Alquila la otra ala. Respecto a vivir en ella, seguramente ya habrá adivinado que más bien las tres compartimos el alojamiento juntas. Es lo que se conoce como ménage á trois, aunque en nuestro caso, es bastante licencioso. El trío medio incluye ambos sexos. Nosotras, me temo, somos más exclusivas, prefiriendo, como lo hacemos, nuestro particularmente, ¿cómo lo describiría?, picante sexo femenino. Tres contribuyen a encuentros más apasionantes que dos, ¿no cree? ¿O nunca lo ha probado?

Su aversión hacia ella era intensa e irracional. Movió la cabeza en dirección a la parte principal de la casa.

– ¿Han corrompido a sus hijos como la han corrompido a ella?

Ella se rió en voz baja y se levantó.

– Encontrará a la señora Goode en su cuarto de estar, imagino. Le acompañaré a la puerta -le condujo camino del pasillo y abrió la puerta-. Vaya todo recto a través del edificio principal de la casa hasta llegar al ala oeste. Es el idéntico reflejo de ésta. Encontrará una puerta igual a la mía que conduce al cuarto de estar -señaló un timbre en la pared que él no había visto antes-. Yo llamaría si fuera usted. Como mínimo sería educado -permaneció allí de pie mirando cómo se alejaba mientras una sonrisa desdeñosa distorsionaba sus labios.


Andy McLoughlin tuvo que pasar por la puerta de la biblioteca para llegar al ala oeste, así que se asomó para decir a Walsh que tardaría aún unos minutos en volver con Diana Goode. Para su sorpresa, ella ya estaba allí, sentada en la misma silla en que Phoebe se había sentado. Ella y el inspector volvieron la cabeza cuando se abrió la puerta. Estaban riendo juntos como dos personas que estuvieran compartiendo una broma particular.

– Aquí está usted, sargento. Le hemos estado esperando.

McLoughlin se sentó otra vez y miró a Diana de manera sospechosa.

– ¿Cómo sabía que el inspector deseaba hablar con usted?

Se la imaginó al otro lado de las contraventanas escuchando cómo Anne Cattrell lo ponía en ridículo.

– No lo sabía, sargento. Asomé la cabeza para ver si querían una taza de café -sonrió de buen humor y cruzó una elegante pierna sobre la otra-. ¿De qué quiere hablar conmigo, inspector?

Había un destello agradecido en la mirada de Walsh.

– ¿Cuánto tiempo hace que conoce a la señora Maybury? -le preguntó.

– Veinticinco años. Desde que teníamos doce. Fuimos juntas a un internado. Anne también.

– Es mucho tiempo.

– Sí. La conocemos desde hace más tiempo que nadie más, supongo, más tiempo del que sus padres la conocieron. Murieron cuando ella tenía poco más de veinte años -se interrumpió-. Pero ya sabe todo eso desde la última vez -acabó torpemente.

– Recuérdenoslo -la animó Walsh.

Diana bajó los ojos para ocultar su expresión. Era muy fácil para Anne decir: «No dejes que esos cabrones te intimiden». El mismo conocimiento la intimidaba. Con una referencia casual, de la clase que daría a cualquiera, había reavivado las chispas de una vieja sospecha. «Cuando el río suena, agua lleva», habían dicho todos cuando David desapareció.

– Murieron en accidente de coche, ¿verdad? -dijo Walsh de pronto.

Ella asintió.

– Fallaron los frenos. Estaban muertos cuando se les sacó de entre los restos del coche.

Se produjo un silencio prolongado.

– Si recuerdo correctamente -dijo Walsh a McLoughlin cuando Diana no prosiguió-, hubo rumores de sabotaje. ¿Tengo razón, señora Goode? El pueblo pareció creer que la señora Maybury causó el accidente para echarle mano a la herencia prematuramente. La gente recuerda durante mucho tiempo. La historia resucitó en el momento en que David desapareció.

McLoughlin observó la cabeza inclinada de Diana.

– ¿Por qué habrían de creer eso? -preguntó Walsh.

– Porque son estúpidos -dijo furiosa-. No había nada de verdad en ello. El veredicto del oficial de justicia que se encargó del caso no pudo ser más claro: los frenos fallaron porque un fluido había goteado de un tubo corroído. Se suponía que un hombre llamado Casey, propietario del garaje del pueblo, había revisado el coche tres semanas antes. Era un condenado ladrón. Cobró el dinero y no hizo su trabajo -arrugó la frente-. Se habló de una acción judicial, pero nunca llegó a nada. No había suficientes pruebas, por lo visto. En cualquier caso, fue Casey quien empezó a difundir rumores de que Phoebe había saboteado el coche para apoderarse de Streech Grange. No quería perder sus clientes.

McLoughlin la miró de arriba abajo, pero no había ningún destello de agradecimiento en sus ojos. Su indiferencia era absoluta y, para una mujer como Diana, que utilizaba el flirteo para manipular a ambos sexos, era desalentador. El encanto no era eficaz contra un muro de piedra.

– Debió haber algo más que eso -sugirió McLoughlin secamente-. Normalmente, la gente no es tan crédula.

Diana se puso a jugar con el dobladillo de su chaqueta.

– Fue por culpa de David. Los padres de Phoebe les habían dado una pequeña casa en Pimlico de regalo de boda, que David usó como garantía subsidiaria de un préstamo. Lo perdió todo en alguna operación de bolsa, no pudo hacer los pagos y se encontraban en la apurada situación de no poder cancelar la hipoteca cuando ocurrió el accidente, con dos niños pequeños, sin dinero y sin ningún lugar adonde ir -movió la cabeza-. Dios sabe cómo, pero eso se convirtió en dominio público. Los habitantes del lugar se tragaron lo que Casey decía, sumaron dos y dos igual a cinco. Desde el instante en que Phoebe pasó a hacerse cargo de esta casa, la condenaron. La desaparición de David unos años más tarde, sencillamente, confirmó todos sus prejuicios -suspiró-. Lo más repugnante es que tampoco creyeron a Casey. Se arruinó diez meses más tarde cuando todos sus clientes lo abandonaron. Tuvo que vender el negocio y marcharse, así que se le hizo un poco de justicia -dijo maliciosamente-. No es que le hiciera ningún bien a Phoebe. Eran demasiado tontos para comprender que estaba mintiendo, ella era inocente.

McLoughlin se apoyó en el respaldo de su silla, y extendió sus fuertes dedos encima del escritorio. Dejó escapar una sonrisa inesperadamente infantil dirigida a Diana.

– Debió ser horrible para ella.

Respondió con cautela.

– Lo fue. Era muy joven y tuvo que enfrentarse sola a todo ello. David, o bien se ausentaba durante semanas enteras, o bien empeoraba las cosas peleándose con la gente.

Los ojos de McLoughlin se ablandaron, como si entendiera la soledad y pudiera compadecerse.

– ¿Y supongo que sus amigos de aquí también la abandonaron por culpa de él?

Diana cobró confianza.

– En realidad, nunca llegó a tener ninguno, eso fue la mitad del problema. Si los hubiera tenido, habría sido tan distinto… La enviaron a un internado a los doce años, se casó a los diecisiete y sólo regresó cuando murieron sus padres. Nunca ha tenido ningún amigo en Streech.

McLoughlin tamborileó suavemente con los dedos en la caoba.

– «La peor soledad es estar desprovisto de amistad sincera.» Francis Bacon dijo eso hace cuatrocientos años.

Diana se quedó bastante sorprendida. Anne utilizaba citas de Francis Bacon por rutina, pero tendían a ser frivolas, frases para ser lanzadas en medio de una conversación con objeto de obtener un efecto despreocupado. La voz oscura de McLoughlin no se dio prisa en pronunciar las palabras, haciendo que rodasen en su lengua, dándoles peso. Se quedó sorprendida tanto por lo apropiado de las palabras, como por el hecho de que las supiera. Lo tuvo en cuenta reflexivamente.

– Pero también dijo: «El moho de la fortuna de un hombre está en sus propias manos» -él retorció sus labios con crueldad-. Es extraño, ¿verdad?, cómo parece que la señora Maybury pone de manifiesto lo peor de la gente. ¿Cuál es su secreto? me pregunto. -Removió las fotografías de la brutal muerte con la punta de su lápiz, dándoles la vuelta lentamente para que Diana las viera-. ¿Por qué no vendió esta casa, Streech Grange, y se alejó de aquí, una vez que se libró de su marido?

A pesar de toda su sofisticación superficial, Diana era inocente. La brutalidad la conmocionaba porque nunca la veía venir.

– No podía -soltó airadamente-. Venderla no depende de Phoebe. Tras un año de matrimonio con ese cabrón, persuadió a su padre para que cambiara el testamento y dejara la casa a sus hijos. Desde entonces, nosotras tres la alquilamos.

– Y entonces ¿por qué no la han vendido sus hijos? ¿No tienen compasión de su madre? -le llamó la atención-, ¿o quizá ella no les gusta? Ése parece ser un problema habitual en la señora Maybury.

La furia amenazaba con abrumar a Diana. Se obligó a permanecer serena.

– La idea, sargento, fue evitar que David convirtiera la casa en dinero contante y sonante, y dejara a Phoebe y a sus hijos sin hogar en cuanto los Gallagher muriesen. También lo habría hecho si se le hubiera dado la mitad de una oportunidad. Se gastó el dinero que heredó ella en un tiempo récord. El coronel Gallagher, el padre de Phoebe, dejó instrucciones de que la casa no podría venderse o hipotecarse, excepto bajo las circunstancias más excepcionales, antes del vigésimo primer cumpleaños de Jane. La responsabilidad de decidir si esas circunstancias -principalmente una muy difícil situación económica por parte de Phoebe y de sus hijos- se hacían realidad en algún momento se depositó en dos administradores. Según el parecer de esos dos administradores, las cosas nunca se han puesto tan mal como para considerar que la venta de Grange fuera la única opción.

– ¿No se tomó en consideración otro tipo de dificultades?

– Por supuesto que no -dijo con fuerte sarcasmo-. ¿Cómo podría haberse hecho? El coronel Gallagher no era clarividente. En efecto, confió en el juicio de sus administradores, pero ellos han elegido atenerse a los términos precisos del testamento. En vista de la incertidumbre acerca de David, de si está vivo o muerto, parecía que era lo más seguro que podían hacer, aun cuando Phoebe sufriese -miró a Walsh para que éste se uniera de nuevo a la discusión. McLoughlin la asustaba-. Los administradores siempre han puesto a los hijos en primer lugar, siguiendo las instrucciones que se les dio bajo los términos del testamento.

La diversión de McLoughlin era auténtica.

– Estoy empezando a sentir bastante lástima por la señora Maybury. ¿Tiene tanta antipatía a esos administradores como ellos parecen tener hacia ella?

– No lo sabría decir, sargento. Nunca se lo he preguntado.

– ¿Quiénes son?

El inspector jefe Walsh rió entre dientes. McLoughlin acababa de colgarse a sí mismo.

– La señorita Anne Cattrell y la señora Diana Goode. Fue un testamento lo que les dio a ustedes dos una gran responsabilidad cuando apenas tenían veinte años. Tenemos una copia en el expediente -le dijo al sargento-. El coronel Gallagher debía tener en mucha consideración a ambas para confiarles el futuro de sus nietos.

Diana sonrió. Tenía que acordarse de decirle a Anne cómo había borrado la sonrisa afectada del rostro de McLoughlin.

– Así es -dijo-. ¿Por qué tendría eso que sorprenderle?

Walsh apretó los labios.

– Lo encontré sorprendente hace diez años, pero entonces no las conocía, ni a usted ni a la señorita Cattrell. Estaban fuera por aquel tiempo, creo, señora Goode -sonrió y dejó caer un párpado de tal forma que se parecía extraordinariamente a un guiño-. Ahora no lo encuentro sorprendente.

Ella inclinó la cabeza.

– Gracias. Mi ex marido es americano. Estaba con él en Estados Unidos cuando David desapareció. Volví un año después de mi divorcio.

Continuó mirando a Walsh, pero los cabellos de su nuca se pusieron de punta por el peso de la mirada de McLoughlin. No quería llamar su atención otra vez.

– ¿Sabía el coronel Gallagher la relación que usted y la señorita Cattrell tenían con su hija? -preguntó McLoughlin en voz baja.

– ¿Que éramos amigas, quiere decir? -mantuvo su mirada fija en el inspector.

– Estaba pensado más bien en cuestiones de cama, señora Goode, y en el efecto que su diversión y sus juegos podían tener en sus nietos. ¿O no sabía nada acerca de ello?

Diana se miró fijamente las manos. Encontraba muy difícil tratar con el desprecio necesario y deseaba poseer la mitad de la indiferencia que mostraba Anne hacia él.

– No es que sea de su incumbencia, sargento -dijo por fin-, pero Gerald Gallagher sabía todo lo que había que saber sobre nosotras. Era un hombre al que no había que esconderle las cosas.

Walsh había estado muy ocupado rellenando su pipa con tabaco. Se la llevó a la boca y la encendió, arrojando más humo en la atmósfera ya cargada.

– Después de regresar a la casa, ¿sugirió alguna, la señora Maybury o la señorita Cattrell, la sospecha de que el cadáver de la casa del hielo era el de David Maybury?

– No.

– ¿Dijo alguna de las dos quién creía que podía ser?

– Anne dijo que probablemente fuese un vagabundo que había tenido un ataque al corazón.

– ¿Y la señora Maybury?

Diana pensó un instante.

– Su único comentario fue que los vagabundos no mueren desnudos de ataques al corazón.

– ¿Cuál es su opinión, señora Goode?

– No tengo opinión, inspector, salvo que no es David. Ya le he dado mis razones sobre eso.

– ¿Por qué usted y la señorita Cattrell quieren mantener a Jane al margen de todo esto? -preguntó McLoughlin de repente

No hubo indecisión alguna en su respuesta, aunque lo miró con curiosidad mientras hablaba.

– Jane fue anoréxica hasta hace dieciocho meses. Se buscó un lugar en Oxford el mes de septiembre pasado con la bendición de su especialista, pero le advirtió que no se expusiera a innecesarias presiones. Como administradoras, apoyamos la opinión de Phoebe de que se debería proteger a Jane de todo esto. Todavía está lastimosamente delgada. Una excesiva ansiedad agotaría sus reservas de energía. ¿Considera eso irrazonable, sargento?

– En absoluto -contestó suavemente.

– Me pregunto por qué la señora Maybury no nos explicó el estado de su hija -dijo Walsh-. ¿Tiene alguna razón concreta para no hablar de ello?

– Ninguna que yo sepa, pero tal vez la experiencia le haya enseñado a ser circunspecta cuando se trata de la policía.

– ¿Cómo es eso? -se mostró afable.

– Por naturaleza, ustedes van a por los puntos flacos. Todos sabemos que Jane no puede decirles nada sobre ese cadáver, pero Phoebe seguramente tiene miedo de que la interroguen hasta que se rompa. Y sólo cuando la hayan roto en pedazos se habrán convencido de que ella no sabía nada en primer lugar.

– Tiene una opinión muy retorcida de nosotros, señora Goode.

Diana forzó una risa ligera.

– Seguro que no, inspector. De nosotras tres, soy la única que conserva alguna confianza en ustedes. Soy yo, después de todo, quien les está dando información -descruzó las piernas y las subió a la silla, cubriéndoselas completamente con su chaqueta de punto. Sus ojos reposaron brevemente en las fotografías-. ¿Es el cadáver de un hombre? Anne y Phoebe no pudieron distinguirlo.

– En este momento creemos que sí.

– ¿Asesinado?

– Probablemente.

– Entonces acepte mi consejo y busque a su víctima y asesino en este pueblo o en los vecinos. Phoebe es un chivo expiatorio demasiado obvio para el crimen de otra persona. Cargar con la responsabilidad del cadáver en su propiedad y dejar que ella pague el pato, ése habrá sido el razonamiento oculto detrás de esto.

Walsh asintió con agradecimiento mientras escribía con lápiz una nota en su libreta.

– Es una posibilidad, señora Goode, una clara posibilidad. ¿Le interesa la psicología?

«Es un cielo, después de todo», pensó Diana, desatando una de sus sonrisas calculadamente encantadoras que reservaba para sus clientes más dóciles.

– La utilizo todo el tiempo en mi trabajo -le dijo-, aunque supongo que un especialista no lo llamaría psicología.

Walsh le devolvió la sonrisa.

– ¿Y cómo la llamaría él?

– Persuasión encubierta, creo -se acordó de lady Keevil y de sus cortinas de color verde lima. Mentiras, así es como Anne lo llamaría.

– ¿Sus clientes vienen a consultarle aquí?

Movió negativamente la cabeza.

– No. Son sus interiores los que quieren diseñar, no los míos. Voy a verlos yo.

– Pero usted es una mujer atractiva, señora Goode -su admiración era evidente-. Debe tener muchos amigos que vienen a visitarla, gente del pueblo, gente que ha conocido con los años.

Diana se preguntó si él había adivinado lo tierno que estaba especialmente ese nervio, lo profundamente que ella sentía el aislamiento de sus vidas. Primero, herida y apaleada por la disolución de su matrimonio, apenas le había importado. Se había retirado en el interior de las paredes de Streech Grange para lamerse las heridas en paz, agradecida por la ausencia de amigos bienintencionados y de su molesta conmiseración. La impresión del descubrimiento, mientras sus heridas cicatrizaban y ofrecía uno o dos pequeños contratos de diseño, de que la exclusión de Phoebe había sido impuesta y no escogida fue real. Aprendió qué era ser una paria; vio cómo Phoebe alimentaba su odio; observó cómo la tolerancia de Anne se convertía en cínica indiferencia; oyó cómo su propia voz se iba erizando.

– No -le corrigió-. Recibimos muy pocas visitas, naturalmente, nunca del pueblo.

Los ojos de Walsh la animaban.

– Entonces, dígame, suponiendo que tenga razón y que nuestra víctima y asesino sean del pueblo, ¿cómo podían saber que existía la casa del hielo y, si lo sabían, cómo la encontraron? Creo que estará de acuerdo con que pasa inadvertida.

– Cualquiera podría saberlo -dijo descalificando su razonamiento-. Fred pudo haberlo mencionado en el pub después de haber guardado los ladrillos allí dentro. Los padres de Phoebe pudieron haber hablado de ella a la gente. No veo eso como un misterio.

– Muy bien. Ahora dígame, ¿cómo la encontraría si nadie le hubiera enseñado dónde está? Probablemente ninguna de ustedes ha visto a un intruso buscando en los jardines, o lo hubiera mencionado. Y otra cosa, ¿por qué era necesario colocar el cadáver allí dentro?

Se encogió de hombros.

– Es un buen escondite.

– ¿Y cómo lo sabía el asesino? ¿Cómo él o ella sabía que la casa del hielo no se utilizaba con regularidad? ¿Y para qué esconder el cadáver si la idea era hacer que Phoebe fuera el chivo expiatorio? ¿Entiende, señora Goode? El cuadro es bastante confuso.

Diana se quedó pensativa un momento.

– No puede descartar la pura casualidad. Alguien cometió un asesinato, decidió deshacerse del cadáver en los jardines de Grange con la esperanza de que, si se descubría, la policía concentraría sus esfuerzos en Phoebe, y tropezó con la casa del hielo por accidente mientras estaba buscando algún sitio donde dejar el cadáver.

– Pero la casa del hielo está a unos ochocientos metros de las verjas -objetó Walsh-. ¿En serio cree que un asesino paseó, pasando por la casa del guarda, bajó por todo el camino de la entrada y por el césped completamente a oscuras con un cadáver a hombros? Podemos suponer, creo, que nadie estaría tan loco para hacerlo a plena luz del día. ¿Por qué no simplemente enterrar el cadáver en el bosque, cerca de las verjas?

Diana parecía incómoda.

– Quizá subió por el muro de atrás y se acercó a la casa del hielo desde esa dirección.

– ¿Y eso no habría significado salvar el camino a través de la granja que, si recuerdo bien, linda con la parte posterior de Grange?

Diana se mostró conforme de mala gana.

– ¿Por qué correr ese peligro? ¿Y por qué, habiéndolo corrido, no enterrar el cuerpo rápidamente, en el bosque que hay allí? ¿Por qué era tan importante meterlo en la casa del hielo?

De pronto, Diana tembló. Entendió perfectamente que estaba intentando encerrarla, obligarla a ponerse a la defensiva y admitir que el conocimiento de la casa del hielo y su paradero era un elemento crucial.

– Me parece, inspector -continuó fríamente-, que ha hecho un número de suposiciones que, corríjame si me equivoco, todavía tienen que justificarse con pruebas. Primero, está suponiendo que el cadáver se llevó allí. Tal vez quienquiera que fuese llegó por sus propios medios, de él o de ella, y encontró al asesino allí.

– Por supuesto que hemos considerado esa posibilidad, señora Goode. No altera nuestro razonamiento para nada. Todavía debemos preguntarnos: ¿por qué la casa del hielo y cómo sabían donde encontrarla a menos que hubiesen estado en ella antes?

– Bien, entonces -dijo Diana-, trabaje suponiendo que ahí ha estado gente y descubra quiénes son. Que se me ocurra, podría hacer muchas sugerencias. Amigos del coronel Gallagher y de su esposa, por ejemplo.

– Quienes tendrían entre setenta y ochenta años actualmente. Desde luego que es posible que una persona mayor sea la responsable pero, estadísticamente, poco probable.

– Gente a quien Phoebe o David se lo dijeran.

McLoughlin se movió en su silla antes de intervenir.

– La señora Maybury ya nos ha dicho que se había olvidado de ello, tanto que omitió decir a la policía que la casa del hielo estaba allí cuando buscaron a su marido por los jardines. Parece improbable, si lo olvidó hasta ese extremo, que se hubiera acordado de explicarlo a algún visitante fortuito que, según lo que usted misma ha dicho, no vienen por aquí de todos modos.

– Entonces David.

– Ahora sí, señora Goode -dijo el inspector Walsh-. David Maybury pudo muy bien haber enseñado la casa del hielo a alguien, incluso a mucha gente, pero la señora Maybury no lo recuerda. En efecto, no recuerda que jamás la usara, aunque estuvo de acuerdo con que seguramente conocía su existencia. Francamente, señora Goode, en este momento no veo cómo podemos continuar en esa dirección a menos que la señora Maybury o sus hijos recuerden ocasiones o nombres que puedan darnos una pista.

– Sus hijos -pronunció Diana, inclinándose-. Debió ocurrírseme antes. Debieron haber llevado a sus amigos ahí cuando eran más jóvenes. Ya sabe lo curiosos que son los niños, no puede haber un centímetro de esta finca que no explorasen con su pandilla -se volvió a hundir en la silla con súbito alivio-. Eso es, claro. Será uno de los niños del pueblo que creció con ellos, difícilmente un niño ahora, aunque… alguien de unos veinte años -notó que la sonrisa afectada volvió a aparecer en la cara de McLoughlin.

Walsh habló amablemente.

– Estoy completamente de acuerdo de que ésa es una posibilidad. Y por eso es tan importante que preguntemos a Jonathan y a Jane, a ambos. Es inevitable, sabe, por mucho que a usted y a su madre pueda disgustarles la idea. Tal vez Jane sea la única que pueda conducirnos al asesino -alcanzó otro bocadillo-. Los policías no somos bárbaros, señora Goode. Le puedo asegurar que seremos comprensivos y actuaremos con tacto al tratar con ella. Espero que persuadirá a la señora Maybury de esto.

Diana desenroscó las piernas y se levantó. Bastante inconsciente de ello, se apoyó en el escritorio, inclinándose, tal y como Phoebe había hecho, como si la proximidad íntima hubiese enseñado a aquellas mujeres a adoptar las peculiaridades de las otras.

– No puedo prometerle nada, inspector. Phoebe tiene su propia forma de pensar.

– No tiene otra elección respecto a este asunto -dijoterminantemente Walsh-, salvo influir en la decisión de interrogarla aquí o en Oxford. Dadas las circunstancias, imagino que la señora Maybury preferiría que fuera aquí.

Diana se incorporó.

– ¿Hay algo más que quiera preguntarme?

– Sólo dos cosas más esta noche. Mañana el sargento McLoughlin la interrogará más detalladamente -alzó la vista para mirarla-. ¿Cómo llegó a emplear la señora Maybury al matrimonio Phillips? ¿Puso un anuncio o los buscó a través de una agencia?

Las manos de Diana revoloteaban con nerviosismo. Las metió en los bolsillos de su chaqueta.

– Creo que Anne se ocupó de eso -explicó-. Tendrá que preguntarle a ella.

– Gracias. Ahora, sólo una cosa más. Cuando ayudó a limpiar la basura de la casa del hielo, ¿qué había exactamente allí dentro y qué hicieron con ello?

– Fue hace siglos -dijo incómodamente-. No puedo recordarlo. Nada fuera de lo común, simplemente basura.

Walsh la miró caviloso.

– Descríbame el interior de la casa del hielo, señora Goode -observó sus ojos, que buscaron rápidamente entre las fotografías de la mesa, pero él les había dado la vuelta a todos los planos generales cuando entró-. ¿Cómo es de grande? ¿Qué forma tiene la puerta? ¿De qué está hecho el suelo?

– No lo recuerdo.

Sonrió con una sonrisa lenta y satisfecha y a ella le recordó a un lobo disecado, seco como la madera, que una vez había visto, con dientes desnudos y ojos desorbitados de cristal.

– Gracias -dijo. Y le dio permiso para retirarse.

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