Diana encontró a Phoebe mirando las noticias de las diez en punto en el cuarto del televisor. Los colores de la pantalla parpadeaban y proporcionaban la única luz, y al jugar con las gafas de Phoebe, ocultaban sus ojos, dándole la apariencia de una mujer ciega. Diana encendió la lámpara de mesa.
– Luego tendrás dolor de cabeza -dijo, desplomándose en el asiento al lado de Phoebe y alargando la mano para acariciar su antebrazo suavemente moreno.
Phoebe enmudeció el volumen de la televisión con el mando a distancia que estaba sobre sus rodillas, pero dejó la imagen en marcha.
– Ya lo tengo -admitió cansadamente. Se quitó las gafas y se llevó un pañuelo a los ojos enrojecidos-. Lo siento.
– ¿Qué tienes?
– Lloriqueo. Creí haber perdido la costumbre.
Diana empujó un taburete hacia delante con los dedos de los pies y colocó sus pies en él cómodamente.
– Un buen llanto es uno de los pocos placeres que me quedan.
Phoebe sonrió.
– Pero no es muy útil -se metió el pañuelo en la manga y se volvió a poner las gafas.
– ¿Has comido algo?
– No tengo hambre. Molly dejó una cazuela en el horno si es que tú tienes.
– Mmmm…, me lo dijo antes de irse. Tampoco tengo hambre.
Se quedaron calladas.
– Es una maldita porquería, ¿verdad? -dijo Phoebe tras un rato.
– Me temo que sí.
Diana se quitó las sandalias de los pies y las dejó caer en el suelo.
– El inspector no es ningún tonto -dijo, manteniendo su tono de voz deliberadamente débil.
Phoebe habló duramente.
– Le odio. ¿Cuántos años dirías que tiene?
– Debe estar en sus últimos cincuenta.
– No ha envejecido mucho. Parecía un profesor genial hace diez años -lo consideró durante un momento-. Pero ése no es su tipo. Es cualquier cosa excepto genial. Es peligroso, Di. Por Dios, no lo olvides.
La otra mujer asintió.
– ¿Y su íncubo, el deportista Jack el Destripador? ¿Qué te pareció?
Phoebe se sorprendió como si la otra mujer hubiese mencionado una impertinencia.
– ¿El sargento? No habló demasiado. ¿Por qué lo preguntas?
Con movimientos rítmicos, como si estuviera acariciando un gato, Diana alisó la lana de la parte delantera de su chaqueta.
– Anne tiene ganas de pelearse con él y no estoy segura de por qué -miró especulativamente a Phoebe, que se encogió de hombros-. Está cometiendo un error. Le echó una mirada en el salón, lo etiquetó de «ignorante como un cerdo» y decidió tratarlo a patadas. ¡Maldita sea! -dijo con sentimiento-. ¿Por qué no puede aprender a transigir de vez en cuando? Nos llenará de mierda hasta el cuello si no tiene cuidado.
– ¿Todavía no han hablado con ella?
– No, le han dicho que hablarán mañana. Parecen tomárselo todo con mucha calma. Tenemos su permiso oficial para irnos a la cama.
Phoebe cerró los ojos y se apretó las sienes con sus largos dedos.
– ¿Qué te preguntaron?
Diana se retorció en su asiento para mirar a su amiga.
– Según lo que ambos insinuaron, exactamente lo mismo que a tí.
– Salvo que yo salí y me negué a contestar a sus preguntas -abrió los ojos y miró tristemente a la otra mujer-. Lo sé -dijo-. Fui muy tonta, pero me enfureció tanto… Es extraño, ¿no? Resistí horas de interrogatorio cuando David se fue. Esta vez, aguanté cinco minutos. Sentí que odiaba tanto a ese hombre que quería arrancarle los ojos. Y además, pude haberlo hecho.
Diana volvió a alargar la mano y tocó brevemente su brazo.
– No creo que sea extraño, cualquier psiquiatra te diría que la ira es una reacción normal ante la tensión nerviosa, pero seguramente es muy imprudente -hizo una mueca-. Anne dirá que yo he explotado, desde luego, pero mi punto de vista es que deberíamos ofrecerles toda la colaboración que podamos. Cuanto antes lo resuelvan y nos dejen en paz, mejor.
– Quieren interrogar a mis hijos.
– Lo sé y no creo que podamos evitarlo.
– Podría pedirle al psiquiatra de Jane que escribiera un informe aconsejando que no lo hicieran. ¿No les detendría eso?
– Durante uno o dos días, tal vez, antes de que consiguieran una orden para obtener una segunda opinión. Ésa la declararía capaz de contestar preguntas. Tú misma lo sabes, su propio psiquiatra declaró hace dieciocho meses que ya estaba bien.
– No para esto.
Phoebe dio masajes a sus sienes vigorosamente.
– Estoy asustada, Di. Realmente creo que ha conseguido borrarlo todo de su memoria. Si ahora la hacen recordar, Dios sabe qué pasará.
– Habla con Anne -dijo Diana-. Puede ser más objetiva que tú. Tal vez descubras que estás subestimando las fuerzas de Jane. Es tu hija, después de todo.
– ¿Quieres decir que yo soy menos capaz de ser objetiva?
«Ve con cuidado», se dijo Diana a sí misma.
– Quiero decir que habrá heredado el carácter severo de los Gallagher, no seas tonta.
– Estás olvidando a su padre. Por mucho que quiera fingir lo contrario, hay algo de David en cada uno de ellos.
– No era malo del todo, Pheeb.
A Phoebe se le llenaron los ojos de lágrimas incontrolablemente. Enojada, parpadeó para evitarlas.
– Pero lo era y lo sabes tan bien como yo. Se lo dijiste al inspector esta tarde y tenías razón. Estaba podrido hasta el corazón. Con el tiempo, si no nos hubiésemos librado de él, también nos habría corrompido a mí y a mis hijos. Lo intentó condenadamente bien y a conciencia -se quedó en silencio un instante-. Es lo único que guardo en contra de mis padres. Si no hubieran sido tan convencionales, jamás habría sido necesario que me hubiese casado con él. Podría haber tenido a Johnny y haberlo educado yo sola.
– Fue difícil para ellos.
«Pero estoy de acuerdo con ella -pensó Diana-. No hubo excusa alguna para lo que sus padres hicieron, de manera que ¿por qué estoy defendiéndolos?»
– Hicieron lo que creían que era correcto.
– Tenía diecisiete años, Dios mío -las uñas de Phoebe se clavaron profundamente en sus palmas-, más joven de lo que Jane es ahora. Consentí en casarme con un cabrón dos veces mayor que yo, sencillamente porque me había seducido y entonces, me quedé ahí parada y observé cómo se le recompensaba por ello. Por Dios -soltó-, me pone enferma pensar en el dinero que le sacó a mi padre.
«Entonces no pienses en ello -hubiera querido decir Diana-. Has intentado olvidarlos, pero hubo buenos momentos, momentos en que al principio Anne y yo te envidiábamos porque eras una mujer y nosotras todavía estudiantes, unas muchachas desgarbadas.»
En concreto, un fin de semana, aún permanecía vivo en su memoria, cuando David, a causa de algún loco capricho, las llevó a las tres de viaje de negocios a París. Había olvidado para qué empresa estaba trabajando, había habido tantas, pero nunca olvidaría aquel fin de semana. David, tan seguro, tan hábil en su elección de dónde ir y qué hacer, tan indiferente a la sensación de estar en el extranjero que producía todo aquello; Phoebe, embarazada de cuatro meses, su encantador rostro enmarcado por un magnífico sombrero de película, tan contenta de sí misma y de David, y Anne y Diana, de vacaciones a mediados de trimestre, en una fantasía de gente bella en lugares bellos. Y era fantasía, por supuesto, ya que la realidad de David Maybury era bestial, fea -Diana lo había descubierto por sí misma- y, sin embargo, por una vez, en París, habían conocido el hechizo.
Phoebe se levantó bruscamente, caminó hasta el televisor y lo apagó. Habló dándole la espalda a Diana.
– ¿Sabes lo que me mantuvo en pie para pasar por todas aquellas horas de interrogatorio policial la última vez? ¿Cómo conseguí permanecer serena a pesar de lo que se me acusaba? -se volvió y Diana vio que las lágrimas se habían detenido tan súbitamente como habían empezado a saltar-. Fue el alivio, el absoluto y maldito alivio de haberme librado de ese cabrón tan fácilmente.
Diana miró las cortinas. Hacía frío para una noche de agosto, pensó, y Phoebe debió haber dejado la ventana abierta.
– Lo que dices son tonterías -dijo firmemente-. Los últimos diez años han podrido tu cerebro. No hubo nada fácil en librarse de David. Por Dios, mujer, ha sido como un albatros alrededor de tu cuello desde el día en que te casaste con él, y todavía lo es -se abrigó aún más con la chaqueta-. Ojalá hubiesen encontrado algún cadáver en algún sitio que hubieses podido identificar.
– Si los cerdos volaran… -dijo meditando mientras ordenaba la habitación y daba puñetazos a los cojines fieramente para restablecer la ligereza de su mullido volumen.
Diana recogió una taza de café vacía y entró en la cocina.
– Están concentrando sus esfuerzos en la casa del hielo -anunció girándose. Abrió el grifo y lavó la taza-. Trabajan con la suposición de que nadie sabe dónde está -oyó el sonido de la ventana al ser cerrada en el cuarto de la televisión-. Si fuera tú, haría una lista de personas a quien tú, David o tus hijos se la hayáis enseñado. Estoy segura de que habrá muchos nombres.
Phoebe se rió amargamente y sacó un trozo de papel de su bolsillo.
– Me he estado devanando los sesos desde que salí de la biblioteca. Resultado: Peter y Emma Barnes, y no podría jurarlo.
– ¿Quieres decir los horribles hijos de los Dilys?
– Sí. Les dio por rondar por el jardín durante unas vacaciones de la escuela, buscando a Jonathan y a Jane. Estoy segura de que Dilys les incitó a hacerlo para trabar amistad con nosotros.
– Pero al principio debió haber otros niños, Pheeb.
– No, ni siquiera amigos del colegio. Jon estaba interno, recuerda, y nunca quería que viniesen sus amigos, y Jane nunca quiso tener amigos y punto. Fue culpa mía. Debí haberlos animado, pero las cosas eran muy difíciles; en verdad me alegré de que fueran tan poco sociables.
– ¿Y qué pasó con Peter y Emma?
– Se convirtió en algo desagradable. Emma no paraba de bajarse las bragas delante de Jonathan -negó con la cabeza en señal de desaprobación-. Fue más allá cuando él también empezó a bajarse los calzoncillos. Tenía nueve años -suspiró-. De todas maneras, como una tonta, se lo dije a David. Así que éste enseguida telefoneó a Dilys y le hinchó los oídos. La llamó puta vulgar y le dijo que «de tal madre, tal hija». Después de eso, nunca más volvieron por aquí, pero supongo que Jon debió enseñarles la casa del hielo antes de que se les prohibiera venir.
Diana soltó una risita culpable.
– Por una vez, seguramente David llevaba razón. Emma no ha mejorado mucho con el transcurso de los años, hay que reconocerlo.
– No tenía por qué hablar así a nadie -dijo fríamente Phoebe-. Dios sabe que no puedo soportar a esa mujer, pero Jon se estaba comportando tan mal como Emma. David ni siquiera le riñó nunca por ello. Creyó que era una diversión, dijo que Jon se estaba convirtiendo en un hombre. Podría haberlo matado por eso. Si alguien era vulgar, era David.
Diana estaba preocupada por el estado de ánimo de Phoebe. Había conocido su amargura antes, pero nunca con tanta profundidad de sentimientos por algo tan insignificante. Parecía como si los acontecimientos de la tarde hubiesen causado una brecha en sus defensas, resistentes durante tanto tiempo, y se hubiesen liberado las emociones reprimidas de hacía años. Vio los peligros de ello con demasiada claridad. Ella y Anne habían considerado a Jane como el punto flaco. ¿Estaban equivocadas? ¿No era Phoebe, después de todo, la más vulnerable?
– Estás cansada, vieja amiga -dijo con calma, entrelazando su brazo con el de la otra mujer-. Vayámonos a la cama y consultemos qué hacer con la almohada.
La cabeza de Phoebe se inclinó, agotada.
– Tengo un maldito dolor de cabeza tan horrible…
– Apenas me sorprende, dadas las circunstancias. Toma una aspirina. Serás una mujer nueva por la mañana.
Salieron cogidas del brazo por el pasillo.
– ¿Te interrogaron acerca de Fred y Molly? -preguntó Phoebe de pronto.
– Un poco.
– Oh, señor.
– No te preocupes.
Habían llegado a las escaleras. Diana le dio un beso y la soltó.
– Walsh también me pidió que describiera la casa del hielo -dijo con desgana.
– Ya te dije que era peligroso -dijo Phoebe, subiendo las escaleras.
Los pasos de Diana resonaban con fuerza en el silencio. La expresión «silencio sepulcral» apareció para perseguirla cuando se quitó los zapatos y fue andando de puntillas por el pasillo. Aflojó la puerta de Anne para abrirla y miró a través de ella. Anne estaba en el escritorio trabajando con su ordenador. Diana silbó discretamente para atraer su atención, entonces señaló hacia el techo. Juntas se deslizaron por las escaleras hasta el dormitorio de Anne.
Anne la siguió entrando detrás de ella, con los ojos radiantes de picardía y risa.
– Por Dios, Di, esto es tan impropio de tí. Siempre das tanta importancia a las apariencias. ¿Te das cuenta de que el lugar todavía está lleno de obscenidades?
– No seas idiota. Esta vez no es un juego, así que cierra la boca y escucha.
Empujó a Anne sobre la cama y se encaramó, con las piernas cruzadas, junto a ella. Mientras hablaba, sus manos trabajaban de manera nerviosa, moldeando y golpeando la suavidad del edredón.