Walsh estaba todavía curándose la nariz herida cuando McLoughlin regresó a la comisaría. Hacía mucho que había dejado de sangrar, pero se empeñaba en tapársela con su pañuelo manchado de sangre. McLoughlin, que no había sorprendido aquella parte de la conversación de Phoebe y Jonathan, lo miró con sorpresa.
– ¿Qué pasó?
– La señora Goode me golpeó, así que la detuve por agresión -dijo rencorosamente Walsh-. Enseguida se borró la sonrisa de su rostro.
McLoughlin se sentó.
– ¿Todavía está aquí?
– No, maldita sea. La señora Maybury la persuadió para que se disculpara y la dejé marchar con una advertencia. Malditas mujeres -dijo. Se metió el pañuelo en el bolsillo-. Tenemos algo respecto a los zapatos. El joven Gavin Williams encontró a un zapatero en East Deller que se dedica al oficio por poco dinero.
McLoughlin silbó.
– ¿Y?
– De Daniel Thompson, seguro. El viejo amigo toma nota de los remiendos, bendito sea. Escribe una descripción de los zapatos -en este caso, destacó especialmente que los cordones eran de distinto color-, anota lo que hay que hacer con ellos, el nombre del propietario y las fechas en que llegan y se los llevan. Thompson los recogió una semana antes de desaparecer -se tocó la nariz con ternura-. Las fechas concuerdan. No se le está poniendo muy bien la cosa a la señora Goode -se rió de su ocurrencia-. Si tan sólo encontráramos una persona que lo hubiese visto ir a Grange… -dejó que el pensamiento quedara en el aire mientras sacaba su pipa y empezaba a limpiarla con alegre laboriosidad-. ¿Imagina a la señorita Cattrell representando ese papel? Representó la pequeña farsa con su abogado para alejarnos de su amiga, y así asustó a la señora Goode al dejar que se enterara de lo mucho que sabía… -golpeó ligeramente la pipa contra su cabeza-. Y adiós señorita Cattrell.
– De ningún modo -dijo decididamente McLoughlin, observando cómo se ennegrecía de alquitrán la toallita de limpiar la pipa-. Pasé por el hospital de camino aquí. Ha vuelto en sí. He enviado a la policía Brownlow para que esté con ella.
– ¿Ya? ¿Habló con ella?
– Brevemente, antes de que una hermana me pusiera de patitas en la calle. Necesita dormir bastante, parece ser, antes de estar en condiciones de contestar preguntas.
– ¿Y bien? -inquirió bruscamente Walsh-. ¿Qué contó?
– No demasiado. Le falla la memoria -examinó sus uñas-. Sí, dijo que creyó oír algo fuera.
Walsh gruñó con recelo.
– Eso se ajusta a su versión perfectamente, ¿verdad?
McLoughlin se encogió de hombros.
– Se está equivocando, señor, y si no me hubiera atado las manos, ya lo habría demostrado.
Había maldad en la voz del hombre mayor.
– El equipo de Jones ha examinado el terreno dos veces y no ha encontrado nada.
– Entonces, déjeme echar un vistazo a mí. Estoy perdiendo el tiempo con el expediente de Maybury. Ninguna de las personas con las que he hablado hasta ahora sabía nada de su predilección por las niñas pequeñas. Jane parece ser la única. Es un callejón sin salida, señor.
Walsh tiró la sucia toallita con la que había limpiado su pipa a la papelera y miró molesto a su sargento con abierta antipatía. Aún le dolía que McLoughlin hubiera admitido haber estado intentando tomarle la delantera, aún le dolía, incluso más porque su dominio del caso era escaso. Sospechaba profundamente del hombre que tenía delante. ¿Qué era lo que McLoughlin sabía y él no? ¿Había encontrado la pauta?
– Seguirá con ese expediente hasta que haya hablado con todos los que conocían a Maybury -dijo con malos modales-. Es toda una nueva línea de investigación y quiero que se explore a fondo.
– ¿Por qué?
Las cejas de Walsh se unieron.
– ¿Qué quiere decir con esa pregunta?
– ¿Adónde nos conducirá?
– Al asesino de Maybury.
McLoughlin lo miró divertido.
– Ella le ha engañado, señor, y no hay nada que usted pueda hacer, maldita sea. Buscando entre las cenizas apagadas no conseguirá un procesamiento. Maybury aterrorizó a una niña, a su propia hija, y ahora está muerto. Yo supongo que está enterrado en alguna parte de ese jardín, posiblemente en uno de los arriates delante de la casa. Se cuida de ellos personalmente. Nunca deja que Fred los toque. Creo que usted tenía razón y que escondió el cadáver en la casa del hielo hasta que no hubo moros en la costa y dudo mucho que, diez años después, quede algo que podamos encontrar. Esos perros suyos son muy aficionados a los restos humanos.
Walsh se estiró los labios.
– Evito tener prejuicios acerca de este asunto. Webster todavía no me ha convencido de que el de la casa del hielo no sea Maybury.
El sargento McLoughlin emitió un bufido burlón.
– Hace un minuto, estaba convencido de que era Daniel Thompson. Por Dios, señor, enfréntese al hecho de que sí tiene prejuicios en todo este asunto. Resultado, todos nosotros estamos trabajando con una mano atada a la espalda -se inclinó-. No hay ninguna pauta o, por lo menos, no de la clase que usted está buscando. Está intentando forzar hechos no relacionados para que encajen y lo está convirtiendo todo en un lío.
El pánico de la indecisión se apoderó del estómago de Walsh. Era cierto, pensó. Había demasiada presión. Presión de su fuero interno, presión de los medios de información para obtener llamativos titulares, presión de arriba para encontrar soluciones rápidas. Y, en todo momento, la presión implacable de abajo a medida que los nuevos galanes, los jóvenes, desafiaban su puesto. Miró a McLoughlin furtivamente mientras llenaba de tabaco la cazoleta de la pipa. Le había gustado y había confiado en aquel diablo una vez, se recordó a sí mismo, cuando el pobre diablo estaba atado a una pesada esposa a quien le molestaban sus defectos.
– ¿Qué propone usted?
McLoughlin, que hacía tres noches que no había dormido nada, se restregó los ojos cansados.
– Vigilancia constante de Streech Grange. Diría que fueran turnos de un mínimo de dos personas. Otro registro a fondo de los jardines, pero concentrándonos cerca de la caseta del guarda. Y, finalmente, acabemos ya con Maybury y pongamos nuestro empeño en seguir la pista de Thompson.
– ¿Con la señora Goode como principal sospechosa?
McLoughlin meditó durante uno o dos minutos.
– No podemos ignorarla, naturalmente, pero no parece seguro.
Walsh se tocó su dolorida nariz con delicadeza.
– A mí me parece muy seguro, muchacho.
La señora Thompson los recibió con una mirada de martirio resignado y los hizo pasar a la habitación prístina carente de personalidad. McLoughlin tuvo la sensación de retroceder en el tiempo, como si los días que habían transcurrido no hubiesen pasado y estuviesen a punto de explorar la misma conversación, de la misma manera y con los mismos resultados. Walsh sacó los zapatos, que ya no estaban en la bolsa de politeno, pero que todavía tenían una fina capa de polvo allí donde se había intentado sacar huellas y se había fracasado. Los puso sobre una mesita de centro para que la mujer los viese.
– Dijo que no eran los zapatos de su marido, señora Thompson -la acusó ligeramente.
Sus manos revolotearon hacia la cruz de su pecho.
– ¿Lo dije? Pero por supuesto que son de Daniel.
Walsh suspiró.
– ¿Por qué nos dijo que no lo eran?
Tremendas lágrimas inundaron sus ojos y resbalaron como la llovizna por sus mejillas.
– El diablo me susurra al oído. -Manoseó con los dedos los botones de su blusa.
– Dame fuerza -murmuró Walsh.
McLoughlin se levantó bruscamente y se dirigió hacia una esquina donde estaba el teléfono.
– Tranquilícese, señora Thompson -ordenó con aspereza-. Si no lo hace, llamaré a una ambulancia y la llevarán al hospital.
Se arrellanó en su silla como si la hubiera abofeteado. Walsh frunció el ceño airadamente mirando al sargento.
– ¿Son éstos los zapatos que el señor Thompson llevaba puestos cuando desapareció? -le preguntó a la mujer amablemente.
La señora Thompson los examinó de cerca.
– No -dijo.
– ¿Está segura? El otro día nos dijo que sólo tenía un par de zapatos marrones y que los llevaba el día en que se fue.
Sus pestañas aletearon incontrolablemente.
– ¿Dije eso? -se quedó boquiabierta-. Qué extraño. Creo que no me encontraba muy bien la última vez que vinieron. A Daniel le encantaban los zapatos marrones. Pueden echar un vistazo en su armario si quieren. Tenía muchísimos pares -agitó la mano hacia la mesita-. No; éstos son los que Daniel le dio al vagabundo.
Walsh cerró los ojos. Su poco fundada sospecha contra Diana se estaba desintegrando.
– ¿Qué vagabundo? -inquirió.
– No le preguntamos cómo se llamaba -explicó-. Vino a pedir. Los zapatos estaban al pie de las escaleras y Daniel dijo que se los podía quedar.
– ¿Cuándo fue eso?
Sacó un pañuelo de encaje y se lo llevó a los ojos.
– El día antes de que se marchase. Lo recuerdo claramente. Daniel era un santo, sabe. A pesar de todos sus problemas, tenía tiempo para un pobre mendigo.
Walsh cogió unos papeles de su cartera y los hojeó rápidamente.
– Informó de la desaparición de su marido la noche del 25 de mayo -dijo-. Por lo tanto, ese vagabundo vino el día anterior, 24.
– Tuvo que ser así -dijo a través de sus lágrimas.
– ¿Qué hora era?
Parecía desamparada.
– Oh, no podría recordar eso. Era de día.
– ¿Por qué estaba su marido en casa si era de día, señora Thompson? -preguntó McLoughlin, mirando su agenda-. El 24 era un miércoles. ¿No debería haber estado en el trabajo?
La mujer puso mala cara.
– Su maldito negocio -dijo con rabia-. Todas sus preocupaciones venían de ahí. No era culpa suya, sabe. La gente esperaba demasiado de él. Se paró antes de rematarlo -admitió de manera poco convincente.
– ¿Puede hacerme una descripción de ese vagabundo? -preguntó Walsh.
– Oh, sí -dijo-. Él podrá ayudarles, estoy segura. Llevaba unos pantalones de color rosa y un sombrero viejo de color marrón -se detuvo a pensar-. Tenía unos sesenta años, creo, no tenía demasiado cabello y olía muy mal. Estaba muy borracho -hizo una pausa y una idea se le ocurrió de repente-. Pero ya lo deben haber encontrado -dijo-, si no, ¿cómo tendrían los zapatos?
Walsh los cogió y les dio la vuelta.
– Dijo que su marido no mantenía ninguna relación con las mujeres de Streech Grange; sin embargo, una de ellas, la señora Goode, invirtió dinero en su negocio.
Una sombra cruzó su rostro.
– No lo sabía.
– La señora Goode afirma haberla conocido -prosiguió Walsh.
Hubo un largo silencio.
– Probablemente. Sí, recuerdo haber hablado con alguien que se llamaba así en la calle, hace tres o cuatro meses. Daniel me dijo que era una cliente.
Un destello agudizó su mirada.
– Una mujer rubia descarada, vestida con exageración, con una mirada que decía: «Ven aquí».
– Sí -dijo Walsh, a quien la descripción le pareció estúpida pero divertida.
– Me telefoneó -dijo la señora Thompson, apretando los labios en señal de desaprobación-, quería saber dónde estaba Daniel. Le dije que se preocupara de sus asuntos -maniató al inspector con una feroz mirada de basilisco-. ¿Tuvo algo que ver con la desaparición de Daniel?
– Hemos estado examinando los libros de su marido -dijo locuazmente Walsh-. Nos dimos cuenta de las discrepancias que había. Nos desconcertó.
– No sabía que era una de ellas -se llevó el pañuelo a los ojos secos-. ¿Ahora me dicen que invirtió dinero en su empresa? -Las compuertas se abrieron y esta vez sus lágrimas eran de desolación real-. ¿Cómo pudo hacerlo? -sollozó-. ¿Cómo pudo? Son unas mujeres tan terribles…
Walsh miró a McLoughlin y se levantó.
– Ya nos vamos, señora Thompson. Gracias por su ayuda.
La mujer intentó sin éxito contener el torrente de lágrimas.
– ¿No ha pensado en irse por algún tiempo? -le preguntó McLoughlin.
La señora Thompson dio un suspiro largo y tembloroso.
– El vicario ha planeado unas vacaciones -dijo-. Me voy a un hotel a orillas del mar a finales de esta semana, sólo para descansar unos días. Aunque no me hará ningún bien, no sin Daniel.
McLoughlin parecía meditabundo al cerrar la puerta tras él.
El inspector jefe Walsh hizo rechinar los dientes con furia al pisar el embrague de su novísimo Rover y calarlo en seco.
– ¿Por qué parece tan alegre? Acabamos de perder nuestra única pista prometedora.
McLoughlin esperó hasta que el coche se empezó a mover.
– ¿Quién se ocupaba del caso al principio?
– Si se refiere a la desaparición de Thompson, Staley.
– ¿Investigó a fondo? ¿Comprobó las declaraciones de la señora Thompson?
– Lo comprobó todo. He examinado el expediente.
– ¿Ya sabe lo de nuestro cadáver?
– Sí.
– ¿Y no le ha hecho sospechar?
– No. La coartada de la señora Thompson es demasiado buena. Llevó a su marido a la estación de Winchester donde éste cogió un tren que iba a Londres. Varias personas recordaron haberlo visto durante el viaje y uno se acordó de haberlo visto en el andén de la estación de Waterloo. Después de dejarlo en Winchester, la señora Thompson fue directamente a la iglesia de East Deller donde participó en un ayuno de un día con otros miembros de la congregación. El santo Daniel debía encontrarse allí con ella a las seis al volver de Londres; a propósito, se suponía que tenía que ir a Londres para conseguir un préstamo para mantener el negocio a flote. Nunca regresó. A las diez, la esposa del vicario llevó a la señora Thompson a casa, a Larkfield, y esperó con ella mientras telefoneaba a la oficina, a amigos y conocidos. Casi a medianoche, la mujer del vicario telefoneó a la policía y se quedó con ella, que para entonces ya estaba bastante histérica, aquella noche así como la mayor parte del día siguiente. A Daniel no se le ha vuelto a ver desde que se bajó del tren en Londres.
– Pero su coartada sólo es buena para el día 25 y el 26. ¿Y suponiendo que regresara más tarde?
Walsh maniobró y se incorporó al tráfico de una rotonda.
– Pero ¿por qué regresaría, si había llegado al extremo de largarse en primer lugar? Staley cree que planeó matar dos pájaros de un tiro: quitarse de encima a su horrible mujer y eludir la quiebra. Fue al meadero de la estación de Waterloo, le dio la vuelta a su gabardina, se puso un bigote falso y se fue, llevándose cierta cantidad de dinero del negocio que había conseguido ocultar con intención de utilizarlo en el futuro. Por si sirve de algo, el ayudante de Thompson en la empresa de radiadores dijo que no le sorprendió lo más mínimo que se largara, sólo se preguntaba por qué había tardado tanto. Según él, Thompson no tenía cojones y aún menos valor, y desde el momento en que las cosas empezaron a ponerse difíciles, parecía que estaba a punto de echar a correr.
McLoughlin se escarbaba en una uña.
– Y usted debió creer que tenía una buena razón para volver, señor. De lo contrario, ¿cómo podría haberlo matado la señora Goode?
– Sí, bien, la señora Goode es mucho más atractiva, maldita sea, que la estúpida zorra que acabamos de ver. Me pareció posible que representase su desaparición para añadir una atractiva rubia a su parte del botín.
– ¿Pero cuando apareció en el umbral de su puerta, la señora Goode, que tenía 10.000 libras menos, descubrió que no le gustaba tanto como ella creía y le clavó un cuchillo?
– Algo así.
McLoughlin se rió a carcajadas.
– Lo siento, señor -se concentró por un momento-. Los Thompson no tienen hijos, ¿verdad?
– No.
– Bien, supongamos que una mujer ha estado casada con un hombre durante treinta y pico años. Él ha sido la única cosa que le ha importado de su existencia y, de pronto, la abandona. -Hizo una pausa para pensar más allá.
– Siga.
– Necesitaré pensarlo bien, pero la idea es más o menos ésta. Daniel se larga porque el negocio ha caído en picado y no puede arreglárselas. Anda rodando por Londres durante algún tiempo, pero descubre que vivir de su ingenio es peor que afrontar las consecuencias en casa, así que regresa. Entretanto, la señora Thompson ha descubierto, porque la señora Goode telefonea y le dice que se suponía que Daniel tenía que ir a Streech Grange, que su marido ha estado viendo a otra mujer, peor todavía, a una mujer impregnada de pecado. Ya tiene los nervios de punta y esto la desquicia del todo. Recuerde que es una fanática religiosa, su matrimonio ha sido una farsa y ha tenido muchos días para sentarse y darle vueltas en la cabeza. ¿Y qué es lo que hace cuando Daniel llega a casa inesperadamente?
– Sí -recapacitó Walsh-. Eso suena bastante bien. ¿Pero cómo llevó el cadáver a la casa del hielo?
– No lo sé. Quizá le persuadió para ir allí cuando estaba vivo. Pero es completamente lógico que ella dejara el cadáver en algún sitio de Streech Grange, el escenario del pecado de Daniel, y es lógico que lo desnudara y lo descuartizara para que pensáramos que se trataba de David Maybury. Lo consideraría como un castigo justo a esas perversas mujeres, lo más probable es que creyera que todas lo eran. Pues habían arruinado su vida. ¿Tenemos un seguimiento de ese informe sobre alguien que lloraba cerca de las casas de la granja Grange?
– Sí, pero no es muy útil. Ambos grupos de ocupantes de la casa coincidieron en que era después de medianoche porque estaban en la cama y ambos estuvieron de acuerdo con que sucedió durante esa ola de calor que abarcó la última semana de mayo y las dos primeras de junio. Elija lo que más le guste.
– Demasido oscuro. Necesitamos determinar fechas. ¿Registró Staley la casa de los Thompson?
– Dos veces, la noche de su desaparición y, por segunda vez, unas dos semanas más tarde.
McLoughlin frunció el ceño.
– ¿Por qué motivo la segunda vez?
– Bueno, eso es interesante. Obtuvo una información anónima de que la señora Thompson había perdido la chaveta, había hecho una carnicería con Daniel y lo había escondido debajo de las tablas del entarimado de su casa. Se presentó en la casa un día como llovido del cielo, ya habían pasado un par de semanas y era junio, y la registró con una lupa. No encontró nada excepto una mujercita hambrienta de sexo que no dejaba de perseguirlo de una habitación a otra y de hacerle insinuaciones. Está convencido de que fue la propia señora Thompson quien le hizo llegar tal información.
– ¿Por qué?
Walsh se rió entre dientes.
– Cree que él le gusta.
– Quizá le remordía la conciencia.
Walsh subió el coche al bordillo fuera de la comisaría de policía.
– Todo eso está muy bien, Andy, pero ¿dónde encajan esos malditos zapatos? Si Daniel los llevaba puestos, ¿por qué los dejó su mujer en los jardines? Y si no los llevaba, ¿cómo llegaron allí?
– Sí -razonó McLoughlin-. Me he estado preguntado eso. No puedo evitar sentir que está diciendo la verdad acerca de los zapatos. Tuvo que haber un vagabundo, ya sabe. La descripción fue demasiado buena y concuerda con la de Nick Robinson. Recuerdo los pantalones de color rosa -hizo una pausa y alzó una ceja interrogativa-. Podría intentar localizarlo.
– Una pérdida de tiempo -murmuró Walsh-. Aunque lo encontrara, ¿qué podría decirle?
– Si la señora Thompson está mintiendo o no.
– ¡Hummm…! -Walsh encorvó la espalda sobre el volante-. Se me ha ocurrido una idea horrible.
– Parecía mareado.
McLoughlin lo miró.
– No supondrá que esas malditas mujeres tenían razón desde el principio, ¿verdad? ¿No supondrá que ese desgraciado vagabundo se metió en la casa del hielo y tuvo un ataque al corazón?
– ¿Y qué les pasó a sus pantalones de color rosa?
La cara de Walsh se despejó.
– Sí, sí, claro. Bien, entonces, vea si puede encontrarlo.
– Tendré que dejar el expediente de Maybury.
– Temporalmente -gruñó Walsh.
– Y quiero llevar un equipo para registrar los jardines de Streech otra vez -vio nubarrones de tormenta que se acumulaban en el rostro del inspector-. Con objeto de relacionar a la señora Thompson con la casa del hielo -acabó la frase desapasionadamente.
Elizabeth estaba de pie en su posición favorita, junto al ancho ventanal de la habitación de su madre, observando cómo se prolongaban las sombras en la terraza. Se preguntaba cuántas veces había estado en aquella posición precisamente en aquel lugar, contemplando la vista.
– Tendré que regresar -dijo por fin-. No me reservarán el puesto de trabajo indefinidamente.
– ¿No te deben vacaciones? -preguntó Diana, contenta de que el silencio se hubiese roto finalmente.
– No me quedan días disponibles. Me voy dos semanas a Estados Unidos a finales de septiembre. Por eso no dispongo de más días -se volvió-. Lo siento, mamá.
Diana negó con la cabeza.
– No tienes por qué sentirlo. ¿Irás a ver a tu padre?
Elizabeth asintió.
– Hace tres años que no lo veo -se excusó- y el vuelo ya está reservado.
¡Qué cúmulo de desavenencia se extendía entre ellas!, pensó Diana, y todo porque encontraban muy difícil hablarse. Cuando recordaba los años que habían pasado, se daba cuenta de que sus conversaciones habían sido amables pero prudentes, sin tocar nada que pudiese turbarlas. En cierto modo, Phoebe había tenido suerte. No había habido división de lealtades en sus hijos, ni amor persistente hacia su padre, ni necesidad de que Phoebe justificara por qué los había abandonado.
– ¿Quieres tomar algo? -preguntó a su hija dirigiéndose al armario de caoba.
– ¿Y tú?, ¿vas a tomar algo?
– Sí.
– Está bien. Una tónica con ginebra.
Diana sirvió las bebidas y llevó los vasos a la ventana.
– Salud -se encaramó en el respaldo de un sillón y contempló la terraza con su hija. Era más fácil, en general, no mirarla-. Durante años, fuí incapaz de pensar en tu padre sin enfadarme. Cuando llegaban sus cartas para tí y veía su escritura, solía ponerme tan nerviosa que me dolía la mandíbula durante horas. No dejaba de preguntarme qué tenía Miranda que yo no tuviese -se rió un poco-. Entonces fue cuando entendí qué significaba «rechinarle a uno los dientes» -hizo una pausa-. Me costó bastante, pero lo he superado. Ahora intento recordar los buenos tiempos. ¿Es guapa? Nunca la conocí, ya sabes.
Las travesuras de un gorrión en las baldosas de fuera captaron la atención de Elizabeth, como si su personita estuviese a punto de proporcionar una solución a los misterios del universo.
– No fue del todo culpa suya -dijo defendiéndole.
– No, no lo fue. De hecho, en muchos aspectos fue más culpa mía. Lo daba por supuesto. Supuse que era el tipo de hombre que podía arreglárselas con una mujer que trabajaba, pero no lo era. Sobre todo, no le gustaba competir conmigo como compañera de negocios. No le culpo. No podía evitarlo, como yo no pude evitar el desear una carrera después de que nacieras. La verdad es que nunca nos tendríamos que haber casado. Éramos demasiado jóvenes y ninguno de nosotros sabía qué estábamos haciendo. Phoebe cree lo mismo en su caso. Se casó con David porque estaba embarazada de Jonathan y el decoro de las clases medias hace veinte años exigía que se casaran. Me casé con tu padre por casi las mismas razones. Quería ir a Estados Unidos con él y mis padres no consintieron que fuera con él como amante, no querían ni oír hablar de ir como su amante -suspiró-. Dios sabe, Lizzie, que todos hemos vivido para lamentarlo. Echamos a perder nuestras vidas porque no tuvimos el valor de hacer mangas y capirotes con las convenciones.
La muchacha miró fijamente el gorrión.
– Si lamentas haberte casado, ¿también lamentas sus consecuencias?
– ¿Quieres decir que si lamento haberte tenido a tí?
– Por supuesto -replicó furiosamente-. Las dos cosas están bastante relacionadas, ¿no crees? -El dolor se había clavado en lo más profundo de su ser.
Diana buscó con cuidado las palabras correctas.
– Cuando naciste, solía volverme loca cuando la gente me preguntaba: «¿A quién se parece? ¿Se parece a tí o a Steven?». Siempre respondía lo mismo: «A ninguno de los dos». No podía entender por qué necesitaban atarte a uno u otro de nosotros. Para mí, desde el momento en que respiraste, fuiste un individuo con tu propia personalidad, tu propio aspecto, tu propia manera de hacer las cosas. Te quiero porque eres mi hija y hemos crecido juntas, pero en realidad, hay mucho más que eso, me gustas. Me gusta Elizabeth Goode -quitó una mota de polvo de la manga de la joven, que colgaba sobre el sillón que estaba a su lado-. Existes por derecho propio. No eres una consecuencia de mi matrimonio.
– Pero lo soy -gritó la muchacha-. ¿No lo ves? Soy lo que tú y papá habéis hecho de mí.
Diana la miró.
– No; ya eras revoltosa recién nacida. Tuve que empezar a darte comida sólida cuando tenías unas ocho semanas porque no dejabas de pedir comida. Steven siempre te llamaba «el pañal despótico» porque nos tenías bien sometidos a una disciplina. ¿Qué es lo que ahora te hace pensar que naciste sin personalidad y que te tuvieron que moldear dos personas inexpertas? Dios sabe que el futuro te prepara una sorpresa si crees que los recién nacidos no tienen su propia manera de ser.
Elizabeth sonrió.
– Sabes qué quiero decir.
– Sí -concedió su madre-, sé qué quieres decir -se quedó en silencio durante un momento-. La verdad es que debería haber reflexionado sobre esto antes. Por una parte, yo misma me he estado dando palmadas en la espalda por tener una hija decidida, independiente, aunque sea un poco obstinada; por otra, te he estado regañando para que no cometas mis errores -sonrió tristemente-. Lo siento, cariño. Es una actitud inconsistente.
– Phoebe es igual -dijo Elizabeth-. Debe ser una debilidad maternal común.
Diana se rió.
– ¿Qué es lo que hace Phoebe?
– ¿No te has fijado? Cada vez que Jonathan toma algo de beber, discretamente marca el nivel de la botella con un rotulador. Cree que él nunca se ha dado cuenta.
– Bueno, pues no me he fijado -dijo Diana, un poco sorprendida-. ¡Qué extraordinario! ¿Por qué lo hace?
– Porque su padre bebía demasiado. Vigila como un halcón para asegurarse de que Jonathan no haga lo mismo.
«Dios, y no puedo culparla», pensó Diana, y sin embargo, qué ridículas parecían sus acciones cuando se consideraban objetivamente.
– ¿Lo comprende Jonathan? -preguntó con curiosidad.
– Creo que sí.
– ¿Tú lo comprendes?
– Sí, pero eso no significa que tú o Phoebe tengáis razón. Mi punto de vista es que ambas os estáis armando un lío acerca de algo que puede que nunca suceda.
– Brindaré por eso -dijo Diana, haciendo tintinear su copa con la de su hija, pero aunque esperaba que aquel nuevo y frágil acuerdo condujera a confidencias, estaba decepcionada. Elizabeth había guardado un secreto demasiado tiempo para expresarlo libremente en unos principios tan tenues.
– Sí que es guapa -dijo inesperadamente Elizabeth-. Muy diferente a tí. Es baja y algo regordeta y siempre lleva faldas con peto. Cocina muy bien. Papá ha engordado unos doce kilos desde que se casó -sonrió-. Ya no puede abrocharse las camisas, o no podía hace tres años.
«Dios mío -pensó Diana-, o sea que era eso lo que quería.» Recordó al joven delgado con quien se casó, apuesto, de aspecto cadavérico, que se vestía con ropa de diseño, y se rió entre dientes.
– Pobre Steven.
– Es muy feliz -protestó su hija, rápida en captar una crítica.
Diana levantó las manos en señal de rendición burlona.
– Estoy segura de que lo es. Y muy contenta por él -dijo. Y lo estaba.
– Supongo que tendré que preguntar a la policía si puedo volver a Londres -aventuró Elizabeth momentos más tarde.
– ¿Cuándo quieres irte?
– Mañana, después de comer. Jon dijo que me llevaría en coche a la estación.
– Se lo preguntaremos a Walsh por la mañana -dijo Diana-. Seguro que estará aquí temprano, radiante, para pegarme en los nudillos por mi mala conducta de esta tarde.
– Oh, mamá -la riñó Elizabeth, como si estuviera hablando a una niña-, tendrás cuidado, ¿lo tendrás? Tienes un temperamento tan fuerte cuando te enfadas. Para ser franca, creo que has tenido una maldita suerte por haberte escapado casi indemne.
– Sí -dijo dócilmente Diana, maravillándose de lo rápidamente que se invertían los papeles.
Elizabeth apretó los labios.
– Jon se peleó hoy -anunció de modo sorprendente-, pero no se lo digas a Phoebe. Le dará un ataque.
– ¿Dónde?
– En Silverbone. Unos gamberros lo reconocieron por esa foto del periódico local, la que le hicieron fuera del hospital la noche en que atacaron a Anne. Le llamaron chulo putas, así que le cascó a uno en el ojo y puso pies en polvorosa -sonrió-. Me impresionó cuando me lo explicó. No creía que fuese capaz de eso.
Diana se acordó de David Maybury. Jonathan era perfectamente capaz.