El inspector jefe Walsh reunió a sus hombres a su alrededor en el camino de acceso a Grange y los dividió en cuatro grupos. Tres de ellos para examinar la finca y un cuarto grupo para registrar a fondo las dependencias que había detrás de la cocina, el garaje, los invernaderos y las bodegas. Robinson había salido de la casa para unirse a ellos.
– ¿Qué es lo que estamos buscando, señor? -quiso saber un hombre.
Walsh entregó unas hojas mecanografiadas a los grupos.
– Lean estas indicaciones, luego utilicen el sentido común. Si alguien de aquí está relacionado con este asesinato, no les va a ofrecer ningún regalo de su implicación, de manera que no pierdan la cabeza y mantengan los ojos abiertos. Los hechos importantes que debemos recordar son éstos; uno, nuestro hombre murió aproximadamente hace diez semanas; dos, fue apuñalado; tres, le quitaron la ropa y la dentadura; cuatro, y lo más importante, sería de gran ayuda saber quién demonios era. La decisión está entre David Maybury y Daniel Thompson, y hay una breve descripción de ambos en esas páginas -hizo una pausa para dejar que sus hombres leyesen las descripciones-. Observarán que por lo que se refiere a altura, color y número de zapatos, los dos se parecen, pero recuerden, por favor, que Maybury habría envejecido diez años desde que se escribió la descripción. Yo dirigiré el registro en casa de la señora Maybury, McLoughlin se encargará del ala de la señorita Cattrell, Jones de la parte de la señora Goode y Robinson será el cerebro de las otras dependencias. Si alguien encuentra algo, que me avise inmediatamente.
Con una sensación de desgana, McLoughlin se presentó con sus hombres ante la puerta de Anne y llamó al timbre. El relato que Nick Robinson balbuceó acerca de su charla con ella, había accionado un martinete que golpeaba en su cabeza.
– Se le cruzaron los cables ahí, amigo -le había dicho Nick en voz baja al oído-. Si me dieran la mitad de una oportunidad, yo mismo probaría suerte con ella. Siempre dicen que los listos son los menos inhibidos.
McLoughlin, sediento de alcohol, tocó con la punta de sus rígidos dedos la tripa llena de cerveza de su compañero y escuchó la satisfactoria expulsión de aire.
– Quiere decir que le clavan a uno un cuchillo en las costillas cuando la representación es fatal -siseó en la cara del otro hombre.
Robinson le propinó un golpe directo y se rió entre dientes mientras tomaba aliento profundamente.
– No lo sabría. Nunca tengo ese problema.
McLoughlin intentó recordar una época en que su cabeza no le había dolido, cuando los postigos permanecían abiertos en su mente y cuando no se sentía mareado. Sus sentimientos oscilaban violentamente entre una intensa aversión hacia Anne, unida a la seguridad de que ella era responsable del cadáver mutilado encontrado en la casa del hielo, y una ardiente vergüenza provocaba que el sudor manase debajo de sus axilas cada vez que recordaba su comportamiento de aquella mañana. Apretó su puño hasta que los nudillos brillaron de color blanco.
– ¿Y por qué dijo que era lesbiana?
Vigilando con recelo el puño, Nick Robinson retrocedió uno o dos pasos.
– Afirma que no lo hizo. Afróntelo, Andy, cree que es un imbécil presumido, así que se cachondeó de usted.
«Y además -pensó Robison- le hará bien.» Le gustaba McLoughlin, no tenía ninguna razón para sentir lo contrario, pero aquel hombre se creía que era superior a ellos y por eso, el abandono de su mujer había sido tan duro. Lo gracioso era que en la comisaría lo sabían hacía días, desde que Jack Booth le descubrió el pastel a Bob Rogers, pero habían esperado discretamente a que lo explicara el propio McLoughlin. Nunca lo hizo. Durante dos semanas, había llegado cada mañana con una feroz resaca e historias sin ilación acerca de lo que Kelly había dicho o hecho la noche anterior. Sólo su orgullo estaba herido, todos lo sabían, pero eso no duraría mucho tiempo, ya que las mujeres policía hacían cola para meterse entre sus sábanas. El dinero inteligente apostaba por la policía Brownlow. Y para Nick, gordo, prematuramente calvo y con su predilección por la policía Brownlow, la indiferencia de Anne hacia McLoughlin había sido un bálsamo tranquilizador.
Anne abrió la puerta y les hizo un gesto para que pasaran. McLoughlin sacó la orden de registro de su cartera y se la dio. Ella la leyó atentamente antes de devolvérsela, encogiéndose de hombros. No había ningún cambio en su modo de dirigirse a él, ningún indicio hacia él o hacia sus colegas de que se había pasado de la raya más allá de la cual el comportamiento se censura.
– Adelante -dijo, moviendo la cabeza hacia las escaleras que conducían a las habitaciones de arriba-. Estaré en mi estudio si desea verme -volvió a su escritorio del cuarto iluminado por el sol. I Can't Get No Satisfaction vibraba en los amplificadores.
El cuarto de los invitados no reveló nada. McLoughlin dudaba que se hubiese utilizado durante meses o incluso años. Había una depresión en el cubrecama de una de las camas gemelas, que significaba que Benson o Hedges habían encontrado un refugio cómodo allí, pero ninguna señal de presencia humana. Se trasladaron a su dormitorio.
– No está mal -dijo uno de los hombres con aprobación-. Mi mujer acaba de pagar una fortuna por adornos rosas, melanina blanca y espejos. Ahora no se puede entrar en la maldita habitación. Apuesto a que podríamos haber hecho algo como esto por la mitad de precio -pasó la mano por encima de una cómoda baja de roble.
El cuarto daba la impresión de espacio porque contenía muy poco: sólo la cómoda, una delicada silla de mimbre y una cama de matrimonio baja con un montón de almohadas y un edredón de color verde botella. En el hueco de una esquina había un armario empotrado. Una moqueta blanca se extendía hasta el infinito, pues no existía ninguna línea que indicase dónde acababa la moqueta y empezaba el zócalo. En primer plano, el enorme colorido de flores espléndidas contra el fondo negro como el azabache formaba cual si avanzara una banda brillante alrededor de las paredes blancas. La habitación tanto estimulaba la vista como la relajaba.
– Ustedes dos registren la cómoda y el armario -dijo McLoughlin-. Yo echaré un vistazo en el cuarto de aseo -se retiró, agradecido, a la normalidad de un cuarto de baño de color rosa pálido, pero no encontró nada excepcional, a menos que dos botes de espuma de afeitar, un paquete de maquinillas de afeitar desechables y tres cepillos de dientes pudiesen considerarse posesiones extrañas en una soltera. Cuando se volvió hacia la puerta, vio un movimiento detrás de él por el rabillo del ojo. Se dio la vuelta bruscamente, el corazón luchando como si fuera un ser vivo en su boca, y apenas se reconoció a sí mismo en el hombre ojeroso y enojado del espejo que lo miraba fijamente. Abrió el grifo y se mojó la cara con agua; se la secó con una toalla que olía a rosas. El dolor de cabeza era insoportable. Estaba en guerra consigo mismo y el esfuerzo por intentar mantener las dos partes opuestas juntas, lo estaba destruyendo. No tenía nada que ver con Kelly. El pensamiento, espontáneo, le sorprendió. Estaba en su interior y había estado en su fuero interno durante mucho tiempo, una rabia a punto de estallar que no podía ni dirigir ni controlar, pero que la marcha de Kelly había alimentado.
Fue al dormitorio.
– Aquí hay algo, sargento -dijo el detective Friar. Estaba en la cama, recostado contra las almohadas en una postura que evocaba de manera absurda a la Olympia de Manet. Sostenía un librito encuadernado en cuero en una mano y estaba riéndose de él-. Por Dios, es obsceno.
– Fuera -dijo McLoughlin, sacudiendo la cabeza. Observó al hombre deslizar los pies hasta el suelo a regañadientes-. ¿Qué es?
– Su diario. Escuche esto. «No puedo mirar un pene en un condón, después de la eyaculación, sin reírme. Me transporta inmediatamente a mi infancia y los tiempos en que el dedo de mi padre se volvió portador de gérmenes infecciosos. Construyó un dedil de politeno ("para vigilar la mierda") y nos reunió a mi madre y a mí para presenciar el emocionante climax del momento en que el dedo, después de estrujarlo mucho, explotaba. Fue un acontecimiento divertido.» Jesús, ¡es asqueroso! -apartó el libro, poniéndolo fuera del alcance de McLoughlin-. Y ésta, escuche ésta -pasó una página-. «Hoy Phoebe y Diana tomaron el sol desnudas en la terraza. Podría haber estado mirándolas durante horas, estaban tan hermosas…» -sonrió abiertamente-. Esa mujer es una sucia mierdecilla, ¿no? Me pregunto si las otras dos saben que es una mirona -levantó los ojos y se sorprendió al ver la expresión de rechazo en el rostro de McLoughlin. La tomó por mojigatería-. Estaba leyendo las anotaciones de finales de mayo, principios de junio -dijo-. Eche un vistazo a los días dos y tres de junio.
McLoughlin pasó las páginas. Su escritura era negra y fuerte y no siempre legible. Encontró el sábado dos de junio. Había escrito: «He mirado en la tumba y la eternidad me asusta. Soñé que había conciencia tras la muerte. Flotaba en una inmensa oscuridad, incapaz de hablar o de moverme, pero sabiendo (esta palabra estaba subrayada tres veces) que me habían abandonado para existir por siempre sin amor y sin esperanza. Sólo podía anhelar y el dolor de mi anhelo era terrible. Dejaré la luz encendida esta noche. De momento, la oscuridad me asusta». Siguió leyendo. Día tres de junio: «Pobre Di. "La conciencia hace cobardes a todos nosotros." ¿Debería habérselo dicho?». Día cuatro de junio: «P. es un misterio. Me dice que jode con cincuenta mujeres al año y lo creo, sin embargo, sigue siendo el amante más considerado. ¿Por qué, cuando puede permitirse no preocuparse por las mujeres?».
McLoughlin cerró de golpe el diario en sus palmas.
– ¿Algo más? ¿Algo en su ropa?
Los dos hombres negaron con la cabeza.
– Empezaremos con la sala de estar.
Anne levantó los ojos cuando entraron. Vio el diario en la mano de McLoughlin y un color pálido bañó sus mejillas. «Maldita sea -pensó-. ¿Por qué, entre todas las cosas, había olvidado aquello?»
– ¿Es eso necesario? -le preguntó.
– Me temo que sí, señorita Cattrell.
Los Stones tocaron el acorde final que se sostuvo como una vibración en el aire antes de desvanecerse en el silencio.
– No hay nada en él -dijo-. Nada que les pueda ayudar, al menos.
El detective policía Friar susurró algo al oído de su colega, en voz suficientemente alta para que McLoughlin lo oyera.
– ¡Demonios no hay nada! ¡Está repleto de jodida información!
No estaba preparado para el súbito agarrón de los dedos de McLoughlin por debajo de la parte superior del brazo. Se hincaron en su tierna carne como pasadores de hierro, como si excavaran, exploraran, implacables en su perversidad. Bastante inconscientemente, a McLoughlin le había recordado a Jack Booth.
Un poco más alto que Friar, McLoughlin le sonrió amablemente. Su voz, rizándose cariñosamente al pronunciar la lengua vernácula de los escoceses, murmuró suave y dulcemente:
«Asqueroso bichejo, maldita criatura,
detestada y rechazada por santos y pecadores,
¡cómo te atreves a poner tus patas encima de ella, una dama tan fina!
Ve a otro sitio y busca tu cena en algún pobre individuo»
No había emoción alguna en su rostro oscuro, pero sus nudillos palidecieron.
– ¿Reconoce eso, Friar?
El detective se liberó con gran esfuerzo y se frotó el brazo. Parecía profundamente asustado.
– Basta ya, sargento -murmuró incómodamente-. No entendí ni una puñetera palabra -miró al otro policía buscando apoyo, pero Jansen estaba mirando fijamente sus pies. Era nuevo en Silverbone y Andy McLoughlin le hacía cagarse de miedo.
McLoughlin colocó su cartera sobre un extremo del escritorio de Anne y la abrió.
– Es de un poema de Robert Burns -le dijo afablemente a Friar-. Se titula A un piojo. Ahora, señorita Cattrell -continuó, volviendo su atención hacia ella-, se trata de la investigación de un asesinato. Su diario nos ayudará a comprobar sus movimientos durante los últimos meses -sacó un bloc de recibos y escribió en el primero-. Se le devolverá en cuanto hayamos acabado con él -arrancó el pedazo de papel, se lo alargó y, por un breve instante, sus ojos estudiaron los de ella y vio risa en ellos. Una ola de cordialidad chocó contra él envolviendo la soledad helada de su corazón. Anne inclinó la cabeza para examinar el recibo y la mirada de McLoughlin fue atraída por los suaves rizos de alrededor de su nuca; eran como diminutos signos de interrogación que le plantearon tantos problemas como ella misma. Deseó tocarlos.
– No apunto mis movimientos en ese diario -le dijo tras un instante-, sólo mis pensamientos -levantó los ojos y sus ojos todavía se reían-. Es puramente pasajero, sargento, sólo ideas fijas en mi cabeza. Temo que cenará, pero poco en un lugar como éste.
McLoughlin sonrió. Burns había escrito el poema después de ver un piojo en la toca de una dama en la iglesia.
– Ahora habla como yo, señorita Cattrell, con perfecto acento escocés. Hiere mi oído con su enrevesado sonido.
Anne se rió estrepitosamente y McLoughlin enganchó una silla con su pie y la arrastró hacia él para sentarse. Era una cara tan pequeñita, pensó, y tan expresiva… ¿Demasiado expresiva? ¿Aparecía en ella la tristeza tan fácilmente como la risa?
– Apuntó algunos pensamientos interesantes en su diario el día dos de junio. Escribió -imaginó la página escrita en su mente-: «He mirado en la tumba y la eternidad me asusta». -La observó atentamente-. ¿Por qué escribió eso, señorita Cattrell, y por qué lo escribió entonces?
– Por ningún motivo. A menudo escribo sobre la muerte.
– ¿Acaso acababa de ver el interior de una tumba?
– No.
– ¿Le asusta la muerte?
– Ni lo más mínimo. Me molesta.
– ¿De qué manera?
Sus ojos se divertían. Siempre la traicionarían, pensó McLoughlin.
– Porque nunca sabré qué pasó después. Quiero leer todo el libro, no sólo el primer capítulo. ¿Usted no?
«Sí -pensó-, yo también.»
– Sin embargo, la temía a principios de junio. ¿Por qué en este día en particular?
– No lo recuerdo.
– «Soñé que había conciencia tras la muerte.» -Apuntó-. Seguía diciendo que dejaría la luz encendida aquella noche porque la oscuridad la asustaba.
Anne recordó.
– Tuve un sueño y mis sueños son muy reales. Aquél fue especialmente vivo. Me desperté temprano, cuando todavía era oscuro, y no podía pensar dónde estaba. Creí que el sueño era cierto -se encogió de hombros-. Eso es lo que me asustó.
– El día tres de junio le dijo algo a la señora Goode, algo que preocupó su conciencia. ¿Qué fue?
– ¿De veras hice eso?
McLoughlin abrió el diario y le leyó el extracto. Ella negó con la cabeza.
– Seguramente fue algo trivial. Di tiene una conciencia muy sensible.
– Tal vez -sugirió él-, ¿decidió explicarle lo del cadáver que había encontrado en la casa del hielo?
– No, por supuesto que no fue eso -sus ojos bailaron con mala intención-. Lo recordaría.
McLoughlin se quedó en silencio durante un instante.
– Dígame por qué no siente lástima de ese desgraciado de ahí fuera, señorita Cattrell.
Se volvió para buscar un cigarrillo.
– Sí siento lástima de él.
– ¿Ah sí? -cogió el encendedor de Anne, lo encendió y le acercó la llama-. Nunca lo dijo. Ni tampoco la señora Maybury o la señora Goode. No es normal. La mayoría de la gente habría expresado compasión, habría exclamado: «¡Pobre hombre!», como mínimo gesto de pena. La única emoción que todas ustedes han demostrado hasta ahora es la irritación.
Era verdad, pensó Anne. Qué estúpidas habían sido.
– Nos ahorramos la compasión para nosotras -le dijo fríamente-. La compasión es un ser frágil. Muere con el primer amago de escarcha. Tendría que vivir en Streech Grange para entender eso.
– Me deprime. Suponía que la compasión era una de sus musas -extendió las manos sobre el escritorio, luego se levantó-. Hubiese sentido lástima de un desconocido, creo. Pero lo conocía y no le gustaba, ¿verdad? -su silla chirrió al deslizarse hacia atrás-. Bien, Friar, Jansen, sigamos con el trabajo. Seremos tan rápidos como podamos, señorita Cattrell. Al final le pediré que suba arriba con una mujer policía que la registrará por si ha ocultado algo en su ropa. Puede quedarse mientras trabajamos aquí pero, si prefiere quedarse fuera, uno de los policías esperará con usted.
Anne echó un aro de humo al aire y apuñaló su centro con la punta del cigarrillo.
– Oh, me quedaré, sargento -le dijo-. No puedo vivir sin los registros policiales. Debería escribir unas dos mil palabras en una página dedicada a la mujer de alguna publicación. Me gustaría titularlo «El comercio del fisgoneo» o «Licencia para fisgar». ¿Qué le parece?
«Puta de cara cetrina», pensó McLoughlin, mientras observaba el humo que salía sin rumbo de su boca. La habitación apestaba a tabaco.
– Como quiera, señorita Cattrell. -Se volvió. Su sangre se hinchaba, palpitaba y se espesaba en su cabeza hasta que creyó que sólo un grito aliviaría aquella presión.
Registraron todo el cuarto a fondo y con infinita paciencia: dentro de los libros, detrás de los cuadros, debajo de las sillas, en los cajones; clavaron agujas de punto en la tierra de las macetas, palparon buscando bultos en la moqueta, pusieron del revés el sofá y palparon con destreza los cojines mullidos; y cuando acabaron, la sala parecía exactamente igual que antes de empezar. Como era de esperar, impresionaron a Anne, a quien cortésmente habían hecho retirarse del lugar que ocupaba tras su escritorio.
– Muy profesionales -les dijo-. Les felicito. ¿Es eso todo?
– No exactamente -contestó el sargento-. ¿Podría abrir la caja fuerte, por favor?
Anne dirigió al policía una mirada asustada.
– ¿Por qué demonios cree que tengo una caja fuerte?
McLoughlin se acercó a la repisa de la chimenea revestida con paneles de madera de roble, que era una réplica exacta de la que había en la biblioteca. Empujó el extremo del panel central y lo deslizó hacia atrás, dejando al descubierto el metal verde mate de una caja fuerte de pared con un pomo y una cerradura de cromo. Miró a Friar y a Jansen.
– Encontré la que hay en la biblioteca esta mañana -dijo-. Está bien hecha, ¿verdad? -no podía mirarla. Su pánico, aunque había sido breve, le había asombrado.
Anne volvió a su escritorio, poniendo en orden sus pensamientos. Siempre había creído que Phoebe era la que juzgaba mejor el carácter de las personas, pero esta vez era Diana quien tenía miedo de McLoughlin.
– ¿Podría abrirla, por favor? -insistió. La mujer cogió un paquete de cigarrillos de un cartón de doscientos que había en el cajón superior de su escritorio y le quitó el precinto abierto. McLoughlin la observó pacientemente, sin decir nada.
– ¿Quién se cree que es? -dijo malhumorado el detective Friar-. Ya oyó al sargento. Abra la maldita caja.
Anne lo ignoró, le dio un capirotazo a la tapa del paquete y lo puso boca abajo, agitándolo para dejar caer una llave en la palma de la mano.
– ¿Qué tal se le da Spenser? -le preguntó a McLoughlin con una sonrisa caprichosa-. «No hay nada que traicione más a un hombre que su educación.» Podría haberse escrito para su amigo.
«Es resbaladiza -pensó-, tiene miedo y la odio. Dios, cómo la odio.»
– La caja, por favor, señorita Cattrell.
Anne fue hacia la repisa tras encogerse ligeramente de hombros, abrió la puerta con la llave y tiró de ella. La caja estaba vacía a excepción de un cuchillo de trinchar con el mango envuelto en un trapo manchado de sangre. El filo estaba negro y encostrado. McLoughlin se sintió mal. A pesar de toda su ira, no había querido esto. Con una parte independiente de su mente se preguntó si estaba enfermo. Su cabeza estaba ardiendo como si tuviera fiebre. Apoyó el hombro sobre la repisa de la chimenea para mantenerse firme.
– ¿Puede explicar esto, por favor? -oyó su propia voz a distancia, discordante y poco natural.
– ¿Qué es lo que hay que explicar? -preguntó, sacando un cigarrillo y encendiéndolo.
En efecto, ¿qué? El postigo chasqueó al abrirse y cerrarse, abrirse y cerrarse, detrás de sus ojos. Echó una mirada al paquete de tabaco que había encima del escritorio.
– Empecemos por saber por qué se molestó tanto en esconder la llave.
– La costumbre.
– Eso es una mentira, señorita Cattrell.
La tensión había estirado la piel de alrededor de su nariz y su boca, dándole un aspecto curiosamente plano. Anne recordó el grueso cabo de acero que vio una vez en Shanghai, retorciéndose en torno a un cabrestante, arrastrando un buque cisterna que se había estropeado en la zona del puerto. Al acortarse la parte floja del cabo, se había levantado del cemento, sacudiéndose libre de polvo mientras se estiraba y tensaba, y después hubo un instante de auténtico horror cuando la cuerda se rompió dada la tensión y azotó con velocidad espantosa la carne indefensa del cuello de un hombre. Él la había visto venir, recordaba, y había puesto las manos para protegerse. Miró a McLoughlin y sintió un vivo deseo de hacer lo mismo.
– Quiero telefonear a mi abogado -dijo-. No contestaré más preguntas hasta que venga.
McLoughlin se estremeció.
– Friar, vaya a buscar al inspector Walsh y pídale que venga al ala de la señorita Cattrell, por favor. Dígale que es urgente, dígale que desea hacer una llamada. Jansen -movió la cabeza hacia las contraventanas-, vaya en busca de una policía para desnudar a la señorita y registrar la ropa que lleva puesta. Encontrará a Brownlow en alguna parte ahí fuera -esperó a que los dos hombres se marcharan y entonces se volvió hacia la repisa de la chimenea y se quedó en pie, mirando fijamente la caja abierta.
Tras un instante, cerró la puerta y puso las manos sobre la repisa, bajando la cabeza para mirar el fuego apagado. Era una reproducción de gas de un fuego real y las ascuas artificiales estaban salpicadas de ceniza y colillas.
– Debería tirarlas a la papelera -murmuró-, dejarán marcas al quemarse.
Anne estiró el cuello para ver qué estaba mirando.
– Oh, eso. Mi intención es pasar el aspirador, pero nunca lo hago.
– Creí que la señora Phillips se encargaba de ello.
– Lo hace, pero discrimina ciertas porquerías y no las tocaría ni con una pértiga.
Se volvió para mirarla, apoyando el codo en la repisa. Estaba temblando como si tuviera fiebre.
– Entiendo. -No lo entendía, por supuesto. ¿Qué clase de discriminación adoptaba Molly Phillips? ¿Racial? ¿Religiosa? ¿Social?
– Discrimina por motivos morales -le dijo Anne. ¿Había expresado sus pensamientos en voz alta? No lo podía recordar, la cabeza le dolía tanto-. Es una vieja puritana, sólo es realmente feliz cuando se siente desgraciada. No puede comprender por qué el resto de nosotros no se siente de la misma manera.
– Como mi madre -dijo McLoughlin.
Anne soltó su risa gutural entre dientes.
– Posiblemente. La mía no se molesta, gracias a Dios. No podría librar batalla con dos de ellas.
– ¿Vive cerca?
Anne negó con la cabeza.
– Las últimas noticias que tuve fueron que estaba en Bangkok. Se volvió a casar tras la muerte de mi padre y se fue para dar la vuelta al mundo con su segundo marido. Les he perdido la pista, para ser sincera.
Eso dolía, pensó él.
– ¿Cuándo la vio por última vez?
No contestó inmediatamente.
– Hace mucho tiempo -repiqueteó impacientemente con los dedos sobre el escritorio-. Déme un buen motivo por el cual debería esperar el permiso del inspector para llamar por teléfono.
Su voz había vibrado con irritación. Le hizo reírse. La risa barrió su mente como una especie de locura: salvaje, incontrolable, alegre. Se llevó una mano a los ojos inundados.
– Lo siento -dijo-. Lo siento mucho. No hay ningún motivo. Por favor. Adelante. -Las palabras, horriblemente mal pronunciadas, hicieron eco en su cabeza y sonaron como si estuviese borracho, incluso a sus propios oídos. Se agarró a la repisa y sintió que el hogar se tambaleaba debajo de sus pies.
– Supongo que no se le habrá ocurrido -dijo Anne a sus espaldas, mientras arrastraba una silla tras sus piernas y le hacía sentarse con cuidado, ejerciendo presión con su pequeña mano en su nuca- que vale la pena comer de vez en cuando -lo abandonó para buscar algo en el cajón inferior de su escritorio-. Tenga -dijo instantes más tarde, poniéndole una barrita de chocolate desenvuelta en la mano-. Le traeré algo de beber -cogió una botella de agua mineral de un pequeño armario, un mueble-bar, llenó un vaso y se lo llevó.
Su mano, agarrando la barrita de chocolate, colgaba floja entre sus rodillas. No hizo ningún intento de comerla. No podría haberse movido, aun queriéndolo.
– ¡Oh, mierda! -dijo Anne, enfadada, dejando el vaso en una mesa a la vez que se agachaba en el suelo delante de él-. Mire, McLoughlin, es usted muy pesado, maldita sea, realmente una tabarra. Si intenta seguir emborrachandose hasta jubilarse, muy bien, usted elige. Dios sabe por qué se metió en la policía en primer lugar. Debería estar escribiendo una biografía de Francis Bacon o Rabbie Burns o algo igualmente sensato. Pero si no tiene la intención de que le despidan, hágase un favor a sí mismo. En cualquier momento, ahora mismo, ese mequetrefe que mandó en busca del inspector va a volver a entrar por la puerta y se meará cuando le vea. Créame, conozco a esos tipos. Y si queda algo de usted cuando Walsh haya acabado, entonces su amigo el policía se cachondeará de todo. Lo hará una y otra vez, y tendrá un orgasmo cada vez que lo haga. Se lo prometo, no le va a gustar.
A su manera era hermosa. Podría ahogarse fácilmente en aquellos ojos pardos y suaves. Le dio un mordisco a la barrita de chocolate y masticó concentradamente.
– Es usted una embustera muy mala, Cattrell -movió la cabeza despacio de un lado a otro-. Me dijo que la compasión era frágil, pero creo que acaba de romperme el pescuezo.