En veinticuatro horas, Anne se había recuperado tan rápidamente que estaba sufriendo un grave síndrome de abstinencia de nicotina y comunicó su intención de darse el alta. Jonathan le dijo que no fuese tan loca.
– Estuviste a punto de morir. Si no hubiera sido por el sargento, seguramente no estarías aquí. Tu cuerpo necesita tiempo para recuperarse y reponerse de la conmoción.
– Maldita sea -dijo abiertamente-, y no puedo recordar nada. Ni experiencias cercanas a la muerte, ni el flotar libremente en el techo, ni túneles con resplandores al final. Vaya mierda. Podría haberlo escrito todo. Esto me pasa por ser atea.
Jonathan, que por varias razones había llegado a considerar a McLoughlin como una especie de héroe, y naturalmente no todas estaban relacionadas con el rescate de Anne, la reprendió.
– ¿Le has dado las gracias?
Anne frunció el ceño, y pasó de mirar de a él a la mujer policía que había junto a su cama.
– ¿Por qué? Sólo estaba cumpliendo con su trabajo.
– Te salvó la vida.
Lanzó una mirada furiosa.
– Francamente, de la manera en que me siento ahora, no valía la pena salvarla. La vida debería ser fácil, indolora y divertida. Nada de eso ocurre aquí. Esto es un gulag dirigido por sádicos -asintió con la cabeza en dirección a la sala-. La hermana debería estar encerrada. Se ríe cada vez que me clava las agujas de las inyecciones y dice alegremente que lo hace por mi propio bien. Dios, necesito un pitillo. Pásame algunos de contrabando, Johnny. Echaré el humo debajo de las sábanas. Nadie lo sabrá.
Jonathan sonrió burlonamente.
– Hasta que la cama se incendie.
– Ya está, te estás riendo -le acusó-. ¿Qué les pasa a todos? ¿Por qué todos lo encontráis tan divertido?
La policía Brownlow, de servicio al otro lado de la cama, se rió disimuladamente. Anne le lanzó una mirada siniestra.
– No sé ni siquiera lo que usted está haciendo aquí -dijo bruscamente-. Le he contado todo lo que recuerdo, que es absolutamente nada, cero. -No había podido hablar sinceramente con nadie, que era sin duda alguna por lo que la maldita mujer había sido apostada allí, y aquella situación la estaba volviendo loca.
– Órdenes -dijo tranquilamente la policía-. El inspector quiere que haya alguien a mano cuando recupere la memoria.
Anne cerró los ojos y pensó en todos los modos de matar a McLoughlin en cuanto le pusiese las manos encima.
Por su parte, McLoughlin había comprobado la información sobre el vagabundo y había difundido su descripción por el condado. Llamó a un colega de Southampton y le pidió, como un favor personal, que lo buscara en los albergues de esa zona.
– ¿Qué te hace pensar que vino aquí?
– La lógica -dijo McLoughlin-. Iba en esa dirección y vuestro ayuntamiento es más compasivo con los que no tienen hogar que la mayoría de los de esta zona.
– Pero hace dos meses, Andy. Habría llegado hace semanas.
– Lo sé. Aun así, es una buena descripción. Puede que alguien lo recuerde. Si supiéramos su nombre, facilitaría las cosas. A ver qué puedes hacer.
– Ahora estoy bastante ocupado.
– ¿No lo estamos todos? Gracias -puso fin a las quejas con el simple recurso de colgar el auricular. Abandonó una taza de café congelado con sabor a plástico y se fue deprisa, antes de que su amigo pudiese llamarle con una retahila de excusas. Se dirigió hacia Grange, con la conciencia ligera, para charlar con Jane Maybury, que había comunicado que estaba preparada para contestar preguntas.
Le preguntó si prefería que su madre estuviese presente, pero negó con la cabeza y dijo que no, que no era necesario. Phoebe, con una sonrisa temerosamente preocupada, los hizo pasar a su salón y cerró la puerta. Se sentaron junto a las contraventanas. La muchacha estaba muy pálida, tenía la piel como un cremoso alabastro, pero McLoughlin supuso que aquél era su color natural. Llevaba pantalones vaqueros y una camiseta holgada adornada con un llamativo letrero de bristol city en el pecho. Pensó en lo incongruente que parecía en aquel cuerpo de niña abandonada. Jane leyó su pensamiento.
– Es el triunfo de la esperanza sobre la experiencia -dijo-. Sigo bastante esa tendencia.
McLoughlin sonrió.
– Supongo que todos lo hacemos, de algún modo u otro. Si al principio uno no tiene éxito y todo eso.
La joven se instaló en su asiento, un poco nerviosa.
– ¿Qué quiere preguntarme?
– Solo unas cuantas cosas pero, primero, quiero que entienda que no tengo el menor deseo de angustiarla. Si cree que mis preguntas son inquietantes, por favor, dígalo y lo dejaremos. Si en algún momento decide que prefiere hablar con una mujer policía, también, dígamelo y lo arreglaré para que así sea.
Jane asintió.
– Entiendo.
McLoughlin le recordó la noche del ataque y, sin transición, repasó lo que había contado, que había estado mirando la televisión y que oyó el ruido del cristal al romperse.
– Dijo que su hermano fue el primero en bajar, si no me equivoco.
– Sí. Decidió que debía ser un ladrón y nos dijo a Lizzie y a mí que nos quedáramos donde estábamos hasta que nos llamara.
– ¿Pero se quedaron?
– No. Lizzie insistió en bajar detrás de él para ir al ala de Diana. En ese momento, no sabíamos qué ventana se había roto. Dije que yo miraría en las habitaciones de mamá y Jon corrió hasta donde estaba usted.
– ¿Qué pasó entonces?
– Mamá y Diana llegaron al vestíbulo al mismo tiempo que nosotras. Mamá siguió a Jonathan. Yo miré en esta habitación, Diana en la biblioteca y Lizzie en la cocina. Cuando volví al vestíbulo, mamá bajaba corriendo por las escaleras con unas mantas y una bolsa de agua caliente, gritándole a Diana que llamara a una ambulancia. Dije que alguien tendría que avisar a Fred para que abriera la verja y mamá exclamó que por supuesto, no había pensado en eso -desplegó las manos sobre sus rodillas-. Así que cogí la linterna de la mesita del vestíbulo y salí.
– ¿Por qué usted? ¿Por qué no fue la hija de la señora Goode?
Se encogió de hombros.
– Fue idea mía. De todos modos, Lizzie no había vuelto de la cocina.
– ¿No estaba asustada? ¿No pensó en esperarla para que fuera con usted?
– No -dijo-, nunca se me ocurrió -Jane se sorprendía de que no se le hubiera ocurrido. Se quedó pensativa-. Con franqueza, no había nada de qué asustarse. Mamá sólo dijo que Anne estaba enferma. Supongo que pensé que tenía apendicitis o algo. No dejaba de pensar que vaya fastidio era tener que mantener a raya a los periodistas cerrando las verjas -Alzó la voz-. ¡Como si nunca hubiese ido por el camino antes yo sola! Lo he hecho cientos de veces y en la oscuridad. A veces voy a charlar con Molly cuando Fred va al pub.
– Bien -dijo él impasiblemente-. Todo eso es muy lógico -sonrió para animarla-. Es usted una atleta. Me costó muchísimo alcanzarla y eso que corría como un tren.
Jane desenroscó los dedos del bajo enredado de su camiseta.
– Estaba preocupada por Anne -admitió-. Siempre le estoy diciendo que se morirá de cáncer cualquier día. Se me ocurrió la espantosa idea de que aquello era exactamente lo que había pasado. Así que aceleré.
– La aprecia mucho, ¿verdad?
– Anne es una maravilla -dijo-. Vive y deja vivir, ése es su lema. Nunca se entromete o critica, pero supongo que es más fácil para ella. No tiene hijos por los que preocuparse.
– Mi madre es aprensiva -mintió McLoughlin, pensando que lo único que alguna vez preocupaba a la señora McLoughlin madre era si iba a llegar tarde al bingo.
Jane apoyó la barbilla en las manos.
– Mamá es un encanto -le confió ingenuamente-, pero todavía cree que necesito protección. Anne no deja de decirle que me deje librar mis propias batallas -retorció un rizo de cabello oscuro y largo alrededor de un dedo.
McLoughlin cruzó las piernas y se arrellanó en el sillón, relajándose deliberadamente.
– ¿Batallas? -la provocó amablemente- ¿Qué batallas tiene usted?
– Tonterías -le aseguró-. Granitos de arena para usted, montañas para mí. Le harían reír.
– Seguramente. Quizás usted también se riera de algunas de mis batallas.
– Cuénteme -insistió ella.
– Está bien -McLoughlin miró su cara sonriente y confiada. «Dios, te ruego que me digas algo o esa sonrisa no volverá a aparecer», pensó-. La peor batalla en la que tuve que luchar fue con mi madre cuando tenía más o menos su edad -le explicó-. Metí a escondidas a una amiga en mi dormitorio para pasar una noche de pasión. Mamá entró y nos encontró en plena actividad.
– ¡Dios mío! -susurró-. ¿Por qué no cerró la puerta con llave?
– No había llave.
– Qué embarazoso -dijo Jane, simpatizando con él.
– Sí, lo fue -dijo pensando en el pasado-. Mi amiga se largó y yo tuve que librar batalla con el viejo dragón al desnudo. Me dio dos opciones: si juraba no volver a hacerlo nunca más, podía quedarme; si me negaba a jurárselo, me pondría de patitas en la calle tal como estaba.
– ¿Y usted qué hizo?
– Adivine.
– Se fue en cueros.
Le hizo una seña con el dedo pulgar levantado.
– Acertó a la primera.
Jane miraba con los ojos muy abiertos, como una niña.
– Pero ¿de dónde sacó ropa? ¿Qué hizo?
McLoughlin sonrió burlonamente.
– Me escondí en los arbustos hasta que las luces se apagaron, luego cogí una escalera de mano del cobertizo y escalé hasta mi dormitorio. La ventana estaba abierta. Fue muy fácil. Me metí en la cama sigilosamente, eché un decente sueño nocturno y me largué con una maleta antes de que mi madre se levantara por la mañana.
– ¿Todavía la ve?
– Oh, sí -dijo-, cumplo con mi deber, voy a comer con ella los domingos. A decir verdad, creo que después se arrepintió. La casa se convirtió en un lugar muy tranquilo cuando me marché -se quedó en silencio momentáneamente-. Ahora le toca a usted -dijo.
– Eso no es justo. Su batalla es divertida, las mías son todas patéticas. Cosas como: ¿comeré o no el puré de patatas?, ¿estoy trabajando demasiado?, ¿no debería salir y pasármelo bien? -contestó Jane riendo tontamente
– ¿Y lo hace?
– ¿Salir y divertirme? -McLoughlin asintió-. No demasiado -sus labios se retorcieron con cinismo e hicieron que pareciese mayor-. La idea que tiene mamá de que yo me divierta es que salga con chicos. Y eso, a mí no me parece divertido -sus ojos se entrecerraron-. No me gusta que los hombres me toquen. Mamá odia eso.
– No es sorprendente -dijo-. Debe sentir que es por culpa suya.
– Bueno, no lo es -reconoció, descartando con desprecio lo que acababa de decir-, y me gustaría que se diera cuenta de ello. No hay nada más difícil que enfrentarse con la culpabilidad de otro.
– ¿Qué cree que le pasó a su padre, Jane?
La pregunta quedó flotando en el aire entre los dos como un mal olor. Jane se volvió y miró por la ventana y McLoughlin se preguntó si la había presionado con demasiada rapidez y la había perdido. Deseó que no fuera así, tanto por el propio bien de la joven como por el bien de la investigación.
– Le explicaré lo que pasó la noche en que se fue -dijo por fin, hablándole a la ventana-. Lo recuerdo muy claramente, pero ni siquiera mi psiquiatra sabe todo lo que ocurrió. Hay piezas que oculté, pedacitos que en aquel momento no encajaban en el esquema y que omití -hizo una pausa-. Hacía años que no había pensado en ello hasta la otra noche. Desde entonces, no he pensado en otra cosa y ahora creo que lo que omití, en su momento, tal vez sea importante.
Habló despacio y claramente como si, habiéndose preparado para explicar la historia, entendiera que no servía de nada desvirtuarla. Le explicó cómo, después de que su madre se fuera al trabajo, su padre había llenado la bañera para bañarla. Aquélla era la señal, dijo, de que pensaba tener relaciones sexuales con ella. Era una rutina que había establecido y que Jane había aprendido a aceptar. Describió todo el proceso sin el menor indicio de emoción y McLoughlin adivinó que lo había ensayado muchas veces en un sillón ante un psiquiatra. Habló de las proposiciones de su padre y de cuando se trasladaban a su dormitorio como si estuviera comentando una partida de ajedrez.
– Pero hizo algo distinto aquella noche -dijo, volviendo su mirada fija y oscura hacia el sargento.
McLoughlin recuperó la voz.
– ¿Y qué fue?
– Me dijo que me quería. Nunca lo había hecho antes.
McLoughlin se sorprendió. Tanto dolor y sin una palabra de amor. Sin embargo, después de todo, ¿de qué hubiesen servido las palabras amables aparte de hacer del hombre un hipócrita?
– ¿Por qué cree que eso es importante? -preguntó imparcialmente.
– Déjeme acabar la historia y quizá también se le ocurra a usted. -Explicó que aquella vez, antes de violarla, le dio un regalo envuelto cuidadosamente en un pañuelo de papel-. Tampoco había hecho eso jamás anteriormente.
– ¿Qué era?
– Un osito de peluche. Solía coleccionarlos. Cuando acabó -dijo, concluyendo el episodio completo con esas dos palabras-, me acarició el pelo y dijo que lo sentía. Le pregunté por qué, pues nunca se había disculpado antes, pero mi madre entró y nunca respondió. -Y se quedó en silencio, mirándose fijamente las manos.
McLoughlin esperó, pero no continuó.
– ¿Qué pasó entonces? -preguntó tras dos o tres minutos.
Jane se rió sin alegría.
– Nada en realidad. Tan sólo se miraron durante lo que parecieron horas. Al final, se levantó de la cama y se subió los pantalones -añadió con voz frágil-. Fue como una de esas horribles farsas del Whitehall. Recuerdo perfectamente el rostro de mi madre. Estaba helado, como el de una estatua. Estaba muy pálida excluyendo el morado de su cara, donde él la había pegado el día antes. Sólo se movió después de que él saliera de la habitación, entonces se echó a mi lado en la cama y me abrazó -se encogió de hombros-. Nunca le hemos vuelto a ver.
– ¿Le dijo algo ella? -preguntó.
– No. No le hizo falta.
– ¿Por qué?
– ¿Sabe esa expresión que dice «si las miradas matasen»? -McLoughlin asintió con la cabeza-. Eso era lo que estaba helado en su rostro -se mordió el labio-. ¿Usted qué cree?
Le cogió desprevenido. Estuvo a punto de decir: «Creo que su madre lo mató».
– ¿Acerca de qué? -le preguntó.
Jane mostró su desilusión.
– A mí me parece tan evidente… Esperaba que a usted también se le ocurriese. -Había sed en su carita delgada, un ansia de algo que él no entendía.
– Espere un momento -dijo firmemente-. Déme un minuto para pensarlo. Usted se sabe la historia del revés. Ésta es la primera vez que yo la oigo, recuerde -miró las notas que había estado tomando y se devanó los sesos para encontrar lo que Jane quería que encontrase. Había señalado con un círculo las tres cosas que dijo que su padre nunca había hecho antes: amor, regalo, disculpa. ¿Por qué eran importantes? ¿Por qué creía que había hecho todo eso? ¿Por qué precisamente las había hecho? ¿Por qué cualquier padre diría a su hija que la quería, le daría un regalo y se arrepentiría de sus crueldades? Levantó los ojos y se rió. Era sorprendentemente obvio, después de todo-. Pensaba irse de todos modos. Estaba despidiéndose. Por eso es por lo que desapareció sin dejar rastro. Lo había planeado todo de antemano.
Jane dejó escapar un largo suspiro.
– Sí, creo que sí.
McLoughlin se inclinó con entusiasmo.
– ¿Pero sabe por qué querría desaparecer?
– No, no lo sé.
Jane se echó hacia delante y apartó un mechón de cabello de su cara.
– Todo lo que sí sé, sargento, es que no fue culpa mía -una lenta sonrisa dibujó una curva en sus labios-. No puede imaginarse lo bien que eso me hace sentir.
– ¿Pero nadie ha sugerido nunca que lo fuese? -la idea horrorizó a McLoughlin.
– Cuando tenía ocho años, mi madre me encontró en la cama con mi padre. Mi padre huyó a causa de ello y a mi madre se la etiquetó de asesina. A la edad de diez años, la personalidad de mi hermano cambió. Dejó de ser un niño y ocupó el lugar de su padre. Juró guardar el secreto de lo que había pasado y nunca ha vuelto a mencionar a su padre -jugó con sus dedos-. La culpabilidad de mi madre ha sido una impertinencia comparada con la mía -levantó los ojos-. De lo que pasó la otra noche diría que no hay mal que por bien no venga. Durante años, me he sentado ante un psiquiatra que ha hecho todo lo posible para intelectualizar y extraer los sentimientos de culpabilidad fuera de mí. Hasta cierto punto, lo consiguió y yo lo aparté todo en un rincón de mi mente. Yo fui la víctima, no la culpable. Fui manipulada por alguien a quien me habían enseñado a respetar. Representé el papel que se me exigió porque era demasiado joven para comprender que tenía otra alternativa -hizo una breve pausa-. Pero la otra noche, tal vez porque estaba tan asustada, todo volvió a mi memoria con asombrosa claridad. Por primera vez, me di cuenta de cómo había cambiado el esquema de la noche en que se marchó. Por primera vez, no necesité justificar conscientemente mi inocencia porque entendí que el sufrimiento y la incertidumbre de los últimos diez años habrían existido de todos modos, tanto si nos hubiese encontrado mi madre como si no.
– ¿Le ha explicado todo esto?
– Aún no. Lo haré cuando usted se vaya. Quería que otra persona llegase a la misma conclusión que yo -apretó los labios, pensativa-. Ahora todo tiene un aspecto borroso -admitió-. Estaba bien hasta que llegué al principio de la larga recta que conduce a las verjas. Aminoré el paso al coger la curva porque tenía flato y oí lo que sonó como alguien que dejaba escapar un largo respiro, como el ruido que uno hace cuando ha estado conteniendo la respiración para dejar de tener hipo. Parecía estar muy cerca. Estaba tan asustada que empecé a correr de nuevo. Entonces, oí pasos corriendo y a alguien que gritaba -le miró tímidamente-. Ése era usted. Me asustó y me hizo perder la cabeza. Ahora ni siquiera estoy segura de si oí respiración alguna.
– Está bien -dijo-. No es importante. Y cuando dijo que creyó que era su padre, ¿sólo fue porque estaba asustada? ¿No había nada en esa respiración que le recordara a él?
– No -contestó Jane-. Ni siquiera puedo recordar cómo era él. Hace tanto tiempo y mamá ha quemado todas sus fotos. Es imposible que reconociera su respiración -le observó recoger sus cosas-. ¿Le he ayudado en algo?
– ¿En algo? -sin reflexionar, la alcanzó y le dio un apretón de manos rápido e impersonal-. Creo que su madrina va a estar muy contenta con usted, señorita. Olvídese de sus batallas, acaba de escalar su propio Everest. Y la pendiente es cuesta abajo a partir de ahora.
Phoebe estaba sentada en un asiento del jardín junto a la puerta principal, con la barbilla apoyada en las manos,mirando fijamente, pero sin ver, los arriates de flores que bordeaban el camino de grava.
– ¿Puedo sentarme con usted? -le preguntó McLoughlin.
Phoebe le indicó que lo hiciera.
Permanecieron sentados en silencio durante unos minutos.
– La línea divisoria entre una fortaleza y una prisión es muy fina -observó McLoughlin en voz baja-. Y diez años es mucho tiempo. ¿No cree, señora Maybury, que ha cumplido su sentencia?
Phoebe se incorporó en su silla y, con amargura, hizo un gesto en dirección al pueblo, Streech, y más allá.
– Pregúnteselo a ellos -dijo-. Fueron quienes levantaron un alambrada de espino.
– ¿Está segura de que fueron ellos?
Instintivamente, a la defensiva, se subió las gafas.
– Por supuesto. Yo nunca elegí vivir así. ¿Pero qué hay que hacer cuando la gente se vuelve en contra de una? ¿Rogarles que sean amables? -se rió con una carcajada discordante-. Yo no lo haría.
McLoughlin se miró fijamente las manos.
– No fue culpa suya -dijo con calma-. Jane lo comprende. Él era lo que era. Nada que usted hubiera hecho o hubiese dejado de hacer habría cambiado las cosas.
Phoebe se ensimismó y dejó que el silencio se prolongara. Por encima de ellos, las golondrinas y los aviones descendían y se precipitaban hacia el suelo, y una alondra infló su cuellecito y cantó. Finalmente sacó un pañuelo de la manga, se lo llevó a los ojos y dijo:
– Creo que usted no me gusta demasiado.
McLoughlin la miró.
– Todos llevamos nuestra carga de culpabilidad: es la naturaleza humana. Escuche a cualquier desconsolado o divorciado y oirá la misma historia: ojalá hubiera hecho esto…, ojalá no hubiera hecho aquello…, ojalá hubiera sido más amable…, ojalá me hubiera dado cuenta. Nuestra capacidad de autocastigo es enorme. El truco es saber cuándo detenerse -apoyó una mano ligera sobre su hombro-. Ha estado castigándose demasiado tiempo. ¿No lo entiende?
Phoebe volvió la cara, dándole la espalda.
– Debería haberlo sabido -le dijo a su pañuelo-. Le estaba haciendo daño y yo debería haberlo sabido.
– ¿Cómo podía saberlo? No es diferente del resto de nosotros -le dijo crudamente-. Jane la quería, quería protegerla. Si se culpa a sí misma, le quita a su hija todo lo que intentaba hacer por usted.
Hubo otro largo silencio mientras Phoebe luchaba por controlar sus lágrimas.
– Soy su madre. Sólo me tenía a mí para salvarla, pero cuando me necesitaba nunca estaba. No puedo soportar pensar en ello.
Un temblor convulsivo sacudió el hombro debajo de la mano de McLoughlin. No se detuvo a pensar si era una buena idea, pero reaccionó, instintivamente, llevándola hacia su brazo y dejándola llorar. No eran las primeras lágrimas que había derramado, adivinó, pero eran las primeras que había derramado por su yo perdido, aquel yo que había entrado en un mundo encantado, con los ojos muy abiertos y seguro de que podía hacer cualquier cosa. El triunfo de la condición humana era enfrentarse a una pequeña derrota tras otra y sobrevivir a ellas relativamente intacta; La tragedia, en cuanto a Phoebe, fue enfrentarse a la peor derrota demasiado pronto y no recuperarse nunca. El corazón de McLoughlin, todavía magullado y apaleado, suspiró por ella.
Paró el coche en la curva que había antes del tramo recto del camino y se bajó. Cerca, había dicho Jane, lo cual significaba, según toda probabilidad, agachado entre los rododendros a lo largo del borde del camino. Sus registros hasta entonces habían sido decepcionantes. Mientras había reunido a un grupo de policías para registrar la casa del hielo en busca de algo relacionado con la señora Thompson, él mismo había andado a gatas por la terraza, buscando huellas del agresor de Anne. Si hubiera pasado lo que él creía, habría habido bastantes pruebas de ello. Pero Walsh tenía razón. Excepto algunos ladrillos sueltos y una colilla de cigarro de una marca que ni Fred ni Anne fumaban, no había nada. Ni arma -había estado examinando cada ladrillo y cada piedra meticulosamente para ver si hallaba manchas de sangre-; ni huellas -el césped estaba demasiado seco por falta de lluvia y las baldosas demasiado limpias debido a los habituales barridos de Molly-; ni sangre, ni siquiera la más diminuta mota, para demostrar que Anne había sido golpeada fuera y no dentro. Había empezado a preguntarse si había puesto demasiada fe en la certeza de Phoebe -diez años era mucho tiempo y la gente cambiaba- y ella misma había reconocido que sólo pasó aquella vez. Pero ¿y si ella estuviera equivocada o estuviera mintiendo? No podía resignarse a explorar ninguna de esas posibilidades. Aún no.
Se puso a cuatro patas una vez más y empezó a avanzar por el camino. Si precisamente había algo, no sería fácil de encontrar. Un grupo ya había estado buscando por allí una vez sin éxito, pero entonces les había dicho que se concentraran en un tramo de más abajo, cerca de donde había alcanzado a la joven y donde, por un breve instante, había tenido el presentimiento de que les estaban observando a él y a Jane. Anduvo a gatas por el lado izquierdo, doliéndole las rodillas, con los ojos alerta constantemente, pero después de media hora, no había encontrado nada.
Se sentó cansadamente sobre sus talones y juró por la injusticia de aquello. «Sólo una vez -pensó-, déjame tener suerte. Sólo por esta vez, que algo aparezca en mi camino, algo por lo que no tenga que romperme los cuernos.»
Se trasladó al lado derecho del camino y retrocedió poco a poco hacia la curva. Como era de esperar, casi había llegado al coche antes de encontrarlo. Respiró hondo y dio golpes con el puño en el alquitranado, gruñendo y moviendo la cabeza de un lado a otro como un perro enloquecido. Si hubiera empezado por el lado derecho, habría encontrado el maldito objeto hacía una hora y se habría ahorrado mucho trabajo.
– ¿Está bien, hijo? -preguntó una voz.
McLoughlin miró por encima del hombro y vio a Fred que le miraba fijamente. Sonrió con una mueca cohibida y se levantó.
– Muy bien -le aseguró-. Acabo de encontrar al cabrón que atacó a la señorita Cattrell.
– No lo veo -murmuró Fred, mirando a McLoughlin nada convencido.
McLoughlin se agachó y separó los arbustos, quitando las hojas que había en el suelo encima de un objeto.
– Mire eso. Los forenses van a tener un día de maniobras.
Jadeando, Fred se agachó a su lado.
– Bueno, que me aspen -dijo-, es una Paddy Clarke Especial.
Puesta con mimo entre los detritos debajo del rododendro, perfectamente camuflada, había una botella de cerveza de piedra, de estilo antiguo, con una corteza de color marrón oscuro pegada en la base. McLoughlin, que había estado pensando sólo en función de posibles huellas decentes y en lo que parecía la marca de una zapatilla de deporte en la tierra húmeda y blanda bajo los densos arbustos, le lanzó una mirada curiosa.
– ¿Qué demonios es una Paddy Clarke Especial?
Fred se movió triste y pesadamente al ponerse de pie.
– No hay ningún daño en ello, de hecho. Es más un pasatiempo que un negocio, aunque supongo que el inspector no estaría de acuerdo. Tiene una habitación al final del garaje donde la hace. Utiliza solamente materiales tradicionales y la deja fermentar hasta que adquiere la fuerza de un caballo y sabe como el néctar. No hay cerveza que pueda compararse con la Especial de Paddy -miró fija y taciturnamente el rododendro-. Tiene que beberse en el local. Paddy valora mucho esas botellas, dice que dan un sabor que jamás da el cristal -parecía muy preocupado-. Nunca le he visto dejar que se llevaran una de esas botellas fuera del pub.
– ¿Cómo es Paddy? ¿Del tipo que pega a las mujeres?
El hombre mayor arrastró los pies.
– No, nunca haría eso. Es un buen tipo. En realidad, la mujer tiene muy poco tiempo para él y no es muy exigente con sus votos, pero ¿golpear a la señorita Cattrell? -negó con la cabeza-. No, él no haría eso. Él y ella -apartó la mirada-, amigos, como usted diría.
Una anotación en el diario de Anne flotó ante sus ojos. «P. es un misterio. Dice que jode con cincuenta mujeres al año y lo creo sin embargo, sigue siendo el amante más considerado del mundo.»
– ¿Fuma?
Fred, que había provisto de muchos cigarrillos a Paddy durante muchos años, pensó que la pregunta era extraña.
– Los cigarrillos de los demás -dijo con cautela-. Su mujer es un poquito tirana, no le parece bien que fume.
McLoughlin imaginó la chimenea de Anne inundada de colillas.
– No me lo diga -dijo con pesimismo-, déjeme adivinar. Se parece a Rodolfo Valentino, Paul Newman y Laurence Olivier, todos en uno -abrió la puerta del coche y alcanzó la radio.
– ¡Pche, pche, pche…! -Fred chasqueó la lengua impacientemente-. Es un hombretón, moreno, lleno de vida, inteligente a su manera. Siempre me recuerda al que hace de Magnum.
«¡Tom Selleck! Le odio», pensó McLoughlin.
El sargento Jones salía de la comisaría cuando llegó McLoughlin.
– ¿Sabe el vagabundo que está buscando, Andy?
– ¡Hummm…!
– Obtuve una información de su amigo el vicario de East Deller. La mujer afirma que le dio una taza de té.
– ¿Se acuerda de la fecha?
– No, pero el vicario recuerda que estaba escribiendo un sermón en ese momento y que se enfadó por la molestia; se puso a rezar al Señor para que le librase de los vagabundos, luego se reprendió a sí mismo por su falta de caridad.
McLoughlin se rió entre dientes.
– Eso es propio del vicario.
– Parece ser que siempre escribe sus sermones en domingo mientras ve los deportes en la televisión. ¿Le sirve de algo?
– Podría ser, Nick, podría ser.