Capítulo 15

La dejó marchar y se dirigió hacia el coche. Sabía que si iba detrás de ella, encontraría las ventanas cerradas. Sintió pesar y alivio por un igual, como el suicida que jugando a la ruleta rusa oye el chasquido del percusor al chocar contra una cámara vacía. La comisaría estaba plagada de mujeres que deseaban consolarlo. Sostener una pistola cargada en su sien al buscar consuelo en ella era estar loco. Golpeó con fuerza y contrariada frustración las ramas de un árbol y se hizo un desgarro en la mano. Chupó la sangre y soltó tacos profusamente. Se había metido en un lío y era consciente de ello. Necesitaba un trago.

Una lechuza ululó. En algún lugar, lejos, creyó oír voces. Volvió la cabeza para escuchar, pero el silencio solamente se espesó más a su alrededor. Se encogió de hombros y continuó caminando y llegó otra vez un hilo de sonido, inconsistente -¿imaginado?-. La piel del cuero cabelludo le picaba molestamente. Maldita mujer, pensó. Si volvía a la casa, se reiría de él.

Se estaba maldiciendo a sí mismo por tonto cuando llegó a la terraza. No había visto a nadie, la casa estaba a oscuras y, obviamente, Anne ya estaría metida en la cama. Dirigió la linterna por las baldosas e iluminó la contraventana entreabierta. Frunciendo el ceño, se acercó y recorrió el interior de la sala con la linterna. La encontró casi inmediatamente. Pensó que estaba dormida hasta que vio brillar la sangre en su cabello de terciopelo.

Tras un primer momento de asombro paralizante, entró con tal velocidad que el tiempo se volvió elástico. En diez segundos, estaba sudando de un modo que sería extraño tras una hora de intenso esfuerzo. El resplandor de su linterna encontró una lámpara de mesa que encendió mientras se arrodillaba junto a un montón de ropa desplomado. Le buscó el pulso en el cuello, no se lo encontró; apoyó la cabeza en su pecho, el corazón no le latía. Con un rápido movimiento, le dio la vuelta al diminuto cuerpo, deslizó una mano por debajo del cuello, le pellizcó los agujeros de la nariz, tapándoselos, y empezó a hacerle la respiración boca a boca. Necesitaba ayuda. La parte de su cerebro que no estaba directamente preocupada por la reanimación le dirigió hacia atrás, arrastrando el cuerpo sin vida con él, palpando la mesa de la estatuilla de bronce con los pies. La encontró. Mientras continuaba la regular afluencia de aire, dio una violenta patada hacia atrás y lanzó la pesada figura de bronce, que rompió el cristal al atravesar la luna de la ventana. El vidrio se astilló hacia fuera, sobre la terraza, destrozando el silencio de la noche; enseguida, estalló el frenesí de la alarma de Benson y Hedges en otra parte de la casa. Se dio cuenta con un sentimiento de desesperación de que no obtenía respuesta alguna. Su rostro estaba de color gris, sus labios azules. Le puso la mano derecha sobre el hueso del pecho y con la izquierda apretó hacia abajo, meciéndose hacia delante, con los brazos rectos. Mientras tenía la boca libre, gritó pidiendo ayuda. Tras cinco compresiones, le volvió a hacer el boca a boca, antes de continuar con el masaje cardíaco. Cuando se balanceaba comprimiendo el pecho por tercera vez, vio a Jonathan, que palpaba el cuello descolorido de Anne, buscándole el pulso.

– Vuelva a darle aliento -dijo Jonathan-. El pulso es muy débil. Mi maletín, mamá. Está en el recibidor.

McLoughlin respiró de nuevo profundamente con los pulmones y, esta vez, cuando volvió la cabeza para mirar su pecho, vio que le latía débilmente.

– Siga así -dijo Jonathan-, una respiración cada cinco segundos hasta que vuelva a respirar con normalidad. Lo está haciendo muy bien -cogió el maletín de las manos de la pálida Phoebe-. Trae unas mantas -le dijo-. Bolsas de agua caliente, cualquier cosa para abrigarla. Y llama a una ambulancia -sacó su estetoscopio, desabrochó la camisa de Anne y escuchó los latidos del corazón-. Genial -dijo con entusiasmo-. Es débil, pero está ahí -pellizcó su mejilla y observó con alivio que la sangre perezosa la teñía ligeramente de color rosa. Su respiración empezó a adquirir un ritmo regular. Amablemente, apartó a McLoughlin-. Muy bien -dijo-. Creo que ahora ya respira por sus propios medios. La pondremos en la postura de recuperación.

Con la ayuda del sargento, le puso el brazo por encima del diafragma, luego le dio la vuelta colocándola boca abajo, girando su cara suavemente hacia un lado y doblándole el brazo y la pierna más cercanos por el codo y la rodilla. Su respiración era lenta pero regular. Murmuró algo a la moqueta y abrió los ojos.

– Eh, McLoughlin -dijo claramente antes de dar un enorme bostezo y quedarse dormida.

El rostro de McLoughlin chorreaba de sudor. Se sentó y se lo secó con la manga de la camisa.

– ¿Puede darle algo?

– Nada. Todavía no tengo el título. No se preocupe. Está bien.

McLoughlin señaló el cabello sangriento.

– Quizá tenga el cráneo fracturado.

Phoebe había entrado silenciosamente con un montón de mantas que echó por encima de la figura que estaba boca abajo. Le puso su bolsa de agua caliente sobre los pies.

– Diana está llamando por teléfono a una ambulancia. Jane ha ido corriendo a despertar a Fred para que abra las verjas -se agachó junto a la cabeza de Anne-. ¿Se pondrá bien?

– No… -empezó Jonathan.

– ¿Su hija ha salido de casa? -interrumpió McLoughlin, tambaleándose al ponerse de pie.

Phoebe lo miró fijamente.

– Ha ido a la caseta. No tienen teléfono.

– ¿Ha ido alguien con ella?

El rostro de Phoebe palideció.

– No.

– ¡Oh, Dios! -exclamó McLoughlin, abriéndose paso-. Llame a la policía, por Dios, que suban unos cuantos coches. No quiero tener que agarrar a un maldito maniaco yo solo -les gritó mientras corría por el pasillo-. Dígales que alguien ha intentado matar a su amiga y que quizá lo intente con su hija. Dígales que se muevan de una jodida vez.

Pasó corriendo por el lado de Diana y salió por la puerta principal, su sudor se heló con el aire de la noche. Había unos cuatrocientos metros hasta la verja y calculó que Jane le llevaría un par de minutos de ventaja. Partió a un paso que le producía ampollas. Dos minutos eran una eternidad para matar a una mujer, pensó, cuando un segundo bastaba para romper un cráneo confiado. El camino estaba completamente a oscuras al haberse ocultado la luna. Se maldijo por no haber cogido la linterna mientras tropezaba a ciegas con unas ramas situadas en el borde del camino que se le clavaban. Continuó caminando, esta vez utilizó el centro de la calzada de guía, forzando los ojos para adaptarse a la oscuridad. Pasaron muchos segundos antes de que comprendiera que el pequeñísimo punto amarillo que se movía a lo lejos delante de él era el resplandor de una linterna. El camino se enderezó.

– ¡Jane! -gritó-. ¡Detente! Espera ahí -siguió gritando.

La linterna dio la vuelta para señalar en su dirección. El resplandor tembló como si la mano que lo sujetaba fuera poco firme.

– Soy policía -dijo, sus pulmones estaban agotados-. Quédate ahí.

Aminoró el paso hasta caminar con normalidad mientras se acercaba a ella entre jadeos, alargando unas manos tranquilizadoras. La luz de la linterna, que ahora se agitaba nerviosamente, bailaba por su cara y lo deslumbraba. Sacó su tarjeta de identificación del bolsillo de su chaqueta, sosteniéndola delante de él como un talismán. Con un gruñido, se puso las manos sobre las rodillas, se inclinó y tosió para recuperar el aliento.

– ¿Qué, qué pasa? -dijo la muchacha, tartamudeando con una voz asustada, chillona.

– Nada -contestó McLoughlin, irguiéndose-. Creo que no debía haber salido sola, eso es todo. ¿Podría apartar la linterna hacia el suelo? Me está deslumbrando.

– Lo siento.

Dejó caer la mano a un lado y McLoughlin vio que llevaba bata y zapatillas de estar por casa.

– Vamos -sugirió-. Ahora ya no puede estar lejos. ¿Puedo coger la linterna?

Se la pasó y la vislumbró con el resplandor al volverse para iluminar el camino. Era como un fantasma anémico, pálida e inconsistente, con una capa de cabello oscuro. Parecía absolutamente aterrorizada.

– Por favor no tenga miedo. Su madre me conoce -dijo de modo inexacto mientras seguían hacia delante-. Estuvo de acuerdo con que viniera detrás de usted.

Vieron la masa negra de la caseta en la lejanía. Jane intentó hablar, pero pasaron uno o dos segundos antes de que llegara el sonido.

– Oí una res… respiración -dijo con voz temblorosa.

– Eran mis pulmones jadeando -explicó él intentando bromear.

– No -susurró-, no era usted -vaciló al dar el paso y McLoughlin hizo oscilar el resplandor hacia ella. Tiraba patéticamente de su bata-. Llevo puesto el camisón -le temblaban los labios incontrolablemente-. Creí que era mi padre.

McLoughlin la sostuvo al desplomarse completamente desmayada. De lejos, con el viento, llegó el débil murmullo de una sirena.


– ¿Qué quería decir, señora Maybury? -McLoughlin se apoyaba fatigadamente en el horno, mirando cómo Phoebe preparaba el té.

A Anne se la habían llevado corriendo al hospital con Jonathan y Diana para asistirla. Jane estaba durmiendo y Elizabeth la acompañaba. La policía pululaba por todo el jardín en busca de un sospechoso. Phoebe, bajo la presión de McLoughlin, estaba respondiendo preguntas en la cocina. Le daba la espalda.

– Estaba asustada. Supongo que no quería decir nada.

– No estaba asustada, señora Maybury, estaba aterrorizada y no de mí. Dijo: «Llevo puesto el camisón. Creí que era mi padre» -se dio la vuelta para mirarla a la cara-. Olvidando por un momento que hace diez años que no ve a su padre, ¿por qué tendría que asociarlo con el hecho de llevar un camisón? ¿Y por qué debería aterrorizarla eso? Dijo que oyó una respiración.

Phoebe se negó a mirarlo a los ojos.

– Estaba preocupada -dijo.

– ¿Va a obligarme a preguntárselo a Jane cuando se despierte? -insistió brutalmente. Phoebe alzó su precioso rostro.

– Lo haría, supongo. -Hizo como si fuera a subirse sus gafas, entonces se dio cuenta de que no las llevaba puestas y dejó caer la mano sobre la mesa.

– Sí -dijo firmemente.

Con un suspiro, sirvió dos tazas de té.

– Siéntese, sargento. Quizá no lo sepa, pero tiene un aspecto espantoso. Tiene arañazos por toda la cara y la camisa rota.

– No veía por dónde iba -explicó, cogiendo una silla y sentándose con una pierna a cada lado.

– Entiendo -se quedó en silencio durante un momento-. No quiero que le haga preguntas a Jane -dijo con calma, cogiendo la otra silla-, y menos después de esta noche. No podría afrontarlo. Lo comprenderá porque creo que ya ha adivinado lo que quería decir con ese comentario -lo miró interrogativamente.

– Su marido abusó de ella sexualmente -dijo.

Asintió con la cabeza.

– Me culpé a mí misma porque no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Lo descubrí una noche cuando llegué a casa temprano del trabajo. Era la recepcionista de tarde en la consulta del médico -explicó-. Necesitábamos dinero. David envió a Johnny a un internado. Aquel día yo tenía gripe y el doctor Penny me envió a casa y me dijo que me metiera en la cama. Me encontré con la violación de mi pobre y pequeña Jane -su rostro permaneció bastante impasible, como si, hacía mucho tiempo, hubiese comprendido la inutilidad de la ira alimentada-. Su violencia siempre se había dirigido hacia mí -prosiguió- y, en cierta manera, yo la pedía. Mientras me pegara a mí, estaba segura de que no tocaría a los niños. O pensé que podía estarlo -se rió sin alegría-. Se aprovechó del todo de mi ingenuidad y del terror que Jane le profesaba. La había estado violando sistemáticamente desde que tenía siete años y le hacía guardar silencio, diciéndole que me mataría si alguna vez decía algo. Ella le creía. -Se quedó en silencio.

– ¿Lo mató usted?

– No -levantó los ojos para mirarlo-. Podría haberlo hecho con bastante facilidad. Lo habría hecho si hubiese tenido cualquier cosa a mano para matarlo. La habitación de una niña no es el lugar idóneo para encontrar armas asesinas.

– ¿Qué pasó?

– Huyó -dijo impasiblemente-. Nunca lo volvimos a ver. Informé de su desaparición tres días después de que mucha gente telefoneara diciendo que no había acudido a sus entrevistas. Creí que parecería extraño si no lo hacía.

– ¿Por qué no le contó la verdad sobre él a la policía?

– ¿Lo hubiese hecho usted, sargento, con una niña gravemente trastornada como único testigo? No iba a dejar que la interrogaran, ni tampoco le iba a dar a la policía un motivo para un asesinato que nunca cometí. Estuvo bajo tratamiento psiquiátrico durante años por lo que pasó. Cuando se volvió anoréxica, creímos que iba a morir. Sólo se lo estoy contando a usted ahora para evitar que sufra más.

– ¿Se le ocurre qué pudo pasarle a su marido?

– No. Siempre he deseado que se suicidara pero, francamente, dudo que tuviese agallas para hacerlo. Le encantaba causar dolor a los demás, pero él no podía soportarlo.

– ¿Por qué huyó?

No contestó enseguida.

– Sinceramente, no lo sé -dijo por fin-. A menudo he pensado en ello. Creo que, quizá, por primera vez en su vida tuvo miedo.

– ¿De qué? ¿La policía? ¿Un juicio?

Phoebe sonrió siniestramente, pero no contestó. McLoughlin jugó con su taza de té.

– Alguien intentó matar a la señorita Cattrell -dijo-. Su hija creyó oír a su padre. ¿Podría haber vuelto?

Negó con la cabeza.

– No, sargento, David nunca regresaría -lo miró directamente a los ojos mientras se apartaba un mechón de cabello rojo de la frente-. Sabe que lo mataría si lo hiciera. Yo soy la persona a quien teme.


Un Walsh muy irritable se sentó en el sillón de Anne y observó a un policía que estaba fotografiando las huellas en el exterior de lo que quedaba de las contraventanas. Era una tarea que no podía aplazarse hasta la mañana por si llovía. Los cristales rotos sobre las baldosas estaban cubiertos de pesado politeno.

– Saldrán docenas de huellas -murmuró a McLoughlin-. Aparte de todo, la mitad de la policía de Hampshire dejó las marcas de sus sucias zarpas en el cristal.

McLoughlin estaba examinando la moqueta de alrededor de las contraventanas, buscando manchas de sangre. Se desplazó hasta el escritorio.

– ¿Hay algo? -preguntó Walsh.

– Nada -respondió McLoughlin. Tenía los ojos enrojecidos de agotamiento.

– ¿Qué pasó aquí, Andy? -lanzó una mirada especulativa al sargento antes de mirar su reloj-. Dice que la encontró a las once y cuarenta minutos o así. Es la una y media y tenemos unos sonidos imprecisos en la lejanía y una mujer con una fractura en el cráneo. ¿Qué supone usted?

McLoughlin negó con la cabeza.

– No supongo nada, señor. Ni siquiera sabría por dónde empezar. Será mejor que recemos para que se restablezca pronto y pueda decirnos algo.

Walsh se levantó de la silla y caminó arrastrando los pies hasta la ventana.

– ¿Aún no ha acabado? -inquirió al hombre que estaba fuera.

– Estoy a punto de hacerlo, señor.

Hizo una última fotografía y bajó su cámara.

– Dejaré a alguien aquí esta noche y mañana podrá fotografiar el interior.

Walsh lo observó mientras el hombre recogía su equipo y se iba, esquivando con cuidado los vidrios rotos, luego volvió al sillón arrastrando los pies, gesto éste que le hacía parecer un viejo. Sacó la pipa y empezó el proceso de llenarla, mirando atentamente a McLoughlin por debajo del enojado saliente de sus cejas.

– Muy bien, sargento -dijo bruscamente-, ahora ya puede decirme qué demonios ha estado haciendo. No me gusta cómo huele esta última parte. Si descubro que ha estado confundiendo sus prioridades, le aseguro que va a dar un salto de altura.

El agotamiento y los nervios deshechos se combinaron en un prologando bostezo.

– Estaba intentando tomar la delantera, señor. Creí que podría significar un ascenso. -Mentiras descaradas y atrevidas, pensó, nada demasiado concreto, ni siquiera una media verdad que Walsh pudiese comprobar. Si Phoebe podía hacerlo, él también lo conseguiría.

Walsh frunció profundamente el entrecejo.

– Adelante.

– Entré en Grange saltando por encima del muro, vine para ver qué pasaba cuando ella salió de la comisaría. Debían ser alrededor de las diez cuarenta y cinco cuando llegué. Todos los demás se habían ido a la cama, pero la señorita Cattrell estaba en ese sillón en que usted está sentado. Finalmente, apagó la luz de abajo a eso de las once y cuarto. Anduve rondando por aquí otros diez minutos y entonces fui hacia el coche. No había llegado muy lejos cuando creí oír voces y por eso regresé para investigar. Su ventana estaba ligeramente entreabierta. Iluminé el interior con mi linterna y la encontré ahí. -Hizo un gesto con la cabeza hacia el centro de la habitación.

Walsh mordisqueó la boquilla de la pipa pensativamente.

– Fue una suerte que lo hiciera. La señora Maybury dijo que le vio dándole un masaje cardíaco cuando entró. Seguramente le salvó la vida -encendió la pipa y observó al sargento a través del humo-. ¿Es ésa la verdad?

McLoughlin dio otro enorme bostezo. No podía controlarlos.

– Es la verdad, señor -dijo con cansancio. ¿Por qué intentaba protegerse a sí mismo? Aquella mañana habría recibido bien una excusa para dejar la policía. Tal vez sólo quería saber el final de la historia, o tal vez quería venganza. Walsh tenía una grave sospecha.

– Si descubro que ha habido algo entre ustedes dos, la acusación por indisciplina le hará saltar tan rápidamente, maldita sea, que se preguntará qué ha pasado. Es sospechosa en una investigación de asesinato.

El oscuro rostro de McLoughlin se resquebrajó con una mueca.

– Hágame el favor, señor, me ha estado tratando mal desde que la llamé tortillera -volvió a bostezar-. Pero aprecio el cumplido. En vista de los golpes que he recibido las dos últimas semanas, le sienta bien a mi ego que usted crea que puedo ligarme a una mujer en veinticuatro horas. Kelly no estaría de acuerdo con usted -sentenció amargamente.

Walsh gruñó.

– ¿Fue usted quién la golpeó?

McLoughlin no tuvo que fingir sorpresa.

– ¿Yo? ¿Por qué querría yo golpearla?

– Para desquitarse. Su estado de ánimo es ideal para ello.

Miró fijamente a Walsh durante un instante, luego negó con la cabeza.

– Ésa no es la manera que elegiría para hacerlo -dijo-. Pero si Jack Booth apareciese alguna vez con un agujero en la cabeza, eso sí se debería a mí.

El inspector expresó su conformidad con un gesto.

– ¿Y qué es lo que estuvo haciendo la señorita Cattrell durante la media hora que la estuvo observando?

– Permanecer sentada en ese sillón, señor.

– ¿Y qué hacía?

– Nada. Supongo que estaba pensando.

– Dice que Phoebe Maybury no se anduvo con rodeos acerca de querer matar a su marido. ¿Mataría también a su amiga?

– Quizá. Si estuviera lo bastante enfadada. ¿Pero cuál sería su motivo?

– ¿La venganza? Quizá creyó que la señorita Cattrell había hablado con nosotros.

McLoughlin movió lenta y negativamente la cabeza.

– Me imagino que conoce a la señorita Cattrell demasiado bien para creer eso.

– ¿Y la señora Goode? ¿Los Phillips? ¿Los chicos?

– La misma cuestión, señor. ¿Por qué motivo?

Walsh se levantó.

– Sugiero que empecemos a buscar -dijo mordazmente- antes de que todos nosotros acabemos por descender a guardias de tráfico. Nos ayudaría encontrar un arma. Quiero que pongan patas arriba esta casa, sargento. Puede dirigir el registro hasta que Nick Robinson llegue. Él será mi número dos en esta investigación -miró su reloj de pulsera-. Usted concentrará sus esfuerzos en el expediente de Maybury. Quiero que esté en mi oficina a las diez mañana por la mañana. Existe una pauta para todo esto y quiero que se descubra.

– Con todo respeto, señor, creo que puedo contribuir de manera más valiosa aquí, en la casa.

– Usted hará lo que se le diga en el futuro, sargento -replicó agriamente el hombre mayor-. No estoy seguro de cuál es su juego, pero no me gusta que la gente intente tomarme la delantera.

McLoughlin se encogió de hombros.

– En ese caso le insto a que no se convenza demasiado de que existe una determinada pauta, señor. La señora Maybury le ha dicho lo que cree que pasó y, como ya dije esta mañana, la señora Phillips describe esta casa como una fortaleza. ¿Por qué?

Walsh lo miró reflexionando durante unos momentos, luego caminó hasta la puerta.

– Le están engañando mentirosas muy profesionales, amigo. Si no se espabila, realmente, va a parecer muy tonto.

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