Capítulo 19

El teléfono sonó sobre el escritorio de McLoughlin a la mañana siguiente.

– Eres un cabrón con suerte, Andy. Tengo una pista sobre ese vagabundo tuyo -dijo su amigo de Southampton-. Uno de los sargentos de paisano reconoció la descripción. Parece que recogió al viejo hace una semana y lo llevó a un albergue nuevo en el camino de Shirley. No hay garantías de que todavía esté allí, pero te daré la dirección. Puedes comprobarlo tú mismo. Se llama Wally Ferris y es uno de los habituales de por aquí en verano. El sargento Jordan lo conoce hace años.

McLoughlin anotó la dirección del albergue Heaven's Gate y le dio las gracias.

– Me debes una -dijo alegremente el otro, y colgó.

Heaven's Gate era una caserón victoriano seguramente muy solicitado en el pasado, antes de que existieran los automóviles, pero ahora su encanto había disminuido a causa de la transitada carretera que se estrechaba y discurría como una lágrima delante de la puerta principal de la casa.

Wally Ferris no se parecía a la descripción que McLoughlin había hecho circular, excepto en la edad y en la altura. Estaba limpio. Parecía que le hubiesen restregado sus rosadas mejillas y la brillante coronilla, y deslumbraba con su pechera de pelo lavado que le cubría una camisa blanca, con sus pantalones negros y sus lustrosos zapatos. Parecía exactamente un estudiante anciano en su primer día de clase. Se encontraron en la sala de estar y Wally hizo un gesto hacia una silla.

– Tome asiento -le invitó.

McLoughlin mostró su desilusión.

– No importa -dijo-. Honradamente, no creo que usted sea la persona que estoy buscando.

Wally se dio media vuelta rápidamente y se dirigió hacia la puerta.

– Ya me va bien, hijo. No estoy cómodo entre moscardas, se lo aseguro.

– Espere -dijo McLoughlin-. Como mínimo, comprobémoslo.

Wally se volvió y le lanzó una mirada furiosa.

– Decídase de una maldita vez. Sólo estoy aquí porque la señora de la casa me lo pidió. Me ha hecho un favor, por así decirlo, y por eso yo le pago con otro. ¿Qué busca?

McLoughlin se sentó.

– Tome asiento -dijo, imitando a Wally.

– Dios, es usted un indeciso, sin duda. Le cuesta decidirse, ¿no? -se sentó en una silla distante.

– ¿Qué ropa llevaba cuando vino aquí? -preguntó McLoughlin.

– No es asunto suyo, ¡joder!

– Puedo preguntárselo a la señora de la casa -dijo McLoughlin.

– ¿Pero a usted qué le importa, de todos modos?

– Sólo conteste. Cuanto antes lo haga, antes le dejaré en paz.

Wally chasqueó con los dientes ruidosamente.

– Chaqueta verde, sombrero marrón, zapatos negros, jersey azul y pantalón rosa -recitó de un tirón.

– ¿Hacía mucho que los tenía?

– Lo suficiente.

– ¿Cuánto tiempo hace?

– Cada cosa es distinta. El sombrero y la chaqueta hace casi cinco años, diría.

– ¿Y el pantalón?

– Hace doce meses o así. Un poquito chillón, pero me iba muy bien. Eh, no estará pensando que lo robé, ¿no? Me lo dieron -parecía muy indignado.

– No, no -dijo McLoughlin en tono tranquilizador-. Nada de eso. La verdad es, Wally, que estamos intentando localizar a un hombre que ha desaparecido y creemos que usted puede ayudarnos.

Wally plantó sus pies en el suelo firmemente, uno delante del otro, debajo de la silla, puestos en equilibrio para alzar el vuelo.

– No sé nada de nada -dijo con absoluta convicción. McLoughlin levantó las manos en un gesto conciliador.

– No se asuste, Wally. Que sepamos, no tiene nada que ver con ningún crimen. La esposa del hombre nos pidió que lo encontráramos. Dice que usted fue a su casa el día antes de que desapareciese. Todo lo que nos preguntamos es si usted recuerda si fue a esa casa y si vio u oyó algo que pudiera ayudarnos a descubrir por qué se marchó.

Los ojos legañosos de Wally parecían sospechar.

– Voy a muchas casas.

– Estos dos le dieron un par de zapatos marrones.

Algo parecido al alivio vaciló en su semblante.

– Si la mujer estaba allí, ¿por qué no puede decirle ella por qué se fue el viejo? -preguntó razonablemente.

– Está muy enferma desde que su marido se fue -dijo McLoughlin, estirando la verdad como una goma elástica-. No ha podido explicarnos demasiado.

– ¿Qué ha hecho ese tipo?

– Nada, salvo perder todo su dinero y huir.

Aquello hizo reaccionar a Wally.

– Pobre cabrón. ¿Querrá él que le encuentren?

– No lo sé. ¿Usted qué cree? Su esposa, desde luego, quiere que vuelva.

Wally pensó en aquella cuestión durante unos minutos.

– Nadie se molestó en venir a buscarme -dijo por fin-. A veces desearía que lo hubieran hecho. Estuvieron contentos de ver mi espalda, eso es cierto. Adelante entonces. Pregunte.

Le costó más de una hora, pero al final, McLoughlin tenía una clara imagen de los movimientos de Wally durante las últimas semanas de mayo, o tan clara como el viejo pudo describirla, teniendo en cuenta que había estado borracho la mayor parte del tiempo.

– Me dieron un billete de cinco libras -explicó-. Un tipo de Winchester me lo metió en la mano. Lo aposté todo a un caballito llamado Vagrant. Ganó once a uno. Resultó. Hacía años que no tenía tanto dinero. Me mantuvo trompa durante tres semanas antes de gastarlo.

Estuvo rondando por Winchester la mayor parte de las tres semanas; luego, cuando ya le quedaban las últimas libras, fue andando por la carretera hacia Southampton en busca de nuevas ganancias.

– Me gustan los pueblos -dijo-. Me recuerdan las vacaciones en bicicleta de mi juventud. -Recordó haberse detenido en el pub de Streech-. Llovía a torrentes -explicó-. El dueño era un tipo decente, no me molestó -la mujer de Paddy, en cambio, era una vaca vieja y gorda por quien, por razones no específicas, Wally no demostró simpatía, sino que pestañeó como si estuviera enojado un par de veces al mencionarla. A las tres en punto, cerraron el pub y se marchó cuando llovía-. No es divertido cuando estás mojado -dijo lúgubremente-, así que me fui a un pequeño refugio que conozco y pasé la tarde y la noche allí.

– ¿Dónde? -preguntó McLoughlin cuando Wally se quedó callado.

– Jamás hice daño alguno -dijo Wally en tono defensivo-. No pedí a nadie para que se quejaran.

– No ha habido ninguna queja -dijo McLoughlin entono alentador-. No le denunciaré, Wally. En cuanto a mí, si se comporta, puede utilizar ese refugio tantas veces como quiera.

Wally apretó los labios, poniéndoselos como un florón de color rosa.

– Hay un caserón allí. Saltar el muro es tan fácil como abrir y cerrar los ojos. He estado en el jardín unas cuantas veces, nunca he visto a nadie -lanzó una mirada a fin de sondear si McLoughlin estaba interesado. Lo estaba-. Hay una cueva hecha por el hombre cerca del bosque -prosiguió-. No puedo imaginar para qué sirve, pero hay ladrillos amontonados en ella. La puerta está escondida por una gran zarza, pero es como hacer garabatos entrar y deslizarse por detrás. Siempre llevo heléchos para prepararme un buen catre. Eh, ¿por qué mira de esa manera?

McLoughlin negó con la cabeza.

– Por nada. Sólo me interesa. ¿Tiene idea de qué día era, Wally?

– Dios sabe, hijo.

– ¿Y no vio a nadie cuando estaba en el jardín?

– Ni un alma.

– ¿Estaba la cueva a oscuras?

– Bueno, no hay electricidad, si eso es lo que quiere decir, pero mientras hay luz del día, se ve. Si la puerta está entreabierta, por descontado -añadió.

McLoughlin se preguntó cómo plantearle la siguiente pregunta.

– ¿Y el lugar estaba vacío a excepción de ese montón de ladrillos que mencionó?

– ¿Qué insinúa?

– Nada. Sólo intento formarme una imagen clara.

– Entonces sí. Estaba vacío.

– ¿Y qué hizo a la mañana siguiente?

– Me quedé por ahí hasta la hora de comer.

– ¿En la cueva?

– No. En el bosque. Bonito y tranquilo, así es. Entonces me di cuenta de que tenía un poco de hambre, así que salté el muro y busqué algo de comer.

Y llamó a muchas puertas, sin demasiado éxito.

– ¿Por qué no compró algo con sus ganancias? -preguntó McLoughlin, fascinado.

Wally era sumamente desdeñoso.

– Hágame el favor. ¿Por qué pagar por algo que se puede obtener gratis? Es la bebida lo que no dan. De todos modos, no me quedaban demasiadas ganancias, eso es cierto.

Encontró un grupo de casas a las afueras de Streech donde «un viejo murciélago» le dio un bocadillo. Las casas municipales, pensó McLoughlin.

– ¿Lo intentó con otras personas? -preguntó.

– Una muchacha joven me dijo que me largara. Dios lo sabe, me compadecí de ella. Había una docena de chiquillos que no paraban de gritar en la sala principal. Entonces abandoné Streech como a una cuestión sin interés y me marché, bajando por la carretera. Al cabo de una hora más o menos, llegué a otro pueblo. No me acuerdo del nombre, hijo, pero había una vicaría. Siempre son buenas para un sablazo, de veras -aseguró-. Convencí a la esposa del vicario para que me hiciera una taza de té y me ofreciera un poco de pastel. Una mujercita agradable, pero demasiado beata. Ése es el problema de las vicarías. Uno siempre puede comer un bocado, pero tiene que tragarse la lectura con él. Me largué prontito -había empezado a llover otra vez-. Un tiempo extraño, se lo aseguro. Caluroso como el fuego la mayor parte del tiempo, pero de vez en cuando, había una tormenta. Ya sabe de qué clase. Lluvia gorda, la llamo yo. Relámpagos y estampidos de truenos. Busqué un refugio y no encontré ningún maldito lugar. Vi unas bonitas casitas adosadas con garajes limpios. No me sirvieron de nada. Entonces, llegué a esta casa más grande, y me paré un poco. Pensé que podía explorar la parte trasera, a ver si había un cobertizo. Me metí por un lado de la casa y allí estaba, precisamente lo que buscaba, un bonito cobertizo… y no había moros en la costa. Abrí la puerta y me metí dentro -se detuvo.

– ¿Y? -dijo McLoughlin, animándole a seguir.

Un destello astuto había aparecido en los ojos del viejo.

– Me parece que le estoy dando mucha información a cambio de nada, hijo. ¿Qué hay para mí por todo esto?

– Cinco libras -dijo McLoughlin-, si lo que me dice vale la pena.

– Diez -dijo Wally. Echó una ojeada detrás de él a la puerta cerrada, entonces se inclinó para hablarle en confianza-. A decir verdad, hijo, este lugar es un poquito claustrofóbico. La señora de la casa hace todo lo posible, pero no es divertido. Ya sabe a qué me refiero. Un billete de diez me daría un día libre. He estado aquí durante una semana, por Dios. Hasta he llegado a pasármelo mejor en la cárcel.

McLoughlin consideró si era ético dar a Wally los medios para que volviera la espalda a Heaven's Gate y concluyó que Wally estaba a punto de marcharse pasara lo que pasara. No se le pueden enseñar trucos nuevos a un perro viejo. Por lo menos para empezar, diez libras le ayudarían.

– Hecho -dijo-. ¿Qué pasó cuando entró en ese cobertizo?

– Busqué algo para sentarme, para estar cómodo mientras estuviese allí. Encontré a este tipo escondiéndose en el fondo, detrás de unas cajas. Cuando se dio cuenta de que lo había visto, salió, muy presumido, y me mandó que me fuera de su propiedad. Pregunté, de manera razonable, por qué tenía que imaginar que era el dueño cuando estaba escondiéndose en el cobertizo igual que yo. Se puso muy nervioso y me llamó unas cuantas cosas. En medio de todo aquello, salió una mujer por la puerta de la cocina para averiguar qué ruido era aquél. Le expliqué la situación y me dijo que aquel tío era su marido y que estaba buscando un pincel en el cobertizo -puso cara de desagrado-. Debieron pensar que yo me chupaba el dedo. Todos los pinceles estaban sobre un banco de trabajo, ordenados y limpios. El tío se estaba escondiendo, sin duda. De todas maneras, vi mi oportunidad. Querían librarse de mí y pagaron para que me marchase. Conseguí una botella de whisky, un decente par de zapatos y veinte libras. Intenté sacarles más, pero se pusieron antipáticos y creí que era el momento de salir pitando. ¿Es éste el tipo que está buscando?

McLoughlin asintió con la cabeza.

– Eso parece. ¿Puede describirlo?

Wally arrugó la frente.

– Unos cincuenta, gordo, pelo gris. Tenía pies de maricón. Para que no le apretasen los zapatos que me dio…

– ¿Cómo era la mujer?

– Pequeñita, ratonil, de ojos tristes, pero ¡Dios!, tenía temperamento. Nos echó una bronca a mí y a su marido, algo infame, por hacer ruido -de repente, se quedó pensando-. Y no es que estuviéramos haciendo ruido, en realidad. Durante todo el tiempo hablamos susurrando -negó con la cabeza-. Mal de la azotea, los dos.

McLoughlin estaba alborozado. «Ya te tengo, señora Thompson», pensó.

– ¿Dónde fue luego?

Una expresión abstraída cruzó el rostro de Wally.

– Hay un dicho, hijo. «Más vale pájaro en mano, que ciento volando». Había dejado de llover, pero tenía el presentimiento de que volvería a haber tormenta. Me dije: «Tengo una botella de whisky, pero no tengo ningún lugar acogedor donde beberla. Si me pongo en camino, quién dice que encontraré un sitio seco para pasar la noche». Así que volví a la cueva del caserón y pasé una noche más o menos en condiciones -examinó a McLoughlin con el rabillo del ojo-. Al día siguiente, pensé que tenía unas cuantas libras en el bolsillo y no había comido nada decente en dos días, así que me dirigí a Silverbone. Hay un bonito café en la carretera…

– ¿Dejó algo atrás? -preguntó McLoughlin, interrumpiéndole.

– ¿Como qué? -dijo el viejo bruscamente.

– ¿Como los zapatos?

– Los tiré en el bosque -dijo desdeñosamente Wally-. Los condenados me hicieron callos y me dejaron derrotado. Hasta ahí llega la experiencia. Un joven hubiese tirado el par viejo antes de probarse el nuevo como es debido. Y habría sufrido el dolor hasta que hubiese encontrado otros.

McLoughlin se metió el bloc de notas en el bolsillo.

– Ha sido una gran ayuda, Wally.

– ¿Es eso todo?

McLoughlin asintió.

– ¿Dónde están mis diez libras?

El sargento sacó un billete de diez libras de su cartera y lo estiró entre sus dedos.

– Escúcheme, Wally. Le voy a dar diez libras ahora en señal de buena fe, pero quiero que se quede aquí otra noche porque quizá quiera volver a hablar con usted. Si lo hace, vendré mañana por la mañana con otras diez, en total serán veinte -le ofreció el billete-. ¿Trato hecho?

Wally se levantó y se precipitó sobre el billete, ocultándolo como un secreto en las profundidades de su camisa.

– ¿Es usted honrado, hijo?

– Le daré un pagaré si quiere.

Wally hizo como si fuera a escupir en la moqueta, entonces se lo pensó mejor.

– Me serviría tanto como un vaso de agua -dijo-. Bien, hijo, trato hecho. Pero si no viene a primera hora, me voy -entrecerró los ojos-. No vaya diciéndoselo a la señora de la casa, por cierto. Estoy harto de buenas acciones esta semana. No saben cuándo dejar a un tipo tranquilo en este lugar.

McLoughlin se rió entre dientes.

– Su secreto está a salvo conmigo, Wally.


– Vi la pauta -le dijo McLoughlin a Walsh, con un matiz de ironía que hizo brillar los ojos del hombre mayor-, cuando marqué las casas en las que varias personas dijeron haber visto al vagabundo -señaló unas crucecitas rojas en el mapa delante de ellos-. Si recuerda, Nick Robinson obtuvo dos informaciones. Una de una mujer de Clementine Cottage, que dijo que el vagabundo pasó por su casa y fue al pub, lo cual significaba que venía de Winchester. La siguiente fue la del dueño del pub, que dijo que se quedó hasta que cerraron, y entonces se fue andando al abrigo del muro que rodea la propiedad de Grange, en otras palabras, en dirección a East Deller -recorrió con el dedo la carretera dibujada-. Los siguientes informes que tuvimos de él fueron los del policía Williams. Dijo que una mujer anciana había dado un bocadillo al vagabundo y una mujer joven lo había echado porque era el cumpleaños de su hijo. Ambas viven en la propiedad municipal que está al oeste de Streech, en la carretera de East Deller. La fecha que la mujer joven dio fue el 27 de mayo. Pero cuando hablamos con la señora Thompson, nos dijo que a ellos les había visitado en East Deller el 24. Eso habría significado que el vagabundo habría vuelto sobre sus pasos, por alguna razón, para atravesar Streech tres días más tarde procedente de la dirección de Winchester.

Walsh recogió los restos de su autoridad y los abrochó a su alrededor con tanta dignidad como pudo.

– Examiné a fondo todo esto yo mismo -mintió-. El hecho de que encontrásemos los zapatos en Grange implica que precisamente hizo eso.

– Estoy de acuerdo, por eso necesitábamos otra localización del vagabundo en East Deller, con una fecha, a ser posible. Jones fue allí a ver qué podía desenterrar. Tuvo una charla con el vicario que le dijo a Jones que estaba escribiendo un sermón cuando el vagabundo llamó a la vicaría. El vicario no pudo dar una fecha, pero siempre escribe sus sermones en domingo. Bien, sólo dos personas han dado una fecha determinada, 24 de mayo, facilitada por la señora Thompson, un miércoles, y 27 de mayo, el día de la fiesta de cumpleaños, un sábado. Wally reiteró sin ningún género de dudas que fue de la propiedad municipal de Streech a la vicaría y a casa de los Thompson de East Deller, lo cual lo sitúa a él allí el sábado, 27 de mayo. Así que ¿por qué mintió la señora Thompson acerca de la fecha?

– Vamos, prosiga -ordenó impacientemente Walsh.

– Porque, ante su evidente mentira, habíamos demostrado que los zapatos eran de su marido y tuvo que explicar por qué ya no estaban bajo su posesión. Esta vez optó por decir la verdad, o por acercarse a la verdad tanto como para echarla a perder, y nos invitó a corroborar la historia dándonos una descripción del vagabundo -puso en orden sus pensamientos-. Ahora bien, podía estar segura de que si encontrábamos al vagabundo, diría que había visto a su marido. De manera que darnos el verdadero día de su visita habría sido equivalente a decirnos que su marido estaba vivo, perfectamente bien y viviendo en East Deller después de haber informado de su desaparición. ¡Pum!, adiós coartada. Así que adelantó la visita del vagabundo tres días. Fue una jugada arriesgada, pero casi mereció la pena, maldita sea. Wally no tiene ni idea de cuándo ocurrió y si no fuera por el cumpleaños del niño, tampoco lo sabríamos nosotros. Nadie más puede recordar la fecha -hizo una pausa-. La señora Thompson va a recibir una desagradable sorpresa cuando le digamos dónde tiró Wally los zapatos. Ni en sus pesadillas más espantosas podría creer que sería en la escena de su crimen intencionado.

Walsh se levantó.

– Justicia poética, digo yo. Pero me gustaría saber cómo lo persuadió para que permaneciera escondido y cómo lo llevó hasta la casa del hielo.

– Utilice su encanto y seguramente nos lo dirá -dijo McLoughlin.

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