Capítulo 10

Citados por llamadas telefónicas urgentes, Jonathan Maybury y Elizabeth Goode llegaron temprano aquella tarde en el estropeado Mini rojo de Jonathan. Mientras el joven lo conducía a través de las verjas y pasaban por la casa del guardia, Elizabeth se volvió hacia él con cara de preocupación.

– No se lo dirás a nadie, ¿verdad?

– ¿Decir a nadie qué?

– Lo sabes perfectamente bien. Prométemelo Jon.

Jonathan se encogió de hombros.

– Vale, pero creo que estás loca. Sería mejor jugar limpio ahora.

– No -dijo con firmeza-. Sé lo que hago.

Miró por la ventana las azaleas y los rododendros, su auge ya pasado, que cercaban el camino de entrada.

– Me pregunto si es así. Tal como yo lo veo, existe muy poca diferencia entre tu paranoia sobre el tema y la de tu madre. Tendrás que tener agallas para hablar tarde o temprano, Lizzie.

– No seas idiota -soltó ella.

Aminoró la velocidad mientras la amplia curva de grava delante de la casa se abría ante ellos. Ya había allí dos coches aparcados.

– Coches de policías en traje de paisano -dijo con humor macabro, colocando el Mini al lado de uno de ellos-. Espero que estés lista para la tortura.

– Oh, por Dios, crece de una vez -estalló airadamente Elizabeth, dejando que su preocupación y su temperamento variable la venciesen-. Hay veces en que podría matarte bastante felizmente, Jon.


– Hemos encontrado un par de zapatos, señor -el policía Jones colocó una bolsa transparente en el suelo a los pies de Walsh.

Walsh, que estaba sentado sobre el tocón de un árbol en la linde del bosque que rodeaba la casa del hielo, se inclinó hacia delante para mirar el contenido de la bolsa. Los zapatos eran de buena calidad, de piel marrón con irregulares manchas nubosas en la superficie donde la humedad había penetrado y luego se había secado. Un zapato tenía un cordón marrón, el otro un cordón negro. Walsh le dio la vuelta a la bolsa y miró las suelas.

– Interesante -dijo-. Tacones nuevos con clavos de metal. Apenas hay ninguna marca en ellos. ¿De qué número son?

– Del ocho, señor -Jones señaló el zapato del cordón marrón-. Sólo se puede distinguir en ése.

Walsh asintió.

– Diga a uno de sus hombres que vaya a la casa y descubra qué número de zapato calzan Fred Phillips y Jonathan Maybury, y después se dirija, hasta el pueblo para ver qué tal les va a Robinson y a sus muchachos. Si han acabado, quiero que vengan aquí arriba.

– Vale -dijo displicentemente Jones.

Walsh se levantó.

– Estaré en la casa del hielo con el sargento McLoughlin.


El policía Robinson volvió a ir al pub cuando ya se marchaban los últimos clientes.

– Lo siento, amigo -se excusó el dueño amablemente, reconociéndolo puesto que se acordaba de la pinta de cerveza que había tomado antes-. Demasiado tarde. No le puedo servir ahora.

Robinson le ofreció su identificación.

– Policía Robinson, señor Clarke. Estoy haciendo preguntas por el pueblo. Usted es la última puerta que visito.

Paddy Clarke apoyó los codos en la barra y rió entre dientes.

– El cadáver en Grange, sospecho. No se ha hablado de otra cosa durante toda la hora de la comida. Es todo lo que puedo decirle acerca de ello.

Nick Robinson se encaramó en un taburete de la barra y le ofreció a Paddy un cigarrillo antes de coger uno él mismo.

– Se sorprendería. La gente a menudo sabe más de lo que cree.

Evaluó a aquel hombre en un instante y decidió que era otro en el que una táctica abierta valdría la pena. Paddy era un hombre grande y brusco, de mirada viva y ojo astuto. Mas no una persona a quien hacer enfadar, pensó Robinson. Sus manos eran del tamaño de platos de carne.

– Nos interesa cualquier desconocido que haya pasado por Streech en los últimos meses, señor Clarke.

Paddy se rió a carcajadas.

– Déjeme descansar. Recibo desconocidos cada día, gente que toma las carreteras hacia el oeste, que se detiene para comer algo rápido. No le puedo ayudar en eso.

– Es natural, pero alguien mencionó haber visto a un viejo vagabundo hace un tiempo, pensé que habría venido aquí. ¿Le suena?

Paddy entrecerró los ojos a través del humo de su cigarrillo.

– Es extraño. No lo habría recordado yo mismo, pero ahora que lo dice, sí que tuvimos a uno aquí, dijo que venía andando desde Winchester. Parecía como un bulto de viejos harapos, se sentó en la esquina de ahí -señaló una esquina junto a la chimenea-. Mi mujer quería que lo echase, pero no me dio ningún motivo para hacerlo. Tenía dinero y se comportó, hizo que le duraran un par de pintas de cerveza hasta que llegó la hora de cerrar y entonces se fue andando, arrastrando los pies a lo largo del muro de Grange. ¿Creen que está complicado en ello?

– No necesariamente. De momento sólo estamos buscando pistas. ¿Cuándo fue eso? ¿Puede recordarlo?

El hombretón pensó un instante.

– Fuera estaba lloviendo a torrentes. Creo que entró para secarse. Puede que mi mujer lo recuerde. Se lo preguntaré y la llamaré si quiere.

– ¿Luego no está aquí?

– Ha ido a comprar al Cash & Carry. Volverá pronto.

Nick Robinson consultó su cuaderno.

– Tengo entendido que también representa el papel de buen samaritano con caravanas encalladas.

– Unas dos veces al año, cuando los idiotas toman el atajo. Es bueno para el negocio, de todos modos. Normalmente se sienten obligados a entrar y comer algo -asintió con la cabeza hacia la ventana-. Es culpa del ayuntamiento. Han puesto una maldita gran señal que indica el camping de East Deller en lo alto de la cuesta. Me he quejado, pero nadie hace caso.

– ¿Le pareció extraño algo de la gente que ha salvado?

– Hubo una vez un enano alemán que tenía una sola pierna y una mujer como Raquel Weteh. Eso me pareció raro.

Nick Robinson sonrió mientras tomaba nota.

– Nada extraño.

– No tienen demasiado en qué basarse, ¿no es así?

– Eso depende de usted.

Inconscientemente, el policía bajó la voz.

– ¿Hay alguien más aquí?

Los ojos de Paddy se entrecerraron ligeramente.

– Nadie. ¿Qué es lo que busca?

– Una charla confidencial, señor, preferentemente sin indiscretos -dijo Robinson, mirando las manos enormes.

Paddy estrujó la colilla encendida de su cigarrillo en un cenicero con sus dedos del tamaño de unas salchichas.

– Adelante -su tono no era atractivo.

– El cadáver se encontró en la casa del hielo en Grange. ¿Conoce la casa del hielo?

– Sé que hay una. No podría guiarle hasta ella.

– ¿Quién le habló de ella?

– Seguramente la misma persona que me dijo que hay un roble de doscientos años en el bosque -dijo Paddy, encogiéndose de hombros-. Tal vez lo supe por el folleto de David Maybury. No podría decirlo.

– ¿Qué folleto?

– Tengo algunas copias en algún lugar. David tuvo esta idea para desplumar a los turistas, quería convertir Grange en otro Stourhead. Sacó un mapa de los jardines con una breve historia de la casa e hizo imprimir unas cien copias. Esta idea no tenía ningún interés desde el principio. No se gastó ningún dinero en la publicidad y ¿quién demonios ha oído hablar de Streech Grange alguna vez? -dio un resoplido despectivo-. Estúpido hijo de puta. Era un tacaño, siempre esperaba algo a cambio de nada.

Los ojos de Robinson se encendieron radiantes de interés.

– ¿Sabe quién más tiene ese folleto?

– Estamos hablando de hace doce o trece años, sargento. Por lo que puedo recordar, David los ofreció a cualquiera que pudiese pasarlos a los turistas. «Para analizar el agua», dijo. Si alguien más conserva todavía una copia, no sabría decírselo.

– ¿Podría buscar las suyas?

El otro hombre dudó.

– Cristo sabe dónde están, pero lo intentaré. Puede que mi mujer lo sepa.

– Gracias. Tengo entendido que usted conocía a Maybury bastante bien.

– Tan bien como quería.

– ¿Qué clase de hombre era? ¿Cuál era su origen?

Paddy miró fija y pensativamente al techo, meditando sus recuerdos.

– Clase media alta, diría. Era el hijo de un comandante del ejército que mataron durante la guerra. No creo que David llegara a conocer a su padre alguna vez, pero el viejo coronel Gallagher desde luego que sí. Me imagino que por eso dejó que el matrimonio de Phoebe fuera adelante, pensó que el hijo cuidaría a su padre -sus labios se deformaron dibujando una sonrisa cínica-. Hermosa casualidad. David era un cabrón hasta la médula. La historia es que cuando murió su madre, tuvo que elegir entre ir a su entierro o asistir al Derby. Escogió el Derby porque el caballo favorito corría con una fortuna suya a cuestas.

– ¿No le gustaba?

Paddy aceptó otro cigarro.

– Era una mierda: el tipo que disfruta rebajando a la gente…, pero me proveía de vino peleón bastante decente, además de ser uno de mis mejores clientes. Compraba toda la cerveza aquí y venía a beber casi todas las noches -inhaló profundamente el humo-. Nadie lamentó su desaparición, excepto yo. Se fue cuando me debía más de cien libras. No me habría importado tanto si no fuera porque acababa de liquidar la cuenta del vino con su maldita empresa.

– Dice que «se fue». ¿No cree que lo asesinaran?

– No tengo ninguna opinión sobre eso. Se fue, lo asesinaron, el resultado es el mismo. Dobló los beneficios de nuestro comercio de la noche a la mañana. Con todos los reportajes de los medios de comunicación, Streech se convirtió en un lugar bastante famoso. Muchos que se sintieron atraídos por la sangre se dejaron caer por aquí para obtener el color del lugar antes de partir cuesta arriba para papar moscas a través de las verjas de Grange -vio una expresión de aversión en la cara del policía y se encogió de hombros-. Soy un hombre de negocios. Lo mismo pasará esta vez y por eso mi esposa ha ido al supermercado. Crea en mi palabra, habrá una multitud de periodistas aquí esta noche. Me compadezco de esas desdichadas mujeres. No podrán pisar fuera de sus verjas sin que las acosen.

– ¿Las conoce bien?

Una expresión precavida se apoderó del rostro del hombretón.

– Bastante bien.

– ¿Sabe algo de sus actividades lesbianas?

Paddy Clarke se rió.

– ¿Quién le ha estado tomando el pelo? -preguntó.

– Muchas personas lo han mencionado -dijo ligeramente Robinson-. Entonces ¿no es verdad?

– Tienen mentes como cloacas -dijo Paddy con asco-. Tres mujeres que viven juntas, manteniéndose a sí mismas, ocupándose de sus propios asuntos, y las lenguas empiezan a desatarse -volvió a soltar su resoplido despectivo-. Dos de ellas tienen hijos. Eso difícilmente concuerda con que sean lesbianas.

– Anne Cattrell no tiene ninguno y admitió ser lesbiana ante un colega mío.

Paddy dio tal carcajada que se atragantó con el humo del cigarrillo.

– Para su información -dijo con los ojos llorosos-, Anne podría darle lecciones sobre sexo a Fiona Richmond. De veras, hombre, ha tenido más amantes que usted comidas calientes. ¿Cómo es su colega? Un pelmazo presumido, apostaría. Anne disfrutaría cachondeándose de alguien así.

El policía Robinson se negó a ser arrastrado hacia el tema de Andy McLoughlin.

– ¿Por qué nadie ha mencionado esto? Seguro que la gente encontraría la promiscuidad tan estimulante como el lesbianismo.

– Porque ella es discreta, para pregonarlo en voz alta. ¿Usted se caga en el umbral de su puerta? De todos modos,no hay nadie en este poblacho a quien ella tendría en casa -hablaba cáusticamente-. Prefiere a los hombres con cerebro y con fuerza.

– ¿Cómo sabe todo esto, señor Clarke?

Paddy lo miró airadamente.

– No importa cómo lo sé. Confidencial, dijo usted, y es confidencial. Hago observaciones correctas. Corre suficiente mierda sobre esas mujeres para llenar un estercolero. Lo siguiente que me dirá es que dirigen un aquelarre de brujas. Ésa es otra de las favoritas, con el pobre y viejo Fred haciendo el papel de semental satánico a causa de sus antecedentes penales.

– Confidencialmente, señor -dijo Robinson después de un breve instante de indecisión mientras se imaginaba a Fred Phillips en el papel de semental satánico-, he oído de varias fuentes que usted quizá sepa algo acerca de los muchos condones usados que hemos encontrado cerca de la casa del hielo en Grange.

Clarke, pensó, parecía verdaderamente un asesino.

– ¿Qué fuentes?

– Varias -dijo firmemente Robinson-, pero no voy a divulgarlas, igual que no divulgaré nada que usted me diga sin su permiso. Estamos a oscuras, señor. Necesito información.

– Al demonio con la información -contestó agresivamente Paddy, colocando su rostro frente al de Robinson-. Soy un tabernero, no un maldito policía. A usted es al que le pagan. Usted es el que tiene que hacer el trabajo sucio.

Diez años en la policía le habían dado a Nick Robinson cierta astucia. Se metió el bolígrafo en su chaqueta y se bajó del taburete.

– Ése es su privilegio, señor, pero tal y como van las cosas de momento, el dedo apunta a la señora Maybury y a sus amigas. Parecen ser las únicas con suficiente conocimiento de los jardines para haber escondido el cadáver en la casa del hielo. Garantizaría que si no obtenemos más información, se les acusará a las tres de conspiración.

Se produjo un largo silencio mientras el tabernero miraba fijamente al policía. Robinson sintió que Clarke no debería gustarle -si Amy Ledbetter tenía razón, el hombre era un semental con mucho temperamento-, pero en lugar de eso, encontró que le gustaba. Cualquiera que fuese su moral sexual, el hombre le miraba a uno a los ojos al hablar.

– ¡Maldita sea! -dijo inesperadamente Paddy, golpeando con el puño sobre la barra del bar-. Siéntese, hombre. Le serviré una cerveza, pero si alguna vez le dice una palabra de esto a mi mujer, le colgaré de los huevos.


McLoughlin estaba esperando en la entrada de la casa del hielo cuando Walsh llegó con la bolsa de plástico que contenía los zapatos.

– Me dijeron que quería verme, señor.

Walsh se quitó la chaqueta y se sentó en el suelo quemado por el sol, luego plegó la chaqueta con cuidado y la dejó junto a él.

– Siéntese, Andy. Quería hablar con usted lejos de la casa. Todo este condenado asunto se está complicando por momentos y no quiero que haya orejas aleteando alrededor -examinó la cara del sargento con súbita irritabilidad-. ¿Qué le pasa? -soltó-. Tiene un aspecto horrible.

McLoughlin cambió de sitio su cartera y las monedas de los bolsillos traseros del pantalón y se sentó a corta distancia de su jefe.

– Nada -dijo, intentando sin éxito encontrar una postura cómoda para sus piernas. Consideró al otro hombre con los párpados medio cerrados. Nunca podía decidir si le gustaba o no Walsh. El inspector, a pesar de toda su irascibilidad, podía sorprenderle con alguna atención. Pero hoy no.

Miró a Walsh y vio sólo a un hombre insignificante y enjuto, jugando a ser duro porque el sistema lo permitía. Tenía muchas ganas de hacerle al inspector el regalo gratis de contarle su asalto a Anne Cattrell aquella mañana, sólo para ver su reacción. ¿Ladraría? ¿O mordería? Ladraría, pensó McLoughlin con jocoso desprecio. Walsh no era más capaz de enfrentarse a una situación desagradable que el hombre de al lado. Sería diferente, desde luego, cuando ella pusiera su denuncia por escrito. Entonces, la maquinaria de la justicia procedería normalmente y la acción sería tan mecánica como inevitable. Su certeza de que esto pasaría lo animaba antes que deprimirlo. El corte sería limpio y definitivo, mucho más limpio y definitivo que si se lo hubiese administrado él mismo. Incluso sintió un arrebato de enojo contra la mujer porque no había asestado el golpe ya.

Walsh acabó de resumir el informe del patólogo.

– ¿Bien? -inquirió.

El postigo chasqueaba de manera enloquecedora en el cerebro de McLoughlin. Fijó la mirada en Walsh con ojos inexpresivos por un instante, luego negó con la cabeza.

– Dice que está explorando la posibilidad de mutilación. ¿No está seguro todavía?

Walsh gruñó sarcásticamente.

– No se comprometerá. Afirma que no tiene suficiente experiencia en cuerpos comidos. Pero es una maldita y extraña rata la que roe de manera selectiva sólo los dos dedos que le faltaban a Maybury.

– Tendrá que conseguir que Webster se comprometa en ese aspecto -indicó pensativamente McLoughlin-. El caso es muy distinto si no hubo mutilación.

La espantosa película en blanco y negro del cadáver de Mussolini, colgado de los pies de un travesaño después de que una multitud furiosa lo hubiese mutilado, flotó en su mente. Caras de odio, enojo, violencia, escarneciéndolo en su venganza.

– Una diferencia de mil demonios -dijo en voz baja.

– ¿Por qué?

– Es menos probable que se trate de Maybury.

– Usted es tan malo como Webster -dijo Walsh refunfuñando-. Sacan malditas conclusiones precipitadas. Déjeme decirle, Andy, este cadáver es más probable que sea el de Maybury que el de cualquier otro. Es una improbabilidad estadística que esta casa tenga que ser el centro de dos investigaciones policiales no relacionadas en diez años y es precisamente una probabilidad estadística, como he venido diciendo, que su esposa lo asesinase.

– Aun así, no pudo matarlo dos veces, señor. Si lo hizo hace diez años, no era él el que encontramos en la casa del hielo. Si era él el de la casa del hielo, entonces, por Dios, se le ha tratado mal.

– Ella misma lo provocó -dijo fríamente Walsh.

– Tal vez, pero usted ha dejado que Maybury se convierta en una obsesión y no puede esperar que el resto de nosotros persigamos pretextos para desviar la atención, tan sólo para demostrar ese punto.

Walsh hurgó entre los pliegues de la chaqueta buscando su pipa. La llenó en absorto silencio.

– Tengo este presentimiento esencial, Andy -dijo por fin, aguantando la llama de su encendedor sobre el tabaco y echando humo-. En cuanto vi esa porquería ayer, lo supe. Te encontré, cabrón, me dije a mí mismo -levantó los ojos y encontró la mirada de McLoughlin-. Está bien, está bien, amigo, no soy tonto. No os voy a comprometer a todos por mi presentimiento, pero el hecho sigue siendo que el condenado cadáver no es identificable. ¿Y por qué? Porque alguien, en algún lugar, no quiere que se identifique, por eso. ¿Quién le quitó la ropa? ¿Dónde están los dientes? ¿Por qué no hay huellas? Oh, se le ha mutilado, de acuerdo, y era tan probable que fuera mutilado por ser Maybury como por no serlo.

– ¿Y entonces, a partir de ahí, hacia dónde vamos? ¿Personas desaparecidas?

– Comprobadas. Al menos en nuestra zona. Iremos más lejos si es necesario, pero según las pruebas que hay hasta ahora una relación con el lugar parece probable. Tenemos un candidato posible. Un tal Daniel Thompson de East Deller. La descripción concuerda bastante exactamente, y desapareció más o menos cuando Webster cree que mataron a nuestro hombre -señaló los zapatos de la bolsa con la cabeza-. Cuando desapareció, llevaba cordones marrones. Jones encontró éstos en el bosque contiguo a la granja.

McLoughlin silbó entre dientes.

– Si son suyos, ¿hay alguien que pueda identificarlos?

– Una esposa -Walsh miró cómo McLoughlin se levantaba con torpeza-. No tan rápido -soltó de manera susceptible-. Veamos qué tal le fue a usted. ¿Habló con la señorita Cattrell? ¿Aprendió algo?

McLoughlin arrancó un poco de hierba de su lado.

– El nombre real de los Phillips es Jefferson. Fueron condenados a cinco años por el asesinato de su inquilino Ian Donaghue, que cometió sodomía con su hijo y posteriormente lo mató; era un niño de doce años, nacido cuando la señora Jefferson tenía unos cuarenta años. La señorita Cattrell arregló su empleo aquí -levantó los ojos-. Son una posibilidad, señor. Lo que hicieron una vez, podrían volver a hacerlo.

– El motivo sería diferente. Que recuerde, no llevaron en secreto el asesinato de Donaghue e incluso realizaron un juicio simulado delante de su novia y lo colgaron cuando confesó. Ella fue una testigo principal en su defensa, ¿verdad? No cuadra con este asesinato.

– Quizá -dijo McLoughlin-, pero han demostrado que son capaces de asesinar por venganza y están muy unidos a la señora Maybury. No podemos ignorarlo.

– ¿Les ha interrogado ya?

McLoughlin hizo una mueca.

– Hasta cierto punto. La hice pasar a ella después de la señorita Cattrell. Fue como intentar sacar a la fuerza información de una ostra cerrada. Es una vieja bruja intratable -se sacó el cuaderno del bolsillo de la camisa y hojeó las páginas-. Dejó escapar una cosa que me pareció interesante. Le pregunté si era feliz aquí. Dijo: «La única diferencia entre una fortaleza y una prisión es que las puertas de la fortaleza se cierran por dentro».

– ¿Qué hay de interesante en eso?

– ¿Describiría su casa como una fortaleza?

– Eso es la senilidad -Walsh le hizo una señal con la mano para que pasase a lo siguiente-. ¿Algo más?

– Diana Goode tiene una hija, Elizabeth, que pasa algún fin de semana aquí. De diecinueve años, tiene un piso en Londres que le dio su padre, trabaja de crupier en uno de los casinos del West End. Es un poco alocada o ésa es la impresión que dio su madre.

Walsh gruñó.

– Phoebe Maybury tiene una escopeta y licencia -continuó McLoughlin, leyendo sus notas-. Ella es la responsable de los cartuchos gastados. Según Fred, hay una colonia de gatos salvajes en el interior y por los alrededores de la granja Grange que utilizan su huerta como cagadero privado. La señora Maybury los espanta con un disparo de escopeta, pero Fred afirma que ella más bien ha perdido el interés últimamente, dice que es como intentar contener la marea.

– ¿Alguien sabe algo de los condones?

McLoughlin levantó una ceja sardónica.

– No -dijo con sentimiento-. Pero todos ellos lo encontraron muy divertido, a costa mía. Fred dice que ha encontrado bastantes al rastrillar en el pasado. Le volví a interrogar acerca del descubrimiento del cadáver. Su historia es la misma, ninguna discrepancia -leyó por encima esa parte para no cargar a Walsh-. Cuando Fred llegó a la casa del hielo, la puerta estaba completamente oculta por las zarzas. Volvió a su cobertizo para buscar una linterna y una guadaña, y si pisoteó tanto las zarzas fue porque tenía el propósito de meter una carretilla dentro para llevarse los ladrillos y quería que el camino estuviese limpio. La puerta estaba medio abierta cuando finalmente llegó a verlo. Últimamente no había habido ningún aviso de que alguien pudiera estar ahí y de ese modo. Después de haber encontrado el cadáver, se detuvo el tiempo justo para cerrar la puerta hasta donde pudo y salió corriendo.

– ¿Le presionó fuertemente? -preguntó Walsh.

– Lo repasé con él tres o cuatro veces, pero es como su esposa. Es tozudo y no da información voluntariamente. Ésa es la historia y se ciñe a ella. Si en realidad aplanó las zarzas después de descubrir el cadáver, no va a admitirlo.

– ¿Qué supone usted, Andy?

– Estoy con usted, señor. Diría que hay posibilidades de que encontrase muchas pruebas que demostrasen que había habido movimiento en esa dirección e hizo todo lo que pudo para borrarlas después de encontrar el cadáver.

McLoughlin miró la cantidad de vegetación que había a cada lado de la puerta.

– Hizo un buen trabajo, además. No hay manera de saber ahora cuánta gente entró ahí o cuándo.


Elizabeth y Jonathan encontraron a sus madres y a Anne tomando café en el salón. Benson y Hedges se levantaron de la moqueta para recibir a los recién llegados; les husmearon las manos, se frotaron con gran regocijo contra sus piernas, y rodaron por el suelo en un éxtasis de alegre bienvenida. En cambio, las tres mujeres se mostraron totalmente tímidas. Phoebe tendió la mano a su hijo. Diana dio un golpecito con la palma de la mano en el asiento de al lado a modo de gesto de invitación indecisa. Anne saludó con la cabeza.

Phoebe habló primero.

– Hola, cariño. ¿El viaje fue bien?

Jonathan se sentó en el brazo de su sillón y se inclinó para besar su mejilla.

– Bien. Lizzie convenció a su jefe para que le diera la noche libre y así poder encontrarse conmigo en el hospital. Me he saltado las clases de la tarde. Ya estábamos en la M 3 a mediodía. Aún no hemos comido -añadió como ocurrencia tardía.

Diana se levantó.

– Os traeré algo.

– Todavía no -dijo Elizabeth, cogiendo su mano y tirando de ella para que volviera al sofá-. Nos da lo mismo esperar unos minutos más. Decidnos qué ha pasado. Hablamos un momento con Molly en la cocina, pero no nos prodigó toda clase de detalles. ¿Sabe la policía de quién es el cadáver? ¿Han dicho algo de cómo ocurrió? -Hizo las preguntas bruscamente, insensible a los sentimientos, con los ojos muy brillantes.

Sus preguntas se recibieron con sorprendido silencio. En veinticuatro horas, las mujeres se habían adaptado a una atmósfera de sospecha inconscientemente. Una pregunta debe pensarse; las respuestas, reflexionarse con cuidado.

Como se podía prever, fue Anne quien rompió el silencio.

– Es bastante espantoso, ¿no? La opinión de uno se deteriora -tiró la ceniza del cigarrillo en la chimenea-. Imaginaos cómo debe ser un estado policial. Uno no se atrevería a confiar en nadie.

Diana le lanzó una mirada agradecida.

– Explícaselo tú. Yo no estoy entrenada para este tipo de cosas. Mi fuerte es contar con gracia anécdotas divertidas. Cuando esto se acabe, yo lo puliré, exageraré los detalles más interesantes y les daré a todos algo para que se rían durante la cena. Pero ahora no -negó con la cabeza-. De momento, no es muy divertido.

– Oh, no sé -dijo Phoebe de modo inesperado-. Me reí un montón esta mañana cuando Molly pilló al sargento McLoughlin en el armario de abajo. Lo persiguió con una escoba. El pobre hombre parecía absolutamente aterrorizado. Por lo visto, estaba intentando encontrar el meadero.-Elizabeth se rió nerviosa y tontamente.

– ¿Cómo te parece que está?

– Desconcertado -dijo secamente Anne, cogiendo las puntas del cuello de su camisa y sosteniéndolas juntas-. Ahora, Lizzie, ¿qué es lo que preguntaste? ¿Si saben de quién es el cadáver? No. ¿Han dicho algo de cómo pasó? No -se inclinó y sostuvo los dedos en el aire para marcar las cuestiones-. La situación, que sepamos, es ésta -lenta y claramente repasó los detalles del descubrimiento del cadáver, su traslado, el examen de la policía de la casa del hielo y de los jardines, y de sus interrogatorios posteriores-. El siguiente paso, creo, será una orden de registro -se volvió hacia Phoebe-. Sería lógico. Querrán registrar la casa a fondo.

– La verdad es que no entiendo por qué no lo hicieron ayer por la noche.

Anne frunció el ceño.

– Me he estado preguntando eso, pero sospecho que esperaban los resultados de la autopsia. Querrán saber lo que están buscando. En algunos aspectos, eso es peor.

Jonathan se dirigió a su madre.

– Dijiste por teléfono que querían interrogarnos a nosotros. ¿Sobre qué?

Phoebe se quitó las gafas y las limpió con el dobladillo de su camisa.

– Quieren saber los nombres de cualquiera a quien le enseñarais la casa del hielo.

Levantó los ojos para mirarlo y él se preguntó, no por primera vez, por qué llevaba gafas. Sin ellas, era hermosa; con ellas, corriente. Una vez, cuando era niño, miró a través de ellas. Fue como una especie de traición descubrir que las lentes eran cristal transparente.

– ¿Y qué hay de Jane? -dijo inmediatamente-. ¿También van a interrogarla a ella?

– Sí.

– No debes dejarles -dijo con urgencia.

Su madre le cogió la mano y la sostuvo entre las suyas.

– No creemos que sea posible detenerlos, cariño, y si lo intentamos, puede que lo empeoremos. Vendrá a casa mañana. Anne dice que debemos confiar en ella.

Jonathan, enojado, se levantó.

– Estás loca, Anne. Se destruirá a sí misma y a mamá.

Anne se encogió de hombros.

– Tenemos muy pocas opciones, Johnny -deliberadamente utilizó su diminutivo de la infancia-. Sugiero que tengas más fe en tu hermana y ojalá todo salga bien. Francamente, es una mierda todo lo demás que podemos hacer.

Загрузка...