Capítulo 7

La cortina se descorrió y Phoebe Maybury apareció en la ventana. Miró fijamente el exterior; su cabello era de un rojo encendido allí donde la luz de la lámpara lo atrapaba por detrás; y sus ojos, enormes en aquel rostro pálido y fatigado. Mirándola, George Walsh se preguntó qué emociones la habían conmovido. ¿Miedo? ¿Culpabilidad? ¿Incluso locura? Había algo malo en aquellos ojos que miraban fijamente. Estaba tan cerca que la habría podido tocar. Contuvo la respiración. Phoebe alargó la mano, cogió el pomo y empujó la ventana. La cortina volvió a caer en su lugar y momentos después se apagó la luz. El murmullo de las voces de Phoebe y Diana continuó en la cocina, pero sus palabras ya no se podían oír.

Walsh hizo señas a McLoughlin, quien podía ver sólo de un modo impreciso, y fue delante caminando silenciosamente por la terraza y después por la hierba. Había estado vigilando con ojo atento las ventanas iluminadas del ala de Anne, donde su silueta sentada en su escritorio se perfilaba nítidamente contra las cortinas. Había cambiado de posición con frecuencia en la última media hora, pero no se había movido de su asiento. Walsh estaba tan seguro como podía de que su breve turno de fisgoneo y el de McLoughlin habían pasado inadvertidos.

Partieron en silencio en dirección a la casa del hielo. McLoughlin iluminaba el camino con una linterna cuya luz mitigaba con una mano. Cuando Walsh consideró que estaban lo suficientemente lejos de la casa para no ser oídos, se detuvo y se volvió hacia su colega.

– ¿Qué le pareció todo eso, Andy?

– Diría que acabamos de oír el reconocimiento más claro de culpabilidad que jamás podremos escuchar -contestó el otro.

– ¡Hummm…! -murmuró Walsh. Se mordió pensativamente el labio inferior-. Lo dudo. ¿Qué es lo que dijo?

– Admitió el alivio que representó el librarse de su marido tan fácilmente… -se encogió de hombros-. A mí me parece bastante claro.

Walsh empezó a caminar otra vez.

– Eso no se sostendría en pie ante un tribunal de justicia ni un minuto -dijo meditando-. Pero es interesante, sin duda interesante -se paró bruscamente-. Creo que ella finalmente está viniéndose abajo. Tuve la impresión de que la señora Goode en efecto lo cree así. ¿Cuál es su papel en todo esto? No pudo haber estado implicada en la desaparición de Maybury. Investigamos a fondo sobre ella y no hay duda de que estaba en América en aquellos momentos.

– ¿Cómplice después de los hechos? Ella y Cattrell saben que la señora Maybury lo hizo, pero callaron por el bien de los niños -se encogió de hombros de nuevo-. Excluyendo eso, parece bastante sincera. No sabe demasiado sobre la casa del hielo, eso es seguro.

– A menos que esté engañándonos -reflexionó durante unos minutos-. ¿No le parece extraño que haya podido vivir aquí durante ocho años y no haya visto el interior de ese sitio?

La luna salió por detrás de una nube e iluminó su camino con un esplendor gris y frío. McLoughlin apagó la linterna.

– Quizá no le gustara la idea -observó con humor macabro-. Quizá supiera lo que había ahí dentro.

Este comentario hizo que Walsh se volviera a detener un instante.

– Bueno, bueno -murmuró-, me pregunto si es eso. Tiene sentido. Nadie iría a fisgonear a un lugar donde sabe que hay un muerto. Son un trío duro. No veo a ninguna de ellas saliéndose de su camino para hacer lo que moralmente es correcto. Encubrirían un cadáver perfectamente, siempre que no estuviese a la vista. ¿Usted qué cree?

Su sargento frunció el entrecejo.

– Las mujeres son un libro cerrado para mí, señor. Ni siquiera intentaría fingir jamás que las entiendo.

Walsh rió entre dientes.

– Kelly le ha estado fastidiando otra vez.

La risa perforó el cerebro de McLoughlin, titilante y afilada como una aguja. Se volvió y metió las manos y la linterna hasta el fondo de los bolsillos de su chaqueta de corte militar.

«Tiénteme -pensó-, sólo tiénteme.»

– Hemos tenido una pelea. Nada serio.

Walsh, que sabía bastante de los prolongados problemas matrimoniales que tenía McLoughlin para ser compasivo, gruñó.

– Es extraño, la vi hace un par de días con Jack Booth. Iba contoneándose y parecía no tener ninguna preocupación en la vida, nunca la vi tan alegre. No está embarazada, imagino. La verdad, parecía una flor.

El cabrón tendría que haberle pegado. Hubiese dolido menos.

– Eso es seguramente porque se ha ido a vivir con Jack -dijo sin darle importancia-. Se fue la semana pasada.

«Ahora ríase, cabrón, ríase, ríase, ríase y déme una excusa para aplastarle la cara.»

Walsh, desorientado, dio a McLoughlin una torpe palmadita en el brazo. Ahora entendía por qué el muchacho había estado tan susceptible los últimos días. Perder la esposa era bastante malo, perderla por culpa de tu mejor amigo era un golpe bajo. ¡Dios mío! ¡Entre todos, Jack Booth! Había sido el padrino de su boda. Bueno, bueno. Explicaba bastantes cosas. Por qué McLoughlin iba solo estos días. Por qué de pronto había decidido dejar la policía para trabajar en una empresa de seguridad en Southampton.

– No tenía ni idea. Lo siento.

– No fue un gran problema, señor. Todo sucedió de forma amigable. No ha habido rensentimientos por ninguna parte.

Se mostró muy frío.

– Tal vez sea un enamoramiento temporal -sugirió Walsh de manera poco convincente-. Tal vez vuelva cuando lo supere.

Los dientes de McLoughlin brillaban blancos dentro de su risa burlona, pero la noche ocultaba la cólera negra de sus ojos.

– Hágame un favor, señor, es la última cosa que quisiera oír. Dios sabe que nunca tuvimos demasiado que decirnos el uno al otro antes de que se fuera. ¿De qué demonios hablaríamos si regresara?

Dios, quería pegar a alguien. ¿Acaso todos lo sabían? ¿Todos se estaban riendo? Mataría a la primera persona que se riera. Aligeró el paso.

– Gracias a Dios que no tenemos hijos. De esta manera, nadie sale perdiendo.

Walsh, siguiéndole unos cuantos pasos más atrás, reflexionó sobre lo caprichosa que era la naturaleza humana. Podía recordar una conversación que había tenido con McLoughlin sólo unos meses atrás, cuando el joven había echado la culpa de sus problemas matrimoniales al hecho de que él y Kelly no tuvieran hijos. Ella estaba aburrida, afirmaba él, encontraba su trabajo de secretaria poco satisfactorio, necesitaba un hijo para estar ocupada. Walsh se había callado de modo inteligente, sabiendo, por la experiencia con su hija, que aconsejar sobre discusiones domésticas raramente se agradecía, pero había esperado bastante fervientemente que el destino interviniese para evitar que naciese un hijo desdichado que mantuviera ocupada a aquella pareja mal unida. El primer embarazo de su hija a la edad de dieciséis años cuando aún iba al colegio y estaba soltera, había sido una conmoción para él, pero la conmoción más grande fue descubrir que su esposa e hija nunca se habían gustado la una a la otra. Su hija culpaba de sus dos desastrosos matrimonios y cuatro hijos a su insatisfecha búsqueda de amor; mientras su esposa culpaba a su hija de sus oportunidades perdidas y de su falta de amor propio. George intentó enmendar fracasos pasados interesándose por sus nietos, pero lo encontraba difícil. Su interés tendía a ser crítico. Creía que eran salvajes e indisciplinados y echaba la culpa de ello a la indulgencia de su hija y a la falta de la figura del padre.

La pesadilla recurrente de Walsh era que al quedar embarazada por un descuido su hija había sembrado semillas de infelicidad que crecerían y madurarían con cada generación siguiente. Alcanzó a McLoughlin.

– La vida es un rompecabezas, Andy. Mirará atrás, al final, y verá dónde encajaban las piezas, aunque ahora no lo pueda ver. Las cosas le irán mejor. Siempre es así.

– Claro que sí, señor. «Todo es por el bien del mejor de todos los mundos posibles.» Cree en esa mierda, ¿verdad?

Walsh quedó aplastado.

– Pues sí, en realidad.

Se estaban acercando a la casa del hielo que se alzaba como una silueta recortada contra las lámparas de arco voltaico situadas al otro lado. McLoughlin hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta abierta y la oscuridad del interior.

– Adivino dónde le hubiese dicho él que se metiera su pequeño aforismo. No estaría de acuerdo.

– Pero puede que sí su asesino.

«Y también puede que sí su mujer -pensó Walsh, mordazmente-, metida en la cama con la humanidad jovial y ligeramente cálida en forma de Jack Booth.»

Levantó una mano para saludar al policía Jones cuando dieron la vuelta al edificio.

– ¿Encontraron algo?

Jones señaló un trozo de lona en el suelo, con diversos objetos.

– Eso es todo, señor. Hemos trabajado en un radio de cincuenta metros alrededor de la casa del hielo. Les he dicho a los muchachos que dejasen el bosque que se extiende a lo largo del muro de la parte de atrás para mañana. Las lámparas proyectaban demasiadas sombras para poder ver bien.

Walsh se puso en cuclillas aguantándose sobre sus caderas y usó un lápiz para seleccionar y revolver la colección de bolsas de patatas fritas vacías, envolturas de caramelos, dos pelotas de tenis raídas y otras cosas. Separó tres condones usados, unas bragas tipo bikini descoloridas y muchos cartuchos gastados.

– Investigaremos sobre esto. No creo que el resto vaya a decirnos nada -se impulsó para ponerse en pie-. Bien, creo que podemos dar por acabado el día. Jones, quiero que continúen registrando los jardines mañana. Concéntrese en las zonas de bosque, a lo largo del muro posterior y hacia arriba, hasta las verjas de delante. Reúna un equipo para ayudarles. Andy, siga con los interrogatorios hasta que yo me una a usted. Pregunte a Fred Phillips si ha utilizado una escopeta últimamente. Comprobaremos en la comisaría si él o cualquiera de aquí tiene licencia para usar una. El sargento Robinson y los otros policías pueden ir de puerta en puerta por el pueblo -señaló los condones y las bragas-. Parece que es poco probable que alguien de Grange haya abandonado ninguno de esos objetos en el jardín, pero a pesar de eso, usted -miró a McLoughlin- podría preguntarlo con tacto -se volvió hacia Jones-. ¿Estaban juntos en el mismo sitio?

– Esparcidos por ahí, señor. Marcamos las posiciones.

– Buen chico. Parece como si un Lotario [1] local tuviese la costumbre de traer a su novia aquí. Si es así, quizá pueda darnos alguna información. Le diré a Nick Robinson que se centre en eso.

Había una mirada amarga en el rostro de McLoughlin. No le gustaba mucho el panorama de dialogar a propósito de condones usados con las mujeres de Grange.

– ¿Y usted, señor? -preguntó.

– ¿Yo? Voy a volver a examinar uno o dos expedientes, sobre todo el de la señorita Cattrell. Es un hueso duro. No me gusta la idea… nada de nada.

Walsh apretó los labios y se los estiró con un dedo y el pulgar.

– Hay un expediente del Cuerpo Especial, tan largo como su brazo, que se remonta a cuando era estudiante. Tuve acceso a algunas secciones de éste cuando Maybury desapareció. Por eso supe que estaba entonces en Greenham Common. Ha puesto algunas chinitas en el camino con los años. ¿Recuerda la locura de hace un par de años sobre una «contabilidad creativa» del ministerio de Defensa? Alguien añadió un cero a una propuesta de tres millones de libras y el ministerio pagó diez veces más de lo que el contrato valía. Aquélla fue la noticia en exclusiva de Anne Cattrell. Rodaron cabezas. Es un hacha en hacer rodar cabezas -se tocó la mandíbula concentrado-. Sugiero que recuerde eso, Andy.

– Está siendo un poco drástico, ¿no, señor? Si es tan buena, ¿qué demonios está haciendo aguantando aquí, en las poco pobladas regiones de Hampshire? Debería estar en Londres en una de las publicaciones nacionales más importantes -dijo. Le había pinchado el tono de Walsh de admiración divertida.

– Oh, es buena -dijo Walsh con acritud-, y trabajaba para un periódico nacional londinense antes de que abandonara todo para venir aquí y convertirse en periodista independiente. No cometa el error de subestimarla. He visto algunos de los comentarios de su expediente. Es una putita con agallas, no es el tipo de persona con la cual uno se pueda permitir medir las armas a la ligera. Tiene un historial de compromiso con la izquierda y sabe todo lo que hay que saber acerca de los derechos civiles y del poder de la policía. Ha sido directora de prensa de la Campaña pro Desarme Nuclear, es una abierta feminista, una sindicalista activa, ha estado relacionada con la Tendencia Militante [2] y en una ocasión fue miembro del partido comunista.

– ¡Dios! -irrumpió airadamente McLoughlin- ¿Qué demonios está haciendo, viviendo en una condenada mansión? Maldita sea, señor, tienen un par de sirvientes que trabajan para ellas.

– Es fascinante, ¿verdad? ¿Qué es lo que hizo que acabara con su trabajo y sus principios? Propongo que se lo pregunte mañana. Es la maldita primera ocasión que hemos tenido hasta ahora para descubrirlo.


El viejo apestaba a whisky. Estaba sentado como un torpe Guy Fawkes [3] en el portal de un estanco de Southampton, sus piernas cubiertas por unos pantalones de color incongruentemente rosa chillón, su anticuado sombrero torcido sobre su cabeza calva, y una alegre canción en sus labios. Era casi medianoche. Como hacen los borrachos, llamaba a los transeúntes entre fragmentos de la canción; ellos, con miradas de soslayo, cruzaban la calle o pasaban corriendo con paso apresurado.

Un policía se acercó y se detuvo delante de él, preguntándose qué hacer con el viejo loco y tonto.

– Eres un pesado, un verdadero fastidio -dijo amablemente.

El vagabundo lo miró, algo desconcertado.

– Un pajolero moscarda -dijo, expresión con la que indicó su edad, antes de que una mirada de reconocimiento entrara en sus ojos-. Por Dios, si es el sargento Jordan -se rió agudamente. Sacó una botella enfundada en un papel marrón de entre un escondrijo de su abrigo, le quitó el tapón de corcho con sus dientes marrones y se la ofreció al poli-. Tome un trago, viejo amigo.

El sargento Jordan lo rechazó con la cabeza.

– Esta noche no, Josefina. [4]

El viejo levantó la botella y vació el contenido en su boca. Su sombrero se cayó y rodó por el peldaño de la puerta. El sargento se agachó y se lo devolvió, poniéndoselo en la cabeza al vagabundo.

– Venga, viejo loco -le puso la mano bajo un brazo desagradable y levantó aquel asqueroso objeto.

– ¿Me va a encerrar?

– ¿Es eso lo que quieres?

– No me importaría, hijo -dijo lloriqueando-. Estoy cansado. Me conformaría con una cabezadita decente.

– Y yo me las arreglaría sin tener que fumigar la celda después de haber estado tú en ella -murmuró el policía, sacando una tarjeta de su bolsillo y leyendo la dirección que había apuntada- Te voy a hacer un favor, seguramente el primero que te han hecho desde hace años que no significase una bebida gratis. Vamos, esta noche vas a dormir en el Hilton.


George Walsh dejó a los sargentos Robinson y McLoughlin en el pub Lamb and Flag en la carretera de Winchester para tomar una rápida pinta de cerveza antes de que cerrasen, luego fue en coche hasta la comisaría de policía de Silverbone. Su ruta le llevó por la calle High; pasó junto al monumento a los Caídos y el antiguo mercado de grano, que ahora era un banco, y entre las dos hileras de tiendas ensombrecidas. Además de su rápida expansión, el único derecho a la fama de Silverbone en los últimos diez años fue su proximidad física a Streech Grange y el misterio en torno a la desaparición de David Maybury. Que Streech tuviera que volver a ser el centro de la atención policial no era una coincidencia, bajo el punto de vista de Walsh. Creía que había algo de inexorable en las investigaciones de asesinato, de manera que quedaban relativamente pocas por resolver. En efecto, rayos como éste nunca caían dos veces. Silbaba de manera desacompasada cuando empujó la puerta principal.

Bob Rogers estaba de servicio detrás de la mesa de despacho. Alzó la mirada cuando Walsh entró.

– Buenas, señor.

– Hola, Bob.

– Los rumores dicen que ha encontrado a Maybury.

Walsh apoyó un brazo en la mesa.

– No doy por sentado nada -gruñó-. El cabrón me ha despistado durante diez años. Puedo esperar otras veinticuatro horas antes de descorchar el champán. ¿Hay noticias de Webster?

Rogers negó con la cabeza.

– ¿Ocupado esta noche?

– No, como puede ver.

– Hágame un favor, entonces. Consígame una lista de todas las personas, hombres y mujeres, de las que se haya informado que han desaparecido en nuestra zona en, digamos, los últimos seis meses. Estaré en mi despacho.

Walsh fue al piso de arriba, sus pasos resonaban con fuerza en el pasillo abandonado. Le gustaba el lugar de noche, vacío, silencioso, sin teléfonos que sonaran y sin oír inanes charlas fuera de su despacho que se entrometiesen en sus pensamientos. Entró en su oficina y encendió la luz.

Su esposa le había comprado un cuadro hacía dos Navidades para dar una nota personal a sus frías y blancas paredes. Estaba colgado en la pared frente a la puerta y lo saludaba cada vez que entraba a la habitación. Lo odiaba. Era un símbolo de su mal gusto, no de él, una manada de caballos de color negro brillante, de crines largas y sueltas, galopando a través de un bosque otoñal. Hubiese preferido algunas estampas de Van Gogh por el mismo precio, pero su mujer se había reído de esa sugerencia. «Cariño -había dicho-, cualquiera puede tener una estampa; ¿seguramente preferirías un original?» Miró ferozmente el precioso cuadro y se preguntó, no por vez primera, por qué encontraba tan difícil decirle no a su esposa.

Fue hacia el archivador y seleccionó las ces. «Cairns», «Callaghan», «Calvert», «Cambridge», «Cattrell». Soltó una exclamación de satisfacción, retiró el expediente del cajón y se lo llevó a la mesa. Lo abrió, se acomodó en su silla, se aflojó la corbata y se descalzó.

La información aparecía en forma de curriculum vitae, daba los detalles de la historia de la Anne Cattrell que conocía la comisaría de Silverbone en tiempos de la desaparición de Maybury. Más información adicional y reciente se había añadido de vez en cuando en la última página. Walsh se tocaba los labios pensativamente mientras leía. Era decepcionante, en general. Había deseado encontrar una grieta en su armadura, alguna pequeña ventaja que hubiese podido utilizar a su favor. Pero no había nada. A menos que el hecho de que los últimos nueve años de su vida comprendían una página, mientras que los diez años anteriores ocupaban muchas, mereciera la pena considerarse. ¿Por qué había renunciado a una carrera tan prometedora? Si se hubiese quedado en Londres, ahora ya sería una de las primeras firmas. Pero en nueve años, su éxito más importante había sido la sensacional noticia acerca del ministerio de Defensa y aquélla, publicada en una revista mensual, había sido robada por periodistas de los periódicos de alcancenacional. Había obtenido muy poco prestigio por ella. En efecto, Walsh sólo se enteró de que fue su noticia porque el nombre se había registrado en relación a Maybury. Si se hubiese casado, su repentina caída profesional habría tenido sentido, pero…, su frente se arrugó profundamente. ¿Era así de sencillo? ¿Se habían comprometido, ella y esas mujeres, en alguna especie de matrimonio pervertido en cuanto todas estuvieron libres? Encontró la idea extrañamente tranquilizadora. Si la señora Maybury había sido lesbiana siempre, explicaba mucho. Estaba recogiendo los papeles de la ficha cuando Bob Rogers entró.

– Tengo esos nombres, señor, y una taza de té.

– Buen chico -aceptó la taza, agradecido-. ¿Cuántos?

El sargento Rogers consultó su lista…

– Cinco. Dos mujeres y tres hombres. Es bastante obvio que las mujeres han huido: ambas adolescentes, una al final de la adolescencia, ambas se fueron de casa después de haber discutido con sus padres y nadie las ha visto desde entonces. La más joven tenía catorce años, Mary Lucinda Phelps, llamada Lucy. Organizamos una búsqueda bastante importante, si lo recuerda, pero nunca encontramos nada.

– Sí, lo recuerdo. Parecía que tenía unos veinticinco años en la fotografía.

– Sí, es ésa. Los padres juraban que era virgen, pero resultó que había tenido un aborto a los trece años. La pobre criatura probablemente ahora ya debe de estar en las calles de Londres. La otra es una tal Suzie Miller, de dieciocho años, vista por última vez a principios de mayo, en la autopista A31 con un hombre mayor que ella. Contamos con un testigo que la vio y que dice que ella tenía muchas atenciones con él. Sus padres querían que lo tratásemos como un asesinato, pero no había nada que sugiriera que había pasado alguna desgracia y, naturalmente, nunca hemos encontrado un cadáver. De los tres hombres, uno es un posible suicida, aunque de nuevo no hemos encontrado su cadáver; otro es medio senil y se fue a pasear, y el tercero se ha largado. El primero es un joven muchacho asiático de 21 años, con un historial de depresiones, Mohammed Mirahmadi, cinco intentos de suicidio anteriores. Se marchó hace tres meses. Rastreamos unas canteras cercanas sin éxito. El segundo de la lista es un hombre viejo, Keith Chapel, que se fue de un asilo benéfico a mediados de marzo, eso hace ya casi cinco meses, y no ha regresado. En rigor, es extraño que nadie lo haya visto. Aquí dice que llevaba pantalones de color rosa chillón. Y por último, un tal Daniel Clive Thompson, de 52 años, su mujer informó de su desaparición hace nueve, diez semanas. El inspector Staley investigó este caso bastante a fondo. El negocio del hombre quebró y dejó a mucha gente dando saltos como locos, incluyendo a la mayoría de sus empleados. La opinión del sargento es que se ha pirado a Londres. Fue visto por última vez bajando del tren en la estación de Waterloo -alzó la mirada.

– ¿Alguno de ellos vive cerca de Streech?

– Uno de los hombres, Daniel Thompson. Dirección: Larkfield, East Deller. Ése es el pueblo vecino, ¿verdad?

– ¿Cuál es la descripción?

– Un metro ochenta, cabello gris, ojos color avellana, bien formado, llevaba un traje marrón, un metro, once centímetros de pecho, y zapatos de color marrón, número ocho. Otra información: grupo sanguíneo O, cicatriz de apendicectomía, dentadura completa, tatuajes en ambos antebrazos. Última vez que fue visto: 25 de mayo, en Waterloo. Última vez visto por su mujer: el mismo día, cuando lo dejó en la estación de Winchester. Eso es todo lo que hay aquí, pero el inspector Staley tiene una ficha más extensa sobre él. ¿Quiere que la saque?

– No -gruñó Walsh enfadado-. Es Maybury -observó cómo Bob Rogers se dirigió hacia la puerta-. ¡Maldita sea! Es como cuando uno se deja el paraguas un día que hace buen tiempo. Termina lloviendo. Déjeme la lista. Si me la guardo, lo más seguro es que será Maybury -esperó hasta que la puerta se cerró, entonces miró fija y tristemente la descripción de Daniel Thompson. Su cara parecía diez años mayor.

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