Capítulo 1

– Fred Phillips viene corriendo -el comentario de Anne Cattrell explotó en el silencio de aquella tarde de agosto como un petardo en medio de una reunión en casa del vicario.

Asustadas, sus dos compañeras la miraron; Diana apartó la mirada del bloc de dibujo, Phoebe del libro de jardinería, ambas con los ojos llorosos tras la brusca transición de la hoja impresa a la brillante luz del sol. Habían estado sentadas en ufana tranquilidad durante una hora, en torno a una mesa de hierro forjado en la terraza de su casa, donde los restos de un lento té se mezclaban con los pecios de sus vidas profesionales: una podadera, una caja de pinturas abierta, páginas de un manuscrito, una de ellas con una mancha circular de té, allí donde Anne había posado una taza sin darse cuenta.

Phoebe estaba colocada en una silla vertical, en ángulo recto con la mesa, con los tobillos cruzados y elegantemente ocultos debajo de ella, su cabello rojo serpenteaba en forma de espiras llameantes alrededor de sus hombros. Su postura apenas había cambiado desde hacía media hora, cuando acabó de beberse el té y, con sentimiento de culpabilidad, enterró la nariz en su libro en vez de regresar al invernadero para rematar un voluminoso pedido de 500 esquejes de hiedra pelargonium. Diana, desvergonzadamente brillante de Ambre Solaire, se recostaba en una hamaca, la falda plisada de su vestido de algodón se le caía por los lados y rozaba las baldosas. Una elegante mano jugaba con el bajo vientre del perro labrador echado junto a ella, la otra dibujaba garabatos arremolinados en el margen del bloc de dibujo que debía haber estado lleno -pero no lo estaba- de diseños que le habían encargado para el interior de una casa de campo en Fowey. Anne, que había estado luchando entre intermitentes cabezadas para evocar unas mil palabras sobre «Orgasmo vaginal: realidad o ficción» para una revista desconocida, estaba incorporada apoyándose en la mesa, con la barbilla entre las manos, mientras sus ojos oscuros miraban fijamente la larga perspectiva del jardín paisajista delante de ella. Phoebe la miró un instante y se volvió para seguir su mirada, por encima de sus gafas, hacia el otro lado de la gran extensión de césped.

– ¡Dios mío! -exclamó.

Su jardinero, un hombre de dimensiones imponentes, andaba con paso pesado por la hierba, desnudo hasta la cintura, su enorme barriga se comprimía contra los pantalones como un monstruoso mar de fondo. La semidesnudez ya era bastante sorprendente, puesto que Fred sostenía ideas firmes acerca de su posición en la mansión de Streech Grange. Entre otras cosas, esta posición exigió que Phoebe silbara para avisarle de que se acercaba al jardín y de este modo él se vistiera apropiadamente para lo que él llamaba un parlez vous, incluso en el calor del verano.

– Quizás haya ganado a las quinielas -sugirió Diana, mas sin convicción, mientras las tres mujeres observaban cómo se acercaba disminuyendo rápidamente el ritmo de sus pasos.

– Es poco probable -repuso Anne llevándole la contraria y separando su silla de la mesa-. La inercia de Fred exigiría un estímulo más fuerte que el vil metal para impulsar este ataque de actividad.

Contemplaron en silencio cómo Fred se aproximaba cada vez más. Caminaba lentamente cuando llegó a la terraza. Descansó un momento, apoyando una mano pesadamente sobre la pared baja que bordeaba las baldosas; recuperó el aliento. Había un matiz gris en sus mejillas curtidas, un chirrido en su garganta. Preocupada, Phoebe hizo un gesto a Diana para que acercara una silla libre, entonces se levantó, cogió a Fred del brazo y lo ayudó a sentarse en ella.

– ¿Qué es lo que ha pasado? -preguntó con inquietud.

– Oh, señora, algo horrible -sudaba profusamente, incapaz de pronunciar las palabras con rapidez. La transpiración chorreaba sobre sus pechos morenos, suaves y redondeados como los de una mujer, y el olor lo impregnó todo, consumiendo el dulce aroma de las rosas que asentían en los arriates del extremo de la terraza. Al darse cuenta de ello y de su desnudez, se retorció las manos, avergonzado.

– Lo siento mucho, señora.

Diana bajó las piernas de la hamaca y se incorporó, cogió de un tirón una manta del respaldo de la silla y se la puso con cuidado sobre los hombros.

– Debes abrigarte después de una carrera como ésa, Fred.

El jardinero se envolvió en la manta y asintió con la cabeza, mostrando agradecimiento.

– ¿Qué ha pasado, Fred? -preguntó Phoebe de nuevo.

– No sé cómo decirlo debidamente -ella creyó ver compasión en sus ojos-, pero hay que decirlo.

– Entonces dímelo -sugirió amablemente-. Estoy segura de que no puede ser tan malo -miró a Benson, el labrador de color castaño claro que permanecía echado plácidamente junto a la silla de Diana-. ¿Acaso han atropellado a Hedges?

Fred sacó un mano, callosa y apelmazada como el barro, de entre los pliegues de la manta y, con una familiaridad que no era nada característica de él, la puso sobre la de ella y la apretó suavemente. El gesto fue tan breve como inesperado.

– Hay un cadáver en la casa del hielo, señora.

Se produjo un instante de angustioso silencio.

– ¿Un cadáver? -repitió Phoebe-. ¿Qué clase de cadáver? -su voz era poco emotiva, firme.

Anne dirigió una breve mirada hacia ella. A veces, pensó, la serenidad de su amiga la asustaba.

– A decir verdad, señora, no miré demasiado cerca. Me sobresalté al encontrarlo de la manera en que lo hice -miró fija y tristemente sus pies-. Lo pisé, así, antes de que lo viera. Después noté que olía un poco.

Todas ellas miraron, fascinadas, sus botas de jardinería y él, arrepintiéndose de su impulsiva afirmación, las arrastró incómodamente fuera de la vista bajo la manta.

– No se preocupe, señora -dijo-, las limpié en la hierba tan pronto como pude.

La taza y el pequeño plato que Phoebe sostenía en la mano tintinearon y los puso con cuidado sobre la mesa, al lado de la podadera.

– Por supuesto que lo hiciste, Fred. Es un detalle de tu parte. ¿Quieres una taza de té? ¿Quizás una pasta? -le preguntó.

– No, gracias, señora.

Diana se volvió, reprimiendo un terrible deseo de reír. Sólo Phoebe, pensó, de todas las mujeres que conocía, ofrecería una pasta y té en tales circunstancias. De alguna manera, resultaba admirable, puesto que era a Phoebe a quien, más que a ninguna, le afectaría la horrorosa revelación de Fred.

Anne revolvió las páginas de su manuscrito en busca de los cigarrillos. Con un movimiento brusco, abrió la caja con un golpecito y se la ofreció a Fred. Éste miró a Phoebe para pedir permiso, que no necesitaba, y ella asintió seriamente.

– Es muy amable, señorita Cattrell. Tengo los nervios deshechos.

Anne se lo encendió, agarrándole su firme mano con la suya.

– Dínoslo francamente, Fred -le dijo, sus ojos oscuros buscando su mirada-. Se trata del cadáver de una persona. ¿Es eso?

– Así es, señorita Cattrell.

– ¿Sabes quién es?

– No puedo decir que sí, señorita -contestó con desgana-. No creo que nadie sepa quién es -aspiró profundamente del cigarrillo y el sudor de la náusea reprimida afloró en su frente-. La verdad es que, por el vistazo que di, no queda demasiado del cuerpo. Debe llevar ahí bastante tiempo.

Las tres mujeres lo miraron horrorizadas.

– ¿Pero seguramente lleva ropa puesta, Fred? -preguntó Diana, nerviosa-. Por lo menos sabrás si es un hombre o una mujer.

– No vi ropa alguna, señora Goode.

– Es mejor que me lo enseñes -Phoebe se levantó con decisión repentina y Fred se puso en pie torpemente.

– Preferiría no hacerlo, señora. No debería verlo. No quiero llevarla hasta allí.

– Entonces iré yo sola -sonrió de pronto y le puso la mano en el brazo-. Lo siento, pero tengo que verlo. Lo entiendes, ¿verdad, Fred?

Fred apagó el cigarrillo y tiró de la manta, apretándosela más contra los hombros.

– Si está tan decidida a ir, voy con usted. Es algo que no debería ver sola.

– Gracias -se volvió hacia Diana-. ¿Podrías telefonear a la policía?

– Por supuesto.

Anne apartó su silla hacia atrás.

– Iré con vosotros -le dijo a Phoebe. Entonces llamó a Diana mientras seguía a los otros dos cruzando la extensión de césped-. Sería una buena idea que prepararas el coñac, yo lo necesitaré, aunque nadie más lo necesite.


Se agruparon formando un nervioso conjunto a unos cuantos metros de la entrada de la casa de hielo. Se trataba de una estructura original, diseñada y construida en el siglo xviii para que pareciese un montecillo. Su función como almacén de hielo había cesado hacía años con el advenimiento del frigorífico y la naturaleza había reafirmado su dominio sobre él, de manera que hileras de ortigas avanzaban a cientos alrededor de la base, creando una fusión natural entre la cúpula hecha por el hombre y la tierra sólida. La única entrada, una puerta ancha y baja, estaba abierta en la pared de la casa del hielo, al final de un camino cubierto de hierba. La puerta también hacía mucho que había quedado escondida entre una masa de zarzas enmarañadas que crecían sobre ella formando una cortina espinosa que la cubría de arriba a abajo. Tan sólo se descubría ahora porque Fred había cortado y pisoteado la cortina hacia un lado para alcanzarla.

Una linterna encendida yacía a sus pies abandonada en el suelo. Phoebe la recogió.

– ¿Por qué motivo entraste ahí? -le preguntó a Fred-. Hace muchos años que no la usamos.

Puso cara de desagrado.

– Desearía no haberlo hecho, señora, Dios lo sabe. Ojos que no ven, corazón que no siente, y eso es cierto. He estado arreglando el muro de la huerta, pues se derrumbó la semana pasada. La mitad de los ladrillos son inutilizables: comprendí, cuando vi cómo estaban, por qué se derrumbó el muro. Un puñado de polvo, eso es lo que quedaba de algunos de ellos. De cualquier modo, me acordé de los ladrillos que guardamos aquí hace unos cuantos años, los de la dependencia que derribamos. Usted dijo: «Nos quedaremos los que estén bien, Fred, nunca se sabe cuándo podríamos necesitarlos para reparar algo».

– Lo recuerdo.

– Así que quería usarlos para el muro.

– Claro. ¿Tuviste que cortar las zarzas?

– En efecto, no podía ver la puerta, habían crecido mucho -señaló una guadaña que se veía en el suelo, a un lado de la casa del hielo-. Utilicé eso y mis botas para llegar hasta ella.

– Vamos -dijo Anne de pronto-. Acabemos de una vez con esto. Hablar no va a hacerlo más fácil.

– Sí -pronunció Phoebe con calma-. ¿Se abre más la puerta, Fred?

– Sí, señora. La abrí del todo antes de pisar lo que está ahí dentro. La ajusté todo lo que pude cuando salí en caso de que alguien pasara cerca -apretó los labios-. La verdad sea dicha, ahora está más abierta que cuando salí.

Se adelantó a disgusto y, con un movimiento brusco, le dio una patada a la puerta. Esta giró sobre sus goznes, abriéndose entre crujidos. Phoebe se agachó e iluminó el interior con la linterna, bañando el contenido con la luz cálida y dorada. No fue tanto el cadáver ciego y ennegrecido lo que le causó el vómito, como el ver a Hedges revolcándose tranquila y resueltamente entre los restos de los intestinos en descomposición. El perro salió escondiendo la cola y se echó sobre la hierba mirándola, con la cabeza entre las patas, mientras ella vomitó el té en la hierba.

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