Capítulo 11

Gota a gota, a medida que se conseguían comunicar los mensajes, los hombres de Walsh se reunieron en la explanada de hierba que se extendía delante de la casa del hielo para presentar sus informes. El día había llegado a su punto más álgido de calor y los compañeros se quitaban las chaquetas, agradecidos, y se sentaban o se reclinaban en el suelo como padres de familia en la playa. McLoughlin, echado ahora sobre su estómago, miraba con la frente arrugada a una distancia intermedia, como un padre nervioso con alejados hijos revoltosos. El sargento Robinson, inconsciente de las necesidades ajenas pero no de las propias, se zampaba unos enormes bocadillos felizmente y daba a todo el aire falso de una comida campestre improvisada. En último plano, las zarzas, que una vez habían adornado como una magnífica cortina verde, segregaban su savia silenciosamente a través de los tallos rotos y se ponían morenas al sol.

Walsh sacó su pañuelo y se secó el sudor de la frente.

– Vamos a ver qué tiene entonces -gruñó en el silencio contenido como si ya hubiese hecho la sugerencia una vez y se hubiese ignorado. Estaba sentado con las piernas estiradas y separadas y con un cuaderno en el suelo situado entre las rodillas. Volvió una página para encontrar otra en blanco.

– Los zapatos -dijo, escribiendo una nota en lápiz y luego dando un golpecito a los zapatos marrones que estaban en la bolsa junto a él-. ¿Quién fue a la casa?

– Yo, señor -dijo uno del grupo de búsqueda de Jones-. Fred Phillips calza el número diez y sus pies son casi tan anchos como largos. Se sacó las botas para enseñármelos -se rió al recordarlo-. No sólo es corpulento como un elefante, además sus pies hacen juego -atrajo la mirada de Walsh y miró apresuradamente los zapatos en el interior de la bolsa. Negó con la cabeza-. Ninguna posibilidad. Incluso dudo que ni siquiera pudiera meter los dedos de los pies en ésos. Jonathan Maybury calza el número nueve -miró para arriba-. A propósito, él y la hija de la señora Goode han llegado, señor. Ahora están con sus madres.

Walsh pronunció un murmullo de agradecimiento mientras apuntaba los números de los zapatos.

– Bien, Robinson, ¿qué tiene usted?

El detective sargento Robinson se atiborró la boca con el último bocadillo y sacó su bloc.

– Un ascenso -murmuró al respirar, dirigiéndose al hombre que estaba sentado a su lado.

– ¿Qué es eso? -exigió fríamente Walsh.

– Lo siento, señor, gases -contestó Robinson, hojeando las páginas-. Di con una mina de información, señor. Lo escribiré todo en mi informe, pero lo más importante es esto: uno, este bosque lo utilizan con regularidad las parejas enamoradas del lugar y, por lo visto, ha sido así durante años; dos, David Maybury hizo imprimir cien copias de un folleto con una historia resumida del lugar, que mostraba un mapa de los jardines -echó una mirada a Walsh-. Quería atraer a los turistas -explicó- y dio folletos a cualquier persona del pueblo que pudiese distribuirlos.

– Maldita sea -dijo con sentimiento el inspector jefe-. ¿Tiene una copia?

– Todavía no. Fue el dueño del pub quien me lo dijo y está buscando sus copias. Si las encuentra, me telefoneará.

– ¿Alguna cosa más?

– Hágame el favor, señor, apenas he comenzado -dijo lastimeramente Nick Robinson-. Pregunté acerca de desconocidos. Muchas personas recuerdan haber visto un viejo vagabundo andando por el pueblo hace unos dos, tres meses, pero no pude obtener una fecha exacta de cuándo fue visto. Tenía dinero, puesto que se tomó un par de cervezas en el pub.

– Yo tengo una fecha, señor -interrumpió impacientemente el policía Williams-. Llamó a dos casas del municipio pidiendo comida y dinero. En la primera vive una señora mayor llamada señora Hogarth que le dio un bocadillo; en la segunda, una tal señora Fowler lo mandó con viento fresco porque llegó en medio de la fiesta de cumpleaños de su hijo. Fue el 27 de mayo -acabó triunfalmente-. Tengo una buena descripción, además. No debería ser muy difícil encontrarlo. Un viejo sombrero flexible, chaqueta verde y, para remacharlo, pantalones de color rosa chillón.

Walsh dudó.

– Seguramente no existe relación alguna. Los vagabundos abundan en esta zona en verano. Siguen al sol y los itinerarios del paisaje como los turistas. ¿Algo más?

El detective sargento Robinson sorprendió un destello sardónico en la mirada de McLoughlin que le dijo lo que ya había supuesto, que el viejo hombre tenía uno de esos días de malhumor. «Dios, que se pudra su alma», pensó. Era como trabajar con un yo-yó, ahora arriba, ahora abajo. Si hubiese sido en cualquier otro momento, todos sus esfuerzos de la mañana podrían haberle valido una palmada en la espalda. Tal y como estaban las cosas ahora, tendría suerte de conseguir una patada en el trasero.

Volvió a su bloc.

– Seguí una pista que me dieron y hablé con uno de los que utiliza los condones -continuó-. Viene aquí con su novia cuando hace calor, normalmente alrededor de las once…

– Nombre -soltó Walsh.

– Lo siento, señor. Prometí que no revelaría su nombre, no a menos que fuera absolutamente necesario en un proceso judicial e incluso entonces, tampoco sin su permiso.

Tal y como lo veía el sargento Robinson, la amenaza de Paddy Clarke de colgarlo de los huevos no había sido vana. El hombretón no le había dado ninguna razón para su promiscuidad, pero Robinson las adivinó al regresar inesperadamente la señora Clarke cuando ya se iba. Era grande, rolliza y dominante, sus ojos penetrantes y su sonrisa quebradiza. Una Gorgona que llevaba los pantalones. Dios sabe, había pensado Robinson, que nadie podía culpar a Paddy por querer algo suave, dulce y sumiso para abrazar de vez en cuando.

– Siga -dijo Walsh.

– Le pregunté si había visto algo extraño allí en los últimos seis meses. Ver no, dijo, pero oír sí. Según él normalmente el lugar es bastante silencioso, se oye alguna lechuza o chotacabras, perros que ladran a lo lejos, ese tipo de cosas -consultó el bloc-. En dos ocasiones en el mes de junio, durante las dos primeras semanas, eso cree, él y su novia se quedaron -y cito, señor- «cagados de miedo por el alboroto más horrible que jamás oí. Como almas llorando en el infierno». La primera vez que pasó, su novia estaba tan asustada que se puso en pie y salió corriendo. Él la siguió bien pronto y cuando llegaron a la carretera, ella le dijo que se había olvidado las bragas.

Una risa disimulada y enmudecida onduló los rostros de los hombres sentados como una suave brisa a través de la hierba. Incluso Walsh sonrió.

– ¿Qué era, lo sabían?

– Trataron de aclararlo la segunda vez. Subieron una semana más tarde y sucedió otra vez, pero fue menor. Esta vez, mi hombre agarró a su chica y la hizo escuchar. Eran gatos maullando y dando bufidos, entre ellos o a algo más, también creyó oír gruñidos de perro. No pudo decir de dónde venían, pero era de bastante cerca -miró a Walsh-. Han ido allí muchas más veces después, pero no ha vuelto a pasar.

McLoughlin se estremeció.

– La colonia de gatos salvajes de la granja -dijo-, luchando por el cadáver. Si eso es correcto y la fecha es precisa, nos empieza a dar el principio de una escala de tiempo. Nuestra víctima fue asesinada durante o antes de la primera semana de junio.

– Su hombre, ¿está seguro de las fechas? -preguntó Walsh a Robinson.

– Bastante seguro. Lo comprobará con su novia, pero recuerda que fue durante esa ola de calor a principios de junio, dijo que el suelo estaba tan seco como un hueso las dos veces, de manera que no fue necesario llevar nada para echarse encima.

Walsh tomó algunas notas en su cuaderno.

– ¿Es eso todo?

– Tengo informes contradictorios sobre las tres mujeres de aquí arriba. Casi todo el mundo está de acuerdo con que son lesbianas y que intentan seducir a las chicas del pueblo para que se unan a sus orgías lesbianas. Pero dos personas, bajo mi punto de vista, señor, las dos más sensatas, dijeron que eso eran malévolas tonterías. Una es una señora mayor de setenta u ochenta años que las conoce bastante bien, la otra es mi informador. Él dijo que Anne Cattrell ha tenido tantos amantes que podría darle clases de sexo a Fiona Richmond -sacó un cigarrillo y lo encendió, echando un mirada a McLoughlin a través del humo-. Si es verdad, señor, puede darnos otro punto de vista. Crime passionnel, o como sea que lo llaman los franceses. Me parece que ella ha hecho todo lo posible para hacernos creer que sólo le interesan las mujeres. ¿Por qué? Podría ser porque ha eliminado a un amante celoso y no quiere que nosotros la relacionemos con ello.

– Lo que dice su informador es una mierda -dijo sin rodeos McLoughlin-. Todo el mundo sabe que son lesbianas. Demonios, he oído muchas más bromas acerca de eso de las que puedo recordar.

Jack Booth había sido una fuente de bromas de ésas.

– Difícilmente es algo nuevo que la señorita Cattrell se lo haya inventado en nuestro honor. Y si no es verdad, ¿por qué fingen que lo es? ¿Qué diablos es lo que ganan con eso?

Walsh estaba llenando su pipa con tabaco.

– Su problema, Andy, es que generaliza demasiado -dijo mordazmente-. Que todos sepan algo no hace que eso sea verdad. Todos sabían que mi hermano era un cabrón tacaño hasta que murió y descubrieron que había estado pagando doscientas libras anuales durante quince años para la educación de unos niños en África -asintió hacia Robinson con aprobación-. Quizá tenga algo, Nick. Personalmente, me importa un rábano cuáles son sus costumbres sexuales y, por lo que he visto, no creo que les importe un rábano lo que la gente diga o piense de ellas. Razón por la cual -miró a McLoughlin-, no se molestarían en negar o confirmar nada. Pero -continuó ensimismado, encendiendo la pipa-, justamente estoy interesado en el hecho de que Anne Cattrell haya estado haciéndonos tragar el lesbianismo desde que llegamos. ¿Cuál es su motivo?

Se quedó en silencio.

El detective sargento Robinson esperó un momento.

– Déjeme que lo intente yo con ella, señor. Una nueva cara, puede que se abra. No hay ningún mal en intentarlo.

– Me lo pensaré. ¿Alguien más tiene algo?

Un policía alzó la mano.

– Dos personas con las que hablé informaron de que oyeron sollozar a una mujer una noche, señor, pero no pudieron recordar cuándo.

– ¿Dos personas de una misma casa?

– No, por eso creí que valía la pena mencionarlo. De casas diferentes. Hay un par de granjas que están en la carretera hacia East Deller, pertenecen a la propiedad de la granja Grange. Ambos ocupantes recuerdan haber oído a la mujer, pero dicen que no hicieron nada porque creyeron que se trataba de un riña de amantes. En ninguna de las dos casas pudieron recordar exactamente cuándo sucedió.

– Vaya a verlos otra vez -dijo bruscamente Walsh-. Usted también, Williams. Pregunten si estaban viendo la televisión cuando ocurrió, qué programa estaban dando, ¿acaso estaban cenando? O en caso de que ya estuvieran durmiendo, si era muy tarde, ¿estaban despiertos porque hacía calor, porque estaba lloviendo? Cualquier cosa que pueda darnos una idea de la hora y la fecha. Si no estaba sollozando porque acababa de matar a un hombre, quizás estuviera llorando porque acababa de ver que lo mataban -se impulsó torpemente para ponerse en pie, recogiendo su cuaderno y su chaqueta al hacerlo-. McLoughlin, usted venga conmigo. Vamos a hablar con la señora Thompson. Jones, usted y su brigada recojan todo y llévenlo a la comisaría. Tienen una hora de descanso, luego quiero que todos vengan aquí para registrar la casa. Habrá autorizaciones en mi escritorio -le dijo a Jones-. Tráigalas -se volvió hacia Robinson-. Bien, muchacho, puede ir a charlar tranquilamente sobre sexo con la señorita Cattrell, pero no vaya asustándola. Si es que hizo picadillo a nuestro cadáver, quiero poder demostrarlo.

– Déjemelo a mí, señor.

Walsh sonrió con su sonrisa de reptil.

– Sólo recuerde una cosa, Nick. En sus tiempos, se comió a hombres del Cuerpo Especial para desayunar. Usted equivale a una bolsita de cacahuetes.


La puerta se abrió tras unos instantes para revelar una mujercita triste que llevaba un vestido negro de manga larga abrochado hasta arriba. Tenía los ojos afligidos y una expresión de cansancio. Una cruz de oro en una cadena larga colgaba entre sus pechos planos y tan sólo necesitaba una cofia y un libro de oraciones abierto para completar el cuadro de devoto sufrimiento.

Walsh le ofreció su tarjeta de identidad.

– ¿Señora Thompson? -preguntó.

Ella saludó con la cabeza, pero no se molestó en mirar la tarjeta.

– Inspector jefe Walsh y sargento McLoughlin. ¿Podríamos pasar? Nos gustaría hacerle unas preguntas acerca de la desaparición de su marido.

Se pellizcó los labios consiguiendo una moue poco atractiva.

– Pero le he dicho a la policía todo lo que sé -se quejó, los ojos tristes se llenaron de lágrimas-. No quiero pensar más en ello.

Walsh refunfuñó en su interior. Su mujer resultaría ser así, pensó, si algo le pasase a él. Incapaz, llorona, irritante. Sonrió amablemente.

– Sólo estaremos un minuto -le aseguró.

De mala gana, abrió del todo la puerta e hizo un gesto hacia la sala de estar, aunque «de estar», pensó McLoughlin al entrar, era una definición inapropiada. Estaba limpia hasta el punto de la obsesión y desnuda de cualquier cosa que pudiera exhibir carácter o personalidad, sin libros, ni ornamentos, ni cuadros, ni siquiera un televisor. En su cerebro, la comparó con la habitación viva y plena de color en que vivía Anne Cattrell. Si los dos cuartos eran una expresión externa del interior de la persona, no tenía ninguna duda de cuál era más interesante. Vivir con la señora Thompson sería como vivir con un caparazón vacío.

Se sentaron en las austeras sillas. La señora Thompson se colocó en el borde del sofá, arrugando un pañuelo de encaje entre los dedos, con el que se secaba ligeramente los ojos de vez en cuando. El inspector Walsh se sacó la pipa del bolsillo, echó un vistazo por la habitación como si se percatara de ella por primera vez y después se guardó la pipa otra vez.

– ¿Qué número calza su marido? -le preguntó a la mujercilla.

Sus ojos se abrieron como platos y lo miró fijamente como si hubiera hecho una sugerencia indecente.

– No entiendo -susurró.

Walsh sintió que aumentaba su irritación. Si Thompson se había largado, ¿quién podía culparlo? La mujer era ridícula.

– ¿Qué número calza su marido? -le volvió a preguntar pacientemente.

– ¿Calza? -repitió-. ¿Calza? ¿Entonces lo han encontrado? Estaba tan segura de que había muerto -se animó bastante-. Ha perdido la memoria, ¿no es eso? Es la única explicación. Nunca me abandonaría, sabe.

– No, no lo hemos encontrado, señora Thompson -dijo el inspector con firmeza-, pero usted nos informó de su desaparición y estamos haciendo todo lo posible para localizarlo. Nos ayudaría saber qué número calzaba. El informe de la persona desaparecida dice que calzaba el número ocho. ¿Es correcto?

– No lo sé -dijo distraídamente-. Siempre se compraba él solo los zapatos -lo miró furtivamente por debajo de sus pestañas y, de manera bastante chocante, le dirigió una sonrisa remilgada.

McLoughlin se inclinó hacia delante.

– ¿Podría llevarme al piso de arriba, señora Thompson, y lo sabremos por los zapatos que dejó aquí?

Se encogió hundiéndose en el sofá.

– No es posible -dijo-. No les conozco. Fue una chica policía quien vino antes. ¿Dónde está ella? ¿Por qué no ha venido?

El inspector Walsh contó hasta diez y pensó que Daniel Thompson debió haber sido un santo.

– ¿Cuánto tiempo llevan casados? -le preguntó con curiosidad.

– Treinta y dos años -dijo en voz baja.

El hombre realmente era un santo, pensó Walsh.

– ¿Podría ir un momento arriba y buscar un par de zapatos suyos? -sugirió-. El sargento McLoughlin y yo la esperaremos aquí.

Aceptó esta propuesta sin hacer objeciones y salió de la habitación cerrando la puerta detrás de ella, como si la puerta les pudiese detener de alguna manera en caso de que realmente estuvieran decididos a violarla en su dormitorio. Walsh alzó las cejas hacia el cielo.

– Necesita un reconocimiento médico de la cabeza.

– Está enferma -contestó seriamente McLoughlin-. Me parece que la desaparición de su marido la ha trastornado. ¿No cree que deberíamos proporcionarle algún tipo de ayuda?

Walsh reflexionó.

– Había una vicaría unas casas más abajo, ¿verdad? Pararemos de vuelta a Grange.

Levantaron los ojos cuando la puerta se volvió a abrir y la señora Thompson reapareció abrazando un par de zapatos de piel sumamente brillantes contra su pecho.

– Número ocho -dijo- y estrechos. Nunca me di cuenta de lo delicados que eran sus pies. No era bajo, ya sabe.

A disgusto, Walsh abrió su cartera y sacó la bolsa de plástico transparente con los zapatos de color marrón. Colocó los zapatos, sin sacarlos de la bolsa, en la palma de una mano y los mostró a la mujer para que los observara.

– ¿Son estos zapatos de su marido, señora Thompson? ¿Recuerda si tenía un par como éste?

Respondió sin dudar.

– Desde luego que no -dijo-. A mi marido no se le ocurriría llevar zapatos de varios colores.

– Las manchas blancas han salido allí donde se mojaron, señora Thompson, no es piel blanca. Los zapatos eran antes uniformemente marrones.

– Oh -se acercó, después de unos momentos, negó con la cabeza-. No, nunca los vi anteriormente. Por supuesto que no son de Daniel. Sólo tenía un par de zapatos marrones y los llevaba el día en que -se le escapó un sollozo-, el día en que desapareció -se volvió a llevar el pañuelo de encaje empapado a los ojos-. Eran zapatos italianos muy caros, de punta. No se parecían a ésos. Era muy concienzudo acerca de su aspecto -acabó diciendo.

Walsh volvió a meter los zapatos en su cartera.

– Cuando informó a la policía de la desaparición de su marido, señora Thompson, dijo que últimamente estaba preocupado por los negocios. ¿Qué quería decir en concreto?

Salió huyendo de él como si hubiese intentado tocarla.

– No me dejaría -volvió a decir.

– Por supuesto que no, señora Thompson, pero la tensión en el trabajo sí hace que algunos hombres actúen irracionalmente. Tal vez no podía hacer frente a sus problemas y necesitaba tiempo para estar solo y solucionarlos. ¿Es eso lo que quería decir?

Las lágrimas se derramaron al inundar aquellos ojos afligidos. Llevaba puesta su desesperación como una raída chaqueta de punto, algo a lo que se había acostumbrado y con lo que se encontraba cómoda a pesar de su fealdad. Se hundió en el sofá.

– Su negocio está arruinado -explicó-. Debe dinero por todas partes. Lo está solucionando todo su ayudante, pero la gente, los acreedores, no dejan de telefonearme. No hay nada que yo pueda hacer. Les he dicho que está muerto.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó amablemente Walsh.

– No me hubiese dejado -dijo-, no si estuviese vivo.

Walsh miró a McLoughlin e hizo un gesto hacia la puerta. Se levantaron.

– Gracias por dedicarnos su tiempo, señora Thompson. Sólo hay algo más. ¿Ha ido su marido alguna vez a Streech Grange o tuvo tratos con la gente que vive allí?

Sus labios se estiraron, rasgándose en una incipiente mueca de enfado.

– ¿Es ahí donde viven esas mujeres horribles? -soltó. Walsh asintió-. Daniel entraría antes en una guarida de leones -tocó su cruz- que dejarse contaminar por su pecado -besó la cruz y empezó a desabrocharse los botones de su vestido.

– Está bien -dijo Walsh con un poco de vergüenza-. No hace falta que nos acompañe a la puerta.

Andy McLoughlin se detuvo en la puerta de la sala de estar y se volvió para mirarla de nuevo.

– Le pediremos al vicario que venga a verla, señora Thompson. Le hará bien charlar con él.


El vicario escuchó las expresiones de preocupación de la policía con pánico mal disfrazado.

– Francamente, inspector, no hay nada que yo pueda hacer. Créame, nuestra pequeña comunidad ha doblado la espalda para ayudar a la pobre señora Thompson. Hemos conseguido la ayuda del médico y de un asistente social, pero no tienen ningún poder para actuar a menos que ella misma solicite ayuda psiquiátrica. No está loca, entiende, ni siquiera deprimida en el sentido corriente. En realidad, por lo que se ve, se las arregla magníficamente.

Tenía una nuez bastante pronunciada que subía y bajaba al hablar.

– Sólo cuando la gente va a visitarla, especialmente hombres, actúa, esto es, de una manera extraña. El médico está seguro de que su recuperación es sólo cuestión de tiempo -se retorció las manos-. La verdad es que ni a él ni a mí nos gustaría volver allí. Parece haber desarrollado una manía por el sexo y la religión. Enviaré a mi esposa, aunque para ser sincero, su último encuentro con la señora Thompson fue cualquier cosa salvo feliz; me acusó de haberme visto en la iglesia con sólo los calcetines y los zapatos puestos.

La nuez subió nerviosamente juntándose con la barbilla.

– Pobre mujer. Vaya tragedia para ella. Deje el asunto en mis manos, inspector. Estoy seguro de que es sólo cuestión de tiempo que acepte la desaparición de Daniel. Debe haber un texto para tratar acerca de eso. Yo me ocuparé.


El detective sargento Robinson llamó al timbre de Anne y esperó. La puerta estaba un poco entreabierta y se oyó una voz: «Pase», a cierta distancia. Anduvo por el pasillo hasta la habitación del final. Anne estaba sentada delante de su escritorio, con un lápiz tras la oreja, y un pie calzado en una bota apoyado en un cajón abierto seguía el ritmo de la canción Jumping Jack Flash que sonaba discretamente en el equipo estereofónico. Levantó la mirada y le señaló con la mano una silla vacía.

– Soy Anne Cattrell -dijo, cogiendo el lápiz de detrás de la oreja y marcando una corrección en una página mecanografiada-. «Orgasmo vaginal: realidad o ficción», había luchado para llegar a alguna especie de climax en cinco folios.

El policía tomó asiento.

– Detective sargento Robinson -se presentó.

Anne sonrió.

– ¿Qué puedo hacer por usted?

«Demonios -pensó-, está muy bien, más que bien.» Con la suerte de gorra que formaban sus cabellos oscuros y ojos separados, le recordó a Audrey Hepburn. De la manera que McLoughlin había hablado de ella la tarde anterior, había estado esperando una verdadera cara de perro.

– No será demasiado -dijo-, sólo algo que no cuadra.

– Adelante. ¿Le molesta la música?

– No. Es una de mis canciones favoritas -dijo ateniéndose a la verdad-. Es esto, señorita Cattrell, tanto usted misma como la mayoría de la gente del pueblo de Streech han dado a entender que usted y sus amigas son lesbianas -se detuvo.

– Siga.

– Sin embargo, cuando se lo mencioné al señor Clarke en el pub esta mañana, se rió a carcajadas y manifestó, aunque no exactamente con estas palabras, que usted era sin duda alguna heterosexual.

– ¿Cuál fueron exactamente sus palabras? -preguntó con curiosidad.

Reparó en el cenicero lleno de su escritorio.

– Le importa si fumo, ¿señorita Cattrell?

Anne le ofreció uno de sus cigarrillos.

– Considérese mi invitado.

Observó cómo encendía el cigarrillo en silencio.

– Dijo que había tenido más hombres que yo comidas calientes -dijo apresuradamente.

Ella se rió entre dientes.

– Sí, ese tópico tan trillado suena a Paddy. Así, quiere saber si soy lesbiana y, si no lo soy, por qué he dado la impresión de serlo -dijo. Robinson casi pudo oír la mente de ella chasqueando-. ¿Por qué una mujer daría a la gente motivos para que la despreciaran a menos que quisiera despistarlos, desviar su atención de alguna otra cosa? – le apuntó con el lápiz-. Creen que he asesinado a uno de mis amantes y que he dejado que se pudriese en la casa del hielo.

Sus manos eran tan pequeñas y delicadas como las de una niña.

– No -mintió alegremente Robinson-. Para ser sincero, no es muy importante en cualquier caso, es algo que nos ha desconcertado. Además -continuó, con una indirecta a oscuras-, me inspiró más simpatía el señor Clarke que cualquiera de los otros con los que hablé y no puedo creer que sea él quien esté equivocado.

– Inteligente de su parte -dijo Anne con agradecimiento-. En asuntos no relacionados con el sexo, Paddy tiene más sentido común en su dedo meñique que todo Streech reunido.

– ¿Y bien? -preguntó él.

– ¿Estaba su mujer cuando habló con él?

El detective sargento Robinson negó con la cabeza.

– Hablamos completamente en confianza, aunque lo que contó de usted lo hizo con el propósito de transmitirlo. Dijo que estaba harto de la mmm…, esto, las tonterías que corrían sobre ustedes tres.

– ¿La mierda? -le facilitó amablemente.

– Sí -se rió con una mueca infantil-. De hecho, conocí a su mujer cuando ya me iba. Se me encogió el ombligo al verla.

Anne encendió un cigarrillo.

– Fue monja en un momento dado e increíblemente guapa. Conoció a Paddy en la iglesia y él la arrastró y la convenció de que rompiera los votos. Nunca le ha perdonado por ello. A medida que se hace mayor, su pérdida de la gracia de Dios toma proporciones cada vez más grandes. Cree que no haber tenido hijos es un castigo del Señor -explicó. Se divirtió con el asombro de Robinson.

– ¿Me está tomando el pelo? -preguntó. No podía creer que la señora Clarke hubiese sido guapa alguna vez.

Sus ojos oscuros brillaron.

– Por Dios, es cierto -echó un anillo de humo al aire-. Hace quince años encendió la pasión de Paddy. La chispa todavía está ahí. De vez en cuando vuelve a prender cuando se olvida de sí misma, aunque Paddy no lo vea. Él ha aceptado la imagen superficial y ha olvidado lo mejor de ella, que permanece oculto.

– Podría decir eso de cualquiera -señaló Robinson.

– En efecto, podría.

Jumping Jack Flash había dado paso a Mother's Little Helper. Los pies de Anne siguieron el nuevo ritmo.

Robinson esperó un momento, pero ella no prosiguió.

– ¿Es la información del señor Clarke acerca de usted correcta, señorita Cattrell?

– Está excesivamente equivocado en el número, a menos que su madre le privase de comidas calientes, pero el significado general es exacto.

– Y entonces ¿por qué le dijo al sargento McLoughlin que era lesbiana?

Anne anotó algo más en la página con el lápiz.

– No lo hice -habló sin alzar la mirada-. Oyó lo que quería oír.

– No es un mal tipo -dijo él sin convicción, preguntándose por qué sentía la necesidad de defender a McLoughlin-. Ha sufrido una mala época últimamente.

La mujer levantó los ojos.

– ¿Es amigo suyo?

Robinson se encogió de hombros.

– Supongo que sí. Me ha hecho algunos favores, me ha prestado ayuda un par de veces. De cuando en cuando, vamos a tomar una copa juntos.

Anne encontró su respuesta deprimente. ¿Quién escuchaba, se planteó, cuando un hombre necesitaba hablar? Las mujeres tenían amigos; los hombres, al parecer, tenían compañeros de copas.

– No importa lo que dijera -le dijo al sargento-. Importa un comino en este caso si jodemos con mujeres o con hombres todas las noches. O si -señaló con el lápiz su biblioteca- vamos a la cama por el simple placer de leer para quedarnos dormidas. Cuando hayan resuelto su asesinato, verá que tengo razón -dijo y, después, se concentró en sus correcciones una vez más.

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