Capítulo 21

Anne se rió cuando McLoughlin le explicó la historia. El color había vuelto a su cara y un alegre placer chispeaba en sus ojos. El único recordatorio visible de que la habían atacado era el llamativo fular blanco de lunares rojos que se había atado, al estilo de los bandidos, sobre el vendaje. Contra los consejos médicos, se había dado el alta el día anterior, sosteniendo que cinco días en el hospital era el máximo que una drogadicta sensible podía tolerar. Sometiéndose a lo inevitable, Phoebe la había llevado a casa tras arrancarle una promesa de que haría exactamente lo que le dijeran. Anne lo prometió de buena gana.

– Sólo llévame hasta un cigarrillo -dijo- y haré lo que digas.

Lo que no sabía era que Phoebe también había asumido la responsabilidad de su seguridad.

– Si sale del hospital, señora Maybury, la protegeremos -había señalado Walsh-, igual que podemos protegerla a usted. Sencillamente, no tenemos suficientes hombres para vigilar Streech Grange. Le aconsejaré a ella que se quede en el hospital como le he aconsejado a usted que se vaya de Streech.

– No malgaste su aliento, inspector -le dijo desdeñosamente Phoebe-. Streech es nuestro hogar. Si tuviéramos que confiar en ustedes para protegernos, no valdría la pena vivir.

– Es usted muy tonta, señora Maybury -exclamó Walsh, encogiéndose de hombros.

Diana, que estaba con ellos en la habitación, estaba indignada.

– Dios mío, realmente es usted el colmo -saltó-. Hace dos días, no creía ni una palabra de lo que Phoebe le decía. Y ahora, porque el sargento McLoughlin se tomó la molestia de encontrar algunas pruebas, le dice que es tonta por no huir según su maldita opinión. Bueno, déjeme decirle algo, la única cosa que ha cambiado en los últimos días es su parecer -pataleó en señal de exasperación-. ¿Por qué demonios tendríamos que huir hoy cuando no huímos ni ayer ni anteayer? El peligro es el mismo, por Dios. ¿Y quién se imagina que nos ha estado protegiendo todo este tiempo?

– ¿Quién, señora Goode?

Diana le dio la espalda.

– Nos hemos protegido nosotras mismas, por supuesto -dijo fríamente Phoebe-, y seguiremos haciéndolo. Los perros son la mejor guardia que tenemos.

Anne estaba recostada sobre unos cojines en su sillón favorito, con los pies descansando en el taburete tapizado de Phoebe; le abrigaba una vieja chaqueta de lanilla, que pasaba por bata, alrededor de los hombros y un lápiz tras la oreja. Le tenían sin cuidado, pensó McLoughlin, las opiniones de la otra gente. El mensaje era simple: yo soy lo que ve; tómelo o déjelo. Se preguntó si aquella actitud procedía de una suprema confianza en sí misma o de una total indiferencia. Fuera lo que fuese, deseaba compartirlo. Por su parte, todavía necesitaba la aprobación de los demás.

– Así pues ¿dónde se escondía el señor Thompson? -le preguntó.

– No nos lo quería decir, pero no fue muy difícil encontrarlo. Apareció como un corderito para coger el vuelo de las siete y media a Marbella.

– ¿Para huir con el botín?

McLoughlin asintió. Una vez atrapado e identificado por Wally como el hombre del cobertizo, Daniel Thompson había aceptado colaborar. La idea se les había ocurrido, dijo, cuando encontraron un libro en la biblioteca que describía la vida lujosa que disfrutaban los malversadores británicos en la costa española. El negocio de ingeniería de Thompson estaba en crisis y se había quejado a su mujer por la injusticia de tener que romperse los cuernos trabajando para mantenerlo vivo, cuando otros hombres, simplemente se fugaban con el capital y vivían de él tomando el sol. La solución era sencilla, anunció la señora Thompson, ellos también seguirían el sol. No tenían personas a su cargo, a ella nunca le había gustado Inglaterra, en realidad, odiaba East Deller, donde la comunidad era respetable y opresiva, y no tenía ninguna intención de pasarse los siguientes diez años de su vida escatimando y ahorrando para evitar que el negocio de Daniel quebrara.

– Lo más extraordinario -dijo Thompson, pensando en el pasado-, fue lo fácil que fue persuadir a la gente para invertir en radiadores transparentes. Me demostró cuánto dinero y qué poco sentido común corre por el sur.

A McLoughlin le recordó a Arthur Daley.

– ¿De qué se hacen los radiadores transparentes? -había preguntado McLoughlin con curiosidad.

– De cristal termorresistente endurecido -contestó Thompson-, como el que se utiliza para esos recipientes. La idea era añadir tintes al agua del depósito de expansión para verlos fluir a través del sistema.

– La señora Goode dijo que podría haber revolucionado el diseño interior.

El santo Daniel suspiró.

– Ésa fue la terrible ironía de todo este asunto. Creo que quizá ella tuviera razón. Opté por la idea porque mientras era factible hacer las cosas, también era lo bastante absurda para hacer de la quiebra una posibilidad. Imagínese mi sorpresa cuando, sin publicidad alguna, el negocio empezó a funcionar. Para entonces, naturalmente, era demasiado tarde. Convertir el negocio en un éxito habría representado enormes dificultades. Y además, Maisie, mi mujer -explicó amablemente-, había puesto su corazón en la Costa del Sol. Triste, en verdad -razonó con la mirada perdida-. De todos modos, podrían haber significado mi fortuna y nos podríamos haber jubilado y retirado al sol.

– ¿Por qué se molestaron en representar el acto de la desaparición? ¿Por qué no se limitaron a preparar las maletas, los dos, y marcharse?

El señor Thompson sonrió.

– Irse a la chita callando preocupa a la gente -dijo-, les hace sospechar, y no queríamos que los españoles se pusieran en contra nuestra. No son tan tolerantes como solían ser. Mientras Maisie permaneció aquí, la gente sintió lástima de ella por haberse casado con un hombre tan débil e inepto.

– ¿Y dónde ha estado los dos últimos meses?

– En East Deller -dijo, como sorprendido por la pregunta-, hasta hace dos noches cuando fui a una pensión para que Maisie pudiera preparar las maletas. Sus visitas se estaban convirtiendo en algo demasiado frecuente para nuestra seguridad.

– ¿Se escondía en su propia casa?

El señor Thompson asintió.

– Era bastante seguro. Maisie me telefoneó a Londres, a mi hotel, después de que la policía registrara la casa y el jardín la primera vez. Vine a casa la noche del día 26 y permanecí escondido en el desván. Creímos que era más seguro que estar en libertad con mi descripción circulando por ahí.

– Wally lo vio en el cobertizo -señaló McLoughlin.

– Aquello fue un error -admitió-. Pensamos que el cobertizo sería el mejor escondite porque sería más fácil escapar si la policía aparecía inesperadamente. Desde luego, también era el lugar donde cualquiera podía entrar más fácilmente. No es que hubiera importado que entrase cualquier persona normal -dijo sin rencor-. Maisie me había escondido detrás de un montón de cajas viejas, de ningún modo me habría visto un visitante casual -golpeó juntos sus gorditos dedos índices-. Pero el estúpido viejo también estaba buscando un lugar para esconderse. No sé quién se llevó la peor sorpresa cuando apartó las cajas, si él o yo.

– La policía hizo dos registros -dijo McLoughlin-. ¿Cómo es que no lo encontraron la segunda vez?

– Porque los estábamos esperando. Calculamos que si la policía hacía un registro sorpresa y no encontraba nada, concluirían que realmente había huido a causa de los problemas del negocio y dejarían que Maisie se las arreglase sola. Así pues, Maisie hizo una llamada telefónica anónima para estimular otro registro. Pasamos dos días exasperantes esperándoles, pero estábamos preparados cuando vinieron. Simplemente salté la valla que hay al final del jardín y me agaché debajo de un arbusto en el huerto de nuestros vecinos hasta que Maisie me dio luz verde -sonrió afablemente. Era, como Diana lo había descrito, robusto como un tanque. La sonrisa dividió su cara mofletuda en dos medias lunas, cuyas mitades inferiores oscilaban con las papadas-. Después, no tuvimos más problemas hasta que aparecieron ustedes con esos zapatos. Hasta entonces, mi desaparición había ido como una seda durante nueve días.

McLoughlin reconoció que tenía razón.

– Era una jugada arriesgada, no obstante. Los vecinos podían haberles visitado todo el tiempo.

– No después de que Maisie desarrollara su peculiar y escandalosa manía sexual -dijo Thompson-. Las mujeres vinieron durante unos días por amabilidad, pero es asombroso lo rápidamente que la vergüenza aparta a la gente. Maisie debería haber subido a un escenario, siempre lo he dicho. La idea del desván la sacamos del diario de Anne Frank -dijo espontáneamente sin que se lo preguntaran.

– ¿Y de veras ella no sabía nada del cadáver encontrado en la casa del hielo? Encuentro eso extraordinario.

– Fue una maldita lata -dijo Thompson, mostrando contrariedad por primera vez-. No podía dejar que la gente viera que cambiaba sus costumbres. Si hubiera alquilado una tele o empezado a comprar periódicos, la gente habría pensado que estaba recuperando el interés otra vez. Mala imagen, ¿entiende?

McLoughlin asintió.

– Y nadie se lo dijo porque temían que el cadáver fuese el suyo.

Daniel suspiró.

– Nos salió el tiro por la culata.

– ¿Por qué retrasaron tanto el vuelo? Podían haberse marchado hace semanas.

– Éramos codiciosos -confesó Thompson-. Queríamos el dinero de la venta de la casa. Estamos hablando de un millón de libras por una propiedad como ésa. Era la guinda que coronaba la tarta. El plan era que Maisie se deprimiera cada vez más hasta que la solución obvia fuese vender la casa y trasladarse a algún otro lugar más pequeño que no guardase recuerdos para ella. Nadie habría desconfiado. A decir verdad, se habrían aliviado al verla marchar. Entonces, con el dinero a buen recaudo bajo nuestros cinturones, hubiéramos ido en transbordador a Francia y de allí a la soleada España.

– ¿Y pensaban utilizar sus propios pasaportes?

El otro hombre indicó que así era.

– Se había informado de su desaparición, señor Thompson. Le habrían detenido.

– Oh, no lo creo, sargento -dijo cómodamente-. Al cabo de seis meses, amainada la tormenta, cientos de personas viajando a diario, una pareja de mediana edad con un nombre común… ¿Qué tendrían en mi contra? Mi esposa podría declarar que ya había aparecido. Y no es que haya una orden para detenerme, ¿verdad? -ladeó la cabeza y observó al sargento con diversión.

– No -admitió McLoughlin.

– Era un incompetente -dijo Thompson-. Lo admito abiertamente. Pero nadie perdió demasiado dinero a causa de mi fracaso -se puso las manos encima del abultado estómago-. Todos mis empleados han encontrado otros trabajos y Hacienda ha aceptado pagar sus contribuciones a la Seguridad Social que yo, sin reflexionar, cómo lo diría, «tomé prestadas» para mantener el negocio a flote -pestañeó de manera exagerada-. Mi socio sí puede hacerlo. Ha llevado a cabo todas las negociaciones en su nombre o eso es lo que me ha dicho Maisie. Un tipo magnífico, con un gran talento organizativo, muy íntegro. Ha solucionado el lío y ha liquidado el negocio. En realidad, le dijo unas palabras duras a Maisie por teléfono, me llamó chapucero, pero no le guardo rencor -se sacudió una mota de polvo de su jersey-. Mis inversores apostaron por una jugada arriesgada tristemente equivocada, pero ya han abandonado este ruinoso negocio alegremente y han optado por empresas más lucrativas. Estoy encantado. Me entristeció haberles fallado.

– Espere un momento -dijo bruscamente McLoughlin-. No les falló, señor Thompson. Desfalcó su dinero.

– ¿Quién dice eso?

– Usted mismo lo admitió.

– ¿Cuándo?

McLoughlin se volvió hacia la policía Brownlow que había estado tomando notas taquigráficas.

– Encuentre esa parte en que dijo que sacó la idea de los malversadores británicos que viven en España.

La policía pasó hacia atrás las páginas de su cuaderno.

– De hecho, no dijo que precisamente él fuera un malversador -reconoció la policía un par de minutos más tarde-, sólo que su negocio estaba en crisis.

– Sáltese unas páginas -señaló McLoughlin-. Dijo que fue ridículamente fácil conseguir que la gente invirtiera en la idea de los radiadores.

– Lo fue -dijo Thompson-. Era una buena idea.

– Maldita sea -explotó McLoughlin-. Dijo que era lo bastante absurda para que hubiese probabilidades de quebrar.

– Y se demostró que tenía razón. Eso es todo lo que pasó.

– No se arruinó porque no funcionara el negocio. Ocultó el dinero para su uso futuro. Usted mismo reconoció que podría haber sido un gran éxito.

Thompson suspiró.

– Estoy seguro de que lo habría sido, si hubiera tenido más sentido de los negocios. Mi problema, como he intentado explicarle, es la incompetencia. ¿Nos va detener, sargento?

– Sí, señor Thompson, de una puñetera vez, claro que sí.

– ¿Bajo qué acusación?

– Hacer perder el tiempo a la policía, para empezar, mientras encuentro a alquien que estará dispuesto a hacer una acusación más grave.

– ¿Quién?

– Uno de sus acreedores, la señora Goode.

– Le diré a mi abogado que discuta un acuerdo fuera de los tribunales con ella -dijo cómodamente-. Es mucho más satisfactorio que demandarme ante los tribunales.

– Detendré a su esposa por agresión.

– Pobre Maisie. Es demente, sabe -pestañeó con enorme placer-. No sabe lo que hace la mitad del tiempo. Una temporada de tratamiento con un médico comprensivo le hará mucho más bien que una acusación de la policía. El vicario estará de acuerdo conmigo en esa cuestión.

– Son ustedes un par de granujas.

– Eso son palabras muy duras, sargento. La verdad es que soy un cobarde que no podía enfrentarse a la decepción de aquéllos que confiaron en mí. Huí y me escondí. Despreciable, estoy de acuerdo, pero difícilmente criminal -su mirada fija era tranquila y sincera, pero sus papadas se tambaleaban. Si era de alegría o de contrición, McLoughlin no lo podía distinguir.


Antes del final de su relato, Anne estaba riéndose tanto que le dolía.

– ¿Los dejó marchar?

McLoughlin se rió burlona y tímidamente.

– Era como intentar sujetar a un par de anguilas. Cada vez que pensaba que los tenía agarrados, se escapaban hábilmente. Ahora han vuelto a casa, pero deberán responder a una acusación de obstrucción de aquí a unas dos semanas. Entretanto, he localizado a su segundo en el negocio, que está saltando de locura al saber que le han dado gato por liebre y le he dicho que examine a fondo los libros con un contable y que busque un claro desfalco.

– No lo encontrará -dijo Anne, secándose los ojos-. El señor Thompson parece un verdadero profesional. Todo estará ingeniosamente invertido en España a estas alturas.

– Tal vez -McLoughlin se desplazó y después se dejó caer cómodamente en su sillón. Había estado despierto toda la noche otra vez y estaba cansado.

Jane le había dicho a Anne que McLoughlin se había equivocado de trabajo. «¿Por qué?», le había preguntado Anne. «Porque era hipersensible a los problemas de la otra gente.» Anne lo observó a través del humo de su cigarrillo. No tenía la ingenuidad de su ahijada, así pues, su valoración no estaba matizada por el sentimiento. Podía ser que él le inspirase sentimientos lujuriosos, pero de ningún modo afectaba su objetividad. A él no le perturbaba la hipersensibilidad hacia los demás, concluyó, sino la hipersensibilidad hacia sí mismo, una trampa en la que, según Anne, demasiados hombres caían. Cargarse uno mismo con una imagen aceptable para la sociedad era ponerse una camisa de fuerza. Se preguntó cuándo McLoughlin se había reído de sí mismo por última vez, si es que lo había hecho en alguna ocasión. La vida para él, pensó, era una serie de obstáculos que había que salvar con destreza. Tocar uno representaría el fracaso.

– ¿En qué está pensando? -quiso saber McLoughlin.

– Me estaba preguntando por qué los hombres se toman a sí mismos tan en serio.

– No sabía que lo hicieran.

– Estoy intentando recordar si he conocido alguna vez a uno que no lo haga. Su señor Thompson parece un probable candidato -movió los dedos de sus pies sobre el taburete tapizado-. Los problemas de la mujer se centran alrededor de su programación biológica. Sin su buena voluntad para reproducirse y nutrir a una nueva generación, las especies desaparecerían. Sus frustraciones provienen de la resistencia de las especies para reconocer los sacrificios que hace por el bien general. A las mujeres no les paga un generoso gobierno por estar de servicio veinticuatro horas al día para mantener a su familia; no obtienen ningún título nobiliario por educar a sus hijos para que sean buenos ciudadanos; en nueve casos de cada diez, los hijos no le agradecen sus esfuerzos, sino que le tiran en cara que, al fin y al cabo, ellos no pidieron nacer -golpeó ligeramente la punta del cigarrillo contra el cenicero y se rió entre dientes-. Es una vida de perros ser madre. No hay ninguna estructura administrativa de la que hablar, ni arbitro independiente, ni procedimiento de despido por repetidas ofensas y ni siquiera posibilidad de ascenso. El chantaje emocional y el acoso sexual están extendidos y los sobornos son frecuentes -sus ojos brillaron al inclinarse hacia delante-. Ningún hombre lo toleraría. Su amor propio sufriría.

McLoughlin se maldijo a sí mismo por ser tonto. Debería haber confiado en sus primeras impresiones y haberla evitado. Tendría que ser muy especial en la cama para que mereciera la pena permanecer sentado todo aquel rato y escuchar su perorata feminista para llevarla allí. Después de todo, razonó, ¿había tanta diferencia entre ella y su mujer ausente? Las quejas eran las mismas, simplemente mejor expresadas en el caso de Anne. Hacía votos por convertirse en soltero. No tenía ni la tendencia ni la energía para hacer la guerra cada vez que se sentía cachondo. Si el precio del placer era la capitulación, podía prescindir de él. Había tenido que humillarse ante los dolores de cabeza de su mujer y permanecer despierto para ver películas baratas de madrugada para disfrutar del sexo del sábado noche. No tenía ni la menor intención de hacerlo por una mujer a quien no estaba atado.

Se levantó bruscamente y desató su ira y disgusto reprimidos.

– Déjeme decirle algo, Cattrell, -no dijo «señorita»-. Estoy harto de oír a las mujeres quejarse de su situación. Se llenan la boca con gritos estridentes acerca de lo bien que se lo pasan los hombres y de lo mal que las tratamos -caminó hasta la chimenea y apoyó ambas manos en la repisa, mirando fijamente el fuego apagado-. ¿Cree que el suyo es el único sexo que padece de programación biológica? La carga de responsabilidad que recae sobre los hombres es mayor. Si no estuviéramos programados para sembrar nuestra semilla, el rechazo de las mujeres habría aniquilado la raza humana hace siglos. Uno intenta persuadir a una mujer para tener relaciones sexuales. Cuesta dinero, esfuerzo, compromiso emocional y el trauma del rechazo habitual. Si un hombre quiere contribuir a la sociedad, tiene que pasar toda una vida encadenado, echando los bofes, para mantener a su mujer contenta y bien alimentada para que primero acepte tener su descendencia y luego, una vez la ha tenido, la cuide bien -se volvió para mirarla-. Es humillante y degradante -dijo con amargura-. Mi química procreativa no es distinta a la de un perro. La naturaleza nos obliga a ambos a expulsar esperma dentro de una hembra fértil, la diferencia es que él no tiene que justificar por qué quiere hacerlo mientras que yo sí debo hacerlo. Piense en eso la próxima vez que tenga ganas de burlarse del amor propio masculino. Es extremadamente frágil. Tiene toda la puñetera razón de que me tomo a mí mismo en serio. Con razón tengo que hacerlo, maldita sea. Sólo me queda mi oficina donde las normas de comportamiento todavía se aplican y donde no tengo que enredarme para conseguir mis objetivos.

Anne cogió una manzana de un bol que había a su lado y se la tiró.

– Lo está haciendo muy bien, McLoughlin. Dentro de un momento me estará diciendo que preferiría ser una mujer.

McLoughlin la miró, vio la elevación divertida de sus labios y se rió.

– Casi lo hice, maldita sea. Me está tomando el pelo.

– No -dijo con una sonrisa-, le estoy haciendo desconectar. La vida es pura farsa desde el principio hasta el final, con un poco de comedia negra intercalada para dar sombra. Si fuera algo más, la humanidad habría metido su cabeza colectiva en el horno de gas hace años. Nadie podría tolerar setenta años de tragedia. Cuando muera, seguramente de cáncer, Jane me ha prometido poner en mi lápida: «Aquí yace Anne Cattrell que se rió hasta el final» -lanzó otra manzana al aire y la cogió-. Dentro de un par de semanas, si resiste el ritmo, podría ser tan cínico como yo, McLoughlin. Será un hombre feliz, amigo.

McLoughlin se sentó con la manzana entre los dientes y arrastró su cartera hacia él.

– No siempre es cínica -dijo, hablando alrededor de la manzana.

Anne sonrió.

– ¿Por qué dice eso?

– He leído su diario -soltó los cierres de la cartera, la abrió y sacó el volumen delgado.

Anne lo observó con curiosidad.

– ¿Se lo pasó bien leyéndolo?

– ¿Se suponía que debía hacerlo?

– No -dijo ásperamente-. No lo escribí para publicarlo.

– Eso está bien -dijo con franqueza-. Hay que prepararlo para la imprenta, es ilegible.

Anne lo miró airadamente.

– Cómo no, usted sabe de todo, supongo -estaba increíblemente dolida. Sus escritos, incluso los que escribía para sí misma, le importaban.

– Sé leer.

– Y yo sé coger un pincel. Eso no significa que sea una experta en arte -miró intencionadamente su reloj-. ¿No debería estar resolviendo un asesinato? Por lo que veo, todavía no están cerca de descubrir a quién pertenece el cadáver o, respecto al otro asunto, quién me golpeó en la cabeza -no le importaba lo más mínimo lo que pensaba, era sólo un policía, así que ¿por qué su estómago se sentía como si acabara de rebotar en el suelo?

McLoughlin masticaba la manzana.

– Hay que suprimir a P -le dijo-. P. lo estropea -le lanzó el diario sobre sus rodillas-. El cuchillo de trinchar todavía está en la comisaría, esperando su firma. Rescaté esto antes para evitar que Friar lo sacara a hurtadillas para fotocopiar las partes verdes -estaba sentado de espaldas a la ventana y sus ojos, ensombrecidos, no revelaban nada. Anne no podía distinguir si estaba bromeando.

– Una pena. Friar lo hubiera valorado.

– Hábleme de P., Anne.

Lo miró con cautela.

– ¿Qué quiere saber?

– ¿La habría atacado?

– No.

– ¿Seguro? Quizá sea un tipo celoso. Utilizaron una de las botellas de su cerveza especial, ésa de su propia elaboración, para golpearla a usted, y me han dicho que nunca deja que se las lleven del pub.

Podía negar que P. y Paddy eran uno -la posibilidadde que McLoughlin conociera al P. sobre el cual había leído en su diario la horrorizaba bastante-, pero aquello sería una actitud remilgada y Anne nunca era remilgada.

– Estoy absolutamente segura -dijo-. ¿Ha hablado con él?

– Aún no. Sólo obtuvimos confirmación de los resultados forenses esta mañana.

La correspondencia con el pelo y la sangre de Anne demostraba que la botella fue el arma, pero los otros resultados eran decepcionantes: un conjunto de huellas emborronadas alrededor del cuello de la botella y una pisada incompleta reconstruida a partir de depresiones apenas visibles en el suelo. No era suficiente para llevarles más lejos.

Anne deseó saber qué estaba pensando. ¿Era un juez severo? ¿Entendería alguna vez cómo Paddy, sólo porque siempre volvía, por muy irregularmente que fuera, hacía que Streech fuese soportable? De algún modo, lo dudaba, puesto que, a pesar de su extraña atracción hacia ella, McLoughlin era un hombre convencional. La atracción no duraría, lo sabía. Tarde o temprano, volvería a encerrarse en su carácter y entonces ella sería recordada tan sólo como una breve locura. Y Anne, únicamente tendría a Paddy, una vez más, quien le recordaría que las paredes de Streech Grange no eran totalmente impenetrables. Lágrimas de cansancio le escocían tras los ojos.

– Es un hombre amable -dijo- y lo comprende todo.

Si McLoughlin comprendía, no lo demostraba. Se fue sin decir adiós.


Paddy estaba levantando barriles vacíos de cerveza en la parte posterior del pub. Observó a McLoughlin mientras colocaba otro barril encima del montón sin ningún esfuerzo.

– ¿Puedo ayudarle en algo?

– Detective sargento McLoughlin, policía de Silverbone. -La imaginación había creado en la mente de McLoughlin un enorme y musculoso Adonis con la atracción magnética del Polo Norte y el cerebro de Einstein. La realidad era un hombretón peludo, más bien gordo, que llevaba un raído jersey y pantalones ajustados. El fuego celoso se apagó perceptiblemente en el vientre de McLoughlin. Le enseñó a Paddy una fotografía de una botella de cerveza de piedra, tomada después de haberse recogido de entre la maleza.

– ¿La reconoce?

Paddy miró la fotografía brevemente con los ojos entrecerrados.

– Quizá.

– Me han dicho que embotella su cerveza especial en ellas.

Durante un instante, olfatearon el aire desconfiadamente como dos poderosos perros callejeros, en equilibrio para defender su territorio. Entonces, Paddy eligió retroceder. Se encogió de hombros amistosamente.

– Está bien, sí, parece una de las mías -dijo-, pero sólo es un pasatiempo. Estoy escribiendo un libro sobre métodos tradicionales de elaboración de cerveza para asegurarme de que no se olviden los sistemas antiguos -su mirada fija era tranquila y sin astucia-. Organizo sesiones de degustación de vez en cuando en las que la ofrezco a la gente del lugar para que me den sus opiniones -estudió el rostro oscuro de McLoughlin, buscando una reacción-. Bueno, quizás haya pedido un donativo de cuando en cuando, para cubrir mis gastos. Eso no es irrazonable, es un pasatiempo caro -el silencio del otro le pareció irritante-. Maldita sea, hombre, ¿no tiene su gente cosas más importantes de qué preocuparse ahora? ¿Quién se la dio de todos modos? Despellejaré vivo a ese cabrón.

– ¿Es verdad que nunca deja que se lleven estas botellas fuera del pub, señor Clarke? -preguntó fríamente McLoughlin.

– Sí, es verdad, y me gustaría ponerle las manos encima al imbécil que se la llevó. ¿Quién fue?

McLoughlin señaló con el dedo la mancha negra alrededor de la base de la botella monocroma.

– Esto de aquí es sangre, señor Clarke, sangre de la señorita Cattrell.

El hombretón se quedó inmóvil.

– ¿Qué demonios es esto?

– Es el arma que utilizaron para golpear el cráneo de una mujer. Creí que usted podría saber cómo llegó hasta su jardín.

Paddy abrió la boca para decir algo, luego se sentó bruscamente en el barril más cercano.

– ¡Dios mío! Esas botellas pesan una tonelada. Oí que estaba bien, pero ¡Dios!

– ¿Cómo llegó la botella a su jardín, señor Clarke?

Paddy no hizo caso.

– Robinson dijo que le habían dado un golpe en la cabeza. Pensé que sería una conmoción cerebral. Esos malditos idiotas insisten en llamarlo conmoción cerebral.

– ¿Qué idiotas?

– Los periodistas.

– Alguien le fracturó el cráneo.

Paddy miró fijamente hacia el suelo.

– ¿Está bien?

– Utilizaron una de sus botellas para hacerlo.

– Maldita sea, hombre, le hice una pregunta -se levantó y miró fijamente a McLoughlin, a la cara-. ¿Está bien?

– Sí. Pero ¿por qué le interesa tanto? ¿La golpeó más fuerte de lo que quería?

La ira resplandeció brevemente en el rostro de Paddy. Echó una mirada hacia la puerta de la cocina para asegurarse de que estaba cerrada. Bajó la voz.

– Sigue una pista equivocada. Anne es amiga mía. Tenemos mucha historia. Ella le dirá que jamás le haría daño.

– Estaba oscuro. Quizá creyera que era la señora Goode o la señora Maybury.

– No sea tonto, hombre. También tengo mucha historia con ellas. Demonios, todas son amigas mías.

McLoughlin se quedó boquiabierto.

– ¿Con las tres?

– Sí.

– ¿Me está diciendo que se acuesta con las tres?

Paddy hizo gestos amortiguadores con las manos.

– Baje la voz por Dios. ¿Quién dijo nada de acostarse con alguien? Es muy solitario vivir allí arriba. Les hago compañía a cada una de ellas de tanto en tanto, eso es todo.

McLoughlin se desternilló de risa mientras la llama de celos chisporroteaba y se apagaba.

– ¿Lo saben ellas?

Paddy notó la ausencia de hostilidad y sonrió abiertamente.

– No lo sé. No es de las cosas que se preguntan, ¿no cree? -emitió un juicio instantáneo-. ¿Le permitiría su conciencia tomar una botella de mi cerveza especial? Será mejor beberla antes de que Aduanas y Arbitrios ponga sus viles zarpas sobre ella. Y mientras la disfrutamos, le daré una lista de todos los clientes de mi cerveza especial. Nunca dejo que los forasteros se acerquen a ella, así que conozco a cada cliente personalmente. El cabrón que está buscando tiene que ser uno de ellos y me inclino a creer que sé quién es. Sólo hay una persona en este pueblo que es lo bastante estúpida y vengativa para hacer eso -condujo a McLoughlin a través del patio y entraron en la habitación de detrás del garaje, donde el rico aroma de la malta fermentándose producía un hormigueo en la nariz-. A decir verdad, a menudo he pensado en hacerlo debidamente y en meterme en la plena producción legal. Quizás éste sea el empujón que necesitaba. Mi mujer puede hacerse cargo de la licencia del pub, como dueña, es mucho mejor que yo -cogió dos botellas, las destapó, sacando los tapones de goma sujetos con abrazaderas y, con inmenso cuidado, vertió un líquido ambarino y oscuro con una capa de blanca espuma en los dos vasos, ladeándolos. Le ofreció uno a McLoughlin-. Permítame que le aconseje, sargento -sus ojos se reían-. Dispone de todo el tiempo del mundo, de manera que trátela como trata a las mujeres. Despacio, cariñosamente, con paciencia y con infinito respeto. Porque si no lo hace, caerá al suelo en tres tragos y se preguntará qué es lo que le golpeó.

– ¿Es ése su secreto?

– Así es.

McLoughlin levantó su vaso.

– Salud.


La carta estaba esperando sobre el escritorio del detective sargento Robinson cuando llegó por la mañana. La escritura del sobre era infantil e informe, el matasellos local. La desgarró ansiosamente y desplegó el papel rayado sobre su mesa. Las rayas estaban cubiertas con la misma letra informe del sobre; era un relato sin ilación, difícil de leer, de un acontecimiento extraño de una noche a mediados de mayo. Eddie Staines, anónimamente, no le había fallado.

Me a estado preguntando sobre una mujer cuando y así sucesivamente. Fue un domingo. Sepa porque mi amiga es religiosa y tuve que persuadirla porque habia colmugado. Debió ser el 14 de mayo como el 12 de mayo es mi cumpleaños y fue como a manera de regalo tardío. Lo hicimos en el bosque de Grange como de costumbre. Nos fuimos después de las doce y caminamos a lo largo del muro junto a la granja. Oimos este gemir y lloriquear al otro lado. Mi chica quería largarse pero yo salte a echar un vistazo. Bien se equivoco usted lo ve.

Era un hombre y no una mujer y se balanceaba y daba golpes en la cabeza. Loco como una cabra si me lo pregunta. Lo ilumine con la linterna y le dije si estaba bien. Me dijo que me fuera a la mierda asi que me fui. Visto la descricion del muerto. Me parece bien. Tenia pelo largo y gris de todas maneras. Me olvide de ello asta recientemente. Resulta que le conocía. No podría decir su nombre pero conocía su cara de algún sitio. Pero no era nadie regular si me sigue. Creo ahora que era Mayberry. Eso es todo.


Mientras sus ojos resplandecían de alegría al entrever el ascenso, el sargento Robinson telefoneó a Walsh. Le asaltó la duda momentánea de si podía romper su promesa del anonimato -ahora ya no había manera de poder mantener la identidad de Eddie en secreto-, pero sólo fue momentánea. Eddie no le había amenazado con colgarle de los huevos.

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