La comisaría de Silverbone, un triunfo moderno de características cromadas y de ventanas selladas y ahumadas, se tostaba al sol entre sus vecinos más tradicionales. En el interior, el aire acondicionado se había estropeado otra vez, y a medida que las horas pasaban y la atmósfera se recalentaba, también lo hacían los policías. El bochorno aumentaba y se peleaban entre ellos como niños pequeños. Los que podían, salían fuera; los que no, custodiaban con recelo sus ventiladores eléctricos y rezaban por un rápido fin de su turno. Para el detective inspector en jefe Walsh, que sudaba abundantemente sobre el papeleo de su despacho, la orden de llevar una unidad a Streech Grange llegó como un milagroso respiro de aire a través de las ventanas selladas. Silbó felizmente para sí mientras se dirigía a la sala de reuniones. Sin embargo, para el sargento detective McLoughlin, destacado para ayudarlo, la noticia de que iba a perderse la hora del aperitivo y la cerveza fría que se había prometido a sí mismo, fue el colmo de las desdichas.
Diana oyó los coches que se acercaban antes que las demás. Apuró el coñac y dejó el vaso en el aparador.
– A trabajar, chicas. Ya están aquí.
Phoebe fue hasta la repisa de la chimenea, su cara estaba anormalmente blanca en contraste con su cabello rojo intenso. Era una mujer alta que rara vez llevaba otra cosa que camisas a cuadros y pantalones Levis viejos. Pero al regresar de la casa del hielo, se había tomado la molestia de cambiarse y ponerse un vestido de seda, de manga larga y cuello alto. No cabía duda de que parecía estar en su casa, en aquella elegante habitación con sus visillos de color pastel y las cortinas con colgaduras de terciopelo; pero, al menos para Anne, tenía el aspecto de una desconocida. Distante, sonrió a sus dos amigas.
– Siento mucho todo esto.
Anne, como siempre, fumaba pitillo tras pitillo. Sentada en el sofá, con la cabeza apoyada en el respaldo, echó una bocanada de humo gris al aire.
– No seas tonta -dijo sin rodeos-. Nadie va a hacerte responsable porque un idiota escoge venir a morir a tu finca. Debe haber una sencilla explicación: un vagabundo se refugió y tuvo un ataque al corazón.
– Precisamente lo que yo estaba pensando -dijo Diana, dirigiéndose al sofá-. Dame un cigarrillo, gracias, querida. Tengo los nervios como las cuerdas de un piano esperando un concierto de Rachmaninov para golpearlas.
Anne se rió entre dientes y le ofreció el paquete.
– ¿Quieres uno Pheeb?
Ésta negó con la cabeza y empezó a limpiarse las gafas con el dobladillo de su falda; la levantó distraídamente hasta la cintura, revelando que no llevaba bragas. Anne encontró la vaguedad del gesto tranquilizadora.
– No va a quedar cristal si continúas haciendo eso -señaló amablemente.
Phoebe suspiró, dejó caer la falda y se puso las gafas.
– Los vagabundos no tienen ataques al corazón en la propiedad de otra gente, así, desnudos -observó.
Sonó el timbre. Oyeron a Molly Phillips, la esposa de Fred, caminar hasta la puerta principal y sin decir palabra, bastante instintivamente, Anne y Diana se colocaron a cada lado de la repisa de la chimenea, flanqueando a Phoebe. Mientras se abría la puerta, a Diana se le ocurrió que tal vez ése no fuera un movimiento inteligente. Temía que, para la mente policial, ellas parecieran no tanto apoyar a Phoebe -su intención-, como protegerla.
Molly hizo pasar a dos hombres.
– El inspector jefe Walsh y el sargento detective McLoughlin, señora. Hay muchos más fuera. ¿Le digo a Fred que los vigile?
– No, está bien, Molly. Estoy segura de que se comportarán.
– Si usted lo dice, señora. Yo no estoy tan segura. Ya han arrastrado sus grandes y torpes pies por la grava que Fred rastrilló con tanto cuidado esta mañana -lanzó una mirada acusadora a los dos hombres.
– Gracias, Molly. Quizá podrías preparar té para todos. Seguro que será bien recibido.
– Muy bien, señora -el ama de llaves cerró la puerta al salir y se fue zapateando por el pasillo hacia la cocina.
George Walsh escuchó hasta que los pasos se desvanecieron, entonces se adelantó y tendió la mano. Era un hombre delgado y encorvado que tenía la estrafalaria costumbre de mover la cabeza de un lado a otro, como si padeciera la enfermedad de Parkinson. Le daba una apariencia de vulnerabilidad que era engañosa.
– Buenas tardes, señora Maybury. Nos conocimos antes, si lo recuerda. -Él se acordaba de ella tan vivamente como si fuera la misma de aquella primera vez, de pie, en el mismo lugar donde se encontraba ahora. Diez años, pensó, y apenas había cambiado, todavía era la señora de la mansión, distante y reservada en la seguridad de su posición. Los dramas de aquellos años podrían no haber ocurrido nunca. Con toda certeza, no había prueba alguna en el rostro tranquilo y sin arrugas que ahora le sonreía. Había una clase de calma en ella que no era natural. En el pueblo la llamaban bruja y él siempre había comprendido por qué.
Phoebe le dio la mano.
– Sí, lo recuerdo. Fue su primer caso importante -su voz era grave, atractiva-. Le acababan de nombrar detective inspector, creo. Me parece que no conoce a mis dos amigas, la señorita Cattrell y la señora Goode -hizo un gesto hacia Anne y Diana que alternativamente dieron la mano al inspector jefe con solemnidad-. Ahora viven aquí.
Walsh observó a las dos mujeres con interés.
– ¿Permanentemente? -inquirió.
– La mayor parte del tiempo -respondió Diana-, cuando nuestro trabajo nos lo permite. Ambas trabajamos por nuestra cuenta. Yo soy diseñadora de interiores, Anne es periodista independiente.
Walsh asintió, pero Anne comprendió que Diana no le había dicho nada que ya no supiera.
– Las envidio -dijo de veras. Había codiciado Streech Grange desde la primera vez que la vio.
Phoebe alargó la mano hacia el otro hombre.
– Buenas tardes, sargento McLoughlin. Le presento a la señora Goode y a la señorita Cattrell.
El sargento tenía entre treinta y cuarenta años, la misma edad de las mujeres, era un hombre moreno y pensativo, de ojos fríos. En la curva de sus labios, había traído consigo la irritabilidad de la comisaría, concentrada, maligna. Consideró a Phoebe y a sus amigas con fastidioso desprecio y fingió estar de acuerdo con los buenos modales al rozar los dedos de ellas con los suyos, en el más breve intercambio. Su antipatía, fuera de lugar, abofeteó las desprotegidas mejillas de las mujeres. Para consternación de sus amigas, que notaron las vibraciones de su ira, Anne saltó temerariamente ante el desafío.
– ¡Madre mía!, sargento, ¿qué es lo que ha oído de nosotras? -alzó una ceja sardónica y entonces, deliberadamente, se limpió los dedos en sus Levis-. Apenas debe de haber dejado de tomar el pecho de su madre, o sea que no estaría por aquí la última vez que Grange fue el centro de atención de la policía. Deje que lo adivine. Nuestra reputación… -se señaló a sí y a las otras dos mujeres- nos ha precedido. Me pregunto cuál de nuestras actividades, de las que todos hablan y que todos conocen, es la que más le preocupa. ¿El abuso de menores, la brujería o el lesbianismo? -indagó en su rostro con ojos desdeñosos-. El lesbianismo -murmuró-. Sí, ésa es la que encontraría más amenazadora pero, además, es la única que es verdad, ¿no es así?
La cólera de McLoughlin, alimentada ya por el calor del día, casi estalló. Respiró profundamente.
– No tengo nada en contra de las tortilleras, señorita Cattrell -dijo imperturbablemente-. No pondría las manos encima de una, eso es todo.
Diana apagó el cigarrillo con bastante más violencia de la necesaria.
– No le tomes el pelo al pobre hombre, Anne -dijo secamente-. Va a necesitar todo su ingenio para resolver el lío de la casa del hielo.
Ceremoniosamente, Phoebe se sentó en el asiento más cercano e hizo un gesto para que los demás se sentaran. Walsh se sentó en un sillón, frente a ella, Anne y Diana en el sofá, dejando que McLoughlin se encaramara en una silla de tapicería exquisita. Su incomodidad, al cruzar torpemente sus largas piernas debajo del asiento, fue evidente para todos
– Tenga cuidado de no romperla, sargento -se burló Walsh-. Me gusta tanto la torpeza como al ama de llaves. Bien, señora Maybury, quizá quiera decirnos por qué nos ha llamado.
– Creía que la señora Goode se lo habría explicado por teléfono.
Sacó un trozo de papel de su bolsillo.
– «Cadáver en casa del hielo, Streech Grange. Hallado a las cuatro y treinta y cinco.» No explica demasiado, ¿verdad? Dígame qué pasó.
– En realidad, eso es todo. Fred Phillips, mi jardinero, encontró el cadáver alrededor de esa hora y vino a decírnoslo. Diana les telefoneó mientras Fred nos llevó a Anne y a mí a verlo.
– ¿Así que lo ha visto?
– Sí.
– ¿Quién es? ¿Lo sabe?
– El cuerpo es irreconocible.
Con un movimiento brusco, Anne encendió otro cigarrillo.
– Está en estado de putrefacción, inspector, negro, asqueroso. Nadie, nadie sabría quién es -dijo Anne, hablando impacientemente, recortando las palabras con su voz profunda.
Walsh asintió.
– Entiendo. ¿Le dijo su jardinero que echara un vistazo al cadáver?
Phoebe negó con la cabeza.
– No, sugirió que no debía hacerlo. Yo insistí en ir.
– ¿Por qué?
Se encogió de hombros.
– Curiosidad natural, supongo. ¿Usted no hubiese ido?
Se quedó en silencio durante un instante.
– ¿Acaso es su marido, señora Maybury?
– Ya le he dicho que el cadáver es irreconocible.
– ¿Insistió en ir porque creyó que quizá fuera su marido?
– Por supuesto. Pero desde entonces, me he dado cuenta de que de ningún modo es posible.
– ¿Por qué lo cree?
– Por algo que Fred dijo. Me recordó que guardamos algunos ladrillos en la casa del hielo hace unos seis años cuando derribamos una vieja dependencia. Entonces, ya hacía cuatro años que David había desaparecido.
– Su cadáver no se encontró. Nunca le seguimos la pista -le recordó Walsh-. Quizá regresó.
Diana se rió con nerviosismo.
– No podría haber vuelto, inspector. Está muerto. Asesinado.
– Cómo lo sabe, ¿señora Goode?
– Porque habría regresado mucho antes si no lo estuviera. David siempre supo lo que más le convenía.
Walsh cruzó las piernas y sonrió.
– El caso todavía está abierto. Precisamente nunca hemos podido demostrar que fue asesinado.
El rostro de Diana se tornó feroz de repente.
– Porque usted concentró todas sus fuerzas en intentar acusar a Phoebe del asesinato. Desistió cuando no pudo demostrarlo. Jamás trató de pedirme una lista de sospechosos. Le podría haber dado un centenar de nombres posibles; Anne le hubiese proporcionado otros tantos. David Maybury era el cabrón más empedernido que jamás vivió. Se merecía morir -se preguntó si se había excedido y miró brevemente a Phoebe-. Lo siento, querida, pero si más gente lo hubiese dicho hace diez años, las cosas habrían sido menos difíciles para tí.
Anne asintió.
– Perderá mucho tiempo si cree que ese cadáver de ahí fuera es David Maybury -se levantó y fue a sentarse en el brazo del sillón de Phoebe-. Para su información, inspector, ambas, Diana y yo, ayudamos a limpiar años de basura acumulada y sacarla fuera de la casa del hielo antes de que Fred amontonara los ladrillos en ella. No había ningún cadáver ahí dentro hace seis años. ¿No es cierto, Di?
Diana miró divertida e inclinó la cabeza.
– De todos modos, no habría sido el sitio donde buscarlo. Está en algún lugar del fondo del mar, fue alimento de cangrejos y langostas -miró a McLoughlin-. ¿No es aficionado a los cangrejos, sargento?
Walsh intervino antes de que McLoughlin pudiera decir nada.
– Investigamos sobre cada contacto o socio conocido del señor Maybury. No había pruebas que relacionaran a ninguno de ellos con su desaparición.
Anne lanzó el cigarrillo a la chimenea.
– ¡Tonterías! -exclamó afablemente-. Le diré algo, nunca me preguntaron a mí, y en mi lista de cien posibles sospechosos, precisamente yo hubiese constado entre los diez primeros.
– Está bastante equivocada, señorita Cattrell -el inspector Walsh permaneció sereno-. Comprobamos sus antecedentes muy minuciosamente. En el momento de la desaparición del señor Maybury, de hecho durante la mayor parte de nuestra investigación, estaba de acampada con sus amigas en Greenham Common, a la vista no sólo de los guardas de la base aérea americana, sino también de la policía de Newbury y de distintas cámaras de televisión. Fue una buena coartada.
– Tiene razón. Lo había olvidado. Touché, inspector -se rió-. Estaba trabajando en un artículo para uno de los suplementos a color. -Con el rabillo del ojo, vio los labios de McLoughlin estirarse en señal de desaprobación-. Pero, diablos, fue divertido -continuó con voz ilusionada-. Ese campamento fue lo mejor que jamás me ha pasado.
Frunciendo el ceño, Phoebe puso la mano sobre su brazo para refrenarla y se levantó.
– Todo esto está fuera de lugar. Hasta que no hayan examinado el cuerpo, me parece bastante inútil especular sobre si se trata o no de David. Si quieren venir conmigo, caballeros, les enseñaré dónde está.
– Deja que Fred lo haga -protestó Diana.
– No. Ya ha tenido suficientes emociones en un día. Yo estoy bien. ¿Podríais aseguraros de que Molly está preparando el té?
Abrió las contraventanas y los condujo hacia la terraza. Benson y Hedges se levantaron de las cálidas baldosas y sus hocicos buscaron su mano. El pelaje de Hedges todavía estaba esponjado a causa del baño. Se detuvo para acariciar su cabeza suavemente y tirarle de las orejas.
– Hay algo que realmente tengo que decirle, inspector -dijo Phoebe.
Anne, mirando desde el interior del salón, dejó escapar un murmullo risueño.
– Phoebe está confesando los peccata minuta de Hedges y al sargento se le ha puesto mala cara.
Diana se levantó del sofá y se acercó a ella.
– No lo subestimes, Anne -dijo-. A veces eres tan loca. ¿Por qué siempre tienes que ser hostil con la gente?
– No lo soy. Simplemente me niego a demostrar sumo respeto por sus mezquinas convenciones. Si se sienten contrariados es su problema. Los principios nunca deberían verse comprometidos. En el instante en que empiezan a estarlo, dejan de ser principios.
– Tal vez, pero no hace falta que se los hagas tragar a sus reacias gargantas. Un poco de sentido común no vendría mal de momento. Tenemos un muerto en casa. ¿O lo has olvidado? -su voz expresaba mayor preocupación que ironía.
Anne se volvió desde la ventana.
– Seguramente tienes razón -aceptó dócilmente.
– ¿Así que tendrás cuidado?
– Tendré cuidado.
Diana frunció el ceño.
– Desearía entenderte. Nunca he podido, ya sabes.
El afecto asaltó a Anne mientras observaba la cara de preocupación de su amiga. Pobre Di, pensó, cómo odiaba todo esto. Nunca debía haber venido a Streech. Su entorno natural era una torre de marfil donde los visitantes eran sometidos a una investigación antes de entrar y donde no se había oído hablar nunca de la antipatía.
– No tienes ningún problema para entenderme -señaló alegremente-. El problema es estar de acuerdo conmigo. Mis insignificantes aptitudes anárquicas ofenden tu susceptibilidad. A menudo me pregunto por qué sigues acompañándolas.
Diana anduvo hasta a la puerta.
– Lo cual me recuerda, la próxima vez que quieras que mienta por tí, avísame primero, ¿lo harás? No tengo tanta habilidad para controlar mis músculos faciales como tú.
– Tonterías -dijo Anne, dejándose caer en un sillón-. Eres la mentirosa más experta que conozco.
Diana se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.
– ¿Por qué dices eso? -preguntó bruscamente.
– Porque -dijo Anne fastidiando a su espalda rígida- estaba allí cuando le dijiste a lady Weevil que la elección de colores que había hecho para su salón era sofisticada. Cualquiera que pueda decir eso con la cara seria debe tener un control muscular ilimitado.
– Lady Keevil -corrigió Diana, volviéndose a mirarla con una sonrisa-. Nunca debí dejar que vinieras conmigo. Ese contrato valía una fortuna.
Anne era recalcitrante.
– Necesitaba animarme y apenas puedes culparme por equivocarme con su nombre. Todo lo que decía parecía como si se hubiese exprimido de un paño mojado. De todos modos, te hice un favor. Moqueta de color rojo cereza y cortinas verde lima, ¡por Dios! Piensa en tu reputación.
– Sabes, su padre era un comerciante de fruta.
– Realmente me sorprendes -dijo Anne secamente.