Anne estaba rendida. Su cuerpo había estado bombeando adrenalina durante muchas horas, excitando su cerebro, acelerando su corazón, manteniéndola a un máximo de estimulación casi inaguantable. Su reacción, al arrellanarse en el asiento posterior del coche de policía, fue inmediata y total. Se durmió, derecha al principio, pero acabó en una postura llana, torpe y desgarbada, echada a lo largo del asiento cuando el conductor tomó una curva con demasiada velocidad. Por eso, los fotógrafos al pie de las verjas no iluminadas de Streech Grange no consiguieron la fotografía que habían estado esperando: «Investigación de un asesinato: una periodista en el drama del interrogatorio». Habían visto demasiados coches policía ir y venir para estar interesados en uno que no llevaba ningún pasajero. A Fred, sentado tenazmente en una vieja tumbona junto a las verjas cerradas con candado, no le engañaron tan fácilmente. Dejó entrar al coche, se convenció con el destello momentáneo de su linterna de que Anne iba en él y luego, con un suspiro de alivio, volvió a tomar asiento. Su nidada estaba segura en el nido. Cuando el coche de la policía se fuese, podría irse a la cama.
Apenas despierta, Anne entró por la puerta principal y se tambaleó soñolienta por la moqueta. Fuera, con un nuevo pasajero en forma de policía Williams, liberado de la guardia, el coche chirrió al alejarse por la grava. Anne se apoyó contra la pared un momento para serenarse. Tras la puerta del salón de Phoebe, oyó el ladrido de aviso de los perros. A continuación, Jane Maybury se precipitó en el recibidor y echó los brazos al cuello de su madrina. Juntas, se derrumbaron formando un montoncito en el suelo, donde Anne se quedó cuan larga era, con los ojos cerrados y temblando.
– Dios mío -dijo Jane, volviéndose a su madre que había aparecido por la puerta detrás de ella-, le pasa algo. ¡Jon! -chilló, asustada-. Ven corriendo. Anne está enferma.
– No estoy enferma -dijo el cuerpo tembloroso, abriendo los ojos-. Me estoy riendo -se sentó-. Dios, estoy reventada. Quita de encima, enorme masa -dijo, dándole un beso a la joven-, y tráeme un coñac. Estoy sufriendo un grave trauma postinterrogatorio.
Phoebe la ayudó a levantarse y la llevó al salón mientras Jane fue a buscar el coñac. Anne se dejó caer feliz en el sofá y sonrió a su alrededor.
– ¿Qué pasa? Parece como si hubieseis estado chupando limones.
Diana puso cara de desagrado.
– Estábamos muy preocupadas, idiota.
– Tendríais que tener más fe -dijo seriamente Anne, aceptando el coñac de Jane-. ¿Y qué tal está mi ahijada? -examinó a la joven prudentemente mientras calentaba el vaso. Jane sonrió.
– Estoy bien.
Todavía estaba demasiado delgada, pero Anne se alegró al ver que su cara había engordado y que no estaba tan tensa.
– Eso parece -reconoció.
Phoebe se volvió hacia Jonathan.
– ¿Celebramos lo que prometimos?
– Claro que sí. Asaltaré la bodega. ¿Qué es lo que queremos? ¿Château Lafite del 78 o una de esas últimas botellas de champán del 75? Anne, tú eliges.
– El Lafite. El champán me hará vomitar con el coñac.
Miró a su madre de manera interrogativa.
– ¿Puedo ir en coche a buscar a Fred y a Molly? Tampoco ha sido demasiado divertido para ellos.
Phoebe hizo un gesto de aprobación.
– Buena idea -alargó la mano hacia Elizabeth que estaba sentada un poco aparte, en el taburete tapizado-. Ve tú también, Lizzie, cariño. Molly puede decirnos que no a todos nosotros, y suele hacerlo, pero a tí no te lo negará -dijo. Después miró intencionadamente a Jonathan.
– Venga, vamos -dijo Jonathan-. Tú también, Jane.
Y salieron.
Phoebe se acercó a la repisa.
– Desearía que David nunca hubiese utilizado la bodega para almacenar sus malditas importaciones.
Anne olió su coñac.
– ¿Por qué? Yo suelo bendecir su recuerdo por ello.
– Precisamente por eso -admitió secamente Phoebe-. Yo también lo hago. Es desconcertante -miró a Diana-. Lizzie está preocupada por algo. ¿Acaso es por Molly y Fred?
– No. Creo que es por mí.
– ¿Por qué?
Diana intentó reír, pero no funcionó.
– Porque le dije que yo seré la próxima que la policía meterá en la máquina de picar carne -se inclinó para mirar a Anne-. ¿Por qué te llevaron a la comisaría?
– Encontraron la caja fuerte y en ella, una prueba incriminatoria -Anne se rió entre dientes ante su coñac-. Un maldito cuchillo de trinchar, envuelto en un maldito trapo -frotó el vaso entre sus manos, calentándolo-. Directamente sacado de Enid Blyton, pero todos se entusiasmaron mucho y yo me negué a responder más preguntas hasta que llegara Bill.
– Estás loca -dijo decididamente Phoebe-. ¿Qué demonios pretendías hacer?
La malicia iluminó los ojos oscuros de Anne.
– A decir verdad, no creí que encontraran la caja fuerte y si no hubiera sido por el sargento, no lo habrían hecho -se encogió de hombros-. Demonios, ya me conocéis. Siempre guardo una póliza de seguros, sólo por si acaso.
Diana gruñó.
– Definitivamente estás loca. Desearía que te tomases todo esto un poco más en serio. Dios sabe qué es lo que estarán pensando ahora. ¿Qué era lo que no querías que encontrasen?
– Nada demasiado grave -contestó tranquilamente-. Algún que otro documento que no debería estar en mi posesión.
– Bueno -dijo Phoebe-, no puedo entender por qué no estás todavía en la comisaría sufriendo y sometiéndote a un interrogatorio intenso. Eso es más de lo que Walsh jamás obtuvo de mí y nunca aflojó ni un minuto.
Anne bebió un sorbo de coñac y miró a la una y a la otra con los ojos inundados de risa.
– No tenías mi carta de triunfo. Bill actuó de manera brillante. Deberíais haberlo visto. Walsh casi estalla cuando finalmente llegó. Llevaba su camiseta de malla -se secó los ojos y observó la cara de Diana a través de sus pestañas húmedas. Todavía estaba muy tensa.
– Para tí es un juego, ¿verdad? -dijo Diana con tono acusador-. No me importaría tanto si no fuera porque creo que se me echarán encima. Pareces tonta.
Anne negó con la cabeza.
– ¿Qué pueden tener en tu contra?
Diana suspiró.
– Nada, en realidad, excepto que he sido una gilipollas -sonrió tristemente a las dos mujeres-. Desearía que nunca os hubieseis enterado. Me hace parecer tan idiota.
– Entonces debe ser malo -dijo Anne alegremente.
Phoebe se puso en cuclillas de espaldas a la chimenea.
– No puede ser peor que lo del amante de Anne, ¿verdad? -miró a su amiga y se rió tontamente-. ¿Lo recuerdas? Todavía tenía acné adolescente. Se creyó la mar de listo durante una semana más o menos.
Anne, cuya histeria previa estaba todavía peligrosamente a flor de piel, exhaló el picante aroma del coñac por la nariz. Jadeó de dolor y de risa.
– ¿Quieres decir Wayne Gibbons? Una aberración temporal, os lo aseguro. Fue su sincero compromiso con la causa lo que me atrajo.
– Sí, pero ¿qué causa? Parecías agotada cuando por fin se fue.
Anne se secó los ojos llorosos.
– ¿Sabes que ahora está estudiando un curso en Rusia? Recibí una carta suya no hace mucho. Trataba con extremo y tedioso detalle el tema de su restriñimiento. Tengo entendido que no ha comido verduras desde Navidad -se estremeció-. Dios sabe lo que le habrá ocurrido a su acné -se volvió hacia Diana sonriendo con una mueca-. No puede ser peor que el combate de lucha libre de Phoebe junto al estanque del pueblo, con esa mujer ridicula, Dilys Barnes, ésa cuya hija fornica entre nuestros matorrales. Sin duda alguna. Realmente Phoebe pareció tonta.
A pesar de sí misma, Diana se rió.
– Sí, eso fue divertido -miró la sonriente cara de Phoebe-. Nunca debiste haberla agarrado precisamente el día que llevabas puesto el sarong, esa prenda oriental.
– ¿Cómo iba a saber que empezaría una pelea? -protestó Phoebe-. Además, no fue exactamente la señora Barnes quien me lo quitó. Fue Hedges. Se sobreexcitó e hizo una carrera con el maldito vestido entre los dientes.
Anne temblaba de risa, liberando toda la tensión.
– Fue la manera en que llegaste, pisando fuerte con las botas de agua, la cara morada, las tetas saltando de cualquier modo y con sólo unas bragas. Dios, fue divertido. Desearía haber visto la pelea. Y, por cierto, ¿qué estabas haciendo llevando el sarong con las botas de agua?
– Hacía calor, de ahí el sarong, y quería coger hierbas del estanque del pueblo, de ahí las botas de agua. ¡Mujer ridicula! Huyó corriendo y gritando. Creo que pensó que me había quitado yo misma el vestido para violarla -le dio un golpecito en la rodilla a Diana-. Si has hecho un hazmerreír de tí misma, no es el fin del mundo -concluyó Phoebe con los ojos chispeantes.
– Hazmerreír es la palabra correcta -dijo Diana-. ¡Oh, demonios! Nunca podré olvidarlo. Maldita sea, es demasiado embarazoso. No importaría tanto si no fuera porque tengo fama de tener buen juicio para estas cosas.
Anne y Phoebe intercambiaron miradas desconcertadas.
– Explícanoslo -sugirió Phoebe.
Diana apoyó la cabeza entre las manos.
– Me persuadieron para que me desprendiera de 10.000 libras -murmuró-. La mitad de mis ahorros se fueron directamente por el desagüe, aparte de todo lo demás.
Anne silbó con compasión.
– Eso es fuerte. ¿No hay posibilidad de recuperarlo?
– Ninguna. El tipo se ha largado -se mordió el labio inferior-. Por el modo en que se echaron encima de mi correspondencia, sospecho que la policía cree que lo han encontrado en nuestra casa del hielo.
– ¡Oh, señor! -dijo Phoebe con sentimiento-. No es extraño que Lizzie esté preocupada. ¿Quién es ese hombre?
– Daniel Thompson. Sacó mi nombre de esa lista de diseñadores de Winchester, la que me ayudó con el trabajo de las oficinas del ayuntamiento. Es ingeniero, vive en East Deller. ¿No te lo has encontrado nunca?
Phoebe negó con la cabeza.
– Tú misma deberías haber acudido a la policía -le dijo-. A mí me parece que ese desgraciado te ha estafado.
– No -dijo cansadamente Diana, mirándose las manos-, no era un estafador. Invertí en un negocio que él dirigía, todo muy legítimo y en regla. Pero el dichoso negocio ha quebrado y mi dinero se ha ido con él. Mirando atrás, debí estar loca, pero la idea me pareció muy buena entonces. Podría haber revolucionado el diseño de interiores si hubiese funcionado.
– ¿Por qué diablos no nos hablaste de ello?
– Lo hubiera hecho, pero surgió durante esa semana de enero, cuando ambas estabais fuera y yo me quedé aquí para defender la fortaleza. Apareció otro posible socio en el último momento y me dieron veinticuatro horas para decidirme. Cuando llegasteis, ya casi me había olvidado del tema; después, las cosas empezaron a torcerse y decidí guardar silencio. No os lo estaría diciendo ahora si la policía no lo hubiese descubierto.
– ¿Qué negocio era?
Diana refunfuñó.
– Os reiréis.
– No, no lo haremos.
Les lanzó una mirada feroz.
– Os estrangularé si lo hacéis.
– No lo haremos.
– Radiadores transparentes -dijo.
El mirón del jardín se estaba masturbando en el éxtasis de la emoción del voyeur. Cuántas veces había espiado aquellos coños, se había alimentado de ellos, los había visto al desnudo. Una vez se había arrastrado como un bicho hasta la casa. Su mano se movía con frenesí creciente hasta que, con escalofríos convulsos, llegó al punto culminante en su pañuelo. Se llevó la tela empapada a la cara para amortiguar sus risitas.
– Me voy a la cama -dijo Anne, dejando su vaso en la bandeja con el exagerado cuidado de una persona achispada-. Aparte de todo, estoy trompa. Me ofrezco voluntaria para lavar los vasos por la mañana, pero esta noche ya no estoy para juegos. Lo rompería todo -explicó seriamente.
– ¿Ha comido algo esta tarde, señorita Cattrell? -la regañó Molly.
– Ni un bocado.
Molly murmuró enojada.
– Tendré unas palabras con ese inspector por la mañana. Vaya manera de tratar a la gente.
Anne se detuvo de camino a la puerta.
– Me trajeron un emparedado de ternera en conserva -dijo para ser completamente justa-. No me apeteció. Hay algo raro en la ternera en conserva -pensó durante un instante-. Es la textura. Es fresca, pero deleznable. Me recuerda a la mierda de perro. -Y se fue haciendo un saludo con la mano.
Diana, que estaba observando la cara de Molly, se puso el vaso delante de la boca para esconder su sonrisa. Incluso tras ocho años de enfrentarse al despreocupado bombardeo de Anne, la susceptibilidad de Molly todavía se escandalizaba muy fácilmente.
Anne se bebió un vaso de agua en la cocina, cogió un plátano del frutero y, mientras se lo comía, cruzó el recibidor y recorrió el pasillo. Encendió las luces de su sala de estar, se derrumbó en un sillón con gratitud, y tiró la piel del plátano en una papelera. Permaneció sentada algún tiempo, con su fatigado cerebro neutral, mientras el agua diluía lentamente los efectos del alcohol. Media hora después, empezó a sentirse mejor.
¡Vaya día! Se había cagado de miedo en la comisaría, preguntándose si Jon había pescado su indirecta, y ahora pensaba que probablemente el pánico se había apoderado de ella sin necesidad. ¿Podía ser McLoughlin tan agudo? Seguramente no. La habitación había sido registrada por expertos -hacía dos, tres años- cuando un miembro del Cuerpo Especial sospechaba que tenía un documento filtrado del ministerio de Defensa. Encontraron la caja fuerte, pero no el escondite secreto detrás de ella. Se frotó los ojos. Jon le había susurrado que había puesto el sobre en algún lugar fuera de la casa, donde nunca podría encontrarlo nadie. Si eso era cierto, le tentaba dejar que se quedara ahí, dondequiera que «ahí» fuese. No le preguntó los detalles. Sentía escalofríos cada vez que pensaba en el contenido de ese sobre. Dios, había sido una locura, pero, en aquel momento, un informe fotográfico de aquella horrible tumba de ladrillos tuvo sentido. Se golpeó la cabeza con el puño. ¿Y si Jon lo había abierto? Pero no lo había hecho, se dijo convencida. Sabía que no había leído su contenido por cómo la había mirado. Pero ¿y si lo había hecho? Rechazó el pensamiento furiosa.
McLoughlin fascinaba a Anne de una manera irritable. No dejaba de pensar en él, preocupándose por él, como la lengua que no para de tocar el diente a punto de caerse. ¿Y la escena de la repisa? ¿Había sido un pretexto para encubrir su interés en la caja fuerte? Le había mirado a la cara y solamente había visto un dolor muy profundo, pero una expresión tan sólo era una expresión después de todo. Se volvió a frotar los ojos. «Ojalá -pensó-, ojalá, ojalá…» Había un grito en su interior, un grito que era tan inmenso y tan silencioso como el inmenso silencio del espacio. ¿Iba a ser siempre su vida una serie de ojalás?
Se oyó un golpe seco en la contraventana.
Se asustó tanto que su brazo salió disparado y se golpeó la muñeca con la mesita que había a su lado. Se volvió, dándose masajes en el morado, forzando los ojos para ver en la oscuridad de la noche. Un rostro se apretaba contra la ventana, se protegía los ojos del resplandor de las lámparas con una mano ahuecada. El miedo anegó su boca de bilis nauseabunda y el recuerdo del hedor a orina inundó sus narices.
– ¿La asusté? -preguntó McLoughlin, abriendo la ventana, que no estaba cerrada con pestillo, al ver que ella no se levantaba.
– Me ha sobresaltado.
– Lo siento.
«Un buen sobresalto», pensó McLoughlin.
– ¿Por qué no vino por la puerta principal? -incluso sus labios se habían quedado sin sangre.
– No quería molestar a la señora Maybury -cerró las puertas de cristal despacio tras él-. La luz de su habitación está encendida. Habría tenido que bajar las escaleras para abrirme.
– Cada una tenemos un timbre en la puerta principal. Si toca el que tiene mi nombre, yo soy la única que lo oye. -Pero él ya lo sabía, ¿verdad?
– ¿Puedo sentarme?
– No -replicó bruscamente. Él se encogió de hombros y caminó hasta la chimenea-. Está bien, sí, siéntese. ¿Qué está haciendo aquí?
McLoughlin no se sentó.
– Quería hablar con usted.
– ¿De qué?
– De cualquier cosa. La eternidad. Rabbie Burns. Cajas fuertes -hizo una larga pausa-. ¿Por qué tiene tanto miedo de mí?
No habría creído que su cara tuviese más sangre que perder. Anne no contestó. Él hizo un gesto hacia la repisa.
– ¿Puedo? -interpretó su silencio como una señal de permiso e hizo deslizar hacia atrás el panel de roble-. Alguien ha estado aquí antes que yo -dijo en un tono familiar-. ¿Usted? -la miró-. No, usted no. Alguien más -agarró el pomo de cromo y dio un fuerte tirón. Demasiado fuerte. Jonathan se había olvidado de encajar en su sitio los pestillos y la caja fuerte salió de prisa, haciendo que McLoughlin se tambaleara hacia atrás del impulso. Con una risita, bajó la caja al suelo y miró a través del agujero vacío-. ¿Me va a decir qué es lo que había ahí dentro?
– No.
– ¿O quién quitó de ahí lo que fuese?
– No. No pienso decir nada.
Recorrió con los dedos el lateral de la caja fuerte y localizó el muelle y los pestillos.
– Muy ingenioso -lo volvió a poner tal como estaba y lo empujó hasta encajarlo-. Pero lo ha estado quitando y poniendo demasiado a menudo para lo que se diseñó. Está desgastando el saliente -señaló la parte inferior de la puerta-. Ya no es paralelo a la repisa. Debería estar descansando sobre un dintel de cemento. Los ladrillos no son buenos, son demasiado blandos, se deshacen con demasiada facilidad -deslizó el panel de roble colocándolo en su lugar y se sentó en el sillón que había delante de ella-. ¿Uno de los esfuerzos constructores de la señora Maybury? -sugirió.
Anne ignoró aquella pregunta.
– ¿Cómo supo que la repisa no era de verdad? -sus labios habían recuperado un poco de color.
– No lo sabía; no hasta que abrí el panel precisamente ahora, pero quienquiera que lo tocara entretanto, lo volvió a poner incluso con menos cuidado que usted. A juzgar por los pestillos mal encajados, probablemente tenía prisa. ¿Qué es lo que había ahí dentro?
– Nada. Imaginaciones suyas.
Permanecieron sentados en silencio mirándose.
– ¿Y bien? -inquirió finalmente Anne.
– ¿Y bien qué?
– ¿Qué piensa hacer al respecto?
– Oh, no lo sé. Descubrir quién lo limpió, supongo, y hacerle unas cuantas preguntas. No debería ser muy difícil. El campo no es muy amplio, ¿no es cierto?
– Acabará haciendo el ridículo -le dijo cáusticamente-. El inspector telefoneó para pedir a un policía que estuviese aquí todo el tiempo que yo estuviese fuera. -A él le gustaba más cuando se defendía-. Así que en ese caso -prosiguió Anne-, ¿cómo habría podido nadie manosear la caja fuerte? Debe haberse caído sola.
– Eso explica las prisas. -Fue todo lo que él dijo. Se arrellanó más en el sillón y descansó la barbilla sobre sus dedos de aguja.
– No tengo nada que decirle. Está perdiendo el tiempo.
McLoughlin cerró los ojos.
– Oh, tiene mucho que contarme -murmuró-. Por qué vino a Streech. Por qué la señora Phillips llama a esta casa una fortaleza. Por qué tiene pesadillas sobre la muerte -abrió los ojos una fracción para mirarla-. Por qué se aterroriza cada vez que se menciona su caja fuerte y por qué le gusta desviar el interés lejos de ella.
– ¿Fred le dejó entrar?
– No, escalé el muro del fondo.
Los ojos de Anne se mostraban profundamente precavidos.
– ¿Por qué haría una cosa así?
Se encogió de hombros.
– Hay una barrera de fotógrafos en la verja. No quería que me viesen entrar.
– ¿Le envió Walsh?
Estaba tan tensa como las cuerdas de un piano. McLoughlin se inclinó y le cogió la mano, jugando con sus dedos brevemente antes de dejarlos caer.
– No soy su enemigo, Cattrell.
Una sonrisa parpadeó en sus ojos.
– Apuesto a que eso fue lo que Brutus dijo cuando le clavó el cuchillo a César. No soy tu enemigo, César, y, demonios, amigo, no es nada personal, sólo resulta que Roma me gusta todavía más -se levantó y caminó hasta la ventana-. Si no es mi enemigo, McLoughlin, déjeme, líbrenos a todas nosotras del interrogatorio y busque a su asesino en algún otro lugar. -La luna se derramaba como una libación y rielaba en el jardín. Anne apoyó la frente contra el frío cristal y fijó la mirada en el exterior, en la impresionante belleza de lo que yacía más allá. Las rosas negras con coronas de plata; el césped reluciente como un mar interior; el sauce llorón, sus hojas y sus ramas forjadas en brillante tracería-. Pero no puede hacer eso, ¿verdad? Usted es un policía y prefiere la justicia.
– ¿Cómo puedo contestar a esa pregunta? -la provocó-. Está basada en tantas premisas falsas que es enteramente hipotética. Entiendo la venganza personal. Ya se lo dije esta mañana.
Anne sonrió cínicamente al cristal.
– ¿Me está diciendo que no habría detenido a Fred y a Molly por asesinar a Donaghue?
– No. Los hubiese detenido.
Lo miró con sorpresa.
– Ésa es una respuesta más sincera de lo que esperaba.
– No habría tenido otra elección -dijo desapasionadamente-. Querían que los detuvieran. Se quedaron allí sentados con el cadáver, esperando a que llegase la policía.
– Entiendo -sonrió débilmente-. Los detiene, pero derrama lágrimas de cocodrilo mientras lo hace. Ésa es una manera estupenda de tranquilizar su conciencia, ¿no?
McLoughlin se levantó y se acercó a ella para mirarla a la cara.
– Usted me ayudó -dijo simplemente, poniéndole las manos sobre los hombros-. Me gustaría ayudarla. Pero no puedo si no confía en mí.
Era tan condenadamente transparente, pensó Anne, con su astucia en vanguardia. Se rió entre dientes amablemente. Los dos podían jugar a aquel juego.
– Confíe en mí, McLoughlin. No necesito su ayuda. Soy tan inocente de los crímenes de venganza personal y asesinato como un recién nacido.
Bruscamente, como si fuese una muñeca de trapo, la levantó y la hizo deslizarse hacia la luz, contemplando cada pulgada de su rostro. Como cara, no era nada especial. Tenía arrugas de reírse grabadas profundamente en torno a los ojos y la boca, y arrugas de fruncir el ceño en la frente, pero no había ninguna amenaza escondida en sus ojos oscuros, no había postigos que encerraran secretos abominables. Su piel emitía un tenue aroma a rosas. Soltó una mano y recorrió lentamente la curva de su mandíbula con la punta de los dedos y siguió hacia abajo por la línea del cuello antes de soltarla del todo con la misma brusquedad con la que la había asido.
– ¿Le cortó los huevos?
Anne no había esperado aquello. Se estiró las mangas.
– No.
– Podría estar mintiendo -murmuró- y yo no podría distinguirlo.
– Eso es probablemente porque estoy diciendo la verdad. ¿Por qué lo encuentra tan difícil de creer?
– Porque -gruñó enfadado- mi maldita entrepierna gobierna mi cerebro en este momento y la lujuria difícilmente es un indicador de inocencia.
Anne echó un vistazo hacia abajo y dejó escapar un gorjeo.
– Comprendo su problema. ¿Y qué es lo que piensa hacer al respecto?
– Qué me aconseja. ¿Duchas frías?
– Dios, no. Ésa sería la elección de Molly. Mi consejo es: cuando le pique, rasqúese.
– Me lo pasaría un poquito mejor si usted me rascase.
Sus ojos negros bailaron.
– ¿Se le ocurrió comer algo?
– Salchichas y patatas fritas hace unas cinco horas.
– Bien, yo me muero de hambre. No he comido nada desde la hora de comer. Hay un restaurante hindú en la carretera, un par de kilómetros más abajo. ¿Le gustaría discutir sus opciones ante un plato de Vindaloo por delante?
Alzó la mano para acariciar los rizos de alrededor de la base de su cuello. La necesidad de tocarla era como una adicción. Estaba loco, no creía una maldita palabra de lo que decía, pero no podía evitar todo aquello. Ella se dio cuenta de la expresión de sus ojos.
– No soy su tipo, McLoughlin -le avisó-. Soy egoísta, obstinada y completamente egocéntrica. Soy independiente, incapaz de mantener relaciones y a menudo soy infiel. No me gustan ni los niños ni los quehaceres domésticos y no sé cocinar. Soy una esnob intelectual de principios no convencionales y de izquierdas. No me conformo, así que soy un estorbo. Fumo como una chimenea, con frecuencia soy mal educada, odio maquillarme y me tiro pedos muy fuertes en la cama.
McLoughlin dejó caer la mano y sonrió con una mueca.
– ¿Y el lado positivo?
– No hay un lado positivo -dijo, súbitamente seria-, no para usted. Me aburriré, siempre me pasa, y cuando venga algo mejor, como siempre, me desharé de usted como me he deshecho de todos los demás. Joderemos decentemente a medias y de vez en cuando, pero le saldría caro emocionalmente y lo podría comprar sin condiciones en Southampton. ¿Es eso lo que quiere?
La miró pensativamente.
– ¿Es esto un desvío habitual o soy un privilegiado?
Anne sonrió.
– Un desvío habitual. Me gusta ser justa.
– ¿Y cuál es la media que abandona a estas alturas?
– Baja -reconoció tristemente-. Sólo unos pocos sensatos se largan. El resto se precipita pensando que me va a cambiar. No lo hacen. Usted no lo hará -observó su expresión-. ¿Tiene miedo?
– Bueno, no puedo decir que me guste demasiado -admitió-. Se parece terriblemente a la relación que mantenía con mi esposa, insulsa, bochornosa y sin conducir a ninguna parte. No tenía ni idea de que fuese de miras tan estrechas. Ponga «a quien le asusta explorar» tras «egoísta, obstinada y egocéntrica», y le garantizo que la media de los que se retiran, antes de la cópula, le asombraría.
La cogió del brazo y le dio la vuelta hacia la ventana.
– Vamos a comer -añadió-. Mi juicio es mejor con el estómago lleno. Entonces decidiré si quiero sembrar mi semilla en terreno estéril.
Anne se apartó bruscamente de él.
– Jódase sólito, McLoughlin.
– ¿Tiene miedo, señorita Cattrell?
Anne se rió.
– Apagaré las luces -corrió hasta la puerta y dejó el cuarto a oscuras. McLoughlin sacó su linterna y esperó junto a los ventanales. Al acercarse, evitó hábilmente una mesita en que había una estatuilla de bronce de una mujer desnuda-. Yo -dijo-. Cuando era una jovencita de diecisiete años. Tuve una pequeña aventura con un escultor durante unas vacaciones escolares.
McLoughlin la iluminó con la linterna y la observó con interés.
– Bonita -dijo con admiración.
Anne se rió mientras le seguía hasta fuera.
– ¿La figura o la escultura?
– Ambas. ¿Suele cerrar con llave estas puertas? -le preguntó a la vez que las ajustaba.
– No se puede desde fuera. Estarán bien así.
McLoughlin le puso la mano en la nuca y cruzaron la terraza para salir a la extensión de césped. Un buho ululó en la lejanía. Se volvió para mirar la casa y orientarse, y le hizo dar media vuelta hacia la izquierda.
– Por aquí -dijo, dirigiendo la linterna delante de ellos-. Aparqué el coche en un carril que hay a lo largo de la esquina -bajo sus dedos, notaba la tirantez de su piel. Caminaron en silencio hasta que entraron en el bosque que bordeaba el prado. A su izquierda, algo corrió ruidosamente a través de la maleza. Su cuerpo saltó de miedo, sacudiéndolo a él tan violentamente como a ella-. Por Dios, mujer -gruñó McLoughlin, haciendo balancear el resplandor de la linterna entre los árboles-. ¿Qué le pasa?
– Nada.
– ¿Nada? -iluminó sus ojos con la linterna, súbitamente enojado-. Usted misma se ha enterrado viva, ha erigido una montaña de alambre de espino por encima del túmulo y llama a todo eso nada. Ella no lo merece. ¿No lo entiende? ¿Qué demonios ha podido hacer por usted alguna vez para que tenga que sacrificar toda su vida a cambio? Por Dios, ¿disfruta muriéndose poco a poco? ¿Qué le pasó a la Anne Cattrell que solía seducir a escultores en sus vacaciones escolares? ¿Dónde está la espina que se clavaba en la carne de las instituciones y que asaltaba cuidadelas sin ayuda?
Anne apartó la linterna y sus dientes brillaron momentáneamente al sonreír.
– Fue divertido mientras duró, McLoughlin, pero le dije que no intentara cambiarme.
Se fue tan deprisa que ni siquiera el resplandor de su linterna pudo seguirla.