Se metió fatigadamente en su coche y permaneció sentado un rato mirando fijamente sin comprender por el parabrisas. Unas palabras de Francis Bacon no dejaban de repetirse en su mente como un espasmo mnemotécnico de la memoria. «La venganza es una especie de justicia salvaje; cuanto más tiende a ella la naturaleza humana, más tendría que suprimirla la ley.» Se frotó la cara demacrada. Le había dicho a Anne que comprendía la venganza personal, pero ahora sabía que no era cierto. El resultado final de un «ojo por ojo» era un mundo ciego. Con un suspiro, arrancó el motor y se incorporó al tráfico.
Vivía en una moderna casita adosada en una zona al noroeste de Silverbone donde cada vivienda era tristemente igual y donde la individualidad se expresaba sólo en el color que se había escogido para pintar la puerta principal. Una vez le había satisfecho. Antes de haber visto Streech Grange.
– Hola Andy -dijo Kelly. Indecisa, estaba de pie junto al fregadero de la cocina, con el estropajo en las manos, fregando los platos sucios que él había dejado intactos durante diez días. Se había olvidado de lo fenomenal que era ella y de lo fácilmente que aquel cuerpo fabuloso le había excitado antes.
– Hola.
– ¿Contento de verme?
McLoughlin se encogió displicentemente de hombros.
– Claro. Mira, no es necesario que hagas eso. Estaba planeando ocuparme de ellos el fin de semana. No he venido mucho por aquí esta semana.
– Lo sé. He estado intentando telefonearte.
McLoughlin se dirigió hacia la nevera y sacó un trozo de queso entre las latas abiertas de tomates incrustados y melocotones cortados y pegados. Se los ofreció.
– ¿Quieres? -Kelly negó con la cabeza, así que se los comió todos antes de mirar el reloj-. Tengo que hacer una llamada, luego me ducharé rápidamente antes de salir -movió el brazo para abarcar toda la casa-. Tómate el tiempo que necesites y llévate lo que quieras -sonrió sin hostilidad-. Excepto mis libros y mis dos cuadros de barcos. No harás objeciones acerca de ellos, ¿verdad? Siempre dijiste que sólo servían para recoger polvo. -Los había desterrado tantas veces, junto con él, a la habitación libre.
Se dirigía a las escaleras cuando le remordió la conciencia y se volvió.
– Mira, de veras, no friegues los platos. No es necesario. Lo habría hecho yo mismo si hubiera tenido tiempo -volvió a sonreír-. Se te estropeará el esmalte de las uñas.
A Kelly le tembló la boca.
– Jack y yo, no funcionó -se precipitó tras él y escondió su cabeza de olor dulce en su pecho-. ¡Oh!, Andy, te he echado de menos. Quiero volver a casa. Quiero tanto volver a casa.
Un horrible letargo se apoderó de él, como el letargo que debe sentir un hombre ahogándose en el instante antes de darse por vencido. Sus ojos miraron a su alrededor por encima de su cabeza, buscando una tabla de salvación.
No había ninguna. La sostuvo durante uno o dos segundos, luego se desenredó de ella amablemente.
– Ven a casa -dijo-. Es tan tuya como mía.
– ¿No estás enfadado?
– En absoluto. Estoy contento.
Sus ojos maravillosos se iluminaron como estrellas.
– Tu madre dijo que lo estarías.
Las tablas de salvación, pensó, no les servían de nada a los hombres que se estaban ahogando. Era el deseo insaciable de vida lo que les hacía ir tirando.
– Tomaré esa ducha, luego me iré -dijo-. Vendré a buscar los libros y los cuadros mañana, y tal vez los discos que compré antes de que nos casáramos -echó un vistazo a la sala de estar; vio la mesita de cromo, la moqueta de color avena, los visillos, los muebles de fórmica y el comedor de tres piezas de delicado color pastel. «Nadie ha vivido aquí», juzgó para sí. Negó con la cabeza-. No quiero nada más.
Kelly lo agarró del brazo.
– Sí que estás enfadado.
Su cara oscura se resquebrajó con una sonrisa burlona.
– No. Estoy contento. Necesitaba un empujón. Odio este lugar. Siempre lo he odiado. Es tan… -buscó la palabra- estéril -la miró con compasión-. Como nuestro matrimonio.
La mujer le clavó los dedos en el brazo.
– Sabía que sacarías ese tema, cabrón. Pero no es culpa mía. Nunca quisiste niños más que yo.
McLoughlin le apartó las manos.
– Ésa no era la esterilidad a la que me refería.
Kelly insistió amargamente.
– Has encontrado a otra mujer.
Se dirigió hacia el teléfono, sacó un trozo de papel de su bolsillo y marcó un número que había escrito en él.
– McLoughlin -dijo al micrófono-. Hemos identificado el cadáver. Eso es; todo saldrá en los periódicos mañana, de manera que si tiene algo de sentido común, no asomará la cabeza. Sí, tendrá que ser esta noche. Maldita sea, eso es, sólo quiero atraparlo. Digamos que me he tomado personalmente lo que hizo. Así que ¿puede tenderle la trampa? -escuchó durante un momento-. Sólo insista en que han salido impunes de asesinato otra vez. Estaré con usted a las diez -alzó la vista y miró a Kelly.
Se habían formado enormes gotitas de agua alrededor del rímel de sus pestañas.
– ¿Dónde irás?
– Todavía no lo sé. Tal vez a Glasgow.
Las lágrimas se convirtieron en cólera y su cólera estalló contra él como siempre lo había hecho.
– Has dejado ese maldito trabajo, ¿no? Después de todas las veces que yo te supliqué que lo dejaras, lo has dejado porque otra persona te lo ha pedido.
– Nadie me lo ha pedido, Kelly, y no lo he dejado, todavía no.
– Pero lo harás.
– Quizá.
– ¿Quién es ella?
Descubrió que quería herirla, por eso, debía quedar algún sentimiento entre los dos. Quizá siempre estaría ahí. Siete años, por muy estériles que fueran, habían dejado sus marcas.
– «Es mi rosa -recitó-, mi rosa roja, roja.»
Y Kelly, que ya había oído lo suficiente del odiado Rabbie Burns para toda la vida, sintió un nudo de pánico que se estrechaba alrededor de su corazón.
Phoebe sacudió el hombro de Diana y la urgió para que se despertara.
– Tenemos visita -susurró-. Necesito ayuda. -En algún lugar de la oscuridad tras ella, se oían los gruñidos de los perros.
Diana la miró con los ojos entrecerrados.
– Enciende la luz -dijo soñolienta.
– No; no quiero que sepan que estamos despiertas -se arrebujó el pecho con la bata de Diana-. Vamos, amiga, muévete.
– ¿Has llamado a la policía? -Diana se sentó y encogió los brazos para ponerse la bata.
– No serviría de nada. Todo habrá acabado de algún modo u otro mucho antes de que llegue la policía -encendió una linterna pequeña y la dirigió hacia el suelo-. Vamos -instó-, no tenemos mucho tiempo.
Diana se puso las zapatillas y fue tras ella caminando silenciosamente.
– ¿Por qué están los perros aquí dentro? ¿Por qué no están fuera? ¿Y dónde está McLoughlin?
– No vino esta noche -suspiró-. La única noche que le necesitamos, y no aparece.
– ¿Y qué piensas hacer?
Phoebe levantó la escopeta que había dejado apoyada junto a la puerta del dormitorio de Diana.
– Voy a utilizar esto -dijo, bajando las escaleras- y no quiero disparar a los perros por equivocación. Podrán intervenir si los cabrones consiguen entrar a la fuerza.
– Pero mujer -murmuró Diana-, no estarás pensando en matar a alguien, ¿verdad?
– No seas tonta -caminó despacio cruzando el vestíbulo y entró en el salón-. Voy a hacer que esos canallas se caguen de miedo. No se libraron de mí la última vez. Tampoco lo conseguirán esta vez -con un gesto situó a Diana a un lado de las cortinas y, apagando la linterna, se colocó al otro lado-. Manten los ojos abiertos. Si ves a alguien al fondo de la terraza, dímelo.
– Voy a lamentar esto -gruñó Diana, tirando ligeramente de la cortina hacia un lado y mirando en la oscuridad-. No veo nada, maldita sea. ¿Cómo sabes que están ahí fuera?
– Benson entró por la ventana de la bodega y me despertó. Lo entrené para que lo hiciera después de que esos gamberros asaltaron la casa la primera vez -dio una palmada en la cabeza del viejo perro-. Eres un buen chico, ¿verdad? Hace años que vigilas los jardines y no te has olvidado.
El sonido de la cola del perro meneándose hacia delante y hacia atrás por la moqueta se oía fuerte en la habitación silenciosa. Hedges, que no había nacido todavía cuando David Maybury desapareció, se agachó junto a los pies de su ama, los músculos en tensión, esperando que llegase su turno.
Phoebe recorrió la terraza con la mirada en busca de señales de movimiento.
– Tus ojos pronto se adaptarán a la oscuridad.
– Sí que hay alguien -dijo repentinamente Diana-. Junto a la pared de la derecha. ¿Lo ves?
– Sí. Hay otro que viene por el ala de Anne -agarró la escopeta firmemente-. ¿Puedes abrir las ventanas sin hacer ruido?
Durante un breve instante, Diana vaciló, luego se encogió de hombros e hizo girar la llave con cuidado. Phoebe, razonó, sabía todo lo que había que saber sobre el infierno. Había estado allí. No volvería a pasar por ello de buen grado una segunda vez. En cualquier caso, la adrenalina corría por su cuerpo tan intensamente como por el de Phoebe.
Era el momento de ponerse de espaldas a la pared, pensó, cuando todos, incluso los conejos, enseñaban los dientes.
– Hecho -susurró cuando el cerrojo apenas chirrió al abrirse. Volvió a mirar por la ventana-. ¡Oh!, ¡Señor! -susurró-, hay docenas de ellos.
Las figuras negras se agachaban a lo largo del borde de la terraza como una tropa de monos, pero compararlos con monos era rebajar a los animales. Sólo el hombre, con su único progreso evolutivo de la razón, se complace con el dolor de otra gente. A Diana se le secó la boca. Había algo increíblemente escalofriante en la histeria de la multitud donde la responsabilidad individual se subordinaba a la del grupo.
– Difícilmente docenas; cinco, seis como máximo. Cuando diga «ahora», abre del todo la puerta -Phoebe soltó una carcajada frenética-. Probaremos el viejo refrán y esperaremos hasta que veamos el blanco de sus ojos. Siempre he querido intentarlo.
Hubo una confusión en la masa acurrucada, pareció que las figuras se reunían juntas al pie del muro de la terraza; luego se volvieron a separar.
– ¿Qué están haciendo? -preguntó Diana.
– Arrancando ladrillos de encima de la pared, por lo que parece. Agacha la cabeza si empiezan a lanzarlos.
Uno de los del grupo que permanecía agachado parecía ser el cabecilla. Usaba sus brazos para dirigir a la tropa, la mitad hacia un lado de la terraza, la otra mitad hacia el otro.
– Ahora -urgió Phoebe en un murmullo-. No quiero que se dividan.
Diana hizo girar el tirador y abrió la puerta de un empujón. Phoebe salió en un segundo y su alta figura se derritió en las sombras. Había levantado la culata hasta el hombro e iba a apuntar hacia abajo el cañón cuando una manaza le apretó la boca y otra arrancó la escopeta de sus manos.
– Yo en su lugar no lo haría, señora -le susurró la voz suave de Fred al oído. Mantuvo su mano firme sobre su boca y, apoyando el antebrazo sobre su hombro, la obligó a arrodillarse. Encorvándose, dejó la escopeta sobre las baldosas sin hacer ruido y entonces, instándola a que se volviera a levantar, la cogió de la cintura como si sólo fuera un trozo de vilano y la levantó para llevársela al salón. Más que ver, sintió la presencia de Diana.
– No haga ruido -le advirtió con un susurro callado-, y cierre la ventana, por favor.
– Pero, Fred -empezó.
– Haga lo que le digo, señora Goode. ¿Quiere que hieran a la señora?
Completamente desconcertada, Diana hizo lo que le ordenó. Haciendo caso omiso de los dientes de Phoebe que le mordían la mano, Fred la arrastró sin miramientos por la habitación y la dejó como un bulto en el vestíbulo. Diana fue tras sus pasos.
– ¿Qué estás haciendo? -reclamó enfurecida, golpeándole en los hombros con los puños-. Suelta a Phoebe ahora mismo.
Benson y Hedges, alarmados por el tono de voz de Diana, se lanzaron contra las piernas de Fred.
– Esta puerta también, señora Goode, por favor.
Diana cogió un puñado de su cabello ralo y tiró fuerte.
– ¡Déjala! -gruñó.
Con un gemido, Fred se dio la vuelta, cargó con las dos mujeres y le dio una patada a la puerta. Segundos más tarde, los cristales de las contraventanas se rompieron haciéndose añicos.
– Ahí está -dijo afablemente, dejando cuidadosamente a Phoebe en el suelo y quitándole la mano de la boca-. Ahora estamos a salvo, creo. Si no le importa, señora Goode, eso es un poco doloroso. Gracias -sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo lió alrededor de los dedos que le sangraban-. Buenos chicos -murmuró, acariciando a los perros, bozales, ¡es lo que hacía falta! No digo que no esté enfadado porque habrá que poner otro cristal nuevo, pero esta vez nos aseguraremos de que lo pagan -abrió la puerta-. ¿Me disculpa, señora? Odiaría perderme la fiesta.
Estupefactas, las dos mujeres observaron cómo su gran masa caminaba ligeramente por encima de los cristales rotos y salía a la terraza. Más allá, iluminada por la luz de la luna, aparecía una escena de Jerónimo Bosch, el Bosco. Una maraña grotesca de desdichadas figuras se retorcía sobre el césped en medio de una horrible y ruidosa confusión. Mientras Fred, con un rugido helado, atravesaba la terraza y se lanzaba encima de la confusa pelea, Phoebe se percató en seguida de la situación, silbó a Hedges y señaló a un rápido fugitivo que había conseguido liberarse.
– Vamos, chico.
Hedges, ladrando de emoción, fue saltando por la hierba, hizo rodar al hombre y describir cabriolas alrededor de él, aullando su logro a la luna. Benson, que no podía ser menos, fue contoneándose como un pato hasta la terraza,se sentó cómodamente sobre sus caderas y levantó su viejo hocico en alegre unísono.
El alboroto de perros y cuerpos debatiéndose era ensordecedor.
– ¡Hombres! -exclamó Diana al oído de Phoebe y Phoebe, mientras la adrenalina todavía corría desenfrenada por su sangre, prorrumpió en lágrimas de risa.