Tres horas más tarde, después de que los restos se hubieran retirado cuidadosamente bajo la dirección del doctor Webster y una laboriosa investigación del interior de la casa del hielo revelara poco de importancia, aparte de un montón de helechos muertos en una esquina, la puerta fue sellada y Walsh y McLoughlin regresaron a Streech Grange. Phoebe les ofreció la biblioteca para que trabajasen en ella y, con una notable falta de curiosidad, los dejó con sus deliberaciones.
Un grupo de policías se quedó atrás para registrar a fondo la zona en un amplio círculo alrededor de la casa del hielo. En secreto, Walsh creyó que éste era trabajo perdido: si había pasado demasiado tiempo entre la llegada del cadáver y su descubrimiento, el área de alrededor no les diría nada. Sin embargo, el trabajo rutinario había aportado pruebas inverosímiles con anterioridad y ahora, varias muestras de la casa del hielo esperaban ser enviadas a los laboratorios forenses. Éstas incluían polvo de ladrillos, mechones de pelo, un poco de barro descolorido del suelo y lo que el doctor Webster había afirmado que eran los restos astillosos de un hueso de cordero que McLoughlin había encontrado entre las zarzas que crecían fuera de la puerta. Al joven policía Williams, ignorante aún de lo que había habido exactamente en la casa del hielo, se le convocó a la reunión de la biblioteca.
Encontró a Walsh y McLoughlin sentados uno al lado del otro detrás de un escritorio de caoba de enormes proporciones; las pruebas fotográficas, reveladas a toda velocidad, estaban extendidas en forma de abanico delante de ellos. Una antiquísima lámpara Anglepoise de pantalla verde era la única iluminación de la habitación, en la que oscurecía rápidamente. Cuando Williams entró, Walsh desvió la lámpara para atenuar la claridad del resplandor. Para el joven policía, ver las fotografías al revés y en la penumbra, fue una atormentada visión de los horrores que hasta ahora tan sólo había imaginado. Leyó su pequeña colección de declaraciones con un ojo clavado en la cara de McLoughlin, donde negros huecos parecían profundamente grabados al agua fuerte por las sombras. Jesús, pero si el cabrón parecía enfermo. Se preguntaba si los rumores que había oído eran ciertos.
– Todas sus declaraciones acerca de cómo se encontró el cadáver son coherentes, señor. No hay nada contradictorio ni sospechoso en esa dirección -informó, y de pronto pareció pagado de sí mismo-. Pero creo que tengo una pista en otra dirección.
– La tiene, ¿no es así?
– Sí, señor. Apuesto a que el señor y la señora Phillips estuvieron en la cárcel antes de venir a trabajar aquí -consultó su claro y diminuto manuscrito-. La señora Phillips se comportó de un modo muy extraño, no contestaba ninguna de mis preguntas, me acusaba continuamente de intimidarla, lo cual no era cierto, y decía: «Eso lo sé yo y usted debe intentar descubrirlo». Cuando le dije que tendría que comentarlo con la señora Maybury, la maldita casi me corta la cabeza.
«No vaya a preocupar a la señora -dijo-, Fred y yo hemos conservado limpias nuestras narices desde que estamos fuera y eso es todo lo que usted necesita saber.»
Williams alzó la mirada triunfalmente. Walsh apuntó algo en un trozo de papel.
– Muy bien, policía, examinaremos esta cuestión.
McLoughlin vio la desilusión del muchacho y él mismo se conmovió.
– Buen trabajo, Williams -murmuró-. Creo que deberíamos proveernos de bocadillos, señor. Nadie ha comido nada desde mediodía -recordó el líquido que había desperdiciado en las zarzas. Habría dado su brazo derecho por una cerveza-. Hay un pub al pie de la cuesta. ¿Podría Gavin ir a buscar algo preparado para los muchachos?
Malhumoradamente, Walsh sacó dos billetes de diez libras del bolsillo de su americana.
– Bocadillos -pidió-. Nada demasiado caro. Tráiganos un par y lleve el resto a la casa del hielo. Puede quedarse allí y ayudar en la búsqueda -miró por detrás de él al otro lado de la ventana-. Tienen las lámparas de arco voltaico. Dígales que continúen hasta que puedan. Nosotros iremos más tarde. Y no se olvide del cambio.
– Señor.
Williams salió corriendo antes de que el inspector cambiara de opinión.
– No estaría tan condenadamente ansioso de ir si hubiese visto lo que hay allí -observó Walsh mordazmente, señalando las fotografías con un dedo flaco-. Me pregunto si tendrá razón acerca de la pareja Phillips. ¿Acaso le suena el nombre?
– No.
– Tampoco a mí. Echemos un vistazo a lo que tenemos -sacó la pipa y llenó la cavidad de tabaco distraídamente. En voz alta, examinó los hechos que tenían con exactitud, apurándolos como si fueran huesos de pollo.
McLoughlin escuchaba pero no oía. Le dolía la cabeza, donde un vaso sanguíneo, obstruido y gordo, amenazaba explotar. Su zumbido le ensordecía.
Cogió un lápiz del escritorio y lo puso en equilibrio entre sus dedos. Las puntas temblaron violentamente y lo dejó caer ruidosamente. Se obligó a sí mismo a concentrarse.
– ¿Así que por dónde empezamos, Andy?
– La casa del hielo y quienes sabían que estaba ahí. Tiene que ser la clave -separó una foto de entre las fotografías que había sobre el escritorio y la sostuvo bajo la luz de la lámpara con sus dedos temblorosos-. Parece una colina -dijo entre dientes-. ¿Cómo podría haber sabido un desconocido que estaba hueca?
Walsh sujetó la pipa entre los dientes y la encendió. No contestó, pero cogió la fotografía y la estudió atentamente, fumando durante uno o dos minutos en silencio.
Impasiblemente, McLoughlin miró las fotografías del cadáver.
– ¿Se trata de Maybury?
– Demasiado pronto para decirlo. Webster ha ido a examinar otra vez los informes médicos y dentales. Es una mierda que no podamos comparar las huellas dactilares. No pudimos encontrar ninguna en la casa cuando desapareció. No estoy diciendo que obtendríamos huellas iguales. Las dos manos de ahí fuera estaban hechas trizas -apretó el tabaco encendido con la punta del pulgar-. David Maybury tenía una característica muy distintiva -continuó tras un instante-. Le faltaban los dos últimos dedos de su mano izquierda. Los perdió a consecuencia de un disparo accidental.
McLoughlin sintió los primeros aleteos del interés despertado.
– Así pues, es él.
– Podría ser.
– Ese cadáver no ha estado ahí diez años, señor. El doctor Webster hablaba de meses.
– Quizá, quizá. Reservo mi opinión hasta después de haber visto el informe de la autopsia.
– ¿Cómo era? La señora Goode le llamó cabrón empedernido.
– Yo diría que ésa es una valoración justa. Puede leer lo que hay escrito sobre él. Todo está en el expediente. Hice que un psicólogo examinara las pruebas que tomamos de la gente que lo conocía. Su dictamen extraoficial, teniendo en cuenta que nunca conoció al hombre, fue que Maybury mostraba tendencias psicopáticas acentuadas, especialmente cuando estaba borracho. Tenía la costumbre de pegar a la gente, tanto mujeres como hombres -Walsh echó una bocanada de humo por la comisura de los labios y miró a su subordinado-. Se promocionaba a sí mismo. Encontramos por lo menos tres putitas que le guardaban una cama caliente en Londres.
– ¿Ella lo sabía? -hizo un gesto hacia el vestíbulo.
Walsh se encogió de hombros.
– Afirmó que no.
– ¿Le pegaba?
– Sin duda alguna lo creería, sólo que ella lo negó. Tenía un morado del tamaño de un balón de fútbol en la cara cuando informó de su desaparición y descubrimos que en dos ocasiones fue ingresada en el hospital cuando él vivía, en una de ellas con una muñeca rota y en la otra con golpes en las costillas y la clavícula rota. Les dijo a los médicos que era propensa a los accidentes -soltó una risa discordante-. No la creyeron más que yo. La utilizaba como un saco de arena cada vez que estaba borracho.
– ¿Y por qué no lo dejó? ¿O acaso disfrutaba con tales atenciones?
Walsh le examinó seriamente un instante. Empezó a decir algo, entonces cambió de opinión.
– Streech Grange ha pertenecido a la familia de ella durante años. Él vivió aquí por su tolerancia y utilizó su capital para dirigir un pequeño negocio vinícola en casa. Probablemente, la mayoría de las existencias todavía están aquí si ella no se las ha bebido o las ha vendido. No, no se marcharía. En realidad, no puedo imaginar posibles circunstancias, ni siquiera el fuego, que le hicieran abandonar su preciosa Streech Grange. Es una lady dura de pelar.
– Y supongo que como él vivía a cuerpo de rey, tampoco se iría.
– Así es, más o menos.
– De manera que se libró de él.
Walsh asintió con la cabeza.
– Pero no se pudo demostrar.
– No.
El rostro desolado de McLoughlin se resquebrajó dejando paso a la apariencia de una mueca.
– Debió haber salido con una endemoniada historia.
– De hecho, la maldita historia era muy mala. Nos dijo que se fue una noche y nunca más regresó -quitó una gota de alquitrán y saliva de la punta de su pipa, frotándola con la manga-. Pasaron tres días antes de que informara de que había desaparecido y solamente lo hizo porque la gente empezó a preguntar dónde estaba. En ese tiempo, empaquetó toda su ropa y la envió a algún centro benéfico cuyo nombre no recordaba, quemó todas sus fotos y repasó toda esta casa con el aspirador y un paño empapado de lejía para quitar cualquier rastro último de él. En otras palabras, se comportó exactamente como alguien que acabara de asesinar a su marido e intentara deshacerse de las pruebas. Salvamos algunos cabellos que ella se dejó en un cepillo, un pasaporte en curso, una foto que pasó por alto en el fondo del cajón de un escritorio y una antigua tarjeta de donante de sangre. Y eso fue todo. Pusimos patas arriba esta casa y el jardín, llamamos a un forense para que hiciera una búsqueda microscópica y fue una pérdida de tiempo. Recorrimos el campo buscándolo, enseñamos su foto en todos los puertos y aeropuertos por si, de alguna manera, había conseguido pasar sin pasaporte, alertamos a la Interpol para que lo buscase en el continente, dragamos ríos y lagos, dejamos su foto en manos de los periódicos nacionales. Nada. Sencillamente, se esfumó en el etéreo aire.
– ¿Y cómo explicó el morado en la cara?
El inspector se rió entre dientes.
– Una puerta. ¿Qué más? Intenté ayudarla, le propuse declarar que había matado a su marido en defensa propia. Pero no, él nunca la tocó -negó con la cabeza, recordando-. Una mujer extraordinaria. Nunca se facilitó las cosas. Podría haber inventado una buena cantidad de historias para convencernos de que él había planeado su desaparición, por ejemplo problemas de dinero, para empezar. La dejó casi sin un penique. Pero hizo lo contrario: continuó repitiendo impasiblemente que, una noche y sin ningún motivo, simplemente salió y nunca volvió. Sólo los muertos desaparecen de forma tan absoluta como ésa.
– Inteligente -concedió McLoughlin a disgusto-. Lo puso así de sencillo, no le dejó ningún resquicio. ¿Y por qué no la acusó? Se han intentado procesamientos sin cadáveres anteriormente.
Los recuerdos de diez años atrás se desbordaron poniendo a prueba la paciencia de Walsh.
– No pudimos reunir argumentos -dijo con brusquedad-. No había la menor prueba para poner en duda su maldito y estúpido relato de que, de pronto, él se fue. Necesitábamos el cadáver. Cavamos la mitad de Hampshire buscando al condenado -se quedó callado durante un instante, luego golpeó ligeramente la fotografía de la casa del hielo que estaba sobre el escritorio delante de él-. Usted tenía razón sobre esto.
– ¿En qué sentido?
– Es la clave. Buscamos en los jardines de Streech de un extremo a otro hace diez años y ninguno de nosotros miró aquí dentro. Nunca en mi vida había visto una casa del hielo, nunca había oído hablar de tal cosa. Así que por supuesto no sabía que la maldita colina estaba hueca. ¿Cómo diablos podía saberlo? Nadie me lo dijo. Recuerdo haber estado de pie sobre ella para orientarme en un momento dado. Incluso recuerdo haberle dicho a uno de los míos que cavara profundamente en esas zarzas. Era como una jungla -limpió la boquilla de la pipa con la manga otra vez antes de volvérsela a poner en la boca. El alquitrán seco se entrecruzó en el tejido como si fueran hilillos negros-. Apostaría el dinero que quisiera, Andy, a que el cadáver de Maybury estuvo ahí todo el tiempo.
Llamaron a la puerta y Phoebe entró con una bandeja de bocadillos.
– El policía Williams me dijo que tenían hambre, inspector. Le pedí a Molly que preparara esto para ustedes.
– Vaya, gracias, señora Maybury. Venga y siéntese. Phoebe puso la bandeja de bocadillos sobre el escritorio, entonces se sentó en un sillón de piel un poco inclinada hacia un lado. La lámpara del escritorio daba una fuente de luz que abrazaba las tres figuras en reacia intimidad. El humo de la pipa de Walsh estaba suspendido por encima de ellos, flotando en el aire como zarcillos rizados de cirros. Durante un prolongado instante, hubo silencio absoluto, antes de que el mecanismo del carillón de un reloj de caja zumbase al accionarse y diese la hora, las nueve en punto.
Walsh, como si hubiese esperado a una señal convenida, se inclinó y se dirigió a la mujer.
– ¿Por qué no nos habló de la casa del hielo hace diez años, señora Maybury?
Por un momento, creyó que parecía sorprendida, e incluso un poco aliviada, entonces la expresión se desvaneció. Después, no pudo estar seguro de haber visto tal sorpresa.
– No comprendo -dijo.
El inspector Walsh hizo un gesto a McLoughlin para que encendiera la luz del techo. La lámpara apagada y disfrazada engañaba cuando quería ver cada matiz del rostro extraordinariamente impasible.
– Es bastante sencillo -murmuró, después de que McLoughlin hubiese inundado la habitación con la brillante luz blanca-, durante nuestra búsqueda de su marido, nunca miramos en la casa del hielo. No sabíamos que estaba ahí -la observó reflexivamente-. Y usted no nos lo dijo.
– No recuerdo -respondió simplemente-. Si no se lo dije, fue porque no pensé en ella. ¿No la encontraron ustedes mismos?
– No.
Se encogió levemente de hombros.
– ¿De verdad importa, inspector, después de todo este tiempo?
Él no hizo caso de la pregunta.
– ¿Recuerda cuándo fue la última vez que se utilizó la casa del hielo antes de la desaparición de su marido?
Apoyó la cabeza cansadamente contra el respaldo del sillón, su cabello rojo se extendía en torno de su cara pálida. Detrás de las gafas, sus ojos parecían enormes. Walsh sabía que tenía más de treinta años, no obstante parecía más joven que su propia hija. Sintió cómo McLoughlin se movía en la silla a su lado como si su fragilidad le hubiese emocionado de alguna manera. «Maldita mujer», pensó con irritación, recordando las emociones que una vez había provocado en él. Aquella apariencia de vulnerabilidad era una fina capa de la aguda mente que se escondía debajo.
– Tendrá que dejarme pensar en ello -dijo-. De momento, sinceramente, no recuerdo si la usamos alguna vez cuando David estaba vivo. No tengo ningún recuerdo de ello -se detuvo brevemente-. Sí recuerdo que mi padre la utilizó como cámara oscura un invierno cuando yo estaba aquí durante las vacaciones del colegio. No lo continuó haciendo durante mucho tiempo -sonrió-. Dijo que era una maldita lata caminar con dificultad hasta allí con el frío que hacía -dejó escapar una risa en voz baja como si los recuerdos de su padre la hicieran feliz-. En vez de ello, llevaba los carretes a un profesional de Silverbone. Mi madre dijo que lo hacía porque así disfrutaba culpando a otra persona cuando las fotografías eran decepcionantes… y a menudo lo eran. No era muy buen fotógrafo -miró fijamente al inspector-. No recuerdo que se utilizara después de aquello, no hasta que decidimos amontonar los ladrillos allí dentro. Es posible que los niños lo sepan. Supongo que se lo podría preguntar.
Walsh recordó a sus hijos, un chico larguirucho de diez años, que llegó a casa procedente del internado en medio de la investigación, sus ojos del mismo azul claro que los de su madre, y una hija de ocho, con una mata de rizado cabello oscuro. La habían protegido, recordaba, con la misma ferocidad que sus dos amigas habían mostrado antes en el salón.
– Jonathan y Jane -dijo-. ¿Todavía viven en casa, señora Maybury?
– No exactamente. Jonathan tiene un piso alquilado en Londres. Estudia medicina en Guy. Jane está estudiando políticas y filosofía en Oxford. Pasan algún fín de semana y las vacaciones aquí. Eso es todo.
– Hacen bien. Debe estar contenta -pensó agriamente en su propia hija que se había quedado embarazada a los dieciséis años y que ahora, a los veinticinco, estaba divorciada con cuatro hijos y no tenía ilusión alguna salvo una vida en un pobretón piso municipal. Consultó sus notas-. Parece haber adquirido una profesión desde la última vez que la vi, señora Maybury. El policía Williams dice que se dedica a la jardinería al por mayor.
Phoebe pareció desconcertada por el cambio de dirección.
– Fred me ha ayudado a construir un pequeño vivero de pelargonium -habló con cautela-. Nos especializamos en variedades de hiedra.
– ¿Quién las compra?
– Tenemos dos clientes principales en este país, uno es una cadena de supermercados y el otro un distribuidor de material de jardinería en Devon y Cornwall. También hemos tenido algunos pedidos de volumen de Estados Unidos que enviamos por avión -sospechaba enormemente de él-. ¿Por qué lo quiere saber?
– Por ninguna razón concreta -le aseguró Walsh. Chupó ruidosamente su pipa-. Supongo que tendrá muchos clientes del pueblo.
– Ninguno -contestó secamente-. No vendemos directamente al público y, de todos modos, no vendrían aquí si lo hiciéramos.
– No la quieren mucho en Streech, ¿no es cierto, señora Maybury?
– Eso parece, inspector.
– Trabajaba de recepcionista en el consultorio del médico hace diez años. ¿No le gustaba ese trabajo?
Un resquicio de diversión levantó las comisuras de sus labios.
– Me pidieron que me fuera. Los pacientes se sentían incómodos con una asesina.
– ¿Sabía su marido que existía la casa del hielo? -le disparó la pregunta súbitamente, desconcertándola.
– ¿Que estaba ahí, quiere decir?
El inspector hizo un gesto de anuencia.
– Estoy segura de que debía saberlo, aunque, como digo, no recuerdo que entrara alguna vez en ella.
Walsh anotó algo.
– Obtendremos más detalles sobre eso. Puede ser que sus hijos recuerden algo. ¿Vendrán este fin de semana, señora Maybury?
Phoebe sintió frío.
– Supongo que si no vienen, enviará a un policía a verlos.
– Es importante.
Se produjo un temblor en su voz.
– ¿Ah sí, inspector? Tiene mi palabra de que no había nadie allí dentro hace seis años. ¿Qué posible relación puede tener eso con la desaparición de David? -se quitó las gafas y se apretó los párpados con las yemas de los dedos-. No quiero que acosen a mis hijos. Ya sufrieron bastante cuando David desapareció. Tener que representar hasta el final todo el espantoso trauma por segunda vez y por ninguna razón obvia sería intolerable.
– Serán preguntas rutinarias, señora Maybury. Apenas traumático, ¿no? -respondió Walsh sonriendo indulgentemente.
Se volvió a poner las gafas, enfurecida por su respuesta.
– Era extraordinariamente estúpido hace diez años, desde luego. Por qué supuse en algún momento que el paso del tiempo le habría convertido en una persona más lista, no lo sé. Nos envió al infierno y llama a eso «apenas traumático». ¿Sabe qué es el infierno? El infierno es por lo que una niña pequeña de ocho años tiene que pasar cuando la policía excava todos los arriates de flores de su jardín e interroga a su madre durante horas sin parar en una habitación cerrada. El infierno es lo que se ve en los ojos de un adolescente cuando su padre lo abandona sin una palabra de explicación y a su madre se le acusa de asesinato. El infierno es ver cómo hieren a tus hijos y no poder hacer condenadamente nada para evitarlo. Me preguntó si estaba contenta de sus logros -se inclinó con el rostro distorsionado-. ¿No podría haber salido con algo un poco más imaginativo? Han vivido la misteriosa desaparición de su padre, con su madre tildada de asesina, su hogar convertido en una atracción turística para los macabros y han sobrevivido a todo ello relativamente ilesos. Creo que «extasiada» sería la descripción más acertada de cómo me siento por la manera en que han salido adelante.
– En aquellos momentos, le propusimos que enviara a sus hijos fuera, señora Maybury -Walsh mantuvo su voz cuidadosamente neutral-. Usted eligió que se quedaran aquí en contra de nuestro consejo.
Phoebe se levantó. Era sólo la segunda vez que Walsh veía una emoción violenta en aquel rostro.
– Dios mío, le odio -puso las manos sobre el escritorio y el inspector vio cómo temblaban sus dedos incontrolablemente-. ¿Dónde podía enviarlos? Mis padres estaban muertos, no tenía ni hermanos ni hermanas, ni Anne ni Diana se encontraban en condiciones de poder cuidarlos. ¿Se suponía que debía confiarlos a desconocidos cuando su seguro mundo se estaba poniendo patas arriba?
Pensó en su único pariente, la hermana soltera de su padre, que había reñido con la familia ya hacía años. La anciana señora había leído cada línea de todos los periódicos con ávido deleite y había redactado su propio y breve escrito de veneno para Phoebe, a propósito de los pecados de los padres. Cuál fue su intención al escribir aquella carta, cualquiera podría adivinar, pero, de modo extraño, sus predicciones desvirtuadas del futuro de Jonathan y Jane habían sido una liberación para Phoebe. Vio claramente -y por primera vez- que el pasado estaba muerto y enterrado, y que con los arrepentimientos no conseguiría nada.
– ¡Cómo se atreve a hablarme de elección! Mi única elección fue sonreír mientras usted se cagaba en mí y nunca, ni una vez siquiera, dejé que los niños supieran lo asustada y sola que me sentía -sus dedos agarraron el borde de la mesa-. No pasaré por todo eso otra vez. No permitiré que ponga sus sucios dedos en la vida de mis hijos. Ya una vez esparció su asquerosa basura por aquí. Maldita sea, no lo va a volver a hacer -se volvió y caminó hacia la puerta.
– Tengo algunas preguntas más para usted, señora Maybury. Por favor, no se vaya.
Volvió la cabeza un instante mientras abría la puerta.
– Vayase a la mierda, inspector -dio un portazo tras ella.
McLoughlin había escuchado el intercambio con atención absorta.
– Ha cambiado un poco la marea desde esta tarde. ¿Es siempre tan voluble?
– Muy al contrario. Hace diez años, ni una vez crispamos su serenidad -chupó, meditabundo, su sucia pipa de madera de brezo.
– Son esas dos tortilleras con las que vive. La han puesto en contra de los hombres.
A Walsh le divirtió el comentario.
– Creería que David Maybury hizo eso ya hace años. Hablemos con la señora Goode. ¿Puede ir a buscarla?
McLoughlin alcanzó un bocadillo y se atiborró la boca con él antes de levantarse.
– ¿Qué hay de la otra? ¿También quiere que la ponga en la fila?
El inspector jefe recapacitó un momento.
– No. Ésa es un caballo sin posibilidad de ganar la carrera. Dejaré que esté en ascuas hasta que haya hecho averiguaciones sobre ella.
En pie, desde donde estaba, McLoughlin pudo ver el cuero cabelludo de color rosa reluciendo a través del pelo de Walsh que ya clareaba. Sintió una inesperada ternura por aquel hombre mayor, como si la hostilidad de Phoebe hubiese exorcizado la suya propia y le hubiese recordado dónde se situaba su lealtad.
– Ella es la principal sospechosa, señor. Habría disfrutado cortando los cojones de ese pobre cabrón. Las otras dos hubiesen odiado hacerlo.
– Seguramente tiene razón, amigo, pero apuesto a que ya estaba muerto cuando lo hizo.