La señora Thompson abrió la puerta con una sonrisa de bienvenida. Estaba vestida para salir, con un traje azul y guantes blancos, pero había un aire triste y bastante anticuado en ella, como si su sentido de la moda hubiese expirado con los años cincuenta. Tras ella, había dos maletas en el vestíbulo. Salpicaduras de colorete y un toque de pintalabios daban a su cara una alegría falsa, pero cuando vio a los policías reunidos, su boca se desanimó trágicamente.
– Ooh -susurró, decepcionada-. Pensé que era el vicario.
– ¿Podemos pasar? -preguntó Walsh.
Sus defectos repelían tanto como el perfume barato.
– ¡Son tantos! -susurró-. ¿Les ha enviado el diablo?
Walsh la cogió del brazo y la hizo retroceder, lo cual permitió que entraran sus hombres detrás de él.
– ¿Podemos ir a la sala de estar, señora Thompson? No hay por qué permanecer de pie en el umbral de la puerta.
Opuso una débil resistencia.
– ¿Qué es esto? -imploró. Estaban a punto se saltársele las lágrimas, y al caminar sus tacones iban clavándose en la moqueta del recibidor-. Por favor, no me toque.
McLoughlin deslizó su brazo por debajo del otro brazo de la mujer y entre los dos policías la llevaron a la sala de estar hasta dejarla en una silla. Mientras McLoughlin la sujetaba con una mano firme en su hombro para que permaneciera sentada, Walsh dirigió a sus hombres para que hicieran un registro a fondo de la casa y del jardín. Enseñó con ostentación la autorización bajo sus ojos antes de volvérsela a meter en el bolsillo de su chaqueta y de sentarse en la silla que había delante de ella.
– Bueno, señora Thompson -dijo afablemente-. ¿Preparada para su pequeño descanso junto al mar?
Sacudió la mano de McLoughlin de su hombro sin moverse de la silla.
– Estoy esperando al vicario que tiene que llegar en cualquier momento para llevarme a la estación -anunció con dignidad.
McLoughlin se fijó en que el cabello se le clareaba un poco. Le pareció extrañamente molesto, como si se hubiera quitado parte de la ropa para revelar que algo mejor permanecía oculto.
– Entonces, sugiero que no nos andemos con rodeos -anunció Walsh-. No quisiéramos hacerle esperar.
– ¿Por qué han venido? ¿Por qué sus hombres están registrando mi casa?
Walsh puso los dedos en forma de campanario sobre sus rodillas.
– ¿Recuerda aquel vagabundo del que nos habló, señora Thompson?
Ella asintió con una breve inclinación de cabeza.
– Lo hemos encontrado.
– Bien. Así sabrán que les estaba diciendo la verdad acerca de la generosidad de Daniel.
– Por supuesto que sí. También mencionó que el señor Thompson le dio una botella de whisky y veinte libras.
Sus tristes ojos se encendieron de placer.
– Les dije que Daniel era un santo. Se habría quitado la camisa que llevaba puesta para dársela si el hombre se la hubiese pedido.
McLoughlin cogió la silla que había al lado de Walsh y se inclinó hacia delante agresivamente.
– El vagabundo se llama Wally Ferris -dijo-. Tuve una larga conversación con él. Dice que usted y el señor Thompson querían librarse de él, por eso fueron tan generosos.
– ¡Qué ingratitud! -se quedó boquiabierta, sus labios se separaron temblando-. ¿Qué dijo nuestro Señor? «Dad a los pobres y recibiréis la recompensa en el Cielo.» Mi pobre Daniel se ha ganado su sitio allí por su amabilidad. No se puede decir lo mismo de este vagabundo.
– También dijo -prosiguió tenazmente McLoughlin- que encontró a su marido escondiéndose en el cobertizo de ahí fuera.
Se rió disimuladamente detrás de su mano como una adolescente.
– De hecho -dijo, mirándolo directamente a él-, fue al revés. Daniel encontró a un vagabundo que quería esconderse en el cobertizo. Fue a buscar un pincel y tropezó con un bulto de ropas viejas detrás de unas cajas del fondo. Imagínese su sorpresa cuando el bulto habló.
Sus palabras tenían convicción y a McLoughlin le asaltó una duda súbita. ¿Había confiado demasiado en un viejo que, como admitía él mismo, vivía en una neblina alcohólica?
– Wally afirma que llovía el día que estuvo en su cobertizo. Lo he comprobado con la oficina del servicio metereológico y no les consta haber registrado precipitaciones el miércoles 24 de mayo. Las tormentas empezaron dos días más tarde y continuaron produciéndose de vez en cuando durante los tres días siguientes.
– Pobre hombre -murmuró-. Le dije a Daniel que deberíamos haber intentado llevarle a un médico. Estaba borracho y muy confundido. Ya sabe, me preguntó si era su hermana. Pensaba que por fin había ido a buscarle.
– Pero, señora Thompson -dijo Walsh con sorpresa intencionada-, si estaba tan borracho como dice, ¿por qué le dieron una botella de whisky? ¿No estaban agravando sus ya graves problemas?
La mujer lanzó un suspiro y una mirada hacia el techo.
– Nos suplicó con lágrimas en los ojos, inspector. ¿Quiénes éramos nosotros para negarnos? No juzguéis y no seréis juzgados. Si el pobre hombre elige suicidarse con el demonio del alcohol, no tengo ningún derecho a condenarlo.
– Pero sí tiene derecho a acelerar el proceso, supongo -dijo sarcásticamente McLoughlin.
– Era un pobre hombre cuyo único consuelo residía en una botella de whisky -dijo con calma-. Hubiese sido cruel negarle su consuelo. Le dimos dinero para que lo gastara en comida, zapatos para calzarse los pies y le instamos a buscar ayuda para vencer su adicción. Poco más podíamos hacer nosotros. Mi conciencia está tranquila, sargento.
– Wally afirma que vino aquí el sábado 27 de mayo -dijo Walsh, sin dar importancia a lo que decía.
La mujer arrugó la frente y reflexionó durante un momento.
– Pero no pudo ser así -dijo con sincera perplejidad-. Daniel estaba aquí. ¿No decidimos que fue el 24?
McLoughlin se quedó fascinado ante su representación. Se le ocurrió que había borrado el recuerdo del asesinato de su mente y que se había convencido a sí misma de que la historia que había explicado era la real. Si era así, iba a tener un trabajo de mil demonios para formular una acusación. Con Wally como único testigo, apoyado por la mujer de la propiedad municipal, no tenían demasiadas posibilidades. Necesitaban una confesión.
– La fecha la ha corroborado un testigo independiente -le dijo.
– ¿De veras? -susurró- ¡Qué extraordinario! No recuerdo haber visto a nadie con él y aquí estamos muy aislados -tocó la cruz que llevaba al cuello, y le dirigió una mirada de reproche-. ¿Quién sería, me pregunto?
Walsh se aclaró la garganta ruidosamente.
– ¿Le interesaría saber dónde encontramos los zapatos de su marido, señora Thompson?
– En realidad, no -le aseguró-. Supongo por las cosas que han dicho que el vagabundo, Wally, los desechó por inútiles. Me parece hiriente para la memoria de mi querido Daniel.
– Está muy segura de que está muerto, ¿verdad? -dijo McLoughlin.
Como una maga, sacó su pañuelito de encaje y se secó las inevitables lágrimas.
– Nunca me abandonaría -recitó el estribillo.
– Encontramos los zapatos en el bosque de Streech Grange, no muy lejos de la casa del hielo -dijo Walsh, observándola atentamente.
– ¿Ah sí? -preguntó educadamente.
– Wally pasó la noche del 27 de mayo en la casa del hielo y abandonó los zapatos en el bosque a la mañana siguiente cuando se marchó.
Bajó el pañuelo y miró del uno al otro con curiosidad.
– ¿De veras? -comentó. Su expresión era de desconcierto-. ¿Es eso significativo?
– Ya sabe que encontramos un cadáver en la casa del hielo de Streech Grange, ¿verdad? -observó brutalmente McLoughlin-. Es un hombre, entre cincuenta y sesenta años de edad, constitución robusta, cabello gris y un metro setenta y siete de alto. Fue asesinado hace dos meses, aproximadamente cuando desapareció su marido.
Su asombro era absoluto. Durante dos o tres minutos un caleidoscopio de emociones transformaron su rostro. Los dos hombres la observaron atentamente, pero si había culpabilidad en su expresión, era imposible aislarla. En primer plano se veía sorpresa.
– No tenía ni idea -dijo-, ni la más mínima idea. Nadie me ha dicho nada. ¿De quién es el cadáver?
McLoughlin se volvió hacia Walsh y enarcó una ceja desesperada.
– Ha salido en todos los periódicos, señora Thompson -dijo el inspector- y en las noticias de la televisión local. No sé cómo no se ha enterado. El cadáver se encontró descompuesto hasta tal punto que todavía no hemos podido identificarlo. No obstante, tenemos nuestras sospechas -la observó intencionadamente.
Estaba respirando profundamente como si respirar fuese difícil. Las manchas de colorete destacaban en sus mejillas como si fueran granos brillantes.
– No tengo televisor -les dijo-. Daniel solía leer el periódico del trabajo y contarme todas las noticias cuando llegaba a casa -luchaba por respirar aire-. Dios -dijo de modo sorprendente, llevándose una mano al pecho-, todos han estado ocultándomelo, protegiéndome. No tenía ni idea. Nadie me ha dicho una palabra.
– ¿No tenía ni idea de que habíamos encontrado un cadáver o ni idea de que había un cadáver que encontrar? -preguntó McLoughlin.
La señora Thompson intentó digerir las implicaciones de esta pregunta durante un momento.
– Ni idea de que había uno, por supuesto -dijo bruscamente, mirándolo con antipatía. Calmó su respiración con un esfuerzo consciente y tensó los labios, restableciendo sus habituales finas líneas. Se dirigió a Walsh-. Ahora entiendo su interés por los zapatos de Daniel -le dijo. Un pequeño tic empezó a contraer su labio superior-. Suponen que están relacionados de alguna manera con ese cadáver que han encontrado.
– Quizá -dijo McLoughlin con cautela.
Un resquicio de triunfo se mostró en sus ojos.
– Sin embargo, el vagabundo que han encontrado ha demostrado que no pueden estarlo. Dice que pasó la noche del día 27 en, ¿cómo lo llamó?
– La casa del hielo.
– En la casa del hielo. Supongo que no se habría quedado allí si también hubiese habido un muerto, de manera que debió haber abandonado los zapatos antes de que el cadáver llegara allí -pareció relajarse un poco-. No veo una relación, simplemente una extraña coincidencia.
– Tiene toda la razón -concedió Walsh-. En ese sentido, no hay relación alguna.
– Entonces, ¿por qué me han estado haciendo tantas preguntas?
– La extraña coincidencia nos condujo al vagabundo, señora Thompson, y a algunos hechos interesantes acerca de usted y de su marido. Podemos demostrar que estaba vivo en esta casa dos días después de que usted informara de su desaparición, fuera del tiempo que usted se había provisto como coartada. Desde entonces, no se ha visto al señor Thompson y, hace una semana, nos presentaron a un cadáver no identificable, que correspondía a su descripción y que estaba a menos de seis kilómetros y medio de aquí. Francamente, podemos redactar una excelente acusación contra usted por el asesinato de su marido el día 28 de mayo o después.
El tic se aceleró.
– No puede ser el cadáver de Daniel.
– ¿Por qué no? -inquirió McLoughlin.
La señora Thompson se quedó en silencio, poniendo en orden sus pensamientos.
– ¿Por qué no? -presionó.
– Porque recibí una carta suya hace unas dos semanas -sus hombros se desplomaron y empezó a llorar otra vez-. Era una maldita carta en la que me decía cuánto me odiaba y qué mala esposa había…
McLoughlin la cortó en seco.
– ¿Puede enseñarnos la carta, por favor?
– No puedo -sollozó-. La quemé. Había escrito cosas tan viles…
Llamaron a la puerta y uno de los policías de uniforme entró.
– Hemos registrado la casa y el jardín, señor -negó con la cabeza hacia la mirada interrogativa de Walsh-. Aún nada. Todavía queda esta habitación y las maletas de la señora Thompson. Están cerradas con llave. Necesitamos las llaves.
La mujercita agarró su bolso y lo sostuvo con fuerza contra su cintura.
– No les daré las llaves. No registrarán mis maletas. Contienen mi ropa interior.
– Busque una mujer policía -ordenó el inspector. Se inclinó hacia la señora Thompson-. Lo siento, pero no tiene otra elección. Si lo prefiere, le pediré a una mujer policía que traiga las maletas aquí dentro y podrá vigilar mientras ella examina el contenido -alargó la mano-. Las llaves, por favor.
– Oh, muy bien -dijo enfadada, hurgando en su bolso y sacando dos llaves pequeñas atadas con una cinta blanca-. Personalmente, creo que todo esto es ultrajante. Pienso presentar una denuncia al jefe de policía.
Walsh no se sorprendió de que se opusiera a que registraran su ropa interior. En el registro las maletas encontraron prendas de encajes transparentes, más propias de ser halladas en un burdel que en el equipaje de aquella mujer gris y aburrida -o así lo hubiera creído-. Pero una verdad que había descubierto durante su carrera era que algunas de las mujeres más inverosímiles poseían ropa interior atractiva. Su propia mujer era uno de esos casos. Se había metido en la cama todas las noches de su vida matrimonial vestida de seda o de suave satén, estando únicamente él para agradecer el efecto. Y durante mucho tiempo sí lo había agradecido y había hecho todo lo posible por demostrarlo, antes de que años de indignantes rechazos le hubiesen demostrado que la señora Walsh no se vestía con aquella ropa interior para él, sino para su propio placer. Y hacía mucho que había renunciado a descubrir qué clase de placer era.
La mujer policía negó con la cabeza al volver a cerrar con llave las maletas.
– Aquí no hay nada, señor.
– Ya se lo dije -dijo la señora Thompson-. El cielo sabe qué estará buscando.
– Su bolso, por favor.
Lo soltó con una moue de asco. La policía vació el contenido cuidadosamente sobre una mesita, palpó el bolso de piel blanda por si hubiera cualquier cosa escondida en el forro y luego seleccionó los diversos objetos. Miró interrogativamente a Walsh.
– Parece que está en regla, señor.
Walsh le indicó con un gesto que volviera a ponerlo todo en el bolso.
– ¿Prefiere esperar fuera mientras registramos esta habitación? -le preguntó.
La señora Thompson se arrellanó en la silla, agarrando el cojín del asiento como si esperara que la hicieran levantarse a la fuerza.
– No lo prefiero, inspector.
Mientras se llevaba a cabo el registro, Walsh volvió al interrogatorio.
– Dice que recibió una carta de su marido. ¿Por qué no lo mencionó antes?
Se encogió apartándose de él, y se acurrucó hacia un lado de la silla y haciéndose un ovillo.
– Porque sólo me queda mi orgullo. No quería que nadie supiera lo vergonzosamente que me ha tratado -se secó los ojos secos.
– ¿Que ponía en el matasellos? -preguntó McLoughlin.
– Londres, creo.
– Probablemente la carta estaría escrita a mano -dijo pensativamente-. No tendría acceso a una máquina de escribir.
Asintió con la cabeza.
– Sí, estaba escrita a mano.
– ¿Qué clase de sobre era?
Se quedó meditabunda durante un momento.
– Blanco -le dijo.
McLoughlin se rió.
– No colará, sabe. Sencillamente no podrá continuar sacándose mentiras del sombrero y esperar que nosotros aplaudamos su ingenio. Lo comprobaremos con su cartero. En un lugar como éste, habrá tenido al mismo cartero durante años, con toda probabilidad es el amigo que dirige la tiendecilla y oficina de correos que está cerca de la iglesia. Sus cartas deben haber sido una fuente de gran interés para él el último par de meses. Seguramente ha escudriñado cada una de ellas atentamente con la esperanza de ser el primero en tener noticias del errante Daniel. No nos persuadirá de que su marido todavía está vivo inventándose cartas, señora Thompson.
Ella echó un vistazo por encima de él hacia donde estaba la mujer policía ocupada en inspeccionar el aparador.
– Pregúntele al cartero, sargento. Descubrirá que le estoy diciendo la verdad -hablaba con sinceridad, pero la mirada en sus ojos era tan penetrante y calculadora como muchas otras que él hubiera visto-. Si hubiese sabido lo que estaban pensando, les habría hablado de la carta la primera vez que vinieron.
McLoughlin se levantó y se inclinó hacia ella, apoyando las manos en los brazos de la silla.
– ¿Por qué se sorprendió tanto al oír lo del cadáver en la casa del hielo? Si sabe que su marido está vivo, no significaría nada para usted.
– Este hombre me está amenazando -le dijo en tono airado a Walsh-. No me gusta -se encogió aún más en las profundidades de su silla.
– Apártese, Andy.
– Encantado.
Sin avisar, la enganchó con la mano por debajo de su brazo y retrocedió bruscamente. La mujer saltó de la silla como un tapón de corcho de una botella de champán, entonces se meneó y escupió indignada. McLoughlin se agarró al brazo que no dejaba de dar sacudidas, esquivó un tortazo que le fue a dar con la mano libre y sintió cómo un salivazo caliente humedecía su mejilla.
– La silla, señor -le dijo a Walsh-. Está escondiendo algo.
– Lo tengo.
McLoughlin agarró los dos brazos de la mujer, arqueando su cuerpo para evitar las patadas que daba con las puntas de sus zapatos.
– ¡Vamos!, ¡pedazo de animales! -les gritó furiosamente a los dos policías-. Me está machacando. ¿Quién tiene las esposas, por Dios?
– ¡Cabrón! -gritó ella-. ¡Maldito y jodido cabrón! – preparó otro salivazo y se lo escupió. Para su inmenso asco, le dio en el labio y chorreó hacia dentro de la boca.
Los policías empezaron a moverse tras superar su helada inactividad, le pusieron rápidamente las esposas y empujaron a la mujer hacia el sofá. Observó los vanos intentos de McLoughlin para librarse del veneno de su saliva y se rió.
– Le está bien empleado, maldita sea. Espero que coja algo.
– Me parece que la he cogido a usted -dijo con severidad. Se volvió hacia Walsh-. ¿Qué es?
Walsh le entregó un fino sobre.
– Debió sacarlo del bolso cuando estábamos mirando boquiabiertos sus malditas bragas -se rió jovialmente-. Fue una pérdida de tiempo, querida. Lo hemos encontrado finalmente.
McLoughlin abrió el sobre. Dentro había dos billetes de avión a nombre del señor y la señora Thompson para coger un vuelo a Marbella aquella noche.
– ¿Dónde se ha estado escondiendo todo este tiempo? -le preguntó.
– ¡Vayase al infierno!
– ¡Señora Thompson! ¡Señora Thompson! -exclamó unavoz sorprendida desde la puerta-. Modérese, haga el favor.
Ella se rió.
– Vaya a burlarse de sí mismo, estúpido enano.
– ¿Está loca? -preguntó el horrorizado vicario.
– Por decirlo así -dijo alegremente el inspector Walsh.