Capítulo 3

En el interior de la casa del hielo, el inspector Walsh reprimió un ligero movimiento de sus intestinos. El sargento McLoughlin mostró menos control. Salió corriendo del lugar y vomitó sobre las ortigas que crecían alrededor de la casa. Al ignorar que Phoebe Maybury lo habría entendido, dio las gracias porque ésta había regresado a Grange y no estaba allí para verlo.

– No es demasiado bonito, ¿verdad? -observó Walsh cuando volvió el sargento-. Tenga cuidado con lo que pisa. Hay pedazos por todas partes. Debe haberlos esparcido el perro.

McLoughlin se tapaba con un pañuelo y sintió violentas náuseas. Desprendía un fuerte olor a cerveza y el inspector lo miró con desaprobación. Como él mismo era un hombre de cambios de humor, encontraba insoportable la inconsistencia en otros. Conocía a McLoughlin tan bien como a cualquier otro de los que trabajaban con él, le consideraba un tipo concienzudo, honrado, inteligente, fiable. Incluso le gustaba aquel hombre: era uno de los pocos que podía enfrentarse con los célebres vaivenes del péndulo que constituía el temperamento de Walsh; pero ver las debilidades de McLoughlin, reveladas como si fueran secretos culpables, irritaba a Walsh.

– ¿Qué diablos le ocurre? -interrogó Walsh-. Hace cinco minutos ni siquiera pudo ser educado, ahora está vomitando como un maldito niño.

– Nada, señor.

– Nada, señor -imitó Walsh cruelmente. Habría dicho más, pero había una ira en el joven que hizo callar su lengua mordaz. Con un suspiro, tomó a McLoughlin del brazo y lo llevó afuera-. Tráigame a un fotógrafo y unas lámparas decentes, es imposible ver bien. Y dígale al doctor Webster que venga tan pronto como pueda. Le dejé un mensaje, de manera que ahora ya debería estar en la comisaría -dio una palmadita al brazo del sargento con torpeza, recordando quizá que McLoughlin era más a menudo su punto de apoyo que su detractor-. Si le sirve de consuelo, Andy, nunca vi nada tan horrible como esto.

Mientras McLoughlin, agradecido, volvía a la casa, el inspector Walsh sacó una pipa de su bolsillo, la llenó y la encendió meditabundo; luego, inició un examen cuidadoso del suelo y de las zarzas que se destacaban alrededor de la puerta y del sendero. El suelo por sí solo le reveló muy poco. El verano había sido excepcionalmente caluroso y las últimas cuatro semanas de casi perpetua luz solar lo habían endurecido. Las únicas huellas visibles estaban donde los pies, probablemente de Fred, habían pisoteado las malas hierbas y el césped que crecían delante de las zarzas. Las huellas anteriores, si había habido alguna, se habían borrado hacía mucho. Las zarzas podrían resultar más interesantes. Era evidente que, si no existía ninguna otra entrada a la casa del hielo, el cuerpo había tenido que atravesar aquella barrera espinosa en un momento dado, o bien vivo con sus dos piernas, o bien muerto a espaldas de alguien. La cuestión más importante era, ¿cuánto tiempo hacía? ¿Cuánto tiempo llevaba esa pesadilla ahí dentro?

Caminó lentamente alrededor del montecillo. Hubiese sido más fácil, desde luego, convencerse a sí mismo desde el interior de la estructura de que la puerta era la única entrada. Pero excusó su renuencia a hacerlo siguiendo el criterio de no querer alterar las pruebas más de lo necesario, pero, sinceramente, sabía que era una excusa. La horrorosa tumba no poseía ninguna atracción para un hombre solo, ni siquiera para un policía determinado a descubrir la verdad.

Pasó algún tiempo investigando alrededor de la base de un laurel salvaje que crecía en la parte posterior de la casa del hielo, había utilizado una estaca de bambú desechada para remover el moho de las hojas que se había amontonado allí. Sus esfuerzos sólo descubrieron la pared de ladrillo, que parecía lo bastante fuerte para aguantar otros doscientos años de raíces dispuestas a explorar. En aquellos tiempos, pensó, se construían las casas para que durasen.

Se sentó un momento sobre sus talones, dando chupadas a su pipa, luego continuó su búsqueda, hurgando con el palo de vez en cuando en las ortigas que había al pie del tejado de la casa del hielo, pero no encontró ningún punto débil. Volvió a la puerta, examinando más detenidamente las zarzas.

No era jardinero, confiaba en su mujer para ocuparse del pequeño jardín que tenía en su patio donde todo crecía pulcramente en jardineras, pero incluso para sus ojos ignorantes las zarzas tenían el aspecto de haber estado siempre ahí. Pasó unos momentos mirando atenta y pensativamente a través de los terrones de tierra y hierba que se distinguían por encima de la puerta, donde las raíces habían sido arrancadas a puñados; entonces, con cuidado para evitar la hierba que se había pisado, se agachó al lado de la zona en que las zarzas se habían segado y pisoteado para aplastarlas. Los tallos rotos eran de color verde por la savia, la mayoría de los frutos todavía no habían madurado, pero la extraña zarzamora, más madura que sus compañeras, se mostraba negra y jugosa entre las ruinas de su madre. Con la punta del bambú, levantó cuidadosamente la masa de vegetación aplastada más cercana y miró debajo de ella.

– ¿Ha encontrado algo, señor?

McLoughlin había regresado.

– Mire aquí debajo, Andy, y dígame qué es lo que ve.

El sargento se arrodilló complaciente al lado de su superior y fijó la mirada donde Walsh señalaba.

– ¿Qué es lo que estoy buscando?

– Tallos con roturas viejas. Se puede suponer con toda seguridad que nuestro cuerpo no saltó con una pértiga por encima de esta pequeña parcela.

McLoughlin negó con la cabeza.

– Tendremos que apartar las zarzas para ello, poco a poco, y dudo de que ni siquiera así nos llevemos una alegría. Quienquiera que las aplastó hizo un trabajo perfecto.

Walsh dejó de levantar la vegetación con el bambú.

– El jardinero, según la señora Maybury.

– Parece como si hubiese pasado una apisonadora por encima.

– Muy interesante, ¿verdad? -dijo Walsh levantándose-. ¿Pudo localizar a Webster?

– Ya viene, debería tardar en llegar unos diez minutos. Les he dicho a los otros que lo esperen. Nick Robinson ya ha instalado las lámparas y la cámara, así que el jardinero les enseñará los alrededores cuando llegue Webster. Excepto el joven Williams. Lo he dejado en la casa para que tome nota de las declaraciones sobre antecedentes y mantega los ojos bien abiertos. Es un chico agudo. Si hay algo que ver, él lo verá.

– Bien. ¿El coche mortuorio?

– Preparado en la comisaría.

Walsh se retiró unos metros y se sentó en la hierba.

– Esperaremos. No hay nada que hacer hasta que las fotografías se hayan hecho -echó una nubécula de humo por la comisura de los labios y, a través de ella, miró de reojo a McLoughlin-. ¿Qué es lo que hace un cadáver desnudo en la casa del hielo de la señora Maybury, sargento? ¿Y qué, o quizá quién, se lo ha estado comiendo?

Con un gruñido, McLoughlin alcanzó su pañuelo.


El policía Williams había tomado declaraciones de la señora Maybury, de la señora Goode y de la señorita Cattrell, y ahora estaba con Molly Phillips en la cocina. Por alguna razón que no podía entender, ésta estaba obstruyendo su trabajo deliberadamente y pensó con irritación que sus colegas tenían el don de conseguir las mejores tareas. Con satisfacción mal disimulada, habían salido al jardín con Fred Phillips y los recién llegados y toda su variada parafernalia. A Williams, que había visto la cara de Andy McLoughlin cuando vino de la casa del hielo, le consumía la curiosidad de saber qué era lo que había allí abajo. Los nervios de McLoughlin saltaron con acero escocés y parecía estar más malo que los perros. De mala gana, el policía Williams volvió al trabajo que tenía entre manos.

– ¿De manera que lo primero que supo acerca de este cadáver fue cuando la señora Goode vino a telefonear?

– ¿Y qué si fue así?

La miró con exasperación.

– ¿Siempre contesta las preguntas con preguntas?

– Tal vez sí, tal vez no. Eso es asunto mío.

Tan sólo era un muchacho, el tipo que la gente suele mirar y decir: los policías son cada vez más jóvenes. Intentó una táctica zalamera que le había dado buenos resultados en un par de ocasiones en el pasado.

– Escucha, mami…

– No me llame «mami» -le soltó con rabia-. Usted no es mi hijo. Yo no tengo hijos -se volvió dándole la espalda y se mostró atareada cortando zanahorias en una cacerola-. Debería darle vergüenza. ¿Qué diría su madre? Ella es a la única a la que tiene derecho a llamarla «mami».

«Vaca vieja y frustrada», pensó. Miró los hombros caídos y flacos y estimó que su problema era que su viejo hombre no le había sentado las costuras.

– Ni siquiera sé quién es.

Se quedó callada un momento, con el cuchillo suspendido en el aire, y luego siguió cortando. No dijo nada.

Williams, pacientemente intentó otra táctica.

– Todo lo que estoy haciendo, señora Phillips, es tomar nota de algunos detalles que preceden al descubrimiento del cadáver. La señora Goode me ha dicho que vino a la casa para telefonearnos. Dijo que usted estaba en el vestíbulo cuando lo hizo y que después fue a la bodega para traer coñac, puesto que no quedaba en el aparador. ¿Es eso cierto?

– Si la señora Goode lo dice, es suficiente para usted. No es necesario venir a hurtadillas aquí, a sus espaldas, intentando descubrir si está mintiendo.

La miró atentamente.

– ¿Está mintiendo?

– No, no miente. Eso es exactamente lo que pasó.

– Entonces, ¿a qué se debe todo este misterio? -le preguntó a su enojada espalda-. ¿Acerca de qué se comporta de forma tan reservada?

Se volvió contra él.

– No utilice ese tono de voz conmigo. Conozco su tipo. Nadie mejor que yo. No me intimidará -se llevó la taza de té de debajo de su nariz, retirándola del lugar donde estaba sentado a la mesa, y la arrojó descortésmente en el barreño de lavar los platos. Williams podría haber jurado que había lágrimas en sus ojos.


El fotógrafo de la policía salió cautelosamente por la puerta y alzó la correa de la cámara por encima de su cuello.

– Eso es todo, señor -le dijo a Walsh.

El inspector jefe colocó una mano en su hombro.

– Buen chico. Entonces, de vuelta a la comisaría y revele ese carrete -se volvió hacia el patólogo-. ¿Entramos, Webster?

El doctor Webster sonrió lúgubremente.

– ¿Tengo otra elección?

– Usted primero -dijo Walsh con maldad.

La escena ahora estaba iluminada con lámparas de arco voltaico, cada detalle se mostraba con absoluta claridad, sin sombras que atenuaran el impacto aterrador. Walsh miró desapasionadamente el cadáver. Era cierto, pensó, que la exposición a la violencia insensibilizaba a un hombre. Apenas podía recordar la repugnancia que sintió previamente, aunque quizá las lámparas tenían algo que ver con ello. Cuando era niño, la oscuridad le había reservado terrores, le había hecho imaginar pesadillas que acechaban en las esquinas de su dormitorio. Su padre, por otro lado un hombre amable, pero temeroso del ridículo de tener un hijo afeminado, se mostró sin compasión y se había tapado los oídos para amortiguar el lloro procedente del interior de la habitación, de la cual se habían quitado todas las bombillas.

– Dios mío -dijo Webster, contemplando el suelo de la casa del hielo con evidente asco. Anduvo con cuidado hacia el centro, evitando trozos hechos jirones de entrañas endurecidas que yacían sobre las losas. Miró la cabeza-. Dios mío -repitió.

La cabeza, todavía unida al torso superior por tendones ennegrecidos, estaba encajada en un agujero en la hilera superior de un ordenado montón de ladrillos. El cabello gris y sin vida, lo bastante largo para ser el de una mujer, caía fuera del agujero. Las ciegas cuencas de los ojos mostraban los huesos por debajo, y los huesos de la mandíbula inferior y superior al descubierto brillaban blancos en contraste con la ennegrecida musculatura del rostro. La zona del pecho, anclada por la cabeza contra la superficie vertical de los ladrillos, parecía como si hubiese sido hábilmente cortada a filetes. La parte más baja del cuerpo yacía anormalmente ladeada respecto a su mitad superior, en una postura que ninguna persona viva, por muy flexible que fuese, habría conseguido adoptar. La región abdominal casi había desaparecido, aunque quedaban tiras de ésta como testigos mudos de que existieron una vez. No había genitales. La mitad inferior del brazo izquierdo, apoyada en una pila de ladrillos más pequeña, estaba a unos doce centímetros del cuerpo, la mayor parte de la carne desprendida, pero algunos tendones permanecían para mostrar que el codo había sido arrancado. El brazo derecho, apretado contra el torso, tenía la misma calidad ennegrecida de la cabeza, que revelaba parches de hueso blanco transparentándose. De las piernas, sólo las pantorrillas y los pies se podían reconocer inmediatamente; pero las pantorrillas se encontraban a una cierta distancia una de otra que parecía una grotesca parodia del espatarrarse, y los pies, retorcidos del revés, de modo que las plantas señalaban al techo de la casa del hielo. De los muslos, sólo quedaban huesos astillados.

– ¿Y bien? -dijo Walsh tras unos minutos durante los cuales el patólogo tomó lecturas de la temperatura e hizo un esbozo de la posición del cadáver.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Hombre o mujer?

Webster señaló los pies.

– Por el tamaño, diría que un hombre. No podemos estar seguros hasta que haya tomado algunas medidas, claro está, pero lo parece. Si no es un hombre, era una mujerona.

– El pelo es más bien largo para ser el de un hombre. A menos que creciese después de la muerte de modo significativo.

– ¿Dónde has estado viviendo, George? Aunque fuese tan largo que le llegara a la cintura, no revelaría nada acerca del sexo. Y el crecimiento del cabello tras la muerte es mínimo. No -continuó Webster-, considerándolo todo, diría que se trata de un hombre, previa confirmación, por supuesto.

– ¿Alguna idea sobre la edad?

– Ninguna, excepto que probablemente tuviera más de veintiún años y ni siquiera eso es seguro. Algunas personas encanecen en la adolescencia. Tendré que hacer radiografías del cráneo para ver la fusión entre las partes.

– ¿Cuánto tiempo lleva muerto?

Webster apretó los labios.

– Va a ser una mierda decidir eso. El viejo Fred de ahí fuera dijo que apestaba un poco cuando lo pisó, lo cual indicaría un fallecimiento relativamente reciente -se chupó los dientes pensativamente durante unos minutos, entonces negó con la cabeza y examinó el suelo cuidadosamente, usando una espátula para levantar un poco de un material oscuro que había cerca de la puerta. Olió la espátula-. Excrementos -anunció-, bastante recientes, seguramente animales. Será mejor que tome un molde para ver si las que hay son las huellas de las botas de Fred. ¿Cuánto tiempo lleva muerto? -se estremeció de pronto-. Esto es una casa del hielo y hace más frío que afuera, está a muchos menos grados de temperatura. No hay una evidente plaga de gusanos, lo cual implica que no atrajo a las moscardas. Si las hubiera atraído, quedaría menos de él. Francamente, George, tu cálculo de cuánto tiempo duraría carne muerta a esta temperatura es tan bueno como el mío. También está el asuntillo de la descomposición acelerada al haber sido consumido. Podríamos estar hablando de semanas, podrían ser meses. Sencillamente, no lo sé. Necesitaré consultar este aspecto.

– ¿Años?

– No -dijo firmemente Webster-. Estarías mirando a un esqueleto.

– Suponiendo que hubiese estado congelado cuando entró. ¿Sería distinto?

El patólogo resopló.

– ¿Quieres decir congelado como los filetes de pescado? -Walsh asintió-. Realmente eso es demasiado fantástico, George. Se necesitaría un frigorífico comercial para congelar un hombre de este tamaño y ¿cómo lo transportarías hasta aquí? ¿Y por qué congelarlo en primer lugar? -Webster arrugó la frente-. Daría lo mismo por lo que se refiere a tu investigación. Una casa del hielo sólo mantiene cosas congeladas cuando está llena de hielo. Un hombre congelado se descongelaría aquí dentro como un pavo en una despensa. No, eso tiene que ser imposible.

Walsh miraba fija y atentamente el brazo roto.

– ¿Tiene que serlo? Han pasado cosas más extrañas. Quizás estuvo en un almacén frigorífico durante diez años y lo dejaron aquí hace poco para que alguien lo encontrase.

Webster silbó.

– ¿David Maybury?

– Es una posibilidad -se puso en cuclillas e hizo un gesto hacia la mano deformada y hecha jirones-. ¿Qué dices de esto? A mí me parece como si le faltaran los dos últimos dedos.

Webster hizo lo mismo que él.

– Es difícil saberlo -dijo dubitativamente-. Algo le ha asestado un buen viaje -miró por el suelo-. Tendrás que barrer muy a fondo, asegurarte de que no se te escapa nada. Desde luego, es extraño. Podría ser coincidencia, supongo.

Walsh se levantó.

– No creo en las coincidencias. ¿Alguna idea acerca de qué murió?

– Una primera suposición, George. Grave desangramiento de una herida o heridas en el abdomen.

Walsh le miró rápidamente con sorpresa.

– Estás muy seguro.

– Dije que era una suposición. Tendrás que encontrar su ropa para estar seguro. Pero míralo. La zona baja del abdomen ha sido completamente devorada, salvo las mitades inferiores de las piernas. Imagínalo sentado e incorporado, con las piernas estiradas delante de él, la sangre derramándose por la barriga. Sangraría justamente por encima de esas partes que se han comido.

De repente el inspector Walsh se sintió a punto de desmayarse.

– ¿Estás diciendo que fuera lo que fuese, se lo comió mientras todavía estaba vivo?

– Bueno, no sueñes pesadillas pensando en ello, amigo. Si estaba vivo, estaría en coma y no se daría cuenta de nada, de lo contrario hubiese ahuyentado a los carroñeros. Es lógico. Por supuesto -prosiguió meditabundo-, si se estaba descongelando lentamente, la sangre y el agua se licuarían para conseguir el mismo resultado.

Walsh representó el laborioso ritual de volver a encender su pipa, y formó nubes de humo azul desde la comisura de los labios. La mención del olor por parte de Webster le había hecho darse cuenta de un hedor subyacente que no había notado antes. Durante algunos minutos, observó cómo el doctor hacía un examen detenido de la cabeza y el pecho, y tomaba medidas.

– ¿A qué clase de carroñeros se refiere? ¿Zorros?, ¿ratas?

– Es difícil contestar a esa pregunta -miró con atención y de cerca la cuenca de un ojo, antes de indicar los huesos fracturados de los muslos-. Algo con mandíbulas fuertes, aseguraría. Hay algo seguro, dos de ellos se han peleado por él. Mira la forma en que las piernas yacen y ese brazo, separado del codo. Diría que aquí dentro tuvo lugar una lucha -volvió a apretar los labios-. Tejones, posiblemente. Quizá sea más probable que fueran perros.

Walsh pensó en los labradores de color castaño echados sobre las baldosas calientes, recordó cómo uno de ellos había husmeado con el hocico la palma de su mano. Con un movimiento brusco, se limpió la mano en la pernera del pantalón. Despiadadamente echó bocanadas de humo a la atmósfera.

– Sigo su razonamiento acerca de por qué los animales habrían ido al abdomen y a los muslos, pero parece que, además, también han hecho un buen trabajo en la mitad superior. ¿Por qué motivo? ¿Es normal?

Webster se levantó y se enjugó la frente con la manga de su camisa.

– Sabe Dios, George. De la única cosa que estoy seguro es de que todo este asunto es anormal. Me aventuraría a suponer que el pobre hombre se apretó la mano izquierda contra la barriga para intentar parar la sangre o para sujetar sus intestinos, lo que prefieras, luego hizo lo que acabo de hacer yo: enjugarse el sudor de la cara y untarse él mismo de sangre. Eso habría atraído a las ratas o a lo que fuera hacia su mano y brazo izquierdos y hacia la mitad superior del cuerpo.

– Dijiste que habría estado en coma -el tono de Walsh era acusador.

– Tal vez sí, tal vez no. ¿Cómo demonios podría saberlo? De todos modos, la gente se mueve en estado de coma.

Walsh se sacó la pipa de la boca y utilizó la boquilla para señalar el pecho.

– ¿Quieres que te diga lo que eso me parece a mí?

– Adelante.

– Los huesos del pecho de un cordero después de que mi mujer haya desollado la carne con un cuchillo afilado.

Webster parecía cansado.

– Lo sé. Espero que sólo sea una ilusión óptica. Si no lo es…, bueno, no es necesario que explique lo que significa.

– Los aldeanos afirman que las mujeres que viven aquí son brujas.

Webster se quitó los guantes.

– Salgamos de aquí, a menos que haya algo más que creas que puedo decirte. Mi opinión es que averiguaré más cuando lo tenga sobre la mesa.

– Sólo una cosa. ¿Crees que la herida abdominal se produjo aquí o en algún otro lugar?

Webster recogió su maletín y se dirigió hacia la salida delante de Walsh.

– No me lo preguntes, George. De la única cosa que estoy seguro es de que estaba vivo cuando llegó aquí. Si precisamente ya estaba sangrando, no sabría decirlo -se detuvo en la puerta-. A menos que haya algo de verdad en esa teoría del congelador, desde luego. Entonces habría estado bien muerto.

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