Hu-lan había olvidado lo fácil que era viajar con un extranjero. La señorita Quo, pagando casi el doble de lo que pagaría un chino, había comprado dos billetes de avión ida y vuelta en una agencia de viajes. David le dio instrucciones al inspector Lo de que cogiera el avión al día siguiente, alquilara un coche y se reuniera con él en el Shanxi Grand Hotel. Hu-lan preparó el equipaje con ropa apropiada para cualquier reunión oficial que surgiera y con un poco de ropa de trabajo que encontró en el fondo de su armario.
Llegaron a Taiyuan una hora y veinte minutos después del despegue. Al cabo de media hora se habían registrado en el hotel. El conserje le dio varios faxes a David, que éste leyó en la habitación mientras Hu-lan deshacía las maletas. No eran importantes, salvo dos. Uno de Miles que decía que Tartan no tenía problemas en que David representara al gobernador Sun. De hecho, hasta podía resultar útil. El segundo era el prometido documento de renuncia de Tartan. El último era de Rob Butler; no había habido nuevas pistas en la investigación del Ave Fénix. David escribió un par de cartas y se las dio al conserje para que las mandara por fax.
Comieron en el salón del hotel, donde pidieron las especialidades de la región: una sopa espesa, tou nao, cerdo estofado con verduras adobadas y un plato de fideos con especias. Hu-lan tomó té y David fen jiu, un vino fuerte de los viñedos del norte de la ciudad. Después de la cena, Hu-lan preparó una bolsa con ropa sencilla, le dio un beso de despedida, le prometió que estaría de regreso a la noche siguiente y se marchó. Tomó el autobús local hasta el cruce cercano al pueblo de Da Shui y caminó los últimos li hasta casa de Su-chee.
A la mañana siguiente, mientras David se daba una ducha caliente, Hu-lan se lavaba la cara con agua fría. Mientras David se afeitaba, Hu-lan cogió las tijeras de Su-chee y se cortó el pelo para que las puntas le quedaran desparejas. Mientras él se ponía un traje ligero, ella se enfundaba en unos pantalones grises holgados que le llegaban a la pantorrilla y una blusa blanca de manga corta, ambas prendas gastadas por años de uso y lavados. (Como decía el dicho: “Nuevo durante tres años, viejo durante otros tres, zurcido y remendado durante otros tres”. Esa ropa entraba en la última categoría). Luego, mientras David examinaba los platos que adornaban el elaborado comedor del hotel, Hu-lan se sentó con Su-chee para tomar un sencillo desayuno compuesto de un bollo con cebolla tierna recién recogida de la huerta. Más o menos en el momento en que David encendió el ordenador portátil para comprobar el correo electrónico, Hu-lan se miró por última vez en el espejo de mano de Su-chee y se dirigió hacia los campos.
A las siete, cuando Hu-lan llegó al bar Hebra de Seda, los ancianos ya aposentados en sus respectivos sitios para pasar el día, bebían té a sorbos, se escarbaban los dientes con un palillo y fumaban cigarrillos. El hombre que tan descaradamente le había hablado la vez anterior, la saludó en voz muy alta:
– Buenos días, has venido a vernos de nuevo. ¿Te has vuelto a pensar nuestra oferta?
Hu-lan mantuvo la cabeza gacha y respondió en voz baja, con modestia.
– Sí, así es.
El hombre se acercó a Hu-lan.
– ¿Y dónde has estado todo este tiempo?
– En Pekín. La gente de mi pueblo me dijo que allí era fácil encontrar trabajo. Pero nadie quiso contratarme. -La voz de Hu-lan se llenó de ansiedad-. Son muy antipáticos con las campesinas incultas como yo.
– ¿Cómo tú? ¡Y como yo también! -el hombre hizo señas a la camarera de que llevara té-. Siéntate -dijo-, yo puedo ayudarte.
La camarera les sirvió té y se alejó sin decir palabra. Los dedos de Hu-lan se deslizaron vacilantes por encima de la mesa hasta la taza.
– Bébete el té, eso te tranquilizará. Después hablaremos. -Hu-lan tomó un sorbo sin apartar los ojos del mantel sucio, consciente en todo momento de la mirada apreciativa del hombre clavada en ella-. ¿Todavía tienes los papeles que te di? -preguntó al fin.
Hu-lan asintió y se lo devolvió ya rellenados. Había tratado de responder cada pregunta lo más sencillamente posible, con la idea de que cuanto más cerca de la verdad estuvieran sus mentiras, más fáciles de recordar serían.
– Liu Hu-lan -leyó el hombre en voz alta-. Un nombre normal y corriente para una mujer de tu edad. Seguro que habrá otras Liu Hu-lan en la fábrica. Te alegrará conocerlas. ¿Lugar de nacimiento? Eh… -Tachó lo que Hu-lan había escrito y escribió encima-. Pondremos en el pueblo de Da Shui. Así es menos complicado. Bien, ¿qué sabes hacer?
– Hasta la muerte de mi marido trabajaba en el campo. También sé cocinar, coser, lavar, limpiar…
El hombre meneó la cabeza.
– Ya te enseñarán todo lo que necesitas saber. ¿Alguna enfermedad?
No.
– Muy bien. Firma aquí. -Al ver que Hu-lan dudaba, le preguntó-: ¿Qué pasa?
– ¿Cuánto voy a ganar?
– Ahhh -exclamó arrastrando la sílaba mientras volvía a sopesarla-. Eres una mujer que piensa. Imprudente pero pensante.
Hu-lan lo miró evasivamente.
– El contrato es por tres años -explicó-. Como te he dicho antes, en la fábrica te pagarán quinientos yuanes por mes, además de casa y comida. Tendrás los sábados y domingos libres y esos dos días puedes salir del complejo, pero como no vives cerca, te dejarán quedarte en el dormitorio por una pequeña suma. No estarás sola porque la mayoría de las trabajadoras son de lejos.
Hu-lan cogió la pluma y firmó.
La actitud amable de hombre se evaporó instantáneamente.
– El autobús llega a las ocho en punto. Para justo a la salida del pueblo. Espera allí. -Y recogió el contrato y se alejó para volver a instalarse con su grupo.
Hu-lan cogió su bolsa, salió de la aldea y se quedó esperando en una especie de aparcamiento junto a un camino polvoriento. A las ocho menos cuarto llegaron otras dos mujeres. Hu-lan se enteró de que una de ellas, Jin-gren, de unos dieciocho años, había vuelto sobre sus pasos -igual que Hu-lan en su falsa historia- porque no había encontrado trabajo en Pekín.
La otra, May-li, tenía unos quince años. Había llegado de la provincia de Sicuani después de que unos buscadores de mano de obra pasaran por su pueblo y le prometieran trabajo en la provincia de Guangdong o de Shanxi, a pesar de que era menor de edad. Los sueldos eran iguales, explicó May-li, pero aquel lugar estaba a sólo seis días de autobús de su pueblo.
– ¿Y no ha venido ninguna otra mujer contigo?
– Sí, hay muchas chicas de mi pueblo en los autobuses. ¿Has viajado alguna vez en autobús? -Como Hu-lan respondió que no, May-li explicó-: Todo el mundo lleva su comida. El primer día está bien, pero al segundo, con los olores y las curvas, muchas se marean. Yo me puse muy mala. Las otras chicas protestaron porque yo no paraba de vomitar. Al final, el conductor no aguantó más y me dejó en otro pueblo, donde estuve cinco días. ¿Te imaginas? Pero como había firmado el contrato, el autobús tuvo que volver a buscarme. Llegué anoche. -Señaló el pueblo-. Me buscaron un sitio para dormir. Dicen que casi siempre mandan a las chicas nuevas a la fábrica el domingo por la noche, así se puede procesar todo muy temprano por la mañana y trabajar la semana completa. Pero también tienen un autobús que pasa todas las mañanas por los pueblos vecinos para recoger a las rezagadas. -May-li miró a Hu-lan y Jin-gren-. ¿Qué quiere decir procesar? -preguntó.
Antes de que ninguna de las dos llegara a responder, el autobús apareció por la esquina. No era el autobús urbano ni el interurbano, y era más viejo que los que recorrían las carreteras rurales. El vehículo se detuvo y las puertas se abrieron con una especie de resuello. Las tres mujeres recogieron sus bolsas y subieron. Ya había unas doce mujeres en el autobús, y la mayoría había esparcido sus pertenencias para que ninguna se le sentara al lado. El conductor arrancó antes de que las tres nuevas se hubieran sentado. En ese momento, alguien sentado el afondo gritó:
– ¡Espere! ¡Viene alguien!
El conductor frenó, abrió las puertas y Tang Siang, con el pelo revuelto por el viento, subió los dos escalones.
– Yo no espero a nadie -le espetó el chofer-. La próxima vez no pienso parar.
– No volverá a pasar -le respondió Siang mientras avanzaba por el pasillo arrastrando su bolsa.
– Se dejó caer en un asiento delante de Hu-lan y se puso a arreglar sus bártulos.
Al cabo de un instante empezó a mirar a Hu-lan tratando de acordarse de ella.
– Te conozco.
– Soy la amiga de Ling Su-chee.
– Sí, me acuerdo, pero tienes otro aspecto.
Hu-lan no hizo caso del comentario y le presentó a May-li y Jin-gren.
– Me sorprende verte aquí.
Tang Siang se mesó el cabello.
– Le sorprenderá a todo el mundo, creo.
– ¿Te has escapado de casa? -preguntó May-li.
– Sí, más o menos. -Y, mirando las caras expectantes, añadió-: Mi padre es un hombre fuerte. Y hasta diría que es el rico del pueblo, pero está chapado a la antigua. Cree que puede decirme lo que debo hacer, pero yo no tengo por qué hacerlo.
– ¿Y qué pasa con Tsai Bing? -preguntó Hu-lan.
Como Siang no contestaba, May-li, con excitación infantil, le lanzó un montón de preguntas.
– ¿Tienes novio? ¿Estás prometida? ¿Es por amor o es arreglado?
Hu-lan, mientras escuchaba a las tres chicas, recordó su propia juventud: primero en la granja Tierra Roja y luego como estudiante extranjera en el internado de Connecticut. Recordó os ingenuos sueños sobre lo que sería su propia vida y se dio cuenta de que no eran muy diferentes en ninguno de los dos continentes y que no había cambiado mucho a través del tiempo y la cultura.
– NO estoy prometida -respondió Siang-. Al menos todavía no.
– Tu padre no lo aprueba -dijo May-li comprensiva.
– Los hombres quieren muchas cosas -comentó Siang tratando de parecer mundana-, pero eso no significa que yo tenga que dárselas.
Hu-lan se preguntó si Siang hablaba de su padre o de Tsai Bing.
– ¿Así que te escapaste? -repitió May-li.
Siang se echó el largo cabello negro sobre el hombro.
– Anoche fui al bar y dije que quería un trabajo. Pero esos hombres son unos cobardes, me dijeron que no podían contratarme. ¿Queréis saber qué les dije? -May-li y Jin-gren asintieron-. Les dije que si no me contrataban tendrían muchos más problemas. Entonces me dejaron firmar el papel. Esta mañana, cuando mi padre salió a dar una vuelta por sus tierras, preparé mi equipaje y vine corriendo.
– ¿Y tu padre no vendrá a buscarte? -preguntó May-li.
– Mi padre no se mete en los negocios de los extranjeros. Es una de las razones por las que sé que mi plan funcionará.
Siang se había dejado algunos detalles fundamentales, pero a las otras dos chicas no parecía importarles.
Hu-lan, que había escuchado en silencio la plática tratando de separar la realidad de la ficción, volvió a la conversación que había comenzado en esa calle polvorienta de las afueras del pueblo.
– May-li, cuando los hombres que fueron a buscar trabajadoras dijeron que podías ir a Guangdong o venir aquí, ¿no os explicaron la diferencia entre el trabajo de un sitio y el otro?
May-li frunció el ceño.
– Trabajo es trabajo. ¿Qué importa?
Las otras chicas coincidieron.
– Por lo menos no es en el campo -comentó Jin-gren-. He visto morir a mi padre y a mi madre en esos campos. Ahora estoy sola. A lo mejor puedo ganar suficiente dinero para volver a mi pueblo y montar un negocio.
– Mi sueño es abrir una pequeña tienda, de ropa quizá -sonrió May-li.
– Yo pensaba en una peluquería -dijo Jin-gren-. ¿Y tú, Siang?
.Mi futuro es hermoso, de eso estoy segura.
El autobús se detuvo ante las grandes puertas del complejo Knight. El chofer le tendió al guardia una tablilla con papeles, que este último comprobó antes de entrar otra vez en la garita. La puerta se abrió y el autobús entró. Todas las mujeres se quedaron en silencio mientras contemplaban el nuevo paisaje. Para Hu-lan sin embargo, todo estaba igual que en su última visita.
En cuanto se detuvo el autobús, todas se pusieron de pie y empezaron a recoger sus pertenencias hasta que el chofer gritó:
– Quedaos sentadas.
Bajó del vehículo y desapareció en un edificio con el letrero de PROCESAMIENTO, y volvió al cabo de cinco minutos con una mujer vestida con un traje azul, blusa blanca y zapatillas negras. Llevaba una melena corta que le daba aire de tía de la familia.
Subió al autobús y dijo:
– Bienvenidas a vuestro nuevo hogar. Me llamo Leung y soy la secretaria del Partido. Estoy aquí para atender las necesidades de las trabajadoras. Si tenéis algún problema, venid a verme. -Se dirigió a la derecha-. Vuestra primera parada de hoy es el Centro de Procesamiento. Poneos de pie y seguidme. No hace falta que habléis.
Las mujeres obedecieron. Al entrar, otras mujeres de uniforme pusieron a las recién llegadas en dos filas. Hu-lan y sus compañeras pasaron por una vertiginosa ronda de papeleo. Después las reunieron en otra sala grande y les pidieron que se quedaran en ropa interior. Una enfermera efectuó una revisión superficial de todas las mujeres, que consistía en mirarles los ojos y la garganta y hacer preguntas sobre operaciones y enfermedades infecciosas. Pero todo de manera mecánica e impersonal. Hu-lan no dijo nada de su embarazo; desnuda, estaca casi tan delgada como las otras.
Después las arrearon hasta una especie de auditorio -una nave grande donde la temperatura superaba lo cuarenta grados-. Había asientos para unas mil personas, pero para el grupo de recién llegadas de ese día sobraban las dos primeras filas. En cuanto se sentó la última mujer, se atenuaron las luces y empezaron a pasar un vídeo sobre las instalaciones. Narrado por la secretaria del Partido, Leung, el vídeo era mucho más completo que lo que Sandy Newheart le había mostrado a Hu-lan en su anterior visita. Los dormitorios parecían limpios, aunque modestos. Luego había imágenes de la enfermería (mientras la voz explicaba que la política de un solo hijo se seguía a rajatabla), la cafetería (donde mujeres sonrientes hacían cola para recibir bandejas de comida humeante), el economato (donde las trabajadoras podían comprar golosinas, productos de higiene femenina, muñecos de Sam y sus amigos para familiares y conocidos con mucho descuento) y la sala de montaje (no muy distinta de lo que Hu-lan había visto en su recorrido)
Luego la señora Leung subió al podio y muy deprisa describió la rutina: se encendían las luces a las seis, desayuno a las seis y media, había que estar en el puesto de trabajo no más tarde de las siete, una pausa de diez minutos a las diez, media hora para almorzar a la una. A las siete las trabajadoras dejaban su puesto de trabajo. A las siete y media se servía la cena y las luces se apagaban a las diez.
– Si todas las trabajadoras cumplen los planes de productividad -dijo la secretaria-, se les recompensará con un xiun xi ocasional.
Hu-lan miró alrededor y vio el asombro de las mujeres. El xiun xi, la siesta, era costumbre en el campo.
– Sí, sé que parece duro -reconoció la señora Leung-, pero ésta es una empresa americana. Los extranjeros tienen una idea diferente sobre los días de trabajo y los derechos de los trabajadores. Quieren que la gente sea puntual y que no coma, no escupa ni duerma en el sitio de trabajo. Debo insistir en que no se puede dormir en el suelo de la fábrica, ni en los bancos de la cafetería ni en los jardines.
Hu-lan había pasado su adolescencia y parte de su juventud en Estados Unidos y al volver a China, ya adulta, se sorprendió de la capacidad de los campesinos de dormir en cualquier parte y en cualquier momento: en el mostrador de cosméticos de unos grandes almacenes, en un taburete en el mercado de hortalizas y hasta en el suelo de la oficina de correos. A los jefes con despacho privado, generalmente les proporcionaban un catre como bonificación extra. Incluso en el ministerio muchos compañeros de Hu-lan tenían catres en los despachos.
– Pero lo más importante -continuó la señora Leing- es que no se permite la entrada de hombres en el dormitorio… nunca. Lo que significa que nosotras nos ocupamos de todas las reparaciones y la limpieza. El Partido ha trabajado duro para conseguir que todas las mujeres que trabajen aquí estén a salvo no sólo de los extranjeros, sino también de nuestros compatriotas campesinos, los mismos que pondrían nuestra virtud en tela de juicio.
Hu-lan percibió el alivio que recorrió la habitación. ¿Cuántas mujeres habían huido de padres que abusaban de ellas y matrimonios indeseables? Y con la política de un solo hijo, que había dado como resultado millones de abortos, las mujeres, por primera vez en la historia, eran un bien preciado. Si lo que decía la secretaria del Partido era verdad, estas mujeres -algunas de ellas aún adolescentes- ya no estarían a merced de los bandidos y las bandas de delincuentes que asolaban aldeas remotas raptando mujeres para venderlas como novias en provincias lejanas.
– El castigo por las infracciones es automático y severo -continuó la señora Leing-. Por cada minuto perdido de toque de silencio, se añadirá una hora de trabajo al día siguiente. Esto significa que la que no esté en el dormitorio exactamente a las diez, al día siguiente trabajará hasta las ocho. O sea, se perderá la cena.
La señora Leung levantó una mano para silenciar los murmullos de queja.
– Así son las cosas en Estados Unidos, y así serán en vuestro nuevo hogar -dijo con firmeza. Apretó el atril con las manos mientras esperaba que el silencio fuera completo-. Dejadme continuar. Si faltáis un día al trabajo, se descontará tres yuanes del sueldo de doscientos. Si faltáis tres días seguidos, seréis despedidas.
Las mujeres volvieron a murmurar entre ellas.
– Yo pensaba que el sueldo era de quinientos yuanes por mes -dijo una.
La mirada de desaprobación de la señora Leung recorrió la sala.
– ¿Quién ha hecho esa pregunta? -al ver que nadie respondía, añadió-: algún día, cuando hayáis acabado la formación, seréis ascendidas, pero hasta entonces ganaréis doscientos yuanes por mes. -Miró la sala desafiando a las mujeres a que se quejaran. Ninguna lo hizo-. Dentro de un rato comenzará vuestra formación, pero antes de que os vayáis quiero recordaros que soy vuestro enlace gubernamental. Así que si tenéis algún problema venid a verme. Siempre encontraréis una interlocutora receptiva.
Al cabo de veinte minutos, pasaron a otra amplia nave con capacidad para cien personas sentadas a unas mesas largas. Pero como estaban a mediados de semana, explicó la instructora, en el curso de formación sólo estaría ese pequeño grupo. Durante el resto de la tarde Hu-lan pasó de un sitio de trabajo a otro, donde cronometraron su velocidad para coser a máquina, enganchar los botones de los ojos y poner grapas a las cajas de empaquetado. Pensaba que era bastante hábil para montar la caja que contenía el programa informático, hasta que vio que las otras de su grupo eran más rápidas. Mientras rellenaba el cuerpo con fibra de poliéster, no paró de estornudar, y por esa razón la supervisora puso una marca roja al lado de su nombre. La siguiente tarea consistía en pinchar la cabeza del muñeco para poner el pelo. Lo que significaba ensartar con una herramienta los mechones en unos diminutos agujeros ya marcados y después atarlos dentro del cráneo. Cada vez que paraba, la supervisora marcaba los progresos de Hu-lan en la tablilla.
Pasó a continuación a una máquina troqueladora. Hu-lan, poco acostumbrada al trabajo manual, iba despacio con una tarea que consistía en mover deprisa la cara de plástico del muñeco y colocarla en una posición determinada para que la máquina hiciera unos agujeros especiales.
Al cabo de un minuto, la cuchilla bajó y le hizo un tajo en la mano izquierda, entre el pulgar y el índice. La señora Leung paró la máquina y llevó a Hu-lan a la enfermería. La enfermera cogió una aguja y ahí mismo, sin anestesia ni desinfectante, cosió la herida. Se la cubrió con gasa y esparadrapo y le dijo que era una herida leve.
– Puedes volver al trabajo -añadió.
La señora Leung asintió y acompañó a Hu-lan otra vez a la sala de formación. El vendaje y el dolor agudizaban la torpeza de Hu-lan, pero aunque no era tan rápida como las demás, vio que a pesar de todo podía seguir. Sin embargo, al lado de su nombre pusieron otras marcas rojas.
A las seis y media las llevaron a una cafetería y les dieron un bol de arroz con verduras fritas. A las siete oyeron una sirena. Reapareció la señora Leung, las llevó a una sala contigua y les dijo que podían descansar quince minutos. En el momento en que la cafetería se llenaba de trabajadoras, regresó la señora Leung, abrió la puerta exterior y las llevó bajo el sol de última hora de la tarde al edificio de montaje. Jimmy, el australiano, no estaba en su puesto, por lo que la señora Leung palpó debajo del escritorio y apretó el botón que abría la puerta.
Al otro lado estaba el pequeño vestíbulo que Hu-lan ya conocía. La señora Leung abrió una de as puertas y las mujeres la siguieron por un pasillo que giraba a la derecha, a la izquierda, otra vez a la derecha y luego dos veces a la izquierda. En cada pasillo pasaban delante de puertas cerradas. Hu-lan no tenía ni idea de dónde estaba en relación con la sala de montaje final que había visto en la visita anterior, por no mencionar el patio principal por el que habían entrado. Llegaron a una nave enorme que, por lógica, debía estar al otro lado de la pared de la sala de montaje final.
La nave estaba dividida en dos espacios abiertos. En el primero, y más grande, estaban las mesas para cortar y las máquinas de coser. En el segundo había unas máquinas gigantescas, algunas de dos metros y medio de altura y seis metros de largo. La señora Leung explicó qué eran. Unas máquinas hacían los moldes para las distintas partes del cuerpo; otras, el pelo; y por último una que tenía pinzas afiladas y cogía bloques compactos de fibra de poliéster, los dejaba sobre una cinta transportadora y los cortaba hasta convertirlos en un relleno esponjoso, que salí por el otro extremo de la máquina, donde las trabajadoras lo metían en sacos de arpillera.
Hu-lan, mientras caminaba detrás de la secretaria, sentía las oleadas de calor que salían de las máquinas. La temperatura, incluso a esa hora de la tarde era espantosa. De la frente de May-li caían finas gotas de sudor.
– Esto es un horno -murmuró Siang-. Dentro de una hora estaremos cocidas como un botijo.
– Aquí trabajaréis mañana -anunció la señora Leung-. Se os asignará un puesto de trabajo y una guía. Ella os enseñará a cada una a trabajar en su máquina. Una vez hayáis aprendido el trabajo en esta nave, os promoverán a otras tareas. Algunas hasta podréis llegar al sitio que los extranjeros llaman el alma. Es un lugar con aire acondicionado, o sea, un invento especial americano que hace que el aire esté fresco como el hielo aunque estemos en el mes más caluroso del año. Muchas de vosotras habéis llegado aquí con grandes sueños. Yo estoy aquí para deciros que pueden hacerse realidad. Y puedo hacer esta promesa porque un día yo también estuve donde estáis vosotras ahora. Soy de un pueblo muy lejano y empecé en esta sala. Ganaba doscientos yuanes, pero seguí trabajando porque tenía sueños. -La señora Leung miró a las recién llegadas y sonrió. Todo el mundo vio, por el bonito traje que llevaba, el corte de pelo y su figura, ni muy delgada ni muy gorda, que los sueños de la secretaria del Partido se habían hecho realidad.
“Dentro de un rato os iréis al dormitorio. Si creéis que aquí no seréis felices, éste es el momento de decirlo. Todas habéis firmado un contrato por tres años. Esta noche, y sólo ésta estamos dispuestos a dejar que renunciéis a vuestra obligación. Mañana ya estaréis completamente comprometidas, y no habrá llantos o cambios de ideas que valgan ni explicaciones de que no era esto lo que habíais soñado.
Por segunda vez en el día, la señora Leung inspeccionó el grupo en busca de algún signo de debilidad, pero no encontró ninguno.
– Las campesinas chinas conocen el trabajo duro. Estamos orgullosas de lo que sabemos hacer, y gracias a nuestros amigos norteamericanos podremos recoger las recompensas. -La señora Leung se irguió y concluyó-: buenas noches, dormid bien porque mañana empezáis una nueva vida.
En los dormitorios había humedad, hacía calor y el aire estaba viciado.
Olía a hacinamiento de mujeres, a inodoros atascados y a artículos de tocador. Las mujeres que habían acompañado a Hu-lan hasta aquel momento, se separaron y fueron a buscar camas. Cada habitación tenía cuatro literas de tres camas. Debajo de las literas inferiores estaban las pertenencias de todas las mujeres de la habitación. Una bombilla pelada colgaba del centro del techo. La mayoría de las habitaciones estaban ocupadas y, como las otras mujeres habían empezado antes que Hu-lan, las pocas camas libres enseguida quedaron ocupadas. Hu-lan estaba a punto de entrar en una habitación cuando vio salir a Jin-gren.
– No entres -le dijo-, la única cama libre pertenecía a una chica que murió.
Si la chica era quien Hu-lan pensaba, entonces ése era el lugar donde quería estar. Entró en la habitación y preguntó cuál era la cama libre. Una de las mujeres le señaló la litera del medio.
– Pero si duermes ahí te visitará un fantasma.
– Yo no creo en fantasmas -respondió Hu-lan.
Algunas mujeres rieron.
– Eso dices ahora -comentó una chica de unos catorce años-, pero mañana por la mañana te cambiarás como todas las otras que trataron de dormir aquí. -Arrugó la cara burlonamente e impostó una voz de asustada-. ¡Se pasó toda la noche sentada sobre mi pecho! ¡Aullaba! ¡Me mordisqueaba los oídos! -volvió a cambiar de voz-. Duerme aquí si quieres, pero mañana seguro que te largas.
Hu-lan puso su bolsa en la cama y se deslizó en ese estrecho espacio. No podía extender completamente los brazos mientras estaba acostada y tampoco podía sentarse. Sobre la pared había unos ideogramas mal escritos con lápiz que decían: “Protégeme”, “Mi hogar”, “El trabajo es la recompensa”. ¿Los había escrito Miao-shan o eran obra de las mujeres que habían dormido allí antes y después de su muerte?
Hu-lan se tumbó. Las sábanas estaban sucias y olían.
– Perdonad -dijo-, pero ¿dónde puedo encontrar sabanas limpias?
Las otras la miraron como si estuviera loca.
– La misma cama y las mismas sábanas -le dijo la chica que le había hablado antes-. No te preocupes, te acostumbrarás. Si duras una noche. -Arrugó otra vez la frente y rió.
– Me llamo Hu-lan.
– Me llaman Cacahuete porque soy pequeña como un cacahuete -dijo la chica.
Era menuda, pero Hu-lan pensó que el apodo también se debía a la cara redonda que tenía-. Será mejor que te des prisa. Apagan las luces dentro de veinte minutos. Si quieres ir al lavabo, ve ahora. Está al final del pasillo, a la izquierda. Seguro que lo encuentras.
Hu-lan siguió las instrucciones. Fue pasando por delante de una habitación tras otra llena de mujeres y niñas, algunas apenas adolescentes. En general había pocas conversaciones. Los compatriotas de Hu-lan siempre habían vivido bastante hacinados y sabían estar solos en espacios repletos. La mayoría de las mujeres ya estaba en la cama, de espaldas a la puerta tratando de dormir o dormidas. Otras estaban de espaldas mirando el techo o la litera de arriba. Había unas pocas sentadas en el suelo de cemento charlando, mientras otras se cambiaban el uniforme rosa por una camiseta holgada para dormir. Pasó delante de una habitación en la que había una niña de unos doce años sentada en el suelo llorando. Era demasiado joven para estar lejos de casa. Hu-lan recordó que ella también había estado en esa edad en esa misma región.
Cacahuete no se había equivocado sobre lo de encontrar el lavabo. El olor la guió directamente y se quedó impresionada por lo que vio. Knight era una empresa estadounidense, por lo tanto esperaba ver instalaciones de tipo americano. Pero en cambio, se encontró con algo tan asqueroso como una letrina pública. Había cubículos sin puerta, agujeros sin inodoro, y el suelo estaba húmedo y resbaladizo. Las grandes cubas de agua que tenía enfrente le indicaron que no había agua corriente. Hu-lan metió un cubo en la tina y se dirigió a la letrina. Miró alrededor y le preguntó a una mujer dónde había papel higiénico.
– En el economato -le respondió con brusquedad y volvió la cabeza-. Puedes comprarlo mañana antes del desayuno o durante el almuerzo. -Sin mirar a Hu-lan, arrancó un trozo de papel de su propio rollo-. Toma.
Hu-lan, al acabar, vació el cubo en la cisterna, tiró de la cadena y llevó otra vez el cubo a las tinas. Después se dirigió a una pila larga con varios grifos, pero otra vez sin agua corriente.
– Tenemos agua una hora por la mañana y de ocho a nueve de la noche -dijo la mujer.
– ¿Se puede beber esta agua?
– Hasta en mi pueblo hervimos el agua para beber, pero los americanos no nos dejan tener hornillos ni ningún utensilio de cocina. -Y añadió con amargura-: Puedes comprar agua embotellada mañana en el economato.
Cuando Hu-lan volvió a la habitación, se quitó los zapatos, se tumbó en la cama y esperó. A las diez menos cinco volvió a levantarse. En el momento en que iba a salir, Cacahuete le dijo:
– No puedes salir. Dentro de unos minutos apagan las luces y no pueden encontrarte fuera.
Hu-lan se llevó la mano al estómago.
– Creo que me descompuse en el autobús, tengo que ir otra vez al lavabo.
– Vuelve lo antes posible.
Hu-lan, en lugar de ir al lavabo, se dirigió a la salida. Las luces se apagaron pocos metros antes de que llegara y el vestíbulo quedó en la oscuridad total. Anduvo a tientas hasta que encontró el pomo de la puerta y salió.
La luna brillaba en medio de la humedad. Rodeó el edificio pegada a la pared, sacó el teléfono móvil, marcó el número del Shanxi Grand Hotel y pidió por la habitación de David.
– Hola. -David parecía preocupado.
– Estoy bien -lo tranquilizó.
– ¿Dónde estás? ¿Dijiste que volverías a la hora de la cena?
– No pude… Este lugar es… peor de lo que pensaba. -Cerró la mano herida e hizo una mueca de dolor.
– Voy a mandar al inspector Lo a buscarte.
– ¡No! -Hu-lan miró alrededor pero no vio a nadie-. Ahora no puedo irme -dijo bajando la voz-. Nos tienen encerradas en las instalaciones.
– No me gusta. Sé que parezco un macho tonto, lo reconozco, y quizá haya algo de eso, pero, vamos, no me gusta que estés allí.
– ¿Ya has visto a los Knight? -lo interrumpió-. ¿Cómo son?
– No aparecieron -suspiró-. Había mal tiempo en Tokio. Un tifón, creo. En fin, tendremos que intentar hacerlo todo mañana.
– ¿Qué has hecho entonces?
– Volví al hotel y fui a correr a orillas de una especie de arroyo que llaman río. El resto del día me lo pasé al teléfono o en Internet. ¿Qué mas? El gobernador Sun mandó una caja llena de papeles junto con el documento de renuncia firmado.
– ¿Y de qué se tratan esos papeles?
– No sé muy bien. Documentos financieros. Mañana, antes de reunirme con él, los estudiaré. -Dudó-. Pero… no deberíamos hablar de él, es un cliente.
Tenía razón, pero Hu-lan no estaba muy segura de que le gustase.
Sin embargo, David tenía su ética profesional y ella la suya, lo que hizo que la respuesta a la siguiente pregunta fuera más fácil.
– Hu-lan, ¿qué crees que pensarán si te cogen ahí dentro?
– Si encuentro algo habrá problemas.
– Pero no vas a encontrar nada.
– Ha hemos hablado de ello -suspiró Hu-lan-. Este lugar no es lo que parece.
– Nos prometiste a Zai y a mí…
– Lo sé.
– Mañana a las diez estaré en la fábrica. No quiero verte allí.
– No me verás.
Se dieron las buenas noches. Hu-lan se guardó el teléfono en el bolsillo y dio la vuelta hasta la entrada del dormitorio. Abrió la puerta y esperó que los ojos se acostumbraran a la negrura. De repente brilló una luz.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó la señora Leung.
Hu-lan agachó la cabeza y no respondió.
– Conoces las reglas.
– Soy nueva, secretaria del Partido -dijo Hu-lan temblorosa-. Me he perdido.
– ¿Cómo te llamas?
– Liu Hu-lan,. Y le prometo que no volverá a pasar.
Hu-lan sintió que Leung la sopesaba con la mirada.
– ¿Eres tú la que ha hecho hoy esas preguntas?
– No, secretaria del Partido -dijo Hu-lan mientras bajaba la mirada y veía el pie de la señora Leung golpetear despacio el suelo.
– Por esta vez lo dejaré pasar y no habrá castigo.
– Gracias.
– Vuelve a tu habitación. Voy a encender las luces así todas te verán. Si alguna vez vuelven a ver a alguien levantada y fuera, sabrán sobre quién informar. ¿Comprendes?
– Sí, secretaria del Partido.
La señora Leung accionó una serie de interruptores. Hu-lan, sin levantar la vista, se escabulló deprisa hasta su habitación con los ojos de cientos de mujeres clavados en ella. Al cabo de un momento, se metió en su litera y las luces se apagaron. Hu-lan se tapó la cara y se quedó así unos minutos, escuchando la respiración y los movimientos ocasionales de las otras mujeres de la habitación. Pensaba en Miao-shan.
El colchón tenía pocos centímetros de espesor, pero estaba impregnado de un perfume característico que recordaba de Estados Unidos, el White Shoulders. No era de extrañar que las mujeres que habían dormido ahí hablaran de espíritus fantasmagóricos. A Hu-lan, ese olor opresivo siempre le había hecho pensar en la muerte. Mientras se iba quedando dormida, pensó en cómo demonios había llegado White Shoulders a ese lugar de China.
A las siete menos cuarto de la mañana Hu-lan ya se había dado una ducha fría, se había puesto la bata rosa, había pasado por el economato para comprar papel higiénico y agua embotellada al triple del precio de Pekín, había engullido un desayuno de con gee con nabo adobado y se las había arreglado para ponerse en la cola con Siang para entrar en el edifico de montaje. A las siete menos diez sonó un timbre y la cola empezó a moverse. La señora Leung y Jimmy, el vigilante, estaban en medio del vestíbulo. Si Jimmy la reconocía, estaría perdida. Cuando pasó a su lado, el hombre la miró a la cara, pero no era más que otra mujer en bata rosa y un pañuelo también rosa que le cubría el cabello negro. La señora Leung levantó la mano para parar la cola. Cogió los pases de Hu-lan y Siang, miró alrededor y al ver a Cacahuete le dijo:
– Llévalas a tu puesto y enséñales lo que tienen que hacer.
Cacahuete asintió y Hu-lan pensó que era muy extraño que el lugar pareciera tener tantas medidas de seguridad y los trabajadores estuvieran tan bajo control, y sin embargo, las tareas se asignaran tan al azar, a trabajadoras que por casualidad estuvieran cerca en aquel momento.
– Hoy os controlaremos -dijo la señora Leung-. Recordad que si lo hacéis bien, os ascenderemos. Recompensamos el trabajo bien hecho. Si no podéis hacer el trabajo, no desesperéis,. Aquí, en Knight, hay muchas tareas y os encontraremos alguna.
La fila empezó a avanzar otra vez. Cacahuete les enseñó a Hu-lan y Siang a poner los pases sobre el lector del código de barras y pasaron por la puerta. Las mujeres que tenían delante se dividieron en dos grupos, y cada uno entró en un corredor diferente. La fila de Hu-lan zigzagueó por diferentes pasillos, hasta que ella se sintió completamente desorientada. A Siang debió de pasarle lo mismo, porque cogió a Hu-lan por la bata. Cacahuete se acercó enseguida.
– A todo el mundo le pasa lo mismo al principio -dijo-. Pero en unos días os acostumbraréis.
Entraron en el taller principal y las mujeres se precipitaron a sus puestos de trabajo frente a diferentes máquinas. A las siete en punto las máquinas se pusieron en marcha. Al cabo de unos minutos el estrépito y repiqueteo producían un ruido ensordecedor.
Por suerte, a Hu-lan y Tang Siang las habían mandado a trabajar con Cacahuete que, aunque joven, tenía un carácter alegre y mucha paciencia. Les dijo que el trabajo era fácil y consistía en ensartar los mechones de pelo de plástico en los minúsculos agujeros de la cabeza de los muñecos. Hu-lan recordaba el trabajo del día anterior y pensó que había tenido suerte. Pero se equivocaba. El día anterior estaba sentada y aún no se había hecho daño en la mano. Ese día, estaba de pie delante de la cinta transportadora que, a medida que avanzaba la mañana, iba cada vez más rápido. Lo que le había parecido relativamente fácil el día anterior cuando las aprendizas iban de un puesto de trabajo a otro, pronto se convirtió en algo imposiblemente difícil. Conforme las máquinas rugían, subía la temperatura hasta tal punto que el único respiro era el aire caliente que despedían los ventiladores de las máquinas. Al cabo de tres horas, las manos le ardían de cansancio, la herida le latía, tenía los dedos arañados y la bata húmeda de sudor.
Las manos de Siang, en cambio, se movían hábil y diestramente. Tras las pausa de la mañana, Aarón Rodgers, que circulaba entre esa sala y la de montaje final, se detuvo para felicitar a Siang por su habilidad.
– Thank you very much -respondió Siang con marcado acento chino.
Aarón le sonrió, se inclinó y le dijo algo al oído. Con el ruido de las máquinas, Hu-lan no pudo oír lo que le decía, pero vio que Siang se ruborizaba, le devolvía la sonrisa y respondía:
– No, no soy una chica de la ciudad. Estudié aquí, en la escuela local. Mi padre dice que el inglés es muy importante.
Aarón Rodgers coincidió, le masajeó los hombros a Siang por un instante y volvió su atención hacia Hu-lan. No mostró el menor gesto de reconocimiento. La miró a la cara y, manteniendo las distancias, le dijo en mandarín en un tono que apenas se oía por encima del ruido de las máquinas:
– Le sangran los dedos. No podemos manchar las figuras.
– Lo siento -respondió ella en mandarín.
Aarón se palpó los bolsillos y sacó unas tiritas.
– Póngase esto y venga a verme durante la pausa. Le buscaré otro trabajo.
– Intentaré hacerlo mejor -le prometió Hu-lan.
– Ya veremos. Por ahora vuelva al…
Los chillidos de una mujer lo interrumpieron. De repente se hizo el silencio en medio del zumbido de las máquinas y todas las conversaciones entre las mujeres cesaron bruscamente. Las máquinas se apagaron y los gritos de la mujer resonaron aún más con la reverberación y el eco de la enorme nave. Aarón salió a la carrera, mientras las demás dejaban sus puestos y empezaban a apiñarse alrededor de la mujer herida. Hu-lan se acercó al grupo y se abrió paso a codazos hasta el frente.
Había un mujer sentada en el suelo, delante de la máquina que cortaba el poliéster a tiras. Con la mano derecha se cogía el codo izquierdo mientras trataba en vano de contener la hemorragia. Tenía un tajo muy profundo en el antebrazo y le faltaban dos dedos. Aarón se arrodilló junto a ella, se quitó la camisa y se la envolvió alrededor del brazo. La levantó sin vacilar. Las mujeres se separaron para abrirle paso. La mujer, mientras se dirigían a la puerta, empezó a forcejear mientras gritaba: “¡No! ¡No! ¡No!”. Los gritos eran más fuertes que antes y la chica parecía aún más aterrorizada. Las otras, instintivamente, dieron un paso atrás y algunas apartaron la mirada. Un minuto más tarde, Aarón salió del taller, la puerta se cerró detrás de él y los gritos de la mujer se desvanecieron.
– No volveremos a ver a Xiao Yan nunca más -murmuró alguien cerca de Hu-lan.
En ese momento se oyó por los altavoces la voz de la señora Leung.
– Por favor, volved a vuestros puestos.
Las chicas obedecieron. Las máquinas volvieron a funcionar y las chicas a sus tareas. Hu-lan se quedó en su sitio lo necesario para ver las pinzas aún ensangrentadas que cogían otro bloque de fibra de poliéster y lo metían en las siniestras fauces de la máquina.